Capítulo 14

Una peregrinación a la desgracia

El verano alcanzaba su plenitud. Las plantas de espliego erguían sus tallos floridos; en algunos ya eran visibles los brotes muy apretados. Ambas valerianas estaban floreciendo, la valeriana de jardín con sus flores rosadas de aroma delicado y la valeriana auténtica con sus racimos de florecillas blancas. Melisenda salió de los arbustos de toronjil y capturó a una mariposa que bebía néctar de las flores rosadas. Las campanillas de consuelda temblaban cargadas de abejas, las estrelladas flores de borraja se balanceaban en la suave brisa.

A Lucie le dolía la cabeza. Cuando se inclinaba sobre su vientre ya redondeado, la sangre le hacía latir la cabeza. Se echó hacia atrás, sentándose en los talones, cerró los ojos y respiró profundo.

Debió de adormecerse al sol, pues creyó oír una voz conocida cantando una canción de amor y nostalgia:

Sopla, viento del norte, tráeme el perfume de mi amada.

Sopla, viento del norte, sopla, sopla, sopla.

Se sobresaltó cuando una mano le cogió el hombro.

—¿Agradecerías un brazo fuerte que te ayudara a levantarte? ¿O tengo que arrodillarme yo a tu lado?

Se volvió y se alegró de encontrar que la voz de Owen no había sido un sueño. Su cansancio desapareció al punto: cogió con alegría la mano de él y se dejó abrazar con fuerza.

—Cielo santo, cuánto te he echado de menos —le susurraba Owen al oído.

Lucie empezó a llorar. Confundido por su reacción, Owen la siguió apretando hasta que los sollozos pasaron. Después la apartó, sin soltarla y le preguntó.

—¿Qué pasa? ¿No estás contenta de verme? —Su rostro estaba cruzado de arrugas de preocupación y pasó a la perplejidad cuando vio que Lucie le sonreía.

—Es maravilloso oír tu voz y tenerte delante, poder tocarte. Las lágrimas eran… —Se encogió de hombros—. Últimamente, todas las emociones las hacen salir. —Volvió a abrazarlo.

—¿Qué dice Magda del niño?

—Que todo está como debe ser.

Owen se santiguó.

—Qué pronto has vuelto de Pontefract. ¿Todo salió bien?

—Sí, pero Lancaster me ha dado una misión que volverá a alejarme. Quiere que vaya a Scarborough a buscar a Hugh Calverley.

—¿El duque de Lancaster también se interesa en Joanna?

—En Longford, en realidad. Pronto toda Inglaterra estará interesada en la historia de Joanna.

—Esto va mucho más allá de Joanna, Lucie. Longford puede estar conspirando con el rey Carlos con el fin de llevarse a nuestros soldados a las compañías blancas para combatir contra don Pedro.

Lucie se contuvo cuando estaba a punto de admitir que conocía la posibilidad. No era la ocasión adecuada para confesar que se había involucrado más aún en el caso.

—Pero ¿por qué tú, Owen? ¿Por qué debes ir tú a Scarborough?

Él la volvió a atraer hacia sus brazos.

—Me daré prisa en volver. Te lo prometo.

* * * * *

Con el regreso de Owen, sir Robert y Daimon se mudaron a un cuarto de la Taberna York, que Bess y Tom se apresuraron a preparar. Sir Robert aprovechó la ocasión para repetir la oferta de la casa vecina.

Lucie se alegró de la intimidad cuando Owen estalló ante la noticia de que ella había cenado con Thoresby y había visitado a Joanna en la abadía. Los dos lograron contener la ira mientras estaban abajo en la cocina con Tildy, intercambiando su nueva información con cortesía, pero Owen cerró la puerta de golpe cuando entraron en el dormitorio.

—Santo Dios, mujer, me volverás tan loco como Joanna.

—Owen, por lo que más quieras, baja la voz. Todo York sabrá que estás aquí, con semejante escándalo.

Empezó a pasearse por el cuarto. Lucie se sentó en el borde de la cama, frotándose los ríñones con los nudillos.

—Creí que íbamos a acostarnos.

—Tengo las piernas entumecidas, he estado a caballo todo el día. —La voz de Owen no era amistosa—. Por Dios, Lucie, no puedo dejarte ni siquiera unos pocos días sin que te comportes como una desenfrenada.

Con movimientos cansados, Lucie se levantó y empezó a deshacer el saco de viaje de Owen, viendo que sería imposible descansar de inmediato.

—Te pones aburrido. Hemos tenido esta discusión antes. No soy una idiota. —Lucie lamentó su tono cortante, pero él la trataba como a una niña.

La cicatriz de Owen resaltaba con el enfado.

—¿No quieres tener a mi hijo? ¿Es eso?

Lucie lo miró parpadeando. ¿De dónde salía una acusación tan absurda?

—¿Qué tiene que ver esto con tu hijo? Por supuesto que quiero tener a nuestro hijo. ¿De qué estás hablando?

—Deberías descansar.

—Santa María y Todos los Santos, habría poquísima gente en este mundo si las madres descansaran mientras esperan a sus hijos. ¿Quién puede permitirse pasar nueve meses de descanso?

Owen cruzó el cuarto y le puso las manos en los hombros.

—Te pones justo en el camino del peligro.

Lucie apartó las manos de él.

—¿Y tú no? ¿Acaso nuestro hijo no necesita también un padre?

—Yo no me ofrezco voluntario para estas cosas, Lucie.

—Yo tampoco me ofrecí. Me lo pidieron.

Estaban a cierta distancia, imitando sus posturas, los dos con las manos en la cintura, las barbillas echadas hacia delante.

—El arzobispo mismo no sabe qué hacer con Joanna Calverley, no sabe si debería admitirla de nuevo en el convento. ¿Y por qué? ¿Podría ser porque le rompieron el cuello a un hombre, violaron y estrangularon a una mujer y Colin podría morir? Pero tú vas alegremente a conversar con la mujer que parece ser el centro de todo esto.

—No lo hice alegremente y he tenido una escolta armada.

—No me gusta.

Lucie se sentó en la cama y se inclinó para quitarse los zapatos. La ira y el dolor de la espalda le arrancaron lágrimas de los ojos.

Owen se apresuró a ponerse de rodillas a su lado y suavemente le apartó las manos. Le quitó los zapatos y después la cogió en sus brazos:

—¿Por qué estamos discutiendo, amor mío?

Lucie dejó que las lágrimas salieran libremente, sabiendo que era inútil luchar con ellas. Cuando se calmó, Owen le secó los ojos con el pico de la sábana y le cubrió la cara de besos.

Lucie lo abrazó y apoyó la cabeza en su hombro.

—Rezo todos los días porque este hijo viva y crezca y llegue a ser igual que su padre —susurró al oído de Owen—. No se me ocurre nada mejor. —Lo besó en la mejilla.

Él se volvió y la besó largamente en los labios y después la apartó lo suficiente para verle la cara, mientras le alisaba un bucle suelto.

—Y yo rezo porque si es niña sea como la madre. Es decir, perfecta.

—No quise preguntarle a Magda si será varón o niña.

—¿Ella lo sabrá?

Lucie soltó una pequeña risa.

—¿Qué hay que Magda no sepa?

Owen apretó el costado de Lucie y ésta lanzó una carcajada.

—Apuesto a que no sabe dónde tienes cosquillas —dijo él. Volvió a tocarla en ese punto. Lucie trató de cogerle la mano, pero él la apartaba. Lucie se disolvía en risas. Owen la arrastró consigo a la cama. Ella rodó para quedar encima de él y trató de cogerle las manos—. ¿Nos quitamos esta ropa y festejamos realmente mi vuelta a casa? —Ya estaba desatando los lazos en la espalda de ella—. Salvo que tu estado…

—Magda dice que no hay problema. —Lucie se terminó de quitar el vestido.

* * * * *

Sor Isobel hizo una breve reverencia a Owen.

—Me puse a la merced de vuestra esposa y ella ha sido mi salvación, capitán Archer. Joanna está mucho más calmada. —Se volvió a Lucie y le cogió las manos—. Estoy sumamente agradecida.

—Veamos si la calma la hace más dócil —dijo Lucie.

Habían llevado a Joanna a la sala de la casa de huéspedes; estaba sentada en una silla llena de almohadones junto a la ventana. Aquel día llevaba el manto como un mantón. Owen quedó sorprendido por los notables ojos verdes y la palidez que destacaba las pecas.

Pero cuando ella se volvió a mirarlo, Owen ya no encontró hermosos sus ojos. Parecían verlo y a la vez seguir viaje a través de él, vagos e intensos al mismo tiempo.

—Capitán Archer. Has vuelto.

—Traigo noticias de vuestra familia.

Joanna frunció el entrecejo y bajó la vista.

—Trabajas en vano para complacerme, porque en realidad no quiero oír esas noticias.

—¿No tenéis curiosidad por vuestra familia?

Los ojos verdes lo miraron de arriba abajo.

—No eres el primer hombre fuerte que veo, sabes —dijo con desdén.

Owen se sobresaltó por este cambio de tema. Lucie le había advertido sobre los veloces cambios de Joanna, pero aun así era inquietante.

—¿Lo sabes, capitán? —preguntó Joanna, esta vez con voz burlona.

Owen había recuperado el equilibrio.

—He oído que vuestro hermano Hugh es todo un guerrero. ¿Es de él de quien habláis?

Joanna dirigió una mirada a Lucie y después a la medalla de la Magdalena, que empezó a hacer girar en sus manos.

—¿Ésa es vuestra medalla de María Magdalena?

Joanna aspiró con fuerza.

—Me han sangrado y me han purgado, estos cristianos, y después han vuelto a envenenarme. ¿Qué piensas de eso? ¿Te sentirías seguro en un lugar así?

Owen lanzó una mirada a Lucie, que se encogió de hombros casi imperceptiblemente. No parecía dispuesta a ir en su ayuda.

—¿Por qué harían una cosa así… purgaros y después envenenaros?

Los labios pálidos de Joanna se curvaron en una sonrisa.

—Un estómago vacío absorbe el veneno más rápido. Pero los he burlado.

Owen podría haber negado que la hubieran envenenado, pero sabía que ella no aceptaría su argumento.

—¿Cómo los burlasteis?

Joanna tocó el manto azul.

—La Santísima Virgen me protege.

Owen se preguntó cómo podía poner tanta fe en un trozo de tela corriente.

—¿Por qué iba a querer alguien envenenaros?

Las cejas se arquearon.

—Estoy maldita —afirmó, como sorprendida de que él no lo supiera.

—Pero habéis dicho que la Virgen os protege. ¿Creéis que protegería a un alma maldita?

Las manos suaves apretaron la medalla hasta que temblaron por el esfuerzo. La mandíbula se apretaba. ¿Ira o miedo?

—¿Has estado en Leeds? —preguntó Joanna de pronto. No miraba a Owen sino a la ventana—. ¿Subiste al calvario?

—Sí. Conocí a vuestro padre.

Después de una larga pausa:

—Es un tonto.

—Es vuestro padre.

Joanna miró a Owen a los ojos:

—Más que lamentar entonces.

Owen trató de sonreír:

—¿Para él o para vos?

Ella no devolvió la sonrisa, pero se inclinó hacia delante, con el entrecejo fruncido.

—¿Ahora vas a Scarborough?

La abrupta pregunta y lo acertado de la suposición hicieron preguntarse a Owen quién podría habérselo dicho. Pero no se le ocurrió nadie.

En aquel momento Joanna sonreía. No era una sonrisa amistosa. La cabeza baja, los ojos mirándolo por entre las cejas, como si le hubiera hecho una buena broma.

—Nadie me lo ha dicho. Es lo lógico. Tu peregrinación es hacia la desgracia.

Aquella mujer no estaba loca ni poseída por malos espíritus. ¿Por qué gastaba tanta energía en una inteligente simulación?

—Si voy a Scarborough, ¿a quién veré allí?

—Al diablo.

—¿Y quién es?

Joanna inclinó la cabeza a un lado, sin dejar de sonreír.

—¿Tus pecados se transmitirán a tu hijo? ¿Él también tendrá un solo ojo?

Owen levantó la cabeza como si lo hubieran abofeteado.

Lucie, que había estado mirando por la ventana, perdida en sus pensamientos, alzó la vista, primero hacia Owen, después a Joanna y después otra vez a Owen con expresión preocupada. Joanna se puso una mano en la boca, que ya no sonreía.

—Perdona. No quería ser cruel. No se gana nada con la crueldad. Cristo debió haberlo sabido.

¿Cristo? Owen lo hizo a un lado por el momento. Quería volver al diablo.

—¿Visteis al diablo en Scarborough, sor Joanna?

Ella bajó la vista a su regazo.

—Estoy muy cansada.

Owen no podía saber si estaba realmente cansada o sólo evitaba responder. Pensó que lo segundo era más probable.

—¿Quién es el demonio? ¿Will Longford?

Joanna se estremeció y cerró los ojos.

—El cuello de Jaro está roto.

—¿Quién lo mató?

Joanna sacudió la cabeza.

—No me gustaba. Pero nadie debería morir así.

—Cuando huísteis del convento de San Clemente, ¿fue para ir con un amante?

Joanna alzó al vista, con hilaridad en la expresión.

—¿Acaso las monjas tienen amantes? San Clemente es un pequeño convento. ¿Dónde podía esconderme? —Miró a Lucie—. Os empezáis a enfadar conmigo. Debéis comprenderme. No puedo pensar en esas cosas.

—¿Por qué? —preguntó Lucie.

—¿Qué cosas? —añadió Owen.

Joanna se encogió de hombros.

—Bueno, si vosotros no estáis de acuerdo en qué es importante yo no puedo juzgar.

—Jugáis con nosotros —dijo Owen—. De modo inteligente. Pero lo echáis todo a perder si pretendéis hacernos creer que estáis loca. Un truco tan inteligente no es propio de la locura.

Joanna se puso solemne. Su mirada se volvió hacia dentro.

—¿Sor Joanna? —Owen le tocó la mano.

Ella la apartó convulsivamente, con los ojos muy grandes, mirándolo fijamente.

Noli me tangere.

—¿Por qué no debo tocaros?

Joanna no respondió.

—Por favor, sor Joanna, decidnos qué sucedió —dijo Owen.

Los ojos volvieron a fijarse en él, escrutaron su rostro, se movieron siguiendo la línea de los hombros. Joanna le cogió una mano, observó la palma, la dio la vuelta, observó el dorso de la mano, se la llevó a la mejilla.

—Yo podría haber amado a un hombre como tú.

—Me siento muy honrado.

Joanna soltó la mano.

—Pero ahora estoy maldita. Sólo quiero la muerte.

—Entonces, ¿por qué os quejáis de que quisieron envenenaros?

—No me quejaba.

—¿Qué, entonces?

—Sólo me sorprendía —dijo encogiéndose de hombros.

—Quería hablaros de Hugh y del brazo de san Sebastián.

—Se lo vendió a Will Longford.

—No. No le vendió nada a Will Longford. Era un sello que llevaba, de un militar francés.

Joanna se echó a reír.

—Le mentimos. Era san Hardulfo de Breedon, no san Sebastián.

—No había brazo alguno —dijo Owen suavemente.

Joanna apartó la vista. Su mano seguía aferrando la medalla de la Magdalena.

—¿Debo entender que Hugh no le vendió el brazo de san Hardulfo a Will Longford?

—Exactamente.

Joanna aspiró con fuerza.

—¿Sigue en la iglesia parroquial de Leeds?

—Sí.

—Pobre Hardulfo —dijo con voz sin expresión.

Owen cerró el ojo y apretó bajo el parche, donde una llovizna de pinchazos daba forma física a su frustración.

Joanna se inclinó hacia delante y tocó suavemente la cicatriz de Owen bajo el parche.

—¿Duele?

—Sí.

—¿Puedo ver el ojo?

—No. ¿Por qué creéis que Cristo fue cruel?

—Porque lo fue. Lo fue con María Magdalena. Cogió su amor y después la dio de lado.

—No es la versión usual.

Joanna se mordió el labio inferior y apartó la vista.

—¿Cómo está mi madre?

Dios santo, pensó Owen: casi había olvidado eso. Había preparado un acercamiento gradual a las malas noticias, pero en aquel momento sus planes quedaban deshechos. No obstante, quizás un choque podría convenirle a Joanna. Lucie no lo aprobaría. Pero si no le preguntaba antes, no protestaría.

—Vuestra madre ha muerto.

Joanna se sobresaltó.

—¿Qué? —Movió las manos como queriendo hacer a un lado las palabras—. No. —Se inclinó hacia delante y miró el ojo bueno de Owen un largo momento y después se echó hacia atrás, sacudiendo la cabeza—. Los Boulain están locos. Pero eso no significa la muerte.

—Está muerta, sor Joanna. Se ahogó en el río.

Joanna pareció asustada. Miró por encima del hombro y se estremeció.

—Tumbas de agua —dijo en voz baja.

—¿Quién más tiene una tumba de agua?

Joanna se puso de pie abruptamente.

—Vete, bribón tuerto. No podrás tener mi cuerpo. Ha sido prometido al demonio. Él me devorará como… —Sacudió la cabeza y se dejó caer en la silla. Ocultando la cara en las manos, empezó a sollozar.

Lucie se arrodilló a su lado y tocó la frente.

—Owen, llama a la reverenda madre. Tenemos que irnos ahora. Joanna necesita descansar. Su espíritu desborda a su cuerpo.

—Es una excelente representación.

Lucie miró a Owen.

—No es representación. Tiene fiebre.

* * * * *

Después de pasar por la puerta de Bootham, Owen llevó a Lucie a un lado de la calle y se detuvo, mirándola y cogiéndole las manos.

—He sido torpe. Dios santo, qué torpe he sido. ¿Podrás perdonarme?

Lucie se encogió de hombros y le dirigió una sonrisa triste.

—Tus palabras brutales podrían haber funcionado. Ella podía haber respondido de un modo más útil.

Como has podido ver, Joanna es impredecible. —Lucie miró a su alrededor—. Pero hablemos de esto en casa, por favor.

Owen, viéndola un tanto pálida, preguntó:

—¿Te llevo en brazos? ¿Te sientes débil?

—Me siento como quien llama en exceso la atención. La mayoría de las parejas no suelen detenerse en las esquinas a discutir asuntos serios.

* * * * *

Ned llegó, sin aliento, a última hora del día. Owen dio la vuelta al mostrador para saludarlo y presentarlo a Lucie.

—Encantadora —dijo Ned mientas sostenía la mano de Lucie, mirando sus ojos sonrientes. A Owen se le hizo evidente que Lucie también encontraba encantador a Ned. Lo cual no era una presentación propicia. Pero Ned al fin soltó la mano y se volvió hacia Owen—. Me han enviado a llevarte a la enfermería de la abadía.

¿Ned haciendo de mensajero?

—¿Por qué?

—Uno de los hombres del arzobispo ha muerto y su amigo amenaza con asesinar a cualquiera en la ciudad que se parezca siquiera vagamente a su atacante.

—¿Colin ha muerto, entonces? —dijo Owen.

Ned asintió.

—Dios se apiade de él —susurró Lucie, inclinando la cabeza y santiguándose.

Owen dio un puntapié en el umbral.

—Tengo un maldito don para hacer matar a la gente.

Ned cogió a su amigo por el hombro y lo sacudió suavemente.

—No estabas con ellos cuando los atacaron.

Owen apartó la mano de Ned. El hombre no tenía conciencia. No podría entender. Pero de todos modos tenía que decirlo:

—Yo los recomendé a su ilustrísima.

Ned alzó los ojos al cielo y después le dirigió una mirada de simpatía a Lucie.

—Tu hombre nunca cambiará. Siempre ha sido de los que se culpan. Si le pasa algo a alguien en su compañía, es culpa de él. No importa cómo hayan pasado las cosas. No le importa en lo más mínimo que su ilustrísima podría haberlos elegido de todos modos. —Se volvió hacia Owen—. Colin era un hombre de Thoresby.

—Di lo que quieras, fui yo quien los metió en esto. Colin era un simple soldado, obediente y cumplidor. —Owen vio que Ned se preparaba para seguir discutiendo—. Alfred estará sediento de venganza. Creo en lo que dice.

—¿Qué hacemos con Alfred entonces? —preguntó Lucie.

—Ravenser quiere encerrarlo en la cárcel del arzobispo —dijo Ned.

Owen gruñó.

—Entonces Ravenser es un necio. ¿Qué ha hecho el hombre más que obedecer órdenes y ser un buen amigo?

Ned se encogió de hombros.

—¿Qué haremos entonces?

—Llevarlo con nosotros a Scarborough. Así Alfred no podrá molestar a nadie en York.

Ned cruzó los brazos sobre el pecho y le dirigió una mirada irritada a Owen.

—Nos molestará a nosotros.

—Yo me haré responsable.

—Loco —dijo Ned suavemente mientras seguía a Owen afuera; pero no salió sin antes lanzarle un beso a Lucie.

* * * * *

En el locutorio del abad estaban sentados Louth y Ravenser; en medio de ellos tenían a Alfred, con las manos atadas a la espalda.

—No creo que sea necesario tenerlo atado, caballeros —dijo Owen, aunque vio en la cara de Alfred una peligrosa mezcla de dolor y furia—. Creo que el ejercicio le haría bien. —Se arrodilló ante Alfred—. ¿Quieres que vayamos al Campo de San Jorge a practicar un rato con la espada?

Alfred miraba fijamente hacia delante.

—Yo sabía que era una emboscada, capitán. Pero siempre dejaba que Colin se saliera con la suya. Casi siempre era para bien. Ojalá esta vez también lo hubiera sido. —Los ojos de Alfred estaban secos, pero vidriosos. Owen podía oír la tensión en su garganta y veía los músculos tirantes de la mandíbula.

—Quiero que vengas conmigo a Scarborough, Alfred.

Los ojos oscuros miraron a Owen fijamente.

—¿Para qué?

—Eso todavía no importa. Pero te necesito y te necesito con la cabeza limpia. ¿Qué tal si hacemos ese ejercicio con las espadas? Podemos sudar un rato. Nos desquitaremos sobre un muñeco de madera. Por ahora, al menos. Aclárate la cabeza y hablaremos del viaje.

—¿Qué harán con Colin?

Owen se volvió hacia Ravenser y Louth con una mirada interrogante.

—¿Era un hombre de York? —preguntó Ravenser.

—No —dijo Alfred—. De Lavenham.

—Entonces lo enterraremos en el patio de la catedral, creo. Murió al servicio del arzobispo.

Owen se volvió hacia Alfred.

—¿Esto te satisfará?

Alfred asintió.

—Si te corto las ataduras, ¿no atacarás a la primera persona que se te cruce?

—Colin me habría pedido que os obedeciera sin hacer preguntas, capitán.

Owen había creído alguna vez que ése era el deber del soldado. Eso había sido antes de que empezara a entender algo más sobre el mundo, gracias al empleo al servicio de Thoresby. En aquel momento creía que uno siempre tenía que preguntar. Pero tal como estaba Alfred, la obediencia ciega era aconsejable.

—Bien. —Sacó su cuchillo y cortó las ligaduras—. Ven —dijo poniéndose de pie—. Despidámonos de Colin y después vamos a descargar la furia sobre un roble.

Ned se les unió en la puerta.

—¿Puedo ir con vosotros? Me vendría bien vapulear un rato a mis enemigos.

Ravenser se levantó cuando abrían la puerta:

—¿Cenaréis conmigo esta noche, caballeros? ¿Para hablar del viaje?

Owen asintió con la cabeza:

—Vendrán mi esposa y mi suegro, como pedisteis.

—Bien. No me gustaría que este incidente afectara a los planes.

—Nada alterará los planes, sir Richard. No temáis. Ned y yo estaremos mejor después de haber sudado. —Owen sonrió y salió, seguido por Ned y Alfred.

Los dos canónigos quedaron intrigados por las extrañas costumbres de los hombres de guerra.