Capítulo 13

Un arquero, un poeta, un príncipe

Owen no había dormido bien. Lo que le molestaba era lo que había dicho Matthew Calverley, que no quería saber lo que había sucedido con su esposa. Una incertidumbre semejante respecto de Lucie lo volvería loco. Se vería obsesionado por la necesidad de encontrarla viva o muerta. Si estuviera muerta, saberlo lo destrozaría, pero al menos sabría, entendería, cavaría una tumba, que visitaría todos los días. Y si estuviera viva… bueno, no le gustaría enterarse de que ella era más feliz sin él. Pero debería saberlo.

Matthew Calverley no sabía. No quería saber.

¿Y el resto de la familia?

Había que pensar en ellos también. Por ejemplo, en el hijo mayor.

Cuando Louth se despertó, Owen le informó de que volvería a Leeds para hablar con Frank Calverley.

—¿Para qué? Hemos hablado con el jefe de la familia.

—Tengo que preguntarle por qué nadie investigó la verdad sobre la desaparición de la madre.

Louth, todavía medio dormido, se puso una mano de visera contra la luz del amanecer y miró a Owen con expresión intrigada.

—¿Por qué? No es algo que deba preocuparnos.

Owen se paseaba por el cuarto, impaciente por partir.

—No puedo explicarlo, pero pienso que puede ser muy importante.

Louth suspiró.

—Eso significa pasar otro día en Leeds.

—Puedo hacerlo yo solo. Tú puedes seguir con los hombres. Dime la ruta que tomaréis. Yo galoparé hasta alcanzaros.

—Preferiría acompañarte.

Owen notó cierta aspereza en la voz de Louth.

—¿Por qué? No crees que esto sea algo que deba preocuparnos.

Louth se sentó trabajosamente. Había dormido sobre su lado izquierdo y su cara estaba marcada por las arrugas de las sábanas. Bostezó.

—Eso no importa.

—No tardaré.

Louth parecía preocupado.

—¿Y si tardas?

—Entonces llegaréis a Pontefract antes que yo. —Owen de pronto comprendió cuál era la preocupación de Louth—. Crees que no tengo intención de ir a Pontefract, que me propongo regresar a York.

Louth pareció sorprendido y después sonrió disculpándose.

—Se me había ocurrido. —Sacó sus piernas pálidas de la cama y llamó a su escudero.

Owen quería estar a solas con sus pensamientos. Louth tendía a ser ruidoso.

—Os alcanzaré en la ruta. Lo juro.

El criado llevó dos jarras de cerveza para Louth y Owen, para que se quitaran de la boca el mal gusto de la noche. Después ayudó a vestirse a su amo.

—Por mi alma, no puedo dejarte solo —dijo Louth tirando de sus hopalandas hasta ponérselas bien—. Vete —le dijo al criado; esperó a que saliera y después fue a la puerta a ver si se había retirado de verdad.

La conducta de Louth le resultaba a Owen más que un poco intrigante. Actuaba como si estuviera a punto de confiarle algún terrible secreto. Pero no habían estado hablando de secretos.

Louth permaneció de pie, con las manos a la espalda, la cabeza inclinada ligeramente, hundiendo en el pecho la voluminosa barbilla, y mirándolo por debajo de sus cejas espesas.

—Perdona por fingir que no confiaba en ti. No es la verdad. No es la verdad de ningún modo. —Aspiró con fuerza, levantó la cabeza y miró a Owen a los ojos—. Maddy, la criada que fue asesinada, estaría viva si yo hubiera sido digno de la confianza del príncipe. Pero no lo soy. He creado una confusión en este asunto de Longford, desde el comienzo. Y ahora una joven ha muerto por mi culpa. Me propongo encontrar a su asesino.

Owen estaba desgarrado entre la diversión al pensar en el canónigo regordete y cortés enfrentándose con el asesino y simpatía por el hombre que buscaba pagar su pecado por omisión. Decidió confiar en Louth.

—No creo que Frank Calverley sea nuestro hombre.

Louth frunció el entrecejo.

—Yo pienso lo mismo.

—Y sospecho que la desaparición de la señora Calverley no tiene nada que ver con la muerte de la niña.

—¿Quieres confundirme deliberadamente?

—De ninguna manera, Nicholas. Estoy tratando de ver qué tiene que ver tu confesión con mi regreso a Leeds a hablar con Frank Calverley.

—No fue una confesión.

—Llámala como quieras. Aprecio tus nobles sentimientos hacia la criada de Longford. Pero, en lo que a mí respecta, lo que importa es satisfacer a Lancaster y para eso deberías llegar a Pontefract puntualmente. Si yo no llegara a tiempo, (y es sólo una hipótesis), puedes asegurarle que llegaré pronto.

Louth cerró los ojos.

—Quiero observar tus métodos. Por eso quiero acompañarte.

Owen no hizo nada por ocultar su sorpresa.

—¿De qué métodos hablas?

—De la forma en que interrogas a la gente.

—¿Qué piensas que soy, un interrogador?

Fue el turno de Louth de parecer sorprendido.

—¿No lo eres?

—Cielo santo, soy aprendiz de boticario.

El rostro encarnado de Louth se puso más rojo aún y soltó el aliento en un fuerte resoplido. Pero al ver la furia en la cara de Owen, se puso serio de inmediato.

—Por favor, perdona, pero debes creerme realmente un idiota si esperas que crea eso. ¿Qué estás haciendo aquí, si eres aprendiz de boticario?

—Ocasionalmente trabajo para Thoresby. —Owen estaba furioso y se odiaba por ello. Debería reírse y olvidarse de todo el asunto. Por supuesto que era un espía y un espía condenadamente bueno, para decir la verdad. ¿Por qué estaba negándolo siempre? Se obligó a sonreír. Se encogió de hombros—. Un espía nunca admite que lo es.

Louth se echó a reír.

—Ya me estás dando clases. ¿Ves por qué necesito observarte?

Owen suspiró.

—Deja a tus hombres en las puertas de la ciudad, si quieres. No necesitamos llamar la atención sobre nosotros.

* * * * *

Mientras Owen y Louth marchaban hacia Leeds por la orilla del río Aire, el sol calentaba los prados y brillaba sobre el agua. Owen se imaginaba a Matthew Calverley en su jardín, doblado por la cintura, arrancando malezas, borrando recuerdos. Había notado ciertos silencios el día anterior. Algunos tuvieron lugar alrededor del tema de la señora Anne Calverley volviéndose en contra de Hugh y Joanna. No era natural que una madre se pusiera en contra de los hijos que más se le parecían. ¿O ésa sería la causa? ¿Habría algo en ella que no le gustaba ver reflejado en sus hijos? ¿Algo maldito? Pero en ese caso, ¿no sería lo natural que tratara de ayudarlos, de enseñarles cómo combatir contra ese rasgo?

El tema orientó los pensamientos de Owen hacia su inminente paternidad. Si él notaba que su hijo se apartaba del buen camino, ¿sabría qué hacer? Lucie sí sabría, con seguridad. Parecía ser la clase de cosas que las mujeres sabían.

El problema en la familia Calverley, ¿sería que Anne Calverley no había sabido qué hacer?

Trot les había dado indicaciones para llegar a la casa de Frank, en caso de que Matthew Calverley no estuviera en la suya el día anterior. La encontraron fácilmente: una buena casa de piedra cerca de los embarcaderos. Era el emplazamiento adecuado para un joven comerciante. Owen y Louth llegaron a la puerta en el preciso momento en que el dueño de la casa salía para iniciar su jornada de trabajo.

—Capitán Archer, representando a su ilustrísima el arzobispo de York —dijo Owen, desmontando junto al joven regordete y vestido con ropa brillante—. Y sir Nicholas de Louth, canónigo de Beverley. —Owen señaló a su compañero, que era lento en desmontar—. ¿Tengo la fortuna de encontrar casualmente al señor Frank Calverley?

—Así es, capitán Archer. Y sois doblemente afortunado pues mi padre me habló de vuestra visita y lamenté no haberos conocido. Me alegra tener noticias de mi hermana, buenas o malas.

—Me pregunto si podríais dedicarnos unos minutos, antes de empezar vuestro trabajo.

Frank Calverley asintió con la cabeza. Se parecía mucho a su padre: los rasgos redondeados, los ojos alegres.

—Bajad conmigo a los muelles, si queréis.

La calle estaba sombreada por los salidizos de las casas. Owen, con el ojo bueno, miraba dónde ponía los pies para no pisar los desperdicios arrojados por las ventanas; arrastraba por la brida a su caballo. Acompañó a Frank en silencio hasta que llegaron al muelle. Louth los seguía y la distancia lo forzaba al silencio. La brisa del río, para los que venían de atravesar las estrechas calles de la ciudad, olía fresca y limpia. Owen y Louth ataron sus caballos a un árbol, frente al almacén de Frank, que se volvió hacia Owen.

—Pues bien. ¿Queréis saber más sobre mi hermana Joanna?

—Se trata de otra cosa. Sé que dará la impresión de que olvido mi lugar y me tomo demasiadas libertades con vuestra familia, pero estoy intrigado por la desaparición de vuestra madre.

Frank se quitó el sombrero de fieltro y se rascó la cabeza; soltó un largo suspiro y sus ojos alegres se entristecieron.

—Entiendo. Es raro que una mujer que ha vivido tantos años a la orilla del río se caiga en él. Pero la orilla estaba resbaladiza y no era una mujer fuerte. Hacía tiempo que no se sentía bien. Creo que desde comienzos de la primavera no había caminado tanto como ese día.

—¿Vuestra madre se ahogó, entonces?

Frank frunció los rasgos de la cara y al contraer la barbilla las mandíbulas se expandieron, haciéndolo aparentar más edad.

—¿Mi padre dijo otra cosa?

—Dijo que no sabía si se hundió o huyó. No quería saber.

Frank se llevó una mano carnosa a la cara y se cubrió los ojos un momento; después, mirando a su alrededor, se sentó pesadamente sobre una bala de lana.

—Hay muchos modos de llorar por alguien. Edith y yo hemos hecho todo lo posible por convencer a nuestros conocidos de que nuestro padre dice esas cosas para poder soñar con volver a verla. ¿Por qué habría de querer que la gente piense que ella tenía un amante…? Es difícil para la familia. Supongo que encontrasteis extraño que no hayamos hecho más para encontrarla. Es fácil de explicar, imposible de curar. Mi padre la amaba mucho. No podía creer que pudiera perderla tan súbitamente, después de haber rezado tanto y haberla velado tantas noches durante su enfermedad. Dios había respondido a nuestras plegarias y nos la conservó durante aquella primavera y aquel verano, y después se la llevó de un modo tan… —Frank alzó las manos, con las palmas hacia arriba, y miró hacia lo alto buscando la palabra—: caprichoso.

—Entonces ¿encontrasteis el cuerpo?

—Oh, sí. —Frank se puso de pie para dirigirse a unos hombres que se aproximaban—. Caballeros, estaré con vosotros en unos momentos. Esperadme en mi despacho. —Los dos hombres asintieron y, lanzando miradas de curiosidad a los extraños, entraron en el almacén.

—¿Se ahogó en el otoño? —preguntó Owen.

Frank asintió.

—Poco antes de San Martín. Salió a pesar de que el día era lluvioso y la mujer que la cuidaba le advirtió que no le convenía salir. Mi madre dijo que estaba inquieta, que quería sentir el viento en la cara. Cuando decidía algo, no había modo de razonar con ella. Un rasgo de los Boulain. Resbaló, se enganchó en las hierbas del río. —Frank se secó el sudor—. Si hubiera estado más fuerte, no creo que se hubiera ahogado. La encontramos allí mismo, cerca de la orilla. Se necesitaron dos hombres para cortar las hierbas.

—¿Y vuestro padre decidió que no lo había visto?

—Sí. —Frank se secaba el labio superior—. Aunque ¿quién podría olvidar algo así? Mi padre no está loco, sólo ha decidido no recordar el aspecto que tenía mi madre, estrangulada por las hierbas, hinchada por el agua. —Se estremeció, como si la imagen hubiera aparecido ante él y lo sorprendiera—. A mi padre le resulta más soportable recordarla como había sido en vida. Pero a menudo pasa un día entero, del amanecer a la puesta del sol, arrodillado junto a la lápida de ella en la iglesia parroquial, rezando por su alma.

Con lo que se le hacía justicia a la idea de que la madre y la hija compartían una urgencia por huir de los suyos. O que se habían encontrado en alguna parte.

—Una pregunta más, si me lo permitís.

Frank se encogió de hombros.

—Vuestro padre dijo que vuestra madre se volvió en contra de Joanna y Hugh, ¿sabéis por qué?

Frank echó una mirada al almacén y se volvió hacia Owen.

—Se dicen muchas falsedades sobre la familia de mi madre, los Boulain. Hugh y Joanna han heredado su carácter de ellos. Costó disciplinarlos. Así que mi madre pensaba que llevaban la maldición de los Boulain.

—¿De qué se trata?

—La locura. —Frank rio por lo bajo—. Pero al final resulta que es el viejo Matthew Calverley el que hace el loco, jugando a ser jardinero y esperando que su esposa muerta vuelva del río.

—¿No creéis que ni Hugh ni Joanna están locos?

Frank negó con la cabeza.

—Hugh es un soldado nato. Por lo que sé, no consideramos locura una pasión tan conveniente. Joanna… siempre ha tenido la cabeza llena de tonterías sobre caballeros y príncipes guapos. Y, para ser francos, descubrió los placeres del amor demasiado temprano para disciplinar su cuerpo. Cometió la tontería de huir de su prometido metiéndose en el convento. Le gustaban demasiado los hombres para que funcionara. Como esposa podría haber encontrado alguna satisfacción. Mi padre dice que le contasteis que Joanna huyó de San Clemente y después volvió.

—Con un complicado truco por medio para borrar su rastro.

—Cuando hizo tanto escándalo para ir al convento, yo creí que había encontrado un hombre de Iglesia que la satisfacía y que quería estar cerca de él. —Frank tenía la cabeza baja y se miraba las manos—. Quizá se cansó de él, fue al mundo, descubrió que los hombres allí no eran más interesantes y decidió volver a él.

Louth habló por primera vez.

—El cura de San Clemente es calvo, gordo y viejo.

Frank sacudió la cabeza:

—Salvo que mi hermana haya cambiado mucho, un hombre así no la induciría al pecado. Pero los conventos contratan hombres para hacer el trabajo pesado. Joanna tiene imaginación y sabe comportarse con los hombres. ¿Quién sabe con quién puede haber trabado una relación? Encontraréis un hombre en el fondo de este asunto, eso puedo asegurarlo.

* * * * *

Louth se giró en su silla y le hizo señas a Owen de que acercara su caballo a él. Owen sólo quería paz y silencio, pero no podía ser tan descortés como para hacer caso omiso de Louth. Se acercó.

—Así que la señora Anne Calverley se ahogó y su cuerpo yace bajo una lápida en la iglesia de la parroquia.

—Sí, compartiendo el techo con san Hardulfo de Breedon.

Louth asintió.

—Mi señor Thoresby estará complacido con tu minuciosidad. Pero ¿de qué sirve? ¿Qué has averiguado de más?

—En realidad, lo hice por mí mismo. No entendía cómo alguien que decía amarla podía aceptar no saber qué le había pasado.

Louth escrutó el rostro solemne de Owen.

—Eres un tipo extraño, Owen Archer.

Owen se encogió de hombros.

—¿Cómo te llevas con Thoresby?

—Bastante bien. —Owen sacó un pellejo de vino de las alforjas y tomó un trago. Habían cabalgado sin descanso para llegar a tiempo a Pontefract.

—¿De modo que fue por tu propia curiosidad por lo que hablaste con Frank Calverley? ¿No hubo nada en las respuestas sobre su madre que pudiera ayudarte?

—Por supuesto que ayudaron.

—Pero acabas de decir que no lo hiciste por Thoresby.

Owen gruñó para sí. ¿Cómo explicar que Thoresby iniciaba el proceso, pero una vez que la mente de Owen estaba embarcada en el problema, era su propio instinto el que lo impulsaba hacia delante? Miró a Louth, los muslos gordos, las manos infantiles, la barbilla partida y oscilante. Aquel hombre no quería conocer los pensamientos de Owen, quería saber cómo lograba complacer a Thoresby para poder hacer lo mismo. Owen se relajó.

—Era una incoherencia que podía haberme hecho sospechar que Matthew Calverley y en realidad toda la familia estaba escondiendo algo. —Se encogió de hombros—. Así que fue la insatisfacción lo que me hizo interrogar a Frank. Ahora veo la triste verdad: es Matthew Calverley quien intenta engañarse a sí mismo.

Louth asintió:

—Hay un sentimiento en todo esto, que me temo que tiene más que ver con el carácter que con el método. —Sacudió la cabeza—. Me temo que yo soy demasiado un empleado, bueno para hacer lo que me mandan, pero sin iniciativa propia.

Costaba admitirlo sobre uno mismo.

—A mí me gustaría pensar menos de lo que pienso, para decir la verdad.

—Somos lo que Dios nos hace. —El rostro de Louth era triste. Permaneció en silencio por un largo rato, permitiendo a Owen recapitular mentalmente lo que había averiguado en Leeds.

* * * * *

Los muros enjalbegados del gran castillo de Pontefract se alzaban sobre las murallas de la ciudad, que estaban parcialmente ocultas por las tiendas de lona y los fogones de los mercaderes de West Cheap. El mercado estaba en plena actividad cuando Owen, Louth y los hombres de éste cruzaron las puertas de la ciudad. Algunos de la compañía manifestaron deseos de detenerse allí, pero Owen estaba deseoso de completar su misión y de partir, así que la orden fue de no desmontar.

El castillo era largo y alto. Estaba todo blanqueado con cal, incluso los revestimientos, creando un efecto tan brillante bajo la luz del sol que parecía una ciudad celestial. Su altura impresionó a Owen, aunque había visto muchos castillos en su vida en el ejército.

Lief y Gaspare los vieron cruzar el patio y se acercaron a saludar a Owen, el cual desmontó sin la ayuda de los mozos de cuadra que corrían detrás de sus amigos.

—Mi señor el duque está satisfecho con los arqueros —dijo Lief con una gran sonrisa en el mismo momento en que daba una palmada en el hombro de Owen—, así que te ha invitado a sentarte a la mesa alta con sir Nicholas esta noche.

Owen se alegró de que el duque hubiera quedado satisfecho. Eso significaba que podría volver pronto a York. Pero no le agradaba tanto la idea de sentarse a la mesa principal.

—Me siento honrado. Pero ¿dónde está la diversión? Yo he venido a visitar a mis viejos amigos.

Gaspare asintió aprobándolo.

—No veo necesidad de que empieces a lavarte ahora mismo para la cena. Ven con nosotros a las cuadras y acompáñanos con un poco de humilde cerveza.

A Louth ya lo habían ayudado a desmontar. Le dirigió una inclinación de cabeza a Owen:

—Yo en cambio espero con ansiedad alguna iluminación especial en la mesa esta noche, capitán Archer. —Saludó a Lief y Gaspare y se volvió hacia el castillo.

—Ven, entonces —dijo Gaspare.

Sobre un banco de ordeñar en las puertas de las cuadras se encontraba un hombre apuesto vestido como un señor menor, con unas hopalandas de un intenso color azul, cortadas hasta las rodillas y con cinturón de plata y cobre. Tenía el rostro afeitado, el pelo recortado bajo las orejas, con un flequillo cubriéndole la frente. Los ojos castaños de venado lo identificaban.

—¡Ned! —exclamó Owen yendo hacia él—. Por la sangre de Dios, ¡qué importante te has hecho! —Igual que Gaspare y Lief, Ned había sido uno de los arqueros de Owen en la comitiva del viejo duque. El conversador.

Ned se puso de pie y dio una vuelta sobre sí mismo, riéndose.

—Importante, realmente, mi galés favorito. ¿Y cuándo se corromperá tu discurso para adecuarse a tu cara? Sigues hablando la lengua de los bardos. —Cogió las manos de Owen—. Te extrañaba.

Owen inclinó la cabeza a un lado.

—No me querrás hacer creer que sigues siendo arquero, con esta ropa.

—No. Bertold me dio demasiados golpes en la cabeza, así que medité la oferta del duque y acepté ser uno de los escoltas de maese Geoffrey Chaucer cuando viaje a España este invierno.

—¿España?

Ned notó el repentino interés de su amigo.

—Esta noche hablaremos del asunto con mi señor el duque. Ahora debemos llenar nuestras jarras y brindar por la vieja amistad.

—De acuerdo.

* * * * *

Tal como le habían prometido, a Owen lo sentaron en la mesa alta, entre Louth y un hombre pequeño y redondo con ojos vivaces y alerta que parecía no perderse nada de lo que pasaba a su alrededor.

—Geoffrey Chaucer —dijo el hombre levantando su copa de vino hacia Owen. Su vestido oscuro no correspondía a su aire vivaz.

—¿Chaucer? ¿El embajador de Lancaster en España?

Una reverencia y una sonrisa.

—Y yo sé algo de ti, Owen Archer. —Se rio ante la sorpresa de Owen—. Esta noche, en la mesa, hay pocos galeses de lenguaje pulido y un parche en el ojo, capitán.

—¿Suele haber muchos?

Chaucer fingió sorprenderse ante la pregunta.

—Pues sí, es muy frecuente, te lo aseguro.

Owen se preguntó si se trataría de un efecto del vino o del ingenio, pero de todos modos le gustó el hombre. Jugaba con la conversación como un galés.

—Sé que te cegó ese ojo la esposa de un juglar bretón cuya vida habías salvado. Un episodio muy poético, pero no creo que tú lo veas bajo esa luz.

—¿Cómo podría, con un solo ojo?

—¡Espléndido! —aplaudió Chaucer.

—Dime, maestro Chaucer, ¿tienes sangre galesa en las venas?

—Lamentablemente, no. Una falta terrible para un poeta, pero es mi triste destino. Eso me obliga a esforzarme más.

Owen lo miró con más atención. Los bardos y poetas que había conocido por lo común eran seres más imponentes.

—¿Eres un poeta?

Chaucer se encogió de hombros.

—Juego con las palabras. Me ayuda a pasar las horas muertas que los embajadores debemos sufrir sentados haciendo antesalas, esperando audiencias.

—Tienes una intrigante variedad de habilidades. Yo diría que es difícil componer poesía sentado entre cortesanos que reclaman atención.

—Es cierto. Pero un poeta también debe vivir. Y una esposa debe tener dinero para la casa.

—¿Estás recién casado?

Chaucer asintió con la cabeza, pero su mirada estaba en los tapices que había al fondo. Los asistentes callaron cuando el duque atravesó el salón y ocupó el asiento central de la mesa alta. Juan de Gante seguía con el aspecto que le había visto Owen la última vez en su gran castillo de Kenilworth: rondaba los veinticinco años, era alto, de pecho ancho, con barba en punta y labios llenos, un Plantagenet en su porte real, su estatura, su cabello rubio. Owen se preguntaba si su temperamento también sería el de un auténtico Plantagenet, siempre dispuesto a reír, siempre quisquilloso ante las ofensas.

—Ahí tienes a un hombre felizmente casado con la mujer más hermosa de la Creación —murmuró Chaucer, su voz llena de nostalgia.

Owen miró al poeta con interés. Un hombre complejo.

* * * * *

Lancaster no se entretuvo con la comida. Fue el último en sentarse a la mesa y el primero en levantarse. Owen, Chaucer y Louth fueron llamados. Los condujeron a un salón alto, por una escalera de piedra. El duque estaba tras una mesa, mirando unos mapas.

—Pasad, caballeros —dijo, mandándoles acercarse. Con un cuchillo de plata señaló la costa oeste de Francia—. La Gascuña, caballeros, donde don Pedro es por el momento huésped de mi hermano el príncipe Eduardo. —Moviendo el cuchillo hacia la derecha, se detuvo en Castilla—. Castilla, en cuyo trono debería estar. —Hizo chasquear los dedos y un criado cogió el mapa y retrocedió a las sombras. Otro criado acercó una silla. Lancaster se sentó, metiendo el cuchillo en una vaina enjoyada en la cintura. Aparecieron otras tres sillas. Sus invitados se sentaron.

—Nicholas —dijo Lancaster dirigiéndose a Louth—, me alegro de verte. Si puedes dejar arregladas tus cosas en Beverley para el otoño, el príncipe quiere que hagas la travesía conmigo.

—Espero poder hacerlo, mi señor duque. —Louth señaló a Owen—. El capitán Archer me acompañó a Leeds a petición de mi señor Thoresby. Hablamos con Matthew Calverley, el padre de la mujer que nos ha tenido preocupados, sor Joanna, de San Clemente. Owen es un hábil interrogador.

Lancaster miró a Owen con atención.

—Eres un hombre de muchos talentos. Owen Archer. Me has servido bien: los arqueros que preparaste acertaron todos los tiros. Tus servicios no quedarán sin recompensa.

—Su ilustrísima tiene —dijo Owen con una pequeña inclinación de cabeza— dos hombres capaces en Gaspare y Lief.

Lancaster asintió.

—Así es. Fuiste tú quien los instruyó. Pero ahora quiero oír lo que tú y sir Nicholas hicisteis en vuestra visita a Leeds. El maestro Chaucer está presente porque creo que el servicio que me presta está relacionado con el vuestro. Ha leído tus cartas, Nicholas, así que no necesitas empezar desde el comienzo.

Mientras Louth describía las entrevistas con Matthew y Frank Calverley, Owen notó un intercambio de miradas entre Lancaster y Chaucer a la mención del sello de san Sebastián. Cuando Louth hubo terminado, Lancaster permaneció en silencio un momento, los codos sobre la mesa, los dedos entrelazados, las cejas unidas a causa de la concentración. Al fin dijo:

—Ahora, maestro Chaucer, háblales de tu misión.

Chaucer pareció sorprendido. Sonrió disculpándose.

—Os pido paciencia, caballeros. Como hombre más a gusto escribiendo sus pensamientos y después corrigiéndolos hasta que tomen una forma más digerible, me siento mal preparado para improvisar. —Hizo una pausa, mirándose las manos—. Poco después de los festejos navideños en la corte, recibí órdenes de navegar a la Gascuña y de allí a Navarra. Sabéis que el rey Carlos, desesperado por encontrar una ocupación para las crecientes compañías blancas, las está empleando para apoyar a Enrique de Trastámara en su reivindicación del trono del Castilla. Lo que quizá no sabéis es que se decía que cinco ingleses de renombre estaban planeando pasarse a las filas del rey Carlos, o más bien a las de Bertrand du Guesclin, contra don Pedro. Era una cuestión de fogosidad mal dirigida. Protestaban contra la supuesta crueldad de don Pedro. En diciembre, el rey Eduardo envió cartas a estos hombres advirtiéndoles que serían castigados si seguían adelante. Las cartas no les llegaron. De ahí que yo fuera enviado para gestionar el apoyo del rey de Navarra para la causa de don Pedro, obtener de él un salvoconducto y viajar a las montañas para interceptar a los caballeros ingleses.

—Una misión peligrosa para un poeta —dijo Owen.

Chaucer sonrió:

—Peligrosa para cualquier hombre, capitán. Las montañas mismas son poco acogedoras en invierno y los soldados ocultos en ellas son salvajes y malévolos, muy dispuestos a marchar a Castilla y destrozar a los hombres de don Pedro.

»Pero Dios fue bueno conmigo. Encontré a cuatro de los cinco capitanes ingleses y entregué las cartas. No estaban dispuestos a renunciar a sus propósitos de combatir, pero cuando les aseguré que si se pasaban a nuestro lado también tendrían mucha guerra que hacer, con el príncipe Eduardo a su cabeza en su gloriosa armadura negra, aceptaron. Bueno, dos de los capitanes aceptaron sólo cuando la perspectiva fue endulzada con oro…

»Pero el quinto capitán había desaparecido. Tres de sus hombres lo creían en Francia, conferenciando con Du Guesclin. Uno creía que había vuelto a Inglaterra en busca de más hombres. El quinto capitán es el llamado Sebastian.

Owen se inclinó hacia delante:

—¿Sebastian?

Lancaster tenía una sonrisa en los labios. Chaucer asintió.

—Sebastian y Will Longford combatieron juntos a las órdenes del príncipe en una época, antes de que Longford perdiera su pierna. Sebastian lleva a su santo patrón en su sello. Cuando Longford volvió a Inglaterra, Sebastian se unió a la compañía de mercenarios de Du Guesclin.

Owen se frotó la cicatriz, bajo el parche.

—Longford era de bajo rango, demasiado bajo para que la Corona le costeara el regreso a casa en tiempos de paz. Al perder una pierna y volverse inútil para el servicio, ¿cómo es que pudo disponer tan pronto del dinero para volver a Inglaterra e instalarse en una buena casa en Beverley?

—Tienes una buena mente, Archer —dijo Lancaster. Empezó a pasearse por el cuarto, con las manos a la espalda—. Sigue.

—Hay una carta con el sello de Du Guesclin que Louth encontró en la casa de Longford. Y antes, los Percy supieron que un francés había venido a traerle uno de los sellos de Sebastian a alguien en Beverley.

Chaucer se echó atrás en el asiento con satisfacción:

—Longford nos llevará al capitán Sebastian.

Louth y Owen sacudieron la cabeza.

—Longford ha desaparecido.

—Pero lo encontraréis, espero. —Chaucer parecía ingenuamente confiado. ¿O les estaba tendiendo una trampa? A Owen no le gustó.

—No sabía que ésa fuera nuestra misión.

—A fe que no —dijo Louth—. ¿Qué tiene que ver sor Joanna con todo este asunto de los mercenarios?

Lancaster giró sobre sus talones y permaneció delante de Louth.

—Vamos, seguramente ves la relación.

Louth negó con la cabeza. Pero Owen sí la veía.

—Longford debe de haberla recordado, debe de haber recordado a Hugh Calverley, quizá sabía que Calverley estaba en Scarborough trabajando para los Percy, una familia que trata de impedir que embarquen los ingleses en Scarborough para ayudar a Du Guesclin. ¿La utilizó entonces para llegar a su hermano?

La sonrisa reapareció en la cara del príncipe.

—Basta por esta noche, caballeros. Mañana hablaremos más.

A Owen esto no le gustaba.

—Perdonad, mi señor, pero yo planeaba salir para York mañana a primera hora.

—No tienes licencia para partir todavía, capitán Archer. Todavía te necesito.

* * * * *

A la mañana siguiente, ardiendo de impaciencia, Owen se sentó al pie de la escalinata de una de las torres exteriores, frotándose sombríamente el puño que había descargado contra un poste en las cuadras. Se había propuesto que el dolor lo distrajera del recuerdo del cabello sedoso de Lucie, la curva de sus caderas, sus pechos blancos. No había funcionado. En aquel momento estaba dispuesto a descargar el otro puño en la cara de alguien.

—No me gustaría provocar una mirada tan sombría en alguien tan combativo —dijo una voz.

Owen fijó su ojo bueno en el hombre que se aproximaba, su silueta recortada contra la luz solar. Reconoció la figura breve y rotunda antes de que pudiera ver la cara con claridad.

—Maestro Chaucer.

—Capitán. —Le hizo una leve reverencia—. ¿Puedo hacerte compañía?

Owen se encogió de hombros.

El hombre pequeño se sentó un escalón más arriba, poniendo sus ojos a la altura del único ojo de Owen.

—¿Es a tu hermosa e inteligente esposa a quien echas de menos?

—¿Cómo sabes quién es?

—Sir Nicholas es locuaz.

—Es un grajo parlanchín.

Chaucer se echó a reír.

—Y Ned me contó cómo os conocisteis. Una historia fascinante.

Owen seguía con una expresión adusta.

—Estaba tratando de olvidar mis nostalgias, maestro Chaucer. Por favor cuéntame algo sobre tu esposa.

—Es justo —consintió el poeta—. Debes saber tanto de mí como yo de ti. A ver. Algo de mi esposa. Nos casamos poco después de que muriera mi padre, en la primavera. Es Phillippa de Roet, una dama de cámara de la reina Felipa. Su padre era un granjero flamenco, ennoblecido en el campo de batalla. Murió poco después y sus hijas fueron tomadas a cargo por nuestra reina, bondadosa y leal con sus subditos flamencos. La hermana de mi esposa, Katherine, joven y enfermiza, fue enviada al convento de Sheppey, pero Phillippa ya daba señales de formidable sentido práctico, así que la reina la encontró útil. Phillippa es baja y robusta como yo. —Se encogió de hombros—. Y tiene poca paciencia con mis tareas poéticas. Eso es todo lo que hay que decir.

Owen no notaba mucho afecto en el resumen.

—¿No echas de menos a tu Phillippa cuando viajas?

Chaucer lo pensó.

—Estaba a punto de decir que me he casado hace demasiado poco para poder responder; pero ya que preguntas, sí la echo de menos… cuando un botón se suelta o cuando extravío algo. Y el deporte de la cama me gusta. —Se dio palmadas en los muslos—. Casi olvidaba mi misión. Me manda el duque. Ha tomado nota de tu deseo de marcharte y quiere darte sus órdenes y despedirte.

* * * * *

Lo sorprendió encontrar a Ned sentado con Louth en el despacho del duque, muy complacido consigo mismo.

—Vamos a viajar juntos, mi viejo amigo.

—¿Vienes a York?

—No veo el momento de conocer a tu bella Lucie —dijo Ned sonriendo.

Owen miró a Louth, pero no pudo leer nada en su expresión.

El duque entró y miró a su alrededor.

—Todos presentes. Bien. Seré breve. Este asunto de Longford y Sebastian reunidos por vuestra monja… Encuentro oportuno que viajéis juntos a Scarborough, deteniéndoos en York para ver si se ha averiguado algo sobre la monja. Al maestro Chaucer lo necesitan en Londres, así que iréis sólo los tres. Sir Nicholas llevará la carta del rey para el capitán Sebastian en caso de que averigüéis algo que os lleve hasta él. También llevará dinero con el cual sobornarlo.

—¿Tengo que ir yo también a Scarborough? —preguntó Owen.

—Desde luego. Apuesto a que tendrás más suerte en desenterrar al fugitivo Sebastian que el maestro Chaucer. Él es poeta y prefiere hacer preguntas a encontrar respuestas. ¿Eh, Chaucer?

El poeta sonrió y se encogió de hombros, pero Owen notó que su color se había acentuado. Aturdido como era, estaba avergonzado de su fracaso. Si Owen hubiera fracasado con más frecuencia, en aquel momento estaría tranquilamente pesando hierbas en York al lado de Lucie.