Joanna clavaba en ella su mirada con tal ferocidad que Lucie no pudo menos de apartar la vista de sus ojos penetrantes.
—Por todos los cielos, ¿qué he hecho para merecer esto? —preguntó Lucie.
Joanna se limitaba a clavar la mirada. Aquella mañana no daba otra respuesta.
Lucie trató de cogerle las manos, pero Joanna las apartó.
—He venido aquí como amiga —protestó Lucie—. Quiero ayudar.
En aquel momento los ojos relampagueaban.
—Habláis conmigo por ellos. No por mí.
A Lucie el corazón le latía con fuerza. Dos manchas encendidas en las mejillas pálidas de Joanna traicionaban su agitación interior. Era mejor no mentirle.
—Su ilustrísima y la reverenda madre están preocupados por vos.
Joanna sacudió la cabeza lentamente.
—Están celosos de mí. No sólo esos dos, sino todos. El abad, sir Richard, sir Nicholas.
Lucie buscó una respuesta que no irritara a Joanna y la alentara a hablar.
—¿De qué están celosos?
Por las mejillas de Joanna habían empezado a correr las lágrimas.
—Sólo yo tengo el amor de María Santísima.
—Todos queremos ayudaros —dijo Lucie con dulzura.
Joanna se secó los ojos con la manga de su camisón. El manto estaba cuidadosamente plegado a su lado.
—¿Recordáis lo que le dijo Cristo a María Magdalena cuando ella lo vio caminando cerca de su tumba?
—Ya me lo dijisteis —asintió Lucie—: «Noli me tangere». Pero fue el nombre de Hugh el que lo trajo a colación.
—Después de que María Magdalena lo hubo amado, lo hubo llorado, aun así no debía tocarlo. Él es cruel.
Dios santo. ¿Cómo habían llegado a esto?
—No creo que eso fuera lo importante —dijo Lucie—. Él se había levantado…
Joanna negó con la cabeza.
—¡No! Eso es lo que importa. Siempre es lo que importa.
Lucie levantó las manos con impotencia:
—¿Qué es lo que me estáis diciendo?
—No os estoy diciendo nada. —Joanna cruzó los brazos sobre el pecho y miró hacia otro lado.
Lucie se levantó rígidamente y fue a la ventana, donde se quedó un momento masajeándose el hombro izquierdo. Cuando hablaba con Joanna era como si contuviera el aliento todo el tiempo, tensa, a la espera de un golpe. Vigilaba cada palabra y cada expresión, para no romper el extraño y frágil equilibrio que habían logrado. La tensión la agotaba.
Y aquel día su interlocutora parecía estar peor que nunca. Sor Isobel le había advertido que la agitación de Joanna había aumentado y la convivencia con ella se hacía difícil. La noche anterior le había arrojado una pesada copa a la criada, Mary, y le había hecho un corte en la frente.
Lucie se sentía perdida. ¿Cómo podía ser que Joanna se viera a sí misma, a la vez, como María Magdalena y como una virgen? Era la combinación más improbable que se podía imaginar. ¿A qué se refería? «Es cruel.» ¿Se refería a su amante?
Volvió a sentarse.
—¿Alguien os dijo que no lo tocarais?
Joanna inclinó la cabeza a un lado.
—Estáis encinta.
Lucie notó que se había estado apretando el vientre con una mano y la cintura con la otra. Se cogió las manos a la espalda. Dejar que Joanna supiera algo tan íntimo molestaba a Lucie, un sentimiento que reconocía como hipócrita cuando ella estaba tratando de descubrir todas las intimidades de Joanna.
—¿Lo que Cristo le dijo a María Magdalena os recuerda algo que os sucedió a vos?
—¿Conocéis la historia de san Sebastián?
Lucie cerró los ojos y respiró con fuerza. Nada le habría gustado tanto como sacudir a Joanna y hacerla cesar en aquellos juegos. Pero necesitaba respuestas.
—Es el santo patrón de los arqueros.
—¿Qué sabéis de los arqueros?
—¿Qué sabéis vos?
—Mi hermano Hugh tenía un sello con san Sebastián acribillado por las flechas.
—¿Era un sello de arquero?
—No era suyo. —Joanna frunció el entrecejo—. Y bien. ¿Qué podéis decirme de los arqueros?
—Los arqueros galeses ganaron muchas batallas para el rey.
—¿Cómo lo sabéis?
—Mi marido es uno de ellos. Lo fue. Era capitán de arqueros para Enrique, duque de Lancaster. ¿Quién usaba el sello de san Sebastián, Joanna?
Joanna cerró los ojos.
—Pensé que podría ir a Francia.
Lucie volvió a llevarse las manos a la espalda, temerosa de golpear a Joanna por la misma frustración.
—¿Ir a Francia con quién?
Una larga pausa.
—Will Longford parecía un hombre bueno. Me dio vino una vez que estaba muerta de frío. Me había sorprendido una tormenta.
—¿Cuando le llevasteis la reliquia?
Joanna se sentó de pronto, con los ojos muy abiertos.
—El vino era una poción para dormir. Para que yo durmiera mientras él pensaba qué hacer conmigo. Y después la poción que me dio para mi entierro. Para mantenerme quieta. Fue demasiado fuerte. Durante días no pudieron despertarme.
—¿Quién, sor Joanna?
Joanna sacudió la cabeza y volvió a recostarse, alzando el cobertor hasta la barbilla.
—Ahora tengo que dormir. Todavía me envenena.
* * * * *
Lucie se apoyó en la puerta de la casa de huéspedes de la abadía, dejando que el sol y la brisa del verano le acariciaran la cara. Se alegraba de haber seguido su inclinación aquella mañana y haber dejado guardada la toca. En su lugar llevaba un velo corto y ligero que permitía que la brisa le refrescara el cuello. Aquel verano sufría mucho más por el calor. El niño que llevaba en el vientre la calentaba. Notó la presencia de Daimon en el muro de la abadía que daba al río. Estaba solo. Debía de haberse cansado de seguir arrodillado junto a sir Robert en la iglesia abacial. Lucie miró el sol, calculando por su posición la hora. Era temprano. Sir Robert no la esperaría todavía. Si Daimon accedía a mantenerlo en secreto, podía escoltar a Lucie a la casa de Magda Digby. Lucie podía hablar con Magda y volver, con tiempo suficiente para ir a abrir la tienda. Necesitaba el consejo de Magda sobre Joanna.
Le preguntó al capellán cómo podía llegar a donde estaba Daimon, sobre la muralla.
El hermano Oswald la miró con horror.
—Mandaré a alguien a buscarlo.
—No es necesario —dijo Lucie con una sonrisa tranquilizadora—. Prefiero ir yo.
El monje sacudió la cabeza.
—Perdonad, señora Wilton, pero no puedo permitir que vayáis allá arriba.
Al fin, el hermano Oswald mandó a un niño a buscar a Daimon, el cual bajó charlando con entusiasmo sobre el tráfico en el río.
Lucie se aprovechó de este interés para despertarle el deseo de acompañarla a la cabana de Magda Digby.
—Está sobre una roca en el borde mismo del río.
—Me gustaría ver eso —dijo Daimon sonriendo.
—No deberíamos molestar a sir Robert, ¿verdad?
Daimon asintió de buena gana.
Pronto estaban bajando hacia la orilla del río, por entre las chozas que se apiñaban frente a la puerta de mendigos de la abadía.
—Ya veo por qué sir Robert no habría querido que viniéramos aquí. ¿Por qué vive así esta gente? —Habiendo crecido en una propiedad señorial en el campo, Daimon nunca había visto tanta pobreza.
—Los motivos son tan innumerables como las estrellas, Daimon. Algunos vienen a la ciudad para desaparecer, algunos han concebido falsas esperanzas de riqueza, algunos han perdido su tierra sin tener culpa. Otros han vivido así a través de tantas generaciones que no conocen otro modo. En una ciudad puede ser difícil alimentarse. Hay que pagar por la comida, o trabajar por ella. Jasper de Melton, el niño que será mi aprendiz, podría decirte cuánto cuesta encontrar comida en las calles de la ciudad.
Daimon miraba a su alrededor las cabañas precarias, las ratas que se escurrían entre sus pies, gordas y agresivas, la gente en harapos, flaca y apática y después volvió a mirar las murallas de la ciudad y los de la ciudad de más allá.
—Pero esta gente no está siquiera en la ciudad.
Lucie asintió.
—Y una vez que han vivido aquí, cuesta encontrar el modo de pasar las puertas.
Daimon dejó caer los hombros; sus pasos habían perdido su ágil elasticidad. Lucie se alegró de ver la casa de Magda a poca distancia.
—Mira, Daimon. Allí, justo sobre la orilla.
La extraña casa de Magda Digby se alzaba sobre una roca. Estaba construida con vigas y tablones de viejos barcos, con un barco vikingo vuelto del revés por tejado. La Mujer del Río estaba sentada a la puerta, a la sombra del dragón de la proa del barco vikingo. El dragón, cabeza abajo, miraba a los visitantes que se acercaban. Magda llevaba su habitual vestido de remiendos. Su cabello gris estaba metido en una cofia y llevaba el cuello desnudo. Cuando estuvieron más cerca, Lucie vio que estaba remendando una red de pescar.
—¿Piensas lanzarla, Magda?
—No. Ya es tarde para capturar esta mañana un pez que valga la pena. Magda pescará con la luna. —Los intensos ojos azules de la vieja observaban a Daimon—. Has traído un soldado, ¿eh? ¿Traes tan malas noticias que temes que Magda te ataque?
Lucie soltó una carcajada y se sentó en el banco junto a la Mujer del Río. Daimon se quedó de pie, mirando a su alrededor, sin saber dónde ponerse. Magda lo miraba con los ojos entornados.
—Tú eres Daimon, hijo de Adam, mayordomo de Freythorpe Hadden.
Daimon pareció asustado.
—¿Cómo lo sabes?
—Magda te trajo al mundo de los hombres.
—Pero los niños son todos iguales.
—No para Magda —respondió la vieja encogiéndose de hombros—. Además eres la viva imagen de tu padre.
Daimon se relajó.
—¿Conoces a mi padre?
—Sí. Un buen hombre. Magda hizo un emplasto para el hombro de tu padre cuando vino aquí de las guerras. Y le enseñó a sor Phillippa cómo reacomodar la coyuntura del hombro de tu padre.
—¿Por qué nunca te había visto?
Magda volvió a encogerse de hombros.
—Cuando la partera Paddy vivía río arriba, Magda no tenía tanto trabajo como ahora y podía andar más por ahí. Ahora si Magda se va un día y una noche, cuando vuelve encuentra gente viviendo en la roca. —Sacudió la cabeza.
—¿Por qué usas un barco como tejado?
—Siempre lista para una inundación, ¿eh? —Magda rio con fuerza—. Necesitas un banco. Métete dentro y trae lo que te convenga.
Cuando Daimon hubo entrado en la choza, Magda bajó la red y tocó una mejilla de Lucie.
—Tienes la sangre caliente con este niño. Buena señal.
—Me tenía preocupada.
—Entonces deja de preocuparte. —Los ojos perspicaces de la mujer la observaban—. ¿Cómo está sir Robert?
Lucie se preguntaba qué leería Magda en su cara.
—Bastante bien.
—¿Y Joanna Calverley?
Lucie miró en la dirección en que se había ido Daimon. No sabía cuánto podría decir en presencia de él. Magda notó su vacilación.
—El chico tardará un buen rato. Tiene esa mirada curiosa de un niño. Explorará los tesoros de Magda. Puedes hablar con libertad.
Magda había dispuesto una charla confidencial con el simple expediente de enviar a Daimon a buscar un banco. Lucie sonrió.
—Eres tú quien debería hablar con Joanna. A ti se te ocurriría un modo de sacarle más de lo que oiré yo en mi vida.
Magda sacudió la cabeza de un lado a otro.
—Oh, no me harás creer que eres una chapucera. Por supuesto, debe de ser por eso por lo que el cuervo y la ardilla quieren que hables con Joanna.
Lucie permaneció en silencio. El cuervo, sabía, era el arzobispo. La ardilla… ¡ah! Sor Isobel, con sus mejillas regordetas y sus pequeñas manos siempre en movimiento. Lucie se rio hasta que las lágrimas le impidieron ver y el estómago empezó a dolerle. Magda la miraba con una sonrisa secreta.
—¿Qué pasa? —preguntó Lucie.
—Esa risa viene de tan adentro. —Magda tocó el velo ligero—. Esto te conviene. Deja la toca y el griñón hasta que seas una vieja, niña. Has perdido un marido, pero has ganado otro. No eres viuda ni anciana. Baila en tu belleza mientras puedas. Pero Magda desvaría. ¿Cuál es el problema con Joanna Calverley?
¿Cuál era el problema? Si Lucie hubiera podido describirlo, la descripción podría haber ayudado a Joanna.
—Anoche tuve un sueño sobre cómo me sentía. Joanna era una araña y yo la seguía mientras ella tejía una red. Trabajaba concentrada, sin hacerme caso, aunque sabía que yo estaba allí. Yo empezaba a ver la forma de la red, trataba de adivinar cuál sería su próximo movimiento y me equivocaba casi todas las veces. Adivinaba pocas de las hebras que emplearía.
Magda frunció el entrecejo y se rascó bajo la cofia con un dedo huesudo.
—¿Terminó la red en tu sueño?
Lucie negó con la cabeza. Magda miraba hacia el río, pensando.
—¿Era una red bien ordenada?
Lucie cerró los ojos y trató de ver la red.
—Había hebras que rompían la armonía, pero la mayor parte estaba bien ordenada.
La Mujer del Río asintió.
—¿Qué piensas que significa?
Lucie gimió, exasperada:
—¡Esperaba que tú me lo dirías!
—Pero seguramente te hiciste alguna idea, maestra boticaria.
Lucie lo admitió. Pero temía el ridículo. ¿Qué sabía ella de sueños?
—Supongo que Joanna sabe lo que está diciendo y que deliberadamente trata de confundirme.
Magda no parecía tan segura.
—Una araña no se pone a tejer una red imperfecta.
—¿Estoy equivocada entonces?
Magda se apoyó en la casa y miró hacia la cabeza de dragón.
—¿Joanna es araña o mujer? —Se encogió de hombros—. Éste es el problema de los sueños. Seducen al sofiador con su aparente sabiduría. ¿O es astucia? —Sonrió.
Desalentada, Lucie se frotó las sienes y alzó la vista al cielo.
—Tengo que regresar a la abadía por sir Robert.
Magda la miró con los ojos entornados y agitó un dedo.
—No seas impaciente. No estás hablando claro. No viniste a donde Magda para hablar de sueños.
—No.
—¿Qué es tan difícil en esa mujer?
—En lo que dice hay una mezcla de razón y confusión. Cuando la veo, salgo exhausta.
—¿Piensas que está endemoniada?
—Quizá. —Lucie se encogió de hombros—. En realidad, no sé. Le dijo a sor Isobel que el demonio la había tentado con sueños sobre su amado.
—¿Por qué esos sueños habrían de ser obra del demonio?
—Porque se probó que eran falsos.
—¿Cree que el demonio la posee?
Lucie sacudió la cabeza.
—No. Y no entiendo tampoco por qué dice que sus sueños se probaron falsos.
—Quizá se desilusionó.
—¿El ama lo probó ser un hombre corriente?
Magda soniió:
—Tú no tienes esas quejas.
—Mi problema es que mi amado es desdichado cuando se queda quieto.
—Seguramente te has hecho una idea de cuál es el mal de Joanna.
—Hoy dijo que Will Longford le sirvió vino especiado con algo que la hizo dormir y después le dio algo más potente para su falso entierro. ¿Podría actuar esto como un veneno, no para matarla, pero sí para deteriorarle la memoria y la razón?
—¿Estaba bien cuando huyó?
—Había ayunado con frecuencia. Ayunos implacables. Una vez pasó tanta hambre que se le cayeron las uñas y se le aflojaron los dientes.
—Niña imbécil. —Magda frunció la cara, acentuando sus muchas arrugas, y sus cejas grises apuntaron hacia su nariz de buitre. Parecía tan feroz como sabia. Al fin suspiró y asintió con la cabeza.
—Debilitar el cuerpo y después acumular veneno sobre veneno. Sí. Confío en que la boticaria Wilton encuentre una cura. Limpia. Razonable. —Le dio a Lucie una palmadita en el brazo.
Lucie no sabía si Magda estaba de acuerdo. Sentía una resistencia a preguntar.
—Si tengo razón, pensé que podría ayudar si la hacemos sudar, la sangramos y la purgamos.
Magda le dio una palmadita en la rodilla.
—Salvo que, si fue un veneno de acción lenta, haya actuado sobre ella demasiado tiempo… Entonces una purga podría apresurar el fin.
Lucie no lo había pensado.
—Entonces, no he encontrado una solución.
—Magda no diría eso. Prueba. Pero después de que la hayas limpiado, debe tener un largo sueño. Magda te dará vino de mandragora para un largo sueño curativo. Después de eso, vuelve a las hierbas que la calman. Ya sabes cuáles: menta y bálsamos, nada más. Si eso no funciona, es que no has encontrado la solución.
Lucie vio un defecto en el plan.
—¿Cuánto debe dormir?
—Estás pensando que pasarás días sin poder hablar con ella. No. De la puesta de sol a la puesta de sol y al amanecer. ¿Puedes saltarte un día, eh? —Magda le dio una palmada en la mano—. No debes hacerte demasiadas esperanzas. No es más que una teoría. Y aunque pueda estar calmada y descansada al final, puede decir poco más de lo que ha dicho.
Lucie se obligó a hacer la pregunta que la carcomía:
—¿Qué harías tú con ella?
Magda sonrió.
—Eres despierta. Oíste los silencios de Magda. —Sacudió la cabeza—. No debes seguir el consejo de Magda.
—Por favor, Magda, dime.
La vieja se rascó la barbilla y frunció el entrecejo mirando el río manchado de sol. Después de un largo silencio, dijo:
—Magda dejaría a la niña en paz.
Lucie estaba segura de haber entendido mal.
—¿No preguntarle nada?
Magda asintió.
—Y no decirle nada.
Era muy impropio de Magda proponer la inacción.
—¿Por qué?
Magda alzó las manos arrugadas y oscurecidas por el sol.
—Cuando sopla la tormenta por los valles hacia la casa de Magda, estas viejas manos duelen como una advertencia de que el río crecerá.
Lucie arrugó la frente y después comprendió lo que Magda quería decir.
—Tienes el presentimiento de que sería mejor no saber qué le sucedió.
Magda miró algo que estaba más allá de Lucie, una visión problemática.
—Sí. Mantén la distancia, te lo aconseja Magda. Pero no debes seguir la opinión de Magda. No debes hacerlo. Tu tarea es averiguar su secreto. Los hombres de Iglesia insisten. —Magda señaló la puerta de su choza—. Puedes llamar al chico y darte prisa en volver a Santa María.
Lucie alzó la vista al sol.
—¡Cielo santo! —Se puso de pie tan abruptamente que se sintió mareada.
Magda se puso de pie de un salto y sostuvo a Lucie con firmeza.
—Quédate aquí. Magda irá a buscar a Daimon.
* * * * *
Sir Robert esperaba a Lucie y a Daimon en el portillo de la abadía, hirviendo de indignación porque Lucie se hubiera permitido escapar y porque hubiera arrastrado a Daimon con ella.
—¿Habríais preferido que fuera sola?
—Por supuesto que no. Necesitas protección fuera de la ciudad.
—Entonces hice bien en llevar conmigo a Daimon, ¿no?
—Deberías haberme dicho que iríais los dos. ¿Adónde fuiste?
—Estáis enfadado sólo porque os sentís burlado.
—¿Adónde fuiste?
—A buscar consejo sobre sor Joanna. Ahora tengo que hablar con el hermano Wulfstan. Querría que fuerais a la tienda a decirle a Tildy que llegaré pronto. Si hay algún cliente, puede esperarme.
Sir Robert le ordenó a Daimon que esperara a Lucie y la acompañara a casa.
* * * * *
El hermano Wulfstan acentuaba más y más su expresión de preocupación a medida que escuchaba la prescripción de Lucie.
—Sangrarla, sí. Purgarla, quizá. Pero este largo sueño… Vino de mandragora… —Sacudió la cabeza—. La Mujer del Río no es una cristiana. ¿Cómo puedes confiar en ella?
—Magda es una buena mujer, hermano Wulfstan.
—Pero no reza sobre sus remedios.
—Entonces rezaremos nosotros. Por favor. Querría probar esta cura. Si no da resultados, prometo someterme a vuestra voluntad. Haré todo lo que me mandéis.
Wulfstan cogió las manos de Lucie y la miró a los ojos.
—Creo que has cumplido tu deber con Joanna. Has probado que no quiere ser entendida. ¿Qué más esperas saber de ella? ¿Qué es lo que buscas?
Lucie miró los ojos velados por la edad de Wulfstan. El anciano confiaba cada vez más en la asistencia del hermano Henry. Su rostro redondo estaba arrugado, su voz cascada. Ella no quería preocuparlo. Pero tenía que hacerlo.
—Pienso que algo terrible pasó en Scarborough. —No le gustaba la pena que sus palabras provocaban en el anciano—. Quizá me equivoco. Quizá Joanna se limitó a caer enferma. Si es así, si podemos devolverla a sus cabales, podrá decírnoslo. Entonces podremos dejarla que haga penitencia en San Clemente.
Wulfstan sacudió la cabeza, con la tristeza marcada en sus rasgos bondadosos.
—No creo que se trate simplemente de que se haya puesto enferma, Lucie y tampoco lo crees tú. Pero si beneficia a alguien saber qué pasó… —Se encogió de hombros—. Jaro y Maddy fueron asesinados. Es conveniente que se sepa quién lo hizo. —Le soltó las manos—. Haré lo que quieres.
—Sois un buen amigo. Lamento tener que cargaros con esto.
—Los amigos son cargas benditas.
Lucie lo abrazó.
—Tengo que ir a la tienda. Volveré mañana por la mañana.
Wulfstan puso las manos sobre los hombros de Lucie, con seriedad:
—Estás haciendo demasiado, Lucie. La enfermera de San Clemente, Prudencia (un nombre prometedor) puede ayudarme a sangrar a Joanna y seguramente podrá purgarla. Puedes dejarme el vino de mandragora. —Al ver la vacilación en ella, Wulfstan sonrió—. Prometo que se lo administraré, Lucie. No importa lo que piense de Magda Digby, he prometido probar tu idea.
* * * * *
Lucie estaba agotada cuando llegó la hora de abrir la tienda. Un extraño había llevado una carta de Owen. A intervalos durante la jornada, Lucie fue leyéndola y enterándose de la extraña historia de Matthew Calverley y su esposa desaparecida.