Owen se sintió agradecido cuando Nicholas de Louth se calló, falto de aliento por el cansancio de la larga jornada a caballo. Y no era nada sorprendente que el hombre no tuviera grandes reservas de aliento, con aquel cuerpo flojo y aquella charla incesante. Pero de todo lo que había dicho, Owen había podido sacar poco en limpio. Sus hombres no habían encontrado testigos del ataque a Alfred y Colin. Una mujer había visto un grupo de hombres dando vueltas por el callejón del Escaldo durante varios días. Sólo uno le había quedado fijado en la memoria, un hombre rubio con dientes torcidos que les gritaba a los otros. Pero la mujer había estado en el mercado en el momento en que tuvo lugar el ataque y no había vuelto a ver a los hombres. Y no había más datos.
El grupo entró en Leeds en un silencio solemne.
* * * * *
El comercio de lana florecía en Leeds, como era evidente por las excelentes casas de los mercaderes, que se alineaban sobre la orilla norte del río Aire. Los monjes de la abadía de Kirkstall, al noroeste, habían iniciado ese comercio y los burgueses lo habían ampliado.
Owen y Louth se detuvieron en una taberna cerca de la plaza del mercado. Mientras el tabernero les llenaba las jarras de cerveza, le pidieron la dirección de la casa de Matthew Calverley.
—En las afueras de la ciudad… con jardines y parque rodeándola… Porque la señora Calverley era de noble cuna.
Owen se fijó en el tiempo verbal.
—¿La señora Calverley ha muerto?
—Sí —asintió el tabernero—. Ahogada. —Inclinó la cabeza hacia un lado y miró a Owen—. Es curioso que no conozcas la historia, si tienes negocios con la familia. ¿Estás jugando conmigo?
—No los conocemos —explicó Owen—, sólo somos mensajeros del lord canciller.
Los ojos del tabernero se pusieron redondos.
—¿Sois hombres del rey? Bueno, bueno. ¿Así que Matthew tiene asuntos con el rey?
—Con su canciller.
El tabernero se rascó una oreja y después chasqueó los dedos.
—Problemas con la ley, ¿eh? Bueno, no puedo decir que me sorprenda.
—Podrías sentarte con nosotros y contarnos el triste cuento de la señora Calverley. —Owen extendió su jarra hacia él—. Llena una para ti.
El hombre sirvió y se sentó.
—Me llamo Trot. Trot el tabernero, mis buenos caballeros. —Tomó un largo trago, se secó la boca con la manga y sacudió la cabeza—. Pobre Matthew. A pesar de la sangre noble, tuvo una familia que no se acomodó bien al mundo.
—¿De veras?
—Sí. La señora Ann Calverley era una hermosa mujer, con una cabellera salvaje y un carácter salvaje. Una vez que Matthew hubo puesto los ojos en ella, no podía haber otra mujer para él. Ella era la tercera hija, así que su familia no se opuso a que se casara con un rico en lugar de casarse con un noble. Matthew ya había hecho fortuna, aunque había quienes se preguntaban cómo, con el rey restringiendo los embarques de lana por el canal. —Trot se encogió de hombros—. Y pronto vinieron dos hijos y tres hijas.
Owen pronunció una silenciosa plegaria de agradecimiento por haber tropezado con un tabernero conversador.
—¿El hijo mayor de Calverley es mercader?
—Oh, sí, el joven Frank. Gordo y próspero como su padre. El otro hijo, Hugh, fue un mal elemento. Con el cuerpo de un caballo de combate y aguerrido como un perro salvaje. Salió al mundo a buscar fortuna. —Un silencio y después de sacudir la cabeza, Trot continuó—: La hija mayor, Edith, con mejillas de cereza y dócil, se casó con otro mercader de esta bonita ciudad, Harrison. La hija mediana, Joanna, tenía que casarse con un mercader de Hull, pero huyó al convento. Una pena. Salió a la madre: esclava de su temperamento, pero una fiesta para los ojos. Su hermano Hugh fue su gran defensor. En cuanto a la hermana menor… Sarasina. Nombre raro. La señora Calverley ya era un poco rara, sabéis.
—¿Cuánto hace que se ahogó la señora? —preguntó Owen.
Trot hizo una mueca de concentración.
—Antes de Navidad. —Suspiró—. Una pena. Aun después de dar a luz a ocho hijos, cinco de los cuales viven, la señora Calverley seguía siendo una belleza.
—¿Se ahogó por aecidente?
Trot vació su jarra.
—No repetiré nada de cuya veracidad no esté seguro. Todo lo que sé es que se ahogó en el río. Cómo sucedió, no podría decirlo.
* * * * *
Una casa impresionante: un viejo pabellón al que se había añadido un ala nueva de piedra, con ventanas protegidas por vidrios. Se alzaba en un prado limitado al fondo por una fila de árboles a través de los cuales se veían los destellos plateados del río Aire. La temperatura había subido y el sol resplandecía. Un hombre corpulento con un sombrero de ala ancha bajó la azada y fue a la puerta del jardín a saludarlos. Llevaba una camisa sencilla, con los faldones recogidos por el cinturón para facilitar los movimientos del trabajo. Su ropa estaba manchada de tierra.
Owen dejó que Louth se adelantara, por considerarlo un extraño más presentable, con su rostro sin arrugas y su sonrisa sin culpa.
—Dios sea con vos. Soy Nicholas de Louth, canónigo de Beverley. ¿Estará el señor en la casa?
Los pequeños ojos porcinos del jardinero recorrieron el elegante atuendo de Louth y se estrecharon al ver a Owen, cuyo parche siempre ponía incómoda a la gente.
—¿Qué puede querer un canónigo de Beverley con el señor Calverley?
—Sería mejor mantenerlo entre nosotros y el señor Calverley —dijo Owen.
—¿«Nosotros», eh? ¿Y quién sois vos?
Jardinero entrometido. Pero Owen necesitaba su colaboración.
—Soy Owen Archer, antiguo capitán de arqueros del duque de Lancaster, ahora representante de Juan Thoresby, lord canciller y arzobispo de York.
Los ojos porcinos se iluminaron.
—¿Dos hombres de Iglesia?
—Yo no soy hombre de Iglesia —dijo Owen con una mueca.
El jardinero se encogió de hombros.
—Como queráis.
—Querríamos hablar con el señor Calverley—repitió Louth.
El jardinero sonrió y dio un paso atrás, haciendo una leve reverencia.
—Con él habláis.
—¿Vos? —No era sólo su ropa de jardinero lo que sorprendía a Owen. La historia que les había contado Trot les había hecho esperar un hombre de luto. Matthew Calverley parecía muy contento. Como para confirmarlo, lanzó una carcajada:
—He puesto casi todos mis negocios en manos de mi hijo durante el verano. Que él se hunda o nade, en la mejor tradición de las ordalías. Tengo que saber si sirve para hacerse cargo de todo en mi ausencia, ¿verdad? Y mientras él chapotea en la charca del comercio yo disfruto de mi jardín.
Owen encontró curiosas las metáforas acuáticas para un hombre cuya esposa se había ahogado, pero sonrió y dijo:
—Lo que más contenta a mi esposa es pasar una parte del día trabajando en el jardín.
Matthew miró a Owen de arriba abajo.
—¿Sois casado? No se me había ocurrido. —Se encogió de hombros—. Pues bien, caballeros, ¿qué quiere la Iglesia de Matthew Calverley?
—Queríamos saber algo sobre vuestra hija, Joanna —dijo Owen.
La expresión de Matthew se volvió grave.
—Ah. La pobre ovejita. ¿Está bien de salud?
Louth se encogió de hombros:
—Sor Joanna se está recobrando en la abadía de Santa María de un largo viaje que hizo en circunstancias desfavorables. El cuerpo mejora, pero el espíritu… Por eso estamos aquí. Tenemos la esperanza de poder ayudarla a recuperarse si sabemos más sobre ella.
Matthew miró a uno y otro con expresión intrigada.
—¿Un largo viaje? Hizo sus votos en San Clemente, fue lo último que supe de ella. ¿Cómo es que ha hecho un largo viaje?
—Huyó —dijo Owen.
Matthew bajó la vista, emitió un extraño ruido gutural, se quitó el sombrero de la cabeza y se abanicó con él la cara rubicunda.
—Santo cielo, se escapó, ¿eh? Vaya, vaya. —Suspiró y alzó la vista hacia Owen—. No puedo decir que me sorprenda. Nunca entendí por qué esa muchacha quiso ser monja… salvo que la obligaran la calva y los lunares peludos de Jason Miller. —Echó atrás la cabeza y se rio, pero era una risa nerviosa e insincera. No tardó en recuperarse y los invitó a pasar—. Me suena como una historia que necesita algún reconfortante. Pasad. Bienvenidos a la casa del calvario, como solía llamarla la madre de Joanna.
Una criada se apresuró a buscar bebidas, mientras Matthew los hacía pasar, a través de un gran salón de techo alto, a un cuarto más pequeño con una ventana estrecha que daba al jardín en el que Matthew había estado trabajando. Junto a la ventana había una mesa de escribir, en un sitio donde recibía la luz del sur, y a su lado, sobre el suelo de tablas, una cesta con rollos de papel. Un brasero situado detrás del sillón calentaba el cuarto, aunque el aire que entraba aquel día por la ventana era tibio y agradable. Matthew miró a su alrededor, vio que había asientos sólo para dos personas y corrió, con una disculpa, a buscar un tercero.
Louth cogió la silla junto a la mesa, volviéndola para dar la cara al cuarto. Se sentó.
—Está lleno de sonrisas para ser un viudo.
Owen fue hasta la ventana a mirar el jardín.
—Quizá la alegría de Calverley sea una máscara para ocultar sus verdaderos sentimientos. La gente… —Se interrumpió al oír pasos que se acercaban.
Una procesión entró en el cuarto. Un hombre depositó una pequeña mesa cerca de la ventana, un segundo una bandeja de botellas y copas sobre la mesa y la mujer que les había abierto la puerta puso una bandeja con pan, queso y manzanas. Un tercer hombre llevó una silla con complicados ornamentos y la puso de modo que formó un triángulo con las otras sillas en el cuarto. Matthew Calverley entró al final con un pequeño taburete para apoyar los pies.
Una vez que los criados se marcharon, Matthew se sentó en la silla tallada, poniendo los pies sobre el taburete. Cuando hubo ajustado la distancia entre los dos muebles a su satisfacción, se levantó y se sirvió una jarra de cerveza.
—Servios, caballeros. Cerveza, vino, aguamiel, lo que queráis. —Se había puesto un traje elegante y zapatos en punta haciendo juego.
Owen se sirvió una copa de cerveza, la probó y extendió el brazo para brindar con su anfitrión.
—Excelente cerveza. Sólo superada por la de Tom Merchet en la Taberna York.
Matthew asintió, acomodándose en su silla. Louth mientras tanto se servía vino, lo probaba y sonreía, también sorprendido por la calidad.
Pero no podía sorprenderlos porque estaban en una casa rica, bien situada, amplia, con abundante servidumbre. No tan moderna como la casa de otro mercader de lana que Owen había visitado durante el año anterior, pero muy impresionante. Lo único que realmente sorprendía era el humor que reinaba en ella. No parecía una casa en duelo.
Quizás el tabernero se había estado divirtiendo con ellos, soltándoles una cantidad de mentiras.
—Podría ser aconsejable incluir a la señora Calverley en esta conversación —sugirió Owen.
—¿Señora? La señora de esta casa es una niña, caballeros. —Se rio al ver su confusión—. Mi hija, Sarasina, es la señora ahora.
—¿Vuestra esposa ha muerto, señor Calverley?
—¿Muerto? —Los ojos porcinos fueron al techo y quedaron allí yendo de un lado a otro—. Bueno, no puedo decirlo con certeza, señor Archer. Pero ha estado ausente un cierto tiempo. —Bajó la mirada y la fijó en el único ojo de Owen—. ¿Qué es lo que ha hecho Joanna para despertar vuestro interés?
Ocultando su confusión lo mejor que podía, Owen dijo:
—Vuestra hija huyó del convento a mediados del verano pasado. Se llevó una reliquia, para pagar los gastos de su huida.
Matthew sacudió la cabeza.
—Ella siempre fue difícil. Pero robar una reliquia… —Tomó un largo trago—. ¿Y qué sucedió? ¿La capturaron? —Sacudió la cabeza—. Pero no, no si sucedió hace un año. No estaríais aquí diciéndome…
—Dispuso un falso entierro y después desapareció durante casi un año. —Owen observó la cara expresiva de Matthew y vio en ella una mezcla de admiración y preocupación.
—Supongo que informaron a Anne y ella no me lo dijo. —Matthew de pronto se puso rígido y su mirada manifestó preocupación—. Si la reverenda madre envió un mensajero, no lo vi. ¿Puede ser eso lo que pasó? ¿Anne habrá temido que la culparan de la muerte de Joanna?
Louth negó con la cabeza.
—La reverenda madre no informó a vuestra familia… Dijo que le habíais dado instrucciones de no volver a mencionar a Joanna.
Matthew cerró los ojos un momento y aspiró con fuerza.
—Instrucciones de Anne, no mías. —Alzó la vista hacia Owen—. Me alegra que no haya muerto. Pues bien. ¿Qué sucedió después?
—El mes pasado Joanna apareció repentinamente en Beverley, en casa de un hombre llamado Will Longford. Buscaba la reliquia, con intenciones de devolverla a San Clemente y ser aceptada allí.
—¿Will Longford? —Matthew volvió la cabeza como si oyera a una persona invisible que estuviese a su lado. Owen, esperanzado, se inclinó hacia delante.
—El hombre en cuya casa se preparó la comedia del entierro de Joanna. ¿Conocéis el nombre?
Matthew se volvió hacia Owen, asintiendo lentamente.
—Creo que sí. Sí. Lo conozco. Y como sucedió siempre con Joanna, también en este caso algo tiene que ver con Hugh.
—¿Su hermano?
Matthew bajó la cabeza, como si lo embargaran pensamientos profundos; cuando la levantó, su expresión era de desconcierto.
—Pero ¿por qué habéis venido exactamente?
—Desde el regreso de vuestra hija, la criada de Longford ha sido asesinada y el cadáver de su cocinero fue descubierto en la tumba cavada para el falso entierro de vuestra hija. Ambas muertes fueron violentas.
Matthew pareció alarmado.
—¡Dios nos ayude! No creeréis que Joanna sea culpable de esas muertes, ¿verdad?
—No. Pero es extraño que Joanna haya puesto tanto esfuerzo por escapar del priorato sólo para pedir que la aceptaran otra vez un año después. Queremos saber qué arreglo hizo con Longford.
—¿Este Will Longford no colabora?
—No se sabe dónde está.
Matthew se santiguó.
—¿En qué lío se ha metido Joanna? —Se frotó los ojos—. ¿No quiere hablar?
Owen se encogió de hombros.
—O no puede recordar. Cuesta saber qué le pasa.
Matthew volvió a asentir.
—Con Joanna es difícil saberlo. Igual que con su madre. —Permaneció callado un momento, después se dio una palmada en los muslos y miró a sus huéspedes—. De modo que queréis que yo traiga a Joanna a mi casa, ¿es así?
La sugerencia sorprendió a Owen.
—No. Aunque quizás al final haya que hacerlo.
Matthew dio un gran suspiro.
—Preferiría que no llegara esa necesidad, señor Archer. No es que no quiera a la niña, pero haberme sacado a esos tres de encima ha aliviado la carga de mi edad avanzada. Había olvidado qué tranquila y dulce puede ser la vida.
Owen y Louth intercambiaron una mirada.
—¿Tres, señor Calverley? —dijo Louth.
—Anne y sus pequeños demonios, Joanna y Hugh. Ellos dos tenían la sangre de Anne, pura, así como Edith y Frank tienen la mía. Sarasina… —Se encogió de hombros—. Hasta ahora tiene la belleza de su madre, pero un espíritu plácido. Dios ha sido misericordioso. —Volvió a santiguarse.
Owen encontraba intrigantes las reacciones de Matthew Calverley. Habría preferido hacer una pausa y observar al hombre, pero tenía que avanzar mientras siguiera de buen humor.
—Sé que esto debe de ser doloroso para vos, señor Calverley, pero ¿qué sucedió exactamente con la señora Calverley?
Matthew se levantó, se sirvió más cerveza, cogió un larguísimo trago y volvió a su asiento.
—Qué exactamente, no puedo decirlo. Se marchó una mañana, un día frío y oscuro. Cuando pasó demasiado tiempo ausente, con ese frío, fui a ver. —Se encogió de hombros—. Nunca la encontré. Nunca volvió.
Owen miró por la ventana, recordando el río. Matthew vio su mirada.
—Pensáis que cayó al río. —Frunció el entrecejo y asintió—. Su capa fue encontrada no lejos de la orilla, colgando de una rama, como si la hubiera puesto allí para no mancharla con el barro. —Permaneció en silencio un momento, mirándose los pies. Después suspiró y miró a Owen con una sonrisa forzada—. Pero prefiero pensar que huyó con alguien que compartiera su extrañeza. Joanna y Hugh eran como ella y disfrutaban haciéndose mutua compañía.
En aquel breve momento de silencio y después en aquella sonrisa forzada, Owen sintió al fin que había captado el sufrimiento de Matthew. Profundo y mantenido en el fondo a fuerza de voluntad. ¿La historia de la muerte en el río habría sido una historia inventada para poner freno a los rumores?
—¿Vuestra esposa se entristeció cuando Joanna y Hugh crecieron y se marcharon?
—No, todo lo contrario. Anne ya no quería tener nada que ver con ninguno de los dos. Decía… —Una extraña expresión pasó fugazmente por el rostro redondo—. No importa lo que decía. Anne veía el mundo torcido e invertido. Pero os aseguro que la vida ha sido tranquila desde que los lunáticos Boulains ya no viven en la casa.
—¿Hicisteis dragar el río?
Matthew cerró los ojos.
—Era una mujer hermosa, señor Archer. Y la locura… puede ser fascinante, aceptad mi palabra. La mirada lejana en los ojos, la media sonrisa. —Sacudió la cabeza—. Tenía esa mirada aquella mañana fría y gris. Tan hermosa era. —Asomaron lágrimas bajo los párpados cerrados—. Quiero recordarla así. Sería… —Su voz se quebró. Se secó las mejillas con las mangas—. No quiero saber.
Owen se levantó a servirse cerveza y miró por la ventana, esforzándose por expulsar la imagen (Lucie, hinchada, sin vida) que ensombrecía su mente. Había visto muchos cuerpos de ahogados. Comprendía por qué Matthew no quería ver a su esposa en ese estado.
La voz de Louth lo sacó de su ensoñación.
—¿Dónde está vuestro hijo Hugh, señor Calverley?
Owen volvió a su asiento. Matthew Calverley se iluminó con el cambio de tema.
—Hugh está en el castillo de Scarborough, sirviendo a las órdenes de los senescales del rey, los Percy. Aquí es donde interviene Will Longford. Anne quería que Hugh entrara en la Iglesia, pero eso nunca fue para él. Quería combatir. —Matthew se encogió de hombros—. Para decir la verdad, quería matar. Lo que no sonaba como una vocación eclesiástica. Es esa clase de desacuerdos que crean problemas. Y Hugh ya era bastante problema. Así que, por ser un padre que conserva la esperanza de encontrarse con sus hijos en el cielo algún día, les recordé a los Percy un favor que me debían.
—¿Qué clase de favor? —preguntó Louth.
Owen veía que su compañero estaba muy alerta en aquel momento. Matthew empezó a tomar otro trago, pero en lugar de hacerlo puso la copa en el suelo al lado del taburete. Owen se alegró de que lo hiciera. La nariz del dueño de la casa ya estaba muy roja. No quería que el hombre perdiera la lucidez o se durmiera antes de que hubieran podido interrogarlo.
—Ofrecí olvidar la deuda de un préstamo que les había hecho, si tomaban a Hugh a su servicio. Les gustaron los términos y le dieron un trabajo. Habían conseguido un sello traído por un francés cuyo barco se hundió en el mar del Norte. El francés se había ahogado, pero su escudero negoció el sello y la información por una celda más cómoda en las mazmorras del castillo. Les dijo a los Percy que el destino de su amo era Beverley, aunque no sabía con qué fin.
Louth se puso de pie, se sirvió más vino y volvió a su silla.
—¿Qué sello era?
—San Sebastián. El mártir con todas las flechas clavadas en él.
—El santo patrón de los arqueros —dijo Owen.
Matthew fue a la mesa y cortó pan y lo mordisqueó allí mismo, mirando por la ventana.
—Perdonadnos por sacaros del jardín en un día como éste —dijo Owen.
Matthew hizo un ademán con la mano libre.
—No os disculpéis. En realidad, estoy retrasando las explicaciones. Debéis darme prisa, caballeros, o seguiréis aquí en el calvario hasta el Día del Juicio.
Owen aceptó el desafío.
—¿Qué tenía que ver el sello con Longford?
—Hubo informes de que Longford estaba con frecuencia en Scarborough, aunque nadie sabía dónde se alojaba. Los Percy creían que seguía trabajando para Du Guesclin.
—¿Y cuál era el trabajo de Hugh?
Matthew puso una rebanada de queso sobre el pan.
—Hugh debía presentarle el sello a Will Longford, hablarle del naufragio, decir que había tratado de salvar al enviado, el cual le había pagado bien para que entregara el sello a Longford y lo había tentado además con la promesa de que Longford lo recomendaría a uno de los mejores capitanes en las compañías blancas. —Matthew mordió un bocado de pan y masticó pensativamente.
—¿Esperaban que Longford fuera tan imprudente como para admitir una relación con Du Guesclin? —preguntó Owen.
—Algo así. Uno de los jóvenes Percy estaba en la ciudad, esperando una señal de Hugh. —Matthew se metió el resto del pan y el queso en la boca.
—Una misión imposible —dijo Louth con un resoplido.
Matthew volvió a su asiento y cogió la copa, de la que bebió largamente.
—Aunque es buen actor, Hugh falló. Longford no sólo no cayó, sino que vio a través de él. Hugh lo comprendió y se preocupó por Joanna, que lo acompañaba. La llevó de inmediato a casa de su tía.
—¿Por qué estaba ella con él en casa de Longford?
—La llevaba a casa de mi hermana Winifred, cerca de Hull, para adiestrarla en las faenas de ama de casa. Anne no era muy eficaz como maestra. Él tenía que haber ido primero a casa de Winifred, pero Joanna le dijo que la llevara a conocer Beverley.
—¿Cómo perdió Hugh el sello? —preguntó Owen.
Matthew sacudió la cabeza.
—El muy tonto lo dejó en casa de Longford mientras llevaba a Joanna a casa de mi hermana. Cuando Hugh regresó, Longford había desaparecido y el sello con él. Nada que probar, ningún rastro que seguir.
—¿Joanna sabía cuál era la misión de Hugh?
—No. Habíamos decidido que él no le diría la verdad. Podía ser peligroso para ella, que seguiría viviendo cerca de Beverley. Por lo que ella sabía, él la llevaría a casa de Winifred y después seguiría rumbo al sur, hacia Oxford. Le diría que su encuentro con Longford era un plan secreto para conseguir algún dinero y así escapar de la Iglesia. —Matthew frunció el entrecejo y se rascó la mejilla—. ¿Decís que ella robó una reliquia para venderla? ¿Y fue a ver a Longford?
Owen asintió.
—Pobre. Se creyó la historia. Él le dijo que planeaba venderle a Longford una reliquia robada, el brazo de san Hardulfo de Breedon, nuestra reliquia de la parroquia. Hugh siempre la estaba asustando con cuentos de los huesos de san Hardulfo, diciendo que no descansaban en paz, que Hardulfo echaba de menos su casa. Una vez, cuando él y Joanna encontraron un brazo en la orilla del río, Hugh le dijo que era el brazo de san Hardulfo, tratando de volver a su casa de Breedon. Durante semanas, Joanna nos estuvo pidiendo que devolviéramos al santo a su patria.
Louth se rio.
—Un gran inventor de cuentos, vuestro Hugh.
Matthew suspiró y miró el fondo de su copa.
—Uno de los dones de los Boulain. Pero es un don maldito. Ellos mismos suelen olvidar qué es real y qué es inventado.
—Ella ahora parece confundida respecto de un mantón azul que lleva. Dice que es el manto de la Virgen.
Matthew sacudió la cabeza.
—¿Veis? Y si vivierais con ella día tras día, oyéndola decir que es, después que no es, es, no es, terminaríais sin saber si es o no es.
—¿Entonces Hugh le dijo a Joanna que estaba llevándole el brazo de san Hardulfo a Longford?
—Sí. Pero dirían que era el brazo de san Sebastián, que les produciría más dinero que san Hardulfo. Y preparó la cosa de modo que pudiera pronunciar el nombre de san Sebastián en la puerta.
Owen lo encontraba innecesariamente complicado.
—¿Y ella lo creyó?
—Si no lo hubiera creído, ¿cómo se le habría ocurrido la idea de hacer lo mismo? Era una historia creíble. Él usaría el dinero para iniciar su vida de soldado. —Matthew se frotó la frente—. Debéis entender. Ellos jugaban juntos, inventaban esa clase de cuentos y juro que la mitad se lo creían. Cuando eran niños, su madre decía que todo era por pura diversión, que ella había jugado del mismo modo de niña, que es bueno soñar mientras todavía se es joven. Pero cuando crecieron yo dejé de encontrarlo tan inocente. —Alzó la copa y la vació.
—¿Qué pensaron los Percy del fracaso de Hugh?
—Fueron ellos quienes me escribieron y me contaron toda la historia. La insensatez de Hugh les había costado el sello; podrían haberle dado un buen uso enviándole falsos informes a Du Guesclin. Pero de todos modos tomaron a Hugh a su servicio, diciendo que había dado pruebas de valor y que el error lo haría esforzarse más en el futuro.
—¿Habéis visto a Hugh recientemente?
Matthew negó con la cabeza:
—No desde que él y Joanna fueron a Beverley.
—¿Cuánto hace de eso?
Matthew cerró los ojos, tamborileó con dos dedos en el brazo del sillón y murmuró para sí.
—Siete años, más o menos. Joanna tenía trece. —Sacudió la cabeza—. Fue una tontería comprometerla con Jason Miller. Yo tenía que haber sabido que una niña soñadora como ella esperaba un príncipe, no un viejo comerciante que quería una niñera para sus hijas.
—Habladnos de ese episodio.
—Hay poco que contar. Seis o siete meses después llegó una carta de mi hermana diciéndonos que Joanna volvería en una semana: había insultado a su prometido y ayunado hasta enfermarse y tener visiones febriles y estaba rogando que la metieran en un convento.
—¿Os causó problemas romper el compromiso?
—Ojalá hubiera sido todo. Ella era una zorra, caballeros. Siempre coqueteando. No podía llevarla a una procesión, a ninguna parte de la ciudad, sin tener que interrumpir su comercio con algún joven y llevarla a casa a rastras. Al día siguiente el joven venía de visita y ella se negaba a verlo. Mientras tanto, no paraba de contemplarse. Pequeños espejos de metal pulido en todas partes. Una vez la encontramos en los prados, junto al río, corriendo desnuda… a los trece años, imaginaos, con botes circulando por el río continuamente. Era… —Se echó hacia atrás, con una mano en la frente—. Cuando Jason Miller, un viudo que es buena persona, ofreció su mano y una casa en Hull, lejos de todas las murmuraciones, Anne y yo no pudimos resistir la tentación de librarnos de ella.
—¿Qué os hizo aceptar que entrara en el convento?
—Cuando regresó de Beverley, tan delgada y hablando consigo misma sobre demonios, sueños, Dios y la cruz, no supimos qué pensar. Toda su frescura había desaparecido. Tenía zonas de calvicie en la cabeza y los dientes flojos. Quise culpar a mi hermana, pero en el fondo sabía la verdad. Después de que Anne perdiera a nuestro primer niño, se sentó en un rincón de la sala y estuvo cantando durante días. Pensé que me volvería loco. No tomaba agua, su voz se hacía más ronca, se hizo un susurro y aun así cantaba, cantaba, cantaba. Y después un día pasó un vendedor ambulante. Ella oyó su reclamo en el patio y salió. Tocó unas agujas. Se pinchó con una. Le compró todas las agujas que llevaba y entró en la casa con ellas, se metió en la cama y durmió durante dos días. Cuando se despertó, dijo: «Mi sangre ha vuelto a correr. Estoy destinada a vivir». —Matthew se estremeció y se santiguó.
Owen y Louth cruzaron miradas interrogativas.
—¿Decidisteis que Joanna era como su madre y podía estar mejor en el convento? —arriesgó Owen.
—Cuando la locura engendra locura, quizás es mejor terminar la línea, ¿eh? —Matthew los miró y después sacudió la cabeza—. No podéis saberlo, ninguno de los dos. Esperas que sea un humor pasajero, que al día siguiente se levantará bien, que volverás a tener una esposa en sus cabales. Te regocijas cuando la ves despertarse con la mirada clara, preocupaciones prácticas, reacciones razonables a los problemas cotidianos. Y después la vaguedad vuelve.
Louth había arqueado una ceja:
—Es asombroso que vuestro hijo Hugh sea retenido por los Percy si se comporta de ese modo.
Matthew se encogió de hombros.
—Hugh juega con el peligro. Eso es bueno en su profesión. Y él es más bien un aventurero, no un mentiroso, ni un loco. Las cosas parecen haberse dado de otro modo en Hugh.
Owen sentía curiosidad por conocer a Hugh Calverley.
—¿Por qué vuestra esposa se volvió en contra de Hugh y Joanna?
Matthew se puso de pie, como si fuera a servirse más cerveza, pero se limitó a quedarse allí, dándole la espalda a los dos hombres, mirando el jardín por la ventana:
—No tiene importancia. Veía conspiraciones y transgresiones en todo. Yo no le prestaba atención. Si hubiera escuchado a Anne, me habría vuelto loco yo mismo.
—Entonces ¿no creéis que la huida de Joanna del convento y la desaparición de la señora Calverley estén relacionadas?
Matthew negó con la cabeza.
—Cuando os digo que Anne se volvió contra ellos, lo digo en serio. Yo no sabía qué hacer cuando llegó la carta de mi hermana informándome del regreso de Joanna. Anne dijo que no permitiría que Joanna entrara en la casa. Sólo cuando yo hube exagerado su supuesta vocación religiosa, aceptó tenerla en la casa por un breve periodo.
—¿Joanna conocía los sentimientos de su madre?
—Joanna rara vez percibe los sentimientos de otros.
A Owen le resultó una observación interesante.
—La priora de San Clemente es una Percy —dijo Louth, cambiando de tema otra vez—. ¿Admitió a Joanna como un favor hacia vos?
Matthew tardó un momento en responder.
—¿Una Percy? No. Hace siete años la priora no era una Percy. Sir William Percy se limitó a decir que el convento era pobre y que podría aceptar a Joanna con una dote generosa. Él mismo había colocado allí a una pariente pobre. Quizás es la actual priora.
Las sombras se extendían en el jardín. Owen se sentía cansado de estar sentado. Se levantó.
—Habéis sido muy útil, señor Calverley.
Matthew se levantó deprisa.
—Pero seguramente os quedaréis a cenar, ¿eh?
Louth imitaba a Owen y se ponía de pie.
—Es muy amable la oferta, pero tenemos hombres de los que encargarnos y un largo viaje mañana.
Matthew pareció desilusionado.
—Hay otro dato que podría ser útil —dijo Owen—. ¿Sabéis dónde está vuestro hijo, en Scarborough? ¿Vive en el castillo mismo?
—Lo imagino allí, pero, como dije, no he oído nada de él en su nueva vida. Dirijo mis comunicaciones con los Percy al castillo, pero eso no significa nada. —Tocó el brazo de Owen cuando empezaba a dirigirse hacia la puerta—. Si veis a Hugh, decidle que su madre ha muerto, si queréis. Me parece mejor que sepa que no estará aquí si vuelve. Y decidle… que estamos bien.
Owen cruzó el gran salón, volviendo la cabeza para ver a su alrededor los hermosos tapices, el delicado trabajo de las ventanas, las sillas talladas de alto respaldo, los sólidos paneles colgados entre los tapices, listos para ser bajados y dispuestos para banquetes. Alguien había trabajado mucho para hacer agradable el ambiente. ¿Habría sido Anne Calverley, en sus días lúcidos? ¿Habría sido consciente de su naturaleza mudable? ¿Lo sería Joanna? ¿Joanna habría visto los humores de su madre y se habría preguntado si ella sería igual? Y si era así, ¿lo había temido?
* * * * *
Owen, Louth y los hombres de éste pasarían la noche en la casa de huéspedes de la abadía de Kirkstall. Cuando entraban en el patio exterior de la abadía, Louth se animó, señalando la curtiduría, el molino, la cervecería.
—Los cistercienses han perfeccionado la autonomía de la comunidad. Lo tienen todo aquí. Aprovechan todos los recursos disponibles. Aquí encontraréis todas las técnicas más recientes.
—¿Estás pensando en renunciar a tus prebendas y unirte a la orden?
Louth miró a Owen de reojo.
—Por supuesto que no. ¿De dónde has sacado esa idea?
Pasaron por un portal al patio interior, mientras Louth seguía elogiando todas las maravillas del sistema cisterciense. Owen se alegró cuando, después de que les enseñaran una cámara en la casa de huéspedes, Louth se marchó a explorar con su escudero.
En el vestíbulo principal de la casa de huéspedes, Owen encontró un viajero que se dirigía a York. Tenía una cicatriz en la mano que le molestaba tanto como a Owen la cicatriz en la cara. Viendo una oportunidad, Owen le dio al viajero a probar el ungüento que llevaba, especialmente preparado por Lucie y le prometió una jarra entera si le entregaba una carta a Lucie. El viajero encontró el trato más que justo. Owen buscó un rincón tranquilo y pasó las últimas horas de la tarde escribiéndole a Lucie, contándole todo lo que les había contado Matthew Calverley. Escribir le ayudó a organizar sus pensamientos.