Capítulo 10

El manto de Nuestra Señora

Cuando Lucie bajó a la cocina a la mañana siguiente, esperando desayunar con pan y cerveza y partir rumbo a la abadía antes de que nadie se despertara, sir Robert ya estaba en pie, con una jarra de cerveza en la mano, mirando a Tildy que encendía el fuego. Lucie maldijo en silencio. Cuando volvían a casa la noche anterior, sir Robert había insistido en que él y Daimon la escoltarían a su entrevista con sor Joanna por la mañana. Lucie había respondido con la sugerencia de que sir Robert hiciera en su lugar algún trabajo en el jardín. Él le había asegurado que habría tiempo para ambas cosas y que estaba allí para ayudarla, pero su primer deber era protegerla.

Y en aquel momento sir Robert estaba en pie y ansioso por partir. La sonrisa de Tildy cuando le servía el desayuno a su ama era comprensiva.

Lucie volvió a probar.

—Sir Robert, preferiría hacer esto sola.

—No lo aceptaré jamás.

—Me acompañará el hombre del arzobispo, Gilbert.

—Es mejor que Daimon y yo también estemos contigo. No me entrometeré lo más mínimo mientras hablas con la monja. Puedo ser discreto.

Lucie suspiró.

—Sois obstinado, sir Robert.

* * * * *

Cuando abandonaron las estrechas calles de la ciudad, de la que salieron por la puerta de Bootham, el sol dejó caer sus rayos sobre el pequeño grupo y el ánimo de Lucie mejoró.

Sir Robert, en cambio, encontraba amenazante el cielo abierto.

—La abadía debería tener una entrada dentro de las murallas de la ciudad. Es peligroso alejarse de la protección de las murallas.

—La entrada está a pocos pasos, sir Robert. —Ya casi habían llegado.

Pero sir Robert siguió protestando cuando pasaban la entrada.

—No ponen vigilantes en el muro de la abadía y los delincuentes lo saben.

Lucie dijo algo tranquilizador y se adelantó, contenta, para variar, de ver a sor Isobel, que salió a recibirlos, emocionada y rebosante de gratitud.

—Dios os bendiga por esto, señora Wilton. No pude contener mi alegría cuando su ilustrísima me informó de que vendríais hoy. Cada vez que interrogo a Joanna la veo más distante.

Lucie siguió a sor Isobel.

—¿Nos espera?

—Joanna espera con ansiedad vuestra visita. —Isobel se detuvo y se volvió hacia Lucie con una mirada preocupada—. Pero, os advierto, sus humores son impredecibles. —Con un suspiro, reanudó su pesada marcha a través del patio.

Al llegar a la casa de huéspedes, sir Robert se detuvo y se dirigió a sor Isobel:

—Esperaré en la iglesia. Ven, Daimon. —Apretó la mano de Lucie y después se alejó con rígida dignidad.

Lucie y la priora subieron la escalera de la entrada. Isobel se volvió en lo alto, sin aliento por haber tenido que levantar tanto peso como tenía su cuerpo. Se apretó el pecho con las manos, indicando con una seña que la indisposición respiratoria se le pasaría pronto.

—Os acompañaré, pero si ella prefiere hablar con vos a solas, estoy dispuesta a complacerla, ¿os parece bien?

Lucie asintió.

El capellán abrió la pesada puerta de roble y las saludó con una inclinación de cabeza. Sus pies en sandalias susurraron sobre el suelo de madera mientras las conducía hasta el cuarto de Joanna, que daba al jardín.

Las cortinas del gran baldaquino estaban abiertas, la ropa de cama en orden. Envuelta en el harapiento manto azul, sor Joanna estaba ante una ventana sin vidrio, dando la espalda a los visitantes, al parecer sin oír su entrada.

Benedicte, Joanna —dijo Isobel en voz alta.

Con un sobresalto, Joanna se volvió.

Benedicte, reverenda madre. —Sus ojos miraron a Lucie y su rostro se animó—. Señora Wilton, habéis sido muy amable en venir. —El manto se deslizó de la cabeza, revelando una nube de cabello rojo que caía en rizos sobre los hombros.

—¿Cómo estáis de la garganta?

Joanna se tocó el vendaje.

—No es nada.

—¿Puedo verlo?

Joanna respondió encogiéndose de hombros. Lucie desenvolvió el vendaje alrededor del cuello de Joanna. La piel había sido arañada pero no desgarrada. Ya estaba curándose.

—Tenéis suerte de que haya alguien vigilándoos.

Joanna no dijo nada. Lucie repuso el vendaje.

—¿Cómo os sentís, por lo demás? —Pese al cuello, Lucie notó una marcada mejoría en el aspecto general de Joanna. La piel pálida y pecosa ya no era de un gris ceniciento. Las ojeras se habían borrado. Se mantenía erguida, con expresión alerta y amistosa, aunque en realidad todavía no había sonreído.

—¿Los boticarios conocen remedios para el espíritu?

Lucie pensó la pregunta un momento. No quería comenzar la entrevista con mal pie.

—Podemos hacer mucho por equilibrar los humores. Y tenemos remedios para enfermedades simples del espíritu. El romero y la menta despiertan un espíritu decaído; el toronjil y la manzanilla sirven para calmar un espíritu agitado antes de dormir, el espliego para alegrar un espíritu triste.

Joanna se apretó el manto azul.

—El romero ayuda a recuperar la memoria.

—¿Necesitáis una infusión de romero para recuperar la memoria?

Joanna negó con la cabeza.

—Recuerdo demasiado.

—El manto. La sirvienta de Will Longford llevaba uno similar cuando la asesinaron. ¿Sabéis por qué?

—¿Asesinaron? —Joanna parecía alarmada.

—¿No lo sabíais?

—Yo… —Joanna se cubrió los ojos con las manos y sacudió la cabeza.

—Maddy tenía un mantón azul muy parecido al vuestro.

Joanna bajó las manos al mantón y lo acarició. Su expresión ya no era de alarma. Sonreía.

—Pobre Maddy. Todos queremos tener una señal del favor de la Madre de Dios.

—Eso no es una respuesta, sor Joanna. No estoy aquí para jugar con vos. Tengo que abrir mi tienda antes de la hora sexta.

Los ojos entornados se pusieron redondos de la sorpresa. Joanna se derrumbó sobre un banco junto a la ventana. Lucie acercó una silla y le indicó a la reverenda madre que hiciera otro tanto.

—Ahora, por favor, sor Joanna, habladnos de vuestra primera visita a la casa de Will Longford.

Joanna miró a Isobel, después bajó la mirada a las manos, unidas sobre el regazo.

—Llovía. Las calles eran ríos de barro. Yo tenía los pies fríos. Me perdí y caminé en círculos. —Joanna miró a Lucie y después volvió a mirarse las manos.

Lucie se preguntó qué significaría aquella mirada. Y el discurso… Era como si hubiera empezado en mitad de la historia.

—¿Conocíais a Will Longford antes de ir a Beverley?

Joanna se encogió de hombros.

—¡Joanna! ¡La señora Wilton merece tu respeto! —dijo sor Isobel.

Lucie vio una chispa de irritación en los ojos de Joanna al mirar a la priora. Así no daría resultado.

—Reverenda madre, ¿podría hablar con Joanna a solas?

Joanna le dirigió a Lucie una mirada de profunda gratitud. Isobel inclinó la cabeza.

—Esto no significa que permitiremos que tú des las órdenes, Joanna. Pero te dejaré con la señora Wilton esta vez. —Se puso de pie—. Dios os bendiga por tener paciencia, señora Wilton —dijo finalmente y salió del cuarto.

Lucie observó la cara de la monja. Salvo por las pecas, que muchos poetas consideraban defectos, Joanna era una joven atractiva, con pómulos altos, pestañas y cejas rubias y ojos cuyo color cambiaba de acuerdo con la luz, desde un verde oscuro hasta el dorado. Era fácil imaginarla atrayendo la mirada de un hombre.

—Quizá deberíamos hablar como dos amigas, sor Joanna. ¿Sabéis algo de mí?

Joanna asintió:

—Sé cómo os escapasteis de San Clemente y os casasteis con un hombre que os enseñó un oficio y cuando él murió os hicisteis maestra boticaria y os casasteis por amor.

Lucie hizo una mueca de amargura.

—Las dos veces me casé por amor.

Joanna sonrió.

—Conocí a vuestro capitán.

Lucie esperó otro comentario, pero Joanna no dijo nada.

—Muy bien. Por lo visto, sabéis algo sobre mí. Ahora decidme algo sobre vos. Habláis de mi «huida» de San Clemente como si fuerais desdichada allí. Pero dicen que habéis realizado pesadas penitencias, así que yo diría que sois devota.

—Fuera del amor de Dios no hay nada.

—¿Y teméis que Dios deje de amaros?

Joanna torció la cabeza para mirar por la ventana.

—Estaba comprometida con un viejo gordo que me regañaba. Yo soñaba con un hombre como mi hermano Hugh. Fuerte y valiente. Alguien que se riera. Alguien que me amara como Dios ama a sus elegidos. Quería a mi amor. Jason Miller no era él. Jason no me amaba. Sólo quería una nodriza para sus hijos.

Hugh. Era a su hermano al que llamaba por la noche.

—Así que pedisteis ir al convento. —Joanna asintió con la cabeza—. Pero no había necesidad de tomar los hábitos, ¿verdad? Por entonces, Jason se habría casado con otra.

Los labios carnosos hicieron una mueca infantil:

—Es que yo soy devota.

—¿Creísteis que debíais tomar los hábitos?

—Mis padres pagaron una gran suma a San Clemente para no tener que volverme a ver. Para ellos, yo había muerto.

—En cierto sentido, es la costumbre, ¿no? Sois esposa de Cristo y habéis terminado con las pasiones de este mundo.

Joanna fijó sus ojos verdes en Lucie.

—Yo morí, señora Wilton.

—¿Os referís al entierro?

La mirada de Joanna parecía como si pudiera penetrar dentro de los ojos de Lucie y mirar en su alma.

—Recibí los últimos sacramentos.

Lucie pensó que debía preguntar a la reverenda madre qué significaba recibir los últimos sacramentos. Tenía un vago recuerdo de que era algo que alteraba definitivamente la posición de una persona a los ojos de Dios.

—¿El cura os vio antes de que estuvierais amortajada?

En aquel momento la mirada se apartó de ella y se dirigió a la cama.

—Yo estaba tendida en la cama, con los brazos cruzados sobre el pecho. —La mirada era tan absorta que Lucie se preguntó si Joanna comprendería que no se trataba de la misma cama.

—Debió de tocaros la frente para daros la bendición. No deberíais haber parecido muerta al tacto del cura.

Hubo una chispa de irritación en los ojos que volvían a mirar a Lucie.

—Yo estaba moribunda, no estaba muerta entonces. Pero me hicieron beber algo para sacar de mis manos y pies todo el calor de la vida. —Joanna se tocó el hombro izquierdo con la mano derecha, un ademán protector, acariciando al mismo tiempo la tela azul del manto—. Nada podía calentarme cuando me desperté. Fue entonces cuando me dio el manto.

—¿Quién? ¿El cura?

Joanna seguía acariciando la lana gastada.

—Podéis ver el resplandor del amor de la Virgen. ¿Queréis tocarlo? —preguntó suavemente, con una mirada tímida a través de sus pestañas claras.

—¿Es de verdad el manto de la Santísima Virgen? —Lucie tocó la tela y se santiguó. ¿Estaba mal simular creer? ¿Qué otro camino había para ganarse la confianza de Joanna?

—Ahora estáis protegida —dijo Joanna suavemente.

—¿Como os protege a vos, Joanna?

—La Santísima Virgen me vigila. Me aparta de todo mal.

En aquel momento Lucie entendía por qué Wulfstan e Isobel decían que Joanna estaba confundida. ¿Debía Lucie contradecir esa teoría preguntándole por las moraduras, o por su propia capacidad de herirse a sí misma? Decidió no hacerlo.

—¿Quién os dio este regalo maravilloso?

Los ojos de Joanna se ensombrecieron súbitamente.

—¿Por qué queréis saberlo?

—Fue un regalo muy precioso. Me dicen que dos hombres visitaron a Will Longford y estuvieron en vuestro entierro.

Joanna bajó la vista, confundida.

—Dijisteis que «él» os lo dio cuando teníais tanto frío. ¿Fue uno de los visitantes? ¿O Will Longford?

—Yo estaba asustada. Me puso el manto sobre los hombros y me dijo que era el manto de la Santa Madre. Ahora ella me protegería. Yo era una virgen resucitada de entre los muertos… como María.

—Sor Joanna, ¿realmente creéis que moristeis y que resucitasteis de entre los muertos?

Los ojos la miraron con expresión desafiante:

—Sí.

—Y ese hombre, el que os dio el manto, ¿estaba con vos cuando os… levantasteis?

—Stefan —susurró Joanna, tenía los ojos fijos en un recuerdo distante.

—¿Había sido huésped de Will Longford?

—Fue bueno conmigo. Encontró mi medalla, también. —Se tocó un sitio sobre el pecho.

—¿Encontró la medalla que os colgabais del cuello?

Joanna asintió. Sus ojos seguían muy lejos.

—Habladme de Stefan.

Joanna pareció sorprendida y después asustada.

—No estoy aquí para juzgaros —dijo Lucie—. Sé lo que es amar a un hombre. Creo que os consolará hablar de Stefan. Él fue bueno con vos. Os dio algo que debía de ser precioso para él. —Lucie tocó la mano de Joanna—. Habladme de él.

Joanna dejó caer la cabeza.

—Cuando llegué a Beverley tenía sed. Me detuve a tomar agua en el patio de una iglesia. Cuando estaba dándole la espalda al pozo, un niño me robó mi medalla de María Magdalena. La soltó cuando le grité, pero había tanto barro y yo estaba llorando, tan cansada que no pude encontrarla. Stefan la encontró por mí.

—Debisteis de quedar muy agradecida.

Joanna sacó la medalla del cuello de su vestido y la miró.

—Me la regaló mi hermano Hugh cuando yo tenía trece años.

Hugh otra vez.

—María Magdalena la penitente. Una curiosa elección para una niña. ¿Vuestro hermano es mayor que vos?

Joanna la miró por entre las pestañas, con una curiosa media sonrisa en la cara.

—Mi gran hermano Hugh. Dijo que Magdalena comprendería si yo no era perfectamente buena. Dijo que ella podía perdonarlo todo, así que yo nunca debía temer rezarle.

Lucie quería encontrarlo encantador, pero la turbaba que un sentimiento de aquella naturaleza le hubiera sido expresado a una niña y la turbaba también la sonrisa con la que Joanna había acompañado la historia.

—¿Sabía él que vos sentiríais tentaciones?

Noli me tangere! —susurró Joanna.

Lucie reconoció las palabras que Cristo había dicho a María Magdalena cuando ella lo encontró fuera de su tumba.

—«No me toques.» ¿Qué significa eso para vos?

El brillo de los ojos de Joanna se volvió más opaco, como si una nube hubiera cubierto el sol.

—Mis padres decían que éramos los hijos de Caín.

—¿Vos y vuestro hermano Hugh? ¿Teníais otros hermanos y hermanas?

—Un hermano y dos hermanas.

—¿Dónde está Hugh ahora?

Los ojos verdes se ensombrecieron más aún.

—Eso es lo que yo quería averiguar.

—Pero ¿no lo encontrasteis?

Joanna inclinó la cabeza y soltó un gran suspiro trémulo.

—¿Conocisteis a Stefan en casa de Will Longford?

Joanna vaciló.

—¿Es apuesto?

Una sonrisa fugaz.

—Oh, sí. Rubio y fuerte como Hugh. Pero alto. Con ojos que se ríen aun cuando el resto de la cara trata de parecer seria.

—¿Lo amáis?

Una vaga mueca de perplejidad.

—Lo amé.

—¿Fue Stefan quien os ayudó a huir de Beverley?

Joanna se abrazó a sí misma.

—Me ataron fuerte para que me pareciera más a un cadáver. —Sus ojos estaban otra vez muy lejos, atemorizados—. Cuando me desperté hacía tanto frío…

—Y él os dio el manto.

Joanna asintió, acariciando el manto con una mano, apretando la medalla con la otra. Stefan y Hugh, sus salvadores. ¿Dónde estaban ahora?

—¿Por qué os ayudó Stefan a iros de Beverley?

—Tenía un comprador para la reliquia. Y pensó que sabía dónde estaba Hugh. Y Longford dijo que no podía tenerme en Beverley. La gente sabría que estaba escondiendo a una monja.

—¿Stefan encontró a Hugh?

Joanna se volvió a mirar por la ventana.

—En realidad no quería —dijo con un hilo de voz.

¿Qué significaba eso? Lucie deseó que hubiera algún modo de escribir todo lo que había oído. Cuando estuviera de nuevo en su casa, ¿recordaría todos los giros de la conversación?

—¿Fue idea de Stefan vuestra muerte y entierro?

Joanna negó con la cabeza.

—Fue de Longford.

—¿Por qué participó Stefan?

Joanna bajó los brazos con impaciencia.

—Ya os lo dije. Podía vender la reliquia. Y creía que podía encontrar a Hugh. Y Longford no quería que yo siguiera allí mucho tiempo más.

—¿Porque Stefan era traficante de reliquias? ¿O Longford?

Joanna se encogió de hombros.

—¿Qué os hizo pensar que Will Longford era un traficante de reliquias?

Joanna se miró el ruedo del vestido y después alzó la vista hasta Lucie.

—¿Qué les pasa a los que engañan a Dios?

Lucie respiró con fuerza y rezó pidiendo paciencia.

—¿Eso es una respuesta?

Joanna miró hacia la cama.

—Estoy cansada.

Lucie también lo estaba… Y ella tenía un día de trabajo por delante. Quizás era mejor detenerse allí de momento. Se puso de pie.

—Ya veo que no queréis hablar conmigo.

Joanna se aferró al brazo de Lucie.

—Por favor. Yo… yo lo sabía. Hugh me había llevado siete años antes, al ir a casa de mi tía. ¿O eran seis años? —Sacudió la cabeza, como si no estuviera segura—. Yo sabía que Longford vendía reliquias.

Lucie miró a Joanna, pero no se sentó.

—¿Vuestro hermano Hugh también comerciaba con reliquias?

Joanna sacudió la cabeza.

—Sólo una vez. Sólo para conseguir algo de plata con que iniciar su propia vida. Si no, tendría que tomar los hábitos. Pero él sabía que estaba destinado a ser soldado.

—¿De dónde sacó la reliquia?

—De mi padre. Sólo una parte. Mi padre nunca lo sabría. Nunca pensaría en abrir el relicario.

Lucie volvió a sentarse.

—¿Así que fuisteis a ver a Will Longford y él buscó a Stefan?

Joanna asintió.

—¿Cómo os proponías salir de Beverley?

—Pensé que me iría caminando. Hacia Scarborough.

—¿Allí pensabais encontrar a Hugh?

Joanna cerró los ojos.

—Él habló de Scarborough. Pensé que quería llegar a guardia en el castillo de Scarborough, pero Longford dijo que era más probable que hubiera partido en barco del puerto de Scarborough para unirse a las compañías blancas.

Aquello interesaría a Thoresby.

—¿Por qué pensaba eso Longford?

Joanna se encogió de hombros.

—¿Así que os convenció de que Hugh debía de estar en el continente?

—Parecía muy probable —dijo Joanna, con voz decaída.

—¿Os sentisteis desilusionada?

Joanna se mordió el labio inferior.

—Todo parecía inútil. Me dije que sólo me quedaba volver a San Clemente.

—¿Y qué dijo Longford a eso?

—No quiso que lo hiciera. Por entonces ya tenían un cliente para la reliquia. Lo habían planeado todo. Yo me iría con Stefan, con el hábito puesto, para convencer al comprador de que el convento estaba vendiendo la reliquia a través de él.

—Inteligente.

—Cuando llegamos a la casa había mucho ruido de soldados y extranjeros.

—¿Era la casa del comprador de la reliquia?

Joanna pareció confundida.

—¿Dónde estaba esta casa?

—Cerca de Scarborough. Sobre el mar del Norte.

—¿Había soldados que hacían ruido?

Joanna se encogió de hombros.

—Parecían arqueros. Así que me quedé en una cabaña con Stefan.

—¿Vivisteis allí mientras faltasteis de San Clemente?

—La mayor parte del tiempo.

—Pero la reliquia no había ido allí con vos —dijo Lucie, más para sí misma que para Joanna.

La expresión de Joanna dejó ver que había oído.

—Me mintió. Desde el comienzo me mintió.

—¿Stefan? —Joanna se mordió el labio y frunció el entrecejo—. Puede que sólo quisiera estar con vos, Joanna. —Joanna siguió en silencio—. Habladme de esa casa.

Joanna aspiró con fuerza.

—Había soldados por todas partes, continuamente. A algunos no podía entenderlos. Hablaban en otras lenguas. A veces pensaba que eran demonios, que se llevaban a todos aquellos jóvenes hermosos y los arrojaban por el borde de la tierra.

Era la misma historia que Joanna había contado en Nunburton.

—¿Los jóvenes desaparecían?

Joanna asintió.

—Yo conocía a alguno y después él partía en barco. —Sacudió la cabeza—. Ninguno volvía.

—¿Iban a reunirse con las compañías blancas?

Joanna cerró los ojos.

—Estoy maldita. —Tenía los dientes apretados y el sudor goteaba sobre su labio superior.

Lucie observó el rostro, preguntándose si aquellos cambios de humor eran deliberados.

—Cuando vivíais en esa propiedad, ¿lo hacíais como la esposa de Stefan?

Joanna vaciló ligeramente antes de asentir con la cabeza.

—Entonces ya no sois virgen.

Joanna se mordió el labio.

—¿Entendéis por qué nos preguntamos si estáis diciendo la verdad?

—No quieren que el rey sepa nada sobre ellos.

—¿Quiénes, sor Joanna?

—Los arqueros.

—¿Los que partían en barco?

—No todos se iban.

—¿Por qué os fuisteis de Scarborough, sor Joanna?

Joanna apretó con fuerza la medalla y empezó a mecerse.

—¿Cómo lograsteis volver a Beverley?

—Caminé.

—Es mucho camino para recorrerlo a pie, sor Joanna. ¿No teníais caballo? ¿Nadie os acompañaba?

Joanna no dijo nada y su mirada estaba perdida.

Scarborough. Stefan, que decía saber dónde estaba Hugh. La venta de la reliquia, una mentira. Todos aquellos asuntos hacían que sor Joanna se aferrara a la medalla y se volviera hacia su interior. Lucie se llevó las manos a la cintura. Estaba exhausta.

—¿Lo dejamos aquí por hoy, sor Joanna?

Joanna abrió los ojos y soltó la medalla.

—Dios os bendiga, señora Wilton.

Lucie se puso de pie:

—Cuando queráis volver a hablar conmigo, hacédmelo saber. —Salió con tantas preguntas dándole vueltas en la mente que casi tropezó con sor Isobel.

Benedicte, señora Wilton —dijo la priora. Estaba esperando cerca de la puerta—. Habéis estado ahí dentro mucho rato.

Benedicte, reverenda madre.

—¿Dijo algo sensato?

—Creo que sí —respondió Lucie frotándose la espalda—. Tengo que pensarlo.

Sor Isobel asintió.

—Seré paciente.

* * * * *

En la nave de la iglesia abacial, Lucie se arrodilló junto a sir Robert y le rezó a la Virgen. Pidió que al final de todo aquello Joanna pudiera descubrir un modo de irse de San Clemente y encontrar alguna felicidad. No era demasiado tarde. Lucie estaba menos segura de lo que había estado antes de la entrevista de que Joanna no había sufrido daños mayores por su aventura. Las incoherencias, los repentinos cambios de humor y tema, todo ello hacía pensar en una mujer sometida a una gran tensión. ¿Era porque ocultaba algo? ¿Por la culpa? Tenía que morir, tenía que ser castigada, no debía ser curada. La culpa… Eso era lo que Lucie leía en ella. ¿Qué había hecho sor Joanna? Cuando volvía a la ciudad con sir Robert, Lucie le habló de la casa en las afueras de Scarborough, con los soldados y los extranjeros. Le pareció un asunto seguro que le interesaría lo suficiente como para impedirle extenderse en reproches por su participación en el caso. Y así fue: lo distrajo y al llegar la dejó en la tienda y fue a trabajar al jardín sin más discusión.

Pero se llevó sus propios problemas. Lucie terminaba de atender al primer cliente y estaba empezando a transcribir su entrevista con sor Joanna cuando entró sir Robert con cara preocupada.

—¿Qué pasa? ¿No encontráis las herramientas?

—No es eso. Son los soldados. Arqueros. Arqueros que parten en barcos. Ya oíste al canciller. Son importantes, Lucie. Debemos seguir esa pista. Debes averiguar dónde está esa casa. Y había extranjeros, dijo ella.

—Me propongo volver a hablar con la monja, sir Robert. Sé bien que falta llenar muchas lagunas. No quiero presionarla.

—Una reunión de arqueros y extranjeros. Podría ser traición, hija. Sigue esa pista.

—El jardín, sir Robert.

Él asintió y partió, siempre con la cara de preocupación.

Lucie gimió. Sonó la campanilla de la tienda. Era la media tarde cuando pudo volver a sus notas.

* * * * *

Cuando Lucie cerraba la tienda, Bess Merchet asomó la cabeza para invitarla a una jarra de cerveza en la cocina de su taberna, a la vuelta de la esquina. Lucie aceptó con placer. No se sentía en condiciones todavía de enfrentarse con sir Robert en la mesa y le interesaba conocer la opinión de Bess sobre la velada anterior.

Como buena tabernera que era, Bess conocía todas las nuevas de York, incluyendo la cena de Lucie con el arzobispo, y estaba ansiosa por saber los detalles. Buena amiga desde hacía siete años, Lucie podía confiar en que no divulgaría nada que le pidiera que mantuviera en secreto, así que se sentía en libertad de hablar.

Al terminar de hablar, Bess se retrepó en la silla y miró a Lucie por encima de la jarra.

—Una historia extraña, a fe mía. Pero a Owen no le gustará que te hayas involucrado.

—No.

—A él mismo no le gusta su propio trabajo para el arzobispo.

—¿Te parece que no debería hacer esto para su ilustrísima?

Bess se encogió de hombros.

—No veo ningún problema. No, sólo señalaba que tú y Owen tendréis una discusión por este asunto.

Lucie miró en su copa, imaginándose esa discusión.

—No sé cómo podría vivir si evitara todo lo que pudiera despertar una discusión con Owen. Tiene un carácter vivo.

—¿Y tú no? —preguntó Bess riéndose.

Lucie se encogió de hombros. Bess rio más alto. Lucie no pudo contener una sonrisa. En realidad, ella tenía un carácter por lo menos tan vivaz como el de Owen. Chocó su jarra con la de Bess y la vació.

—Ahora que sabes la historia, ¿puedo pedirte que estés atenta a cosas que se digan en la taberna y que puedan ser interesantes?

—Haré algo más que escuchar, te lo prometo.

Lucie abrazó a Bess.

—Eres una buena amiga.

—Vamos. Te acompañaré. —Le ofreció su brazo musculoso. Riéndose, Lucie puso su mano sobre él. Salieron al patio. Lucie suspiró al ver los caballos de su padre.

—Eres muy amable al alojar aquí los caballos de sir Robert.

Bess la miró con interés.

—Nunca lo llamas «padre», ¿verdad?

Lucie negó con la cabeza.

—Hace lo que puede, ya sabes. Es un anciano que ha hecho todo este viaje para ofrecerte ayuda.

—Sí, es un anciano y un soldado que no sabe nada de tiendas o jardines. ¿De qué me sirve?

—Ésas son palabras llenas de rencor y además irreflexivas. Indignas de ti, Lucie. Haces mal en rechazar una oferta de trabajo.

A Lucie no le gustó que le hablaran de rencor.

—Le he mandado hacer algunos trabajos sencillos en el jardín. Pero más allá de eso, ¿qué puede hacer? Dímelo, Bess.

Bess se encogió de hombros.

—Prueba hasta que lo descubras, mujer. Por todos los santos, cuando Nicholas te trajo a ti a la tienda, ¿bajó los brazos y dijo que no podías hacer nada para ayudar?

—Eso fue diferente, Bess. Yo viviría aquí. Yo era su esposa.

Bess sonrió.

—Bueno, Dios te ayude si sir Robert se queda más de una semana, ¿eh?

—Podría hacerlo, Bess. —Le contó lo de su oferta de la casa de Corbett.

Bess alzó los ojos al cielo.

—Bueno, eso ya es más delicado. Si se propone comprarla y mantenerse apartado yo diría que es muy generoso. Pero si se propone visitaros con frecuencia… —Sacudió la cabeza—. Quizá si le permites ayudar en cosas pequeñas, como el jardín… —Le dio una palmadita en el brazo a Lucie—. No desperdicies las buenas intenciones de tu padre. Debes conducirlo hacia los favores que puedas aceptar.

A Lucie la conversación le resultaba desalentadora.

—Por favor, Bess. Sabes lo ocupada que estoy. Más ahora, con el trabajo del arzobispo. Poner a sir Robert a trabajar en el jardín o en la tienda me exigiría darle instrucciones. En el mismo tiempo yo podría hacer el trabajo.

Bess la había soltado y estaba ante ella con las manos en la cintura y la cara seria.

—Es cierto, deberás enseñarle la primera vez. Pero la vez siguiente podrá hacerlo sin instrucción.

—No me gusta pensar que se quedará tanto tiempo.

Bess sacudió la cabeza lentamente, como si no creyera lo que estaba oyendo.

—¿No sientes curiosidad por él? ¿Nunca te preguntaste si tú tienes algunos de sus rasgos? Aparte de esa barbilla obstinada.

Lucie se tocó la barbilla.

—¿Es igual que la de sir Robert?

—Vaya si lo es. Debe de ser la barbilla de los D’Arby. Tu tía Phillippa también la tiene. Y una columna vertebral haciendo juego. La familia de tu padre sobrevive a sus cónyuges, ¿lo has notado?

Lucie se santiguó.

—No digas eso, Bess. No quiero sobrevivir a Owen.

Bess volvió a alzar la vista.

—No me refería a eso. Tu padre no es el anciano frágil que tú te imaginas.

Con un suspiro, Lucie asintió.

—Mañana le daré un trabajo más serio en el jardín.

Bess le apretó el brazo.

—No lo lamentarás. Será para el bien de todos.

Lucie no lo creía, pero estaba cansada de discutir. Y quizá sentía alguna curiosidad. Cuando abría la puerta de su jardín iba frotándose la barbilla.