Capítulo 8

Tensiones familiares

Una casa llena de invitados a cenar en la segunda y última noche de Owen en casa. Parecía como si nunca fuera a tener tiempo para estar a solas con Lucie, salvo en el dormitorio. Y sería peor con los hijos. El pensamiento volvía, pese a sus esfuerzos por apartarlo. ¿Qué sabía él de niños, salvo lo que podía recordar de su propia infancia? Miró el suelo, con las calzas a medio quitar, pensando. Estaba Jasper. Le gustaba Jasper. Pero el chico se había incorporado al hogar aquel año, a los nueve de edad. ¿Cómo sería vivir con niños pequeños?

Lucie estaba en la puerta, sonrojada por el esfuerzo de supervisar lo que cocinaba Tildy, poner la mesa y confirmar que todo estuviera preparado en la cámara extra, donde dormirían sir Robert y su escudero. Se detuvo al ver a Owen, sin jubón y con las calzas a medio quitar.

—Sé que hace calor, pero realmente, amor mío, debes ponerte algo más que eso. —Después, con una expresión preocupada, casi asustada, preguntó—: ¿Qué pasa? ¿Qué problema hay?

No era ocasión para admitir sus temores. En lugar de hacerlo, Owen atrajo a Lucie hacia sí y cayeron los dos en la cama. Arrancándole la cofia, dejó que su cabello le cubriera el rostro.

Lucie trató de liberarse, jadeando.

—¡No hay tiempo! —logró decir—. ¡Owen, por favor!

Con un suspiro, la dejó sentarse.

—¿No podríamos mandar un mensaje a Lief y Gaspare, diciéndoles que ha llegado tu padre y que no tenemos espacio para tantos en la mesa?

Lucie se sacudió el cabello, dándole más volumen y después fue a la mesita donde tenía sus cepillos y hebillas y un pequeño espejo.

—Aun así, tenemos a sir Robert y su escudero. No podríamos librarnos de ellos. Así que preferiría invitar a tus amigos al menos esta noche. Un poco de compañía alegre. —Empezó a arreglarse el cabello.

Owen se quedó tendido en la cama, observándola.

—Sir Robert parecía bastante alegre.

Lucie se volvió hacia Owen, dejando que su cabellera le rodara por la espalda.

—Está de buen humor —admitió. Se levantó, cogió el vestido que Tildy había preparado y lo inspeccionó pensativamente—. ¿Me pondré éste? ¿O el azul?

Owen frunció el entrecejo. El vestido que ella tenía en las manos era de un verde suave, con bordes dorados, colores que resaltaban el dorado de su cabello. El vestido azul… bueno, resaltaba sus ojos azules. Y el escote era más pronunciado…

—Éste, por supuesto. Salvo que te propongas coquetear con mis compañeros.

Lucie se cogió la cintura hinchada y se echó a reír:

—¿En este estado?

—Hay hombres que encuentran deliciosas a las mujeres gruesas.

—¡Malvados! —Se metió dentro del vestido y se dio la vuelta para que Owen atara las cintas de la espalda. Después se giró hacia él—. Dime la verdad. ¿Estoy presentable?

¿Cómo podía dudarlo?

—Sumamente encantadora. Demasiado tentadora.

Ella lo besó en la frente.

—Entonces ¿no hay remedio? —dijo él—. ¿Tengo que vestirme?

—Por supuesto. No puedo recibir a Lief y Gaspare sin ti.

—Hoy conocí a Joanna Calverley. Trató de besarme.

Lucie se sentó en la cama a su lado.

—¿Qué le dijiste?

Owen le contó a Lucie el incidente.

—Sor Katherine me sacó de allí, muy avergonzada.

—¡Me lo imagino! —exclamó Lucie riéndose—. Pero de verdad, ¿qué habías hecho para enamorar tan pronto a Joanna?

—Me limité a descubrirle mi encanto natural.

Lucie lo golpeó en el pecho desnudo.

—Sor Katherine cree que Joanna es una criatura inocente, con mente infantil.

Lucie negó con la cabeza.

—En absoluto. Su fuga de San Clemente estuvo bien planeada. No. No es una simple, Owen. ¡Y tampoco es inocente!

A Owen le gustó que la mano de ella se entretuviese en su pecho desnudo.

* * * * *

La velada empezó bien. El escudero de sir Robert ayudó a Tildy, lo cual permitió a Lucie relajarse y escuchar la historia de las aventuras francesas de Gaspare y Lief. Hacia la mitad de la comida, cuando Lief hacía un rato que estaba hablando de los placeres de la paternidad, cambió el humor de sir Robert.

El padre de Lucie había escuchado en silencio hasta entonces. A Owen le gustaba su suegro, un soldado retirado con modales rudos y directos. Cuando el anciano levantó su copa para brindar por la reunión de amigos y familia, Owen supo que se aproximaba algo.

—Mi mayordomo estuvo en la ciudad hace un tiempo y oyó que vuestro vecino John Corbett había muerto y que su casa estaba vacía —empezó sir Robert. Se dio un tirón de la barba, recortada a la moda.

—Sí —dijo Lucie, bebiendo un sorbo de vino y sin sospechar lo que venía—. El pobre John cayó en la nieve yendo a la letrina una noche. Cuando un criado lo encontró, ya había muerto congelado.

—Dicen que es una muerte indolora —dijo Lief—. El frío te adormece y es como quedarse dormido.

Sir Robert se santiguó.

—Tengo entendido que los hijos de Corbett han puesto la propiedad en venta.

En aquel momento Lucie alzó la vista y miró con atención la cara de su padre.

—He oído algo así. ¿Qué interés tenéis en el asunto?

Sir Robert sonrió.

—Es una buena propiedad. Y una casa sólida.

Lucie y Owen intercambiaron una mirada.

—Me propongo comprarla para vosotros —anunció sir Robert.

El ojo ciego de Owen reaccionó con una oleada de pinchazos casi antes de que su mente hubiera registrado el insulto. La casa de Corbett era grande, la casa de un próspero mercader de vinos. Sir Robert se proponía regalarle a Lucie una casa digna de la hija de un caballero, una casa que Owen no habría podido permitirse. Él era sólo un aprendiz y un espía, por más hombre libre que fuera. No le había comprado a Lucie siquiera aquella casa, que ella había heredado de su primer marido. Owen miró alrededor para ver si los otros habían notado su humillación. Había un incómodo silencio en la mesa.

Dos manchas de color aparecieron en las mejillas de Lucie. Su cuello esbelto estaba muy rígido. El velo de seda temblaba.

—Ésta es nuestra casa, sir Robert —dijo sin alzar la voz.

Sir Robert inclinó la cabeza hacia un lado y observó la cara de su hija. Sus cejas blancas se unieron y después se separaron mientras sonreía y decía:

—Lo es. Y es una hermosa casa, hija, no quería criticarla. Y el jardín… No he visto uno mejor en todos mis viajes. Pero con el niño viniendo y el joven Jasper a punto de empezar su aprendizaje y quizá más hijos en los años por venir, pronto estallarán las paredes.

Owen, viendo que las mandíbulas de Lucie se endurecían, intervino:

—Hemos pensado en construir una cocina separada en el fondo, lo que nos daría más espacio aquí.

—Una excelente solución —asintió sir Robert—, si no fuera por el jardín. Una nueva edificación os privaría de parte del jardín, que es vital para la tienda. Usad la casa de Corbett para ampliar el espacio. Conectad las casas, o al menos echad abajo la verja y convertidla en una sola propiedad. —Sir Robert volvió a tirarse de la barba y miró sucesivamente a Owen y Lucie—. He hecho tan poco por vosotros, que siento que esto es demasiado poco, demasiado tarde. Pero es algo… —Su voz se apagó ante los rostros tensos.

El momento fue salvado por Gaspare, que los reprendió en broma por tratar cuestiones familiares en la mesa con invitados y empezó a contar la historia de los problemas de Owen con lady Jocelyn, una dama de honor de Blanca de Lancaster. Pronto la mesa resonaba con risas amables.

* * * * *

Una vez que Gaspare y Lief hubieron partido rumbo al castillo y sir Robert y su escudero se hubieron acostado, Lucie y Owen salieron al jardín y se sentaron bajo las estrellas, mirando en silencio la masa oscura de la casa de Corbett.

—Soy egoísta —dijo Owen en voz baja—. Sólo te está ofreciendo lo que sabe que yo no puedo darte.

—Nos va bien con la tienda. Y su ilustrísima, con todas las quejas que tienes contra él, te recompensa espléndidamente por tu trabajo. —La voz de Lucie seguía tensa por la indignación.

Owen se volvió hacia ella y le cogió las dos manos.

—Lucie, no te entiendo. ¿Por qué estás ofendida tú? Me corresponde a mí estarlo. Pero en realidad es la oferta generosa de un buen padre.

Lucie apretó las manos de Owen y las besó.

—Demasiado poco, demasiado tarde, Owen. Él mismo lo dijo. Tú comprendes por qué lo hace. Está aburrido en su castillo y quiere pasar más tiempo en la ciudad. ¿Qué podría ser más conveniente para él que una casa en la ciudad, con personal permanente?

Owen no lo había pensado así. Lucie asintió y siguió.

—Nietos que salten en sus rodillas, un boticario que vele por su salud… Es demasiado perfecto para él. Pero ¿y nosotros, Owen? No tendremos paz, ni intimidad.

—Ya tenemos poca.

Lucie apretó las manos de Owen contra su corazón.

—Lo sé. Y pronto tendremos que encargarnos del niño… —Suspiró.

El corazón de Owen se alivió. Ella también estaba preocupada por lo que vendría. La atrajo hacia sí y la estrechó con fuerza. Lucie no se apartó. Cuando al fin entraron, se sentían en paz.

* * * * *

Owen se marchó temprano, después de un desayuno solitario, pues sir Robert había ido a misa. Inquieta, Lucie salió al jardín.

Era una mañana nublada y húmeda, que anunciaba un día caluroso. El aire estaba perfumado con el aroma de las primeras rosas. Nicholas amaba aquellas rosas. Con la daga que llevaba colgada de la cintura, con las llaves, Lucie cortó unos brotes y los puso sobre la tumba de Nicholas. Después sacó del cobertizo una cesta, el viejo cuchillo oxidado que prefería como instrumento para desherbar y la alfombrilla tejida para arrodillarse y se acomodó en el borde del bancal de mentas para eliminar las malezas y reflexionar antes de abrir la tienda. Allí era donde mejor pensaba, sacando las malezas y dando vueltas en su cabeza a los problemas y planes. El embarazo le hacía más incómodo el trabajo, pero si se enderezaba con frecuencia y lo dejaba cuando el dolor sordo en la espalda se hacía más notable, podía seguir siendo uno de los momentos más agradables del día.

Melisenda, reina de Jerusalén y del jardín, se acercó a ver qué hacía Lucie con las mentas. La gata tenía una preferencia por la menta y era el felino con mejor aliento en todo York, así que consideró digno de vigilar el trabajo que hacía Lucie con el cuchillo y la cesta. Cuando comprobó que su ama no estaba cosechando sino sólo arrancando las hierbas, mordisqueó una hoja y se acurrucó al lado de Lucie a masticarla.

Lucie rascó la cabeza de Melisenda hasta que la oyó ronronear y la vio estirar las patas delanteras con placer. Entonces siguió con su trabajo y sus pensamientos.

Sir Robert. Casi no conocía a su padre. ¿Qué le había obligado a hacer aquella visita? ¿Y la oferta de la casa de Corbett? ¿Qué tenía que hacer ella mientras lo tenía alojado en su casa? Le había dicho que ayudaría con el trabajo pesada mientras Owen estaba ausente, pero era un anciano frágil. ¿Y qué podía saber un viejo señor rural del trabajo en la tienda o el jardín? La visita de sir Robert era el gesto de un padre que quería reparar sus descuidos y negligencias con Lucie y los pecados cometidos contra su difunta esposa. Había arrancado a Amelie de su hogar normando y la había dejado con extraños en Yorkshire, la había culpado por no tener más que una hija y no darle un heredero varón y su desdén inspiró la desesperación que la había matado. En aquel momento estaba tratando de apaciguar su sentimiento de culpa.

Era su hermana viuda, sor Phillippa, quien había hecho comprender a sir Robert el efecto que su conducta había tenido sobre su única hija. Phillippa se había alojado con Lucie cuando Nicholas estaba muriendo. Ya en Freythorpe Hadden, donde hacía de ama de llaves de su hermano, le había contado a sir Robert cuánto había afectado a la vida de Lucie el tormento de Amelie. Desde entonces, sir Robert había rezado por Lucie y la había abrumado con regalos.

Pero Lucie no se había acostumbrado aún a querer a sir Robert. Para ella sería siempre el soldado vociferante que olía a cuero y a sudor de caballo, que nunca había recordado su nombre de niña, que la había enviado a la cama sin contestar a sus aterrorizadas preguntas la noche que murió su madre y que después de eso la había internado en San Clemente y la había dejado allí olvidada.

¿Qué podía hacer en la pequeña casa? No tenía la más remota idea del trabajo de un maestro boticario. No se había reconciliado con la idea de que su hija se hubiera casado por debajo de su rango… y dos veces, para colmo. No podía entender su orgullo de ser una maestra boticaria.

¿Qué pensaría de la llamada de Santa María para observar a sor Joanna? ¿O de la petición de ayuda de la reverenda madre?

Quizá tenía que hacer más por sor Isobel. Quizás era parte del plan de Dios que sir Robert fuera a visitarla en aquel momento: sería testigo del servicio de Lucie al arzobispo de York y lord canciller de Inglaterra. Comprendería que ella no había desperdiciado su vida, ni se parecía a su madre, dependiente para todo de un hombre al que apenas conocía, aterrorizada de pensar que si no le daba un hijo varón él la repudiaría y quedaría abandonada a su suerte. Vería que ella no tenía tiempo para ser su enfermera.

La cabeza de Melisenda se alzó de pronto. Lucie miró a su alrededor. Sir Robert estaba detrás de ella, con ropas sencillas.

—¿Ves? Me he comprado ropa práctica. ¡Ponme a trabajar!

* * * * *

El hermano Michaelo encontró a Lucie en el jardín, explicándole el orden de los bancales a un hombre de cabello blanco que escuchaba con atención y que ocasionalmente lanzaba a la boticaria extrañas miradas de afecto. Aunque anciano, el hombre tenía la apostura de un soldado. Michaelo vio algo en su cara que le hizo pensar que debía de ser sir Robert d’Arby; tenía un parecido con Lucie, aunque no era fácil localizarlo. Quizá… sí, la mandíbula. Y la mirada.

—Señora Wilton, perdonad la interrupción —dijo Michaelo con una reverencia—, pero el ilustrísimo señor arzobispo pide el honor de la presencia de vuestro padre en la cena de esta noche. Entiende que sir Robert d’Arby se está alojando con vos y, por supuesto, extiende la invitación a vos.

Los ojos de Lucie se dilataron por la sorpresa. Su espalda ya erguida logró erguirse aún más. Tocó la mano del caballero mayor.

—Sir Robert, éste es el hermano Michaelo, secretario de Juan Thoresby, arzobispo de York y lord canciller del rey.

—¿Sí? —Sir Robert miró a su hija con expresión intrigada.

—Hermano Michaelo, éste es mi padre, sir Robert d’Arby.

Michaelo volvió a inclinarse ante ambos.

—Sir Richard de Ravenser y Jehannes, arcediano de York, también cenarán con su ilustrísima esta noche.

Sir Robert, recobrando su apostura, inclinó la cabeza.

—Estaremos honrados de cenar con el canciller.

Una vez que el hermano Michaelo hubo partido, sir Robert se volvió hacia su hija:

—Juan Thoresby, arzobispo de York y canciller de Inglaterra. ¿Por qué me honra de este modo, me pregunto?

Lucie también se lo preguntaba. Y precisamente cuando Owen acababa de irse.

* * * * *

Sin permitir que la invitación del arzobispo la sacara de su rutina habitual, Lucie cerró la tienda a la hora de siempre, evitando deliberadamente cualquier cambio en sus costumbres. Una invitación para aquella misma noche. Como si el arzobispo diera por sentado que los planes de ella para la velada no tenían importancia. Pero quizás aquella invitación venía bien. Había temido una primera velada a solas con sir Robert.

Cuando Lucie entró en la cocina, encontró a su padre ya esperándola junto al fuego, vestido con sus mejores galas. Tildy siguió a Lucie a su dormitorio.

—He aireado el vestido azul y el velo, señora Lucie y he calentado agua para que os lavéis.

—Tildy, no voy a ver al rey.

—¡Es el lord canciller de toda Inglaterra, señora Lucie! Es casi tanto honor.

—Para Owen no es nada especial comer a la mesa de su ilustrísima.

—Oh, señora, es un honor, no importa lo que digáis. Y después me lo debéis contar todo. Lo que coméis, cómo sirve Lizzie, qué hay colgado de la pared… todo.

Lucie no pudo menos de reírse.

—Ojalá pudiera mandarte en mi lugar. Serías una invitada mucho más agradecida. Pero tengo curiosidad por conocer al arcediano Jehannes. Owen habla bien de él. —Levantó el velo azul, que llevaba con un sencillo arco elástico de oro para mantenerlo en su lugar. Frunció el entrecejo—: ¿Te parece que será adecuado, Tildy?

—Está acostumbrado a las damas de la corte, señora. Esto es lo más adecuado.

Lucie tocó con dos dedos la lana suave del vestido, que también era de un hermoso tono azul claro. Su tía Phillippa le había mandado hacer aquel vestido y velo para su último cumpleaños. Por suerte, la sobreveste de un azul ligeramente más oscuro ocultaría la estrechez del vestido sobre su cintura de cinco meses. No es que tuviera motivos para avergonzarse de su estado pero no le gustaba exhibirlo.

Tildy se encargó del cabello, peinándolo en bucles a ambos lados de la cabeza y asimismo acomodó el velo y ajustó la sobreveste sobre el vestido. Cuando Lucie se volvió para que Tildy admirara su trabajo, se oyeron golpes en la puerta de la cocina. Tildy bajó corriendo y Lucie fue detrás. Sir Robert no se había movido para abrir la puerta, acostumbrado a vivir en casas con muchos criados.

Entró un hombre con el distintivo del arzobispo. Con una reverencia, se presentó:

—Soy Gilbert, señora Wilton. Su ilustrísima me envió a escoltaros a vos y sir Robert a su palacio. —Una espada colgaba a su lado y había un puñal en su cinturón.

—¿Escoltarnos? Pero todavía no se ha puesto el sol. Podemos encontrar el camino. Y tenemos al escudero de sir Robert.

—Su ilustrísima insistió.

Cuando estaba a punto de volver a protestar, Lucie cambió de idea. Las armas sugerían que el arzobispo estaba preocupado por algo. Extendió su mano.

—Entonces, vamos. No debemos hacer esperar a su ilustrísima.

Tildy estaba orgullosa de su bella patrona cuando la vio partir del brazo de su padre, siguiendo a Gilbert y al escudero de sir Robert, Daimon.