A la mañana siguiente, al despertarse, Thoresby mandó llamar a Michaelo. Por lo común le daba las órdenes del día al secretario mientras desayunaba, pero en aquel momento, con invitados en el palacio, no tenía intimidad. De modo que, mientras los criados lo vestían, Thoresby hizo a Michaelo una lista de sus obligaciones, entre ellas convocar a Owen Archer a palacio para celebrar una reunión.
—A media mañana estará bien.
Había llegado a una solución, que consideraba de una elegante simplicidad, para quitar de en medio a Archer mientras Lucie Wilton se encargaba de hacer hablar a Joanna Calverley.
Cuando Thoresby bajó a desayunar, Ravenser y Louth ya estaban frente al fuego del salón, untando pan con miel y haciendo planes para el día.
—Pasaré la mañana en San Leonardo presentando batalla —decía Ravenser. Era director del Hospital de San Leonardo—. Los monjes se oponen a la venta de dos terrenos, pero admiten que sufrirán escasez por San Miguel.
Louth soltó un resoplido.
—Hospitales. No soporto esos sitios. Fuiste un santo al aceptar el puesto.
Ravenser se echó a reír:
—No diría que un santo, Nicholas. Rara vez voy a la enfermería. Mi tarea es administrativa.
—La venta de terrenos es una excelente fuente de ingresos. ¿Qué proponen ellos en su lugar?
—Hacer economías hasta superar la crisis. —Ravenser asintió ante la risa de Louth—. Tú ves lo absurdo de ese modo de pensar. ¿Por qué no pueden verlo ellos? Se niegan a admitir que el ingreso por las granjas está cayendo. No mejorarán hasta que nos libremos de la peste y nos bendigan buenas cosechas. Hacer economías en este momento sólo prolongará el problema.
Thoresby, cansado de las frecuentes diatribas de su sobrino sobre las anticuadas ideas económicas de los agustinos de San Leonardo, hizo una entrada ruidosa y fue a reunirse con ellos a la mesa.
—¿Tus hombres tienen tareas asignadas para hoy, Nicholas?
Louth se enderezó:
—Doblar la guardia en las puertas de la abadía, como vienen haciendo, ilustrísima.
—Quiero que dos hombres vayan a ver a Alfred y averigüen todo lo posible sobre el asalto y después den una vuelta, hablen con la gente y vean si alguien oyó o vio algo, o sabe algo.
—Me encargaré en seguida de eso, ilustrísima —dijo Louth poniéndose de pie.
Ravenser se frotó las manos pegajosas de miel.
—¿Y Owen Archer? ¿No debería ir con ellos?
Thoresby negó con la cabeza:
—Tengo otros planes para él. Mañana irá a Leeds. Quiero que hable con los Calverley. Que descubra lo que pueda sobre Joanna. Por qué la familia la repudió.
Louth casi había llegado a la puerta. En aquel momento dio media vuelta:
—Ilustrísima, ¿podría acompañarlo yo a Leeds?
Thoresby se echó atrás en la silla, juntó las manos y miró a Nicholas de Louth por encima de ellas.
—¿Por qué?
Louth volvió a la mesa. Se quedó al lado de Thoresby, con las puntas de los dedos apoyadas en la mesa.
—Me siento responsable por gran parte de la situación. Quiero hacer todo lo que pueda.
—Archer es muy competente.
—Lo creo. —Louth se aclaró la garganta y fijó los ojos en las manos de Thoresby—. Pensé que podría aprender algo observándolo, ilustrísima.
Thoresby consideró el prominente vientre de Louth y su ropa elegante. No podía imaginárselo cabalgando al lado de Archer.
—Dudo que acepte tu compañía.
Louth se acercó un poco más:
—Si vos se lo sugerís, no podrá negarse. Os lo ruego.
Thoresby se encogió de hombros.
—Se lo sugeriré. Pon a trabajar a tus hombres de inmediato… por si Archer me sorprende aceptándote.
Louth sonrió, inclinó la cabeza y salió con rapidez.
* * * * *
El día estaba nublado, más frío que los días anteriores; las nubes altas no eran de lluvia. Juan Thoresby se sentó en el muro bajo que separaba el huerto del jardín y miró hacia la casa. Los senderos del huerto estaban bordeados de espliego y santónico. Las flores de manzanilla emanaban un aroma a manzanas aunque estaban cerradas todavía, protegiéndose del frío matutino. Las abejas zumbaban ya entre las flores de borraja. Thoresby alzó la vista hacia el palacio arzobispal, dos plantas de piedra pulida con pequeñas ventanas y una tercera, para la servidumbre, de adobe blanqueado, con ventanas que en lugar de vidrios tenían pergamino encerado. Había sido un edificio hermoso, digno de alojar a un rey. No tanto en aquel momento. Thoresby autorizaba sólo las reparaciones esenciales, ya que no se alojaba allí con frecuencia. Dado que el diácono y el cabildo de la catedral de York se habían hecho cada vez más celosos de su autonomía, Thoresby solía elegir Bishopthorpe como residencia cuando atendía a su trabajo en York. Estaba varios kilómetros al sur de la ciudad, pero lo bastante cerca y era más hermoso, con jardines que bajaban hasta el río.
Era un hombre afortunado de tener palacios para elegir… De hecho tenía varios más, dispersos por la región, y hasta uno en Beverley. Era un gran privilegio ser arzobispo de York. Tenía un escaño en el Parlamento del rey, gobernaba una buena porción de la gran ciudad de York y, a través de sus arcedianos, de todo el Yorkshire.
Pero le molestaba que Guillermo de Wykeham se hubiera propuesto arrancarle del cuello la cadena de canciller. ¿Por qué? Con su relación cada vez más incierta con el rey Eduardo, debería resultarle agradable ver una reducción de sus responsabilidades.
Pero no era agradable. Le gustaba el poder que tenía como lord canciller. Y conservaba la esperanza de ejercer su influencia sobre el rey para que gobernara su reino con justicia y firmeza. Había saboreado demasiado poder para conformarse con un simple arzobispado.
* * * * *
A Owen lo intrigó que lo hicieran pasar al jardín del palacio. Thoresby estaba sentado en un banco cerca del muro del claustro con los brazos cruzados y las piernas estiradas, charlando con el jardinero. La escena le pareció falsa, prefabricada con algún propósito. Se preguntó que pensaría Simon de aquella repentina familiaridad.
El jardinero alzó la vista y vio a Owen detenido en el extremo del sendero.
—Capitán Archer. Buenos días.
Owen inclinó la cabeza.
—Simon. Ilustrísima. —Caminó lentamente mientras Simon cargaba su carretilla, preparándose para escapar. Tenía suerte.
—Dios sea con vos, ilustrísima —dijo Simon, partiendo. Cuando se cruzó con Owen le dirigió una sonrisa—. Serás padre antes de San Martín, pero tranquilo. La señora Wilton está en buenas manos, con la Mujer del Río. —Se alejó.
Thoresby encogió las piernas y se sacudió el polvo de la parte delantera de su traje.
—¿Va bien la instrucción de los arqueros? —Señaló con una mano el asiento a su izquierda.
—Bastante bien —dijo Owen, sentándose. Era la perversidad de Thoresby lo que lo hacía elegir el jardín para la reunión, un día nublado.
—¿Lief y Gaspare pueden seguir solos?
Owen volvió su ojo bueno hacia el arzobispo. Sabía que sus palabras no eran gratuitas.
—Todavía me quedan unas cosas que enseñarles.
—¿Podrías hacerlo hoy? —Thoresby se volvió para mirar a Owen con una sonrisa burlona—. ¿Por qué me miras con esa expresión tan feroz?
Owen no estaba preparado para una pregunta tan abrupta.
—Es la luz, ilustrísima. Aunque nublado, hay un resplandor fuerte aquí.
Thoresby se rio.
—Las evasivas no son tu fuerte. Y no creo que sean las tareas que te impongo las que te preocupan. Sé que te gusta el desafío. Así que debo de ser yo. Me desapruebas.
—Me enviáis a buscar la verdad por motivos erróneos.
Las cejas del arzobispo se arquearon.
—¿Y qué motivos son ésos?
Lucie le habría aconsejado que se callara la boca: el arzobispo había sido generoso con ellos. Pero Lucie no estaba allí.
—La ambición y el orgullo. No os importan nada las víctimas, sólo queréis restaurar el orden.
Thoresby cruzó los brazos y volvió a echarse hacia atrás estirando las piernas.
—Es mi deber mantener la paz en mi jurisdicción.
—Sin duda eso es cierto. —Owen sintió que aquella línea de conversación era inútil. Cambió de tema—. ¿Por qué me preguntáis si puedo terminar de instruir a Lief y Gaspare hoy?
—Volvemos a los asuntos prácticos —comentó Thoresby con una risita—. Es justo. Quiero que vayas a Leeds, hables con los Calverley y descubras todo lo posible sobre Joanna.
—¿Cuál es vuestro interés en el caso?
—Tengo que decidir si ordenar a sor Isobel que acepte otra vez a Joanna Calverley en San Clemente o que la mande a otra parte. Antes de imponerle esa monja a nadie debo saber si es de algún modo responsable de las muertes del cocinero de Longford y su criada. O de la desaparición de Longford.
Owen asintió. Le encontraba sentido.
—Otra persona podría hacer el viaje más rápido, ilustrísima. Yo tengo que ir a Pontefract en unos pocos días a ver al duque de Lancaster.
—Parte mañana y haz una parada en Leeds.
Owen reprimió una maldición.
—Y lleva a sir Nicholas de Louth contigo.
—¿A quién?
—Es un canónigo de Beverley y hombre del príncipe Eduardo. Hace tiempo que vigila la casa de Longford.
—¿Un hombre de iglesia? ¿Para qué me serviría? Si tengo que ir a Leeds, al menos dejadme elegir a mis compañeros de viaje.
—Él lo ha pedido, Archer. Y se me ocurrió que te podría ser útil en Pontefract. Lancaster estará interesado en lo que tenga que decirle sir Nicholas.
—¿Por qué quiere ir?
—Como he dicho, ha estado vigilando la casa de Longford. Parece una extensión natural de su trabajo.
—¿Me ordenáis que lo lleve?
Thoresby suspiró.
—Si es necesario.
—¿Me permitirá encargarme a mi modo de los Calverley?
—Confío en que lo hará.
Owen comprendió que no valía la pena discutir. Thoresby lo había dispuesto todo antes de hablar con él. Como siempre.
—¿Visteis a Alfred y Colin anoche?
—Sí. —Thoresby describió el estado en que estaban y contó lo que Alfred le había dicho—. Envié a los hombres de sir Nicholas a inspeccionar el sitio del ataque y averiguar lo que puedan. Nicholas te dará el informe.
Owen se puso de pie.
—Antes de partir, debería ver a Joanna Calverley.
Thoresby asintió brevemente.
—Haz lo que te parezca necesario.
* * * * *
La única compañía de sor Joanna aquella mañana era una criada, que hilaba la rueca para mantenerse ocupada. La joven apretó el huso contra el regazo cuando se puso de pie para recibir a Owen, pero antes de que él pudiera presentarse entró deprisa una monja, agitando las manos y sonriendo.
—Siéntate, niña —le dijo a la criada, que lo hizo con gusto. La monja era de la edad de la reverenda madre, pero mucho más agradable de aspecto, con arrugas de risa que le iluminaban la boca y los ojos—. Dios sea con vos, capitán Archer. Soy sor Katherine. He estado ayudando a la enfermera con Joanna. —Se abanicó la cara y le dirigió una sonrisa—. Qué calor hace. ¿Habéis venido a hablar con sor Joanna?
Owen se preguntó si habría sido prudente asignar a una mujer tan bulliciosa como aquélla a la enfermería.
—Mañana partiré para hablar con su familia. Pensé que podría querer enviarles un mensaje conmigo.
Katherine juntó las manos.
—¡Qué considerado! Veamos si Joanna está despierta. No siempre se distingue a primera vista. —Se acercaron ambos a la cama.
Sor Joanna estaba muy quieta, con las manos unidas encima del cobertor. Una cofia blanca recogía el cabello rojo, que Owen pudo ver que era rizado y espeso. Su piel era muy blanca, lo que daba a sus pecas un aspecto de rocío de pequeñas manchas. Owen estaba junto a la cama cuando Joanna abrió los ojos. El verde vivido del iris le llamó la atención.
—Buenos días, Joanna —dijo sor Katherine—. Tienes visita. El capitán Archer.
Joanna lo miró de forma atrevida de arriba abajo. Él se sintió curiosamente desnudo. Una ligera sonrisa asomó a los labios carnosos de Joanna.
—¿Un soldado? ¿Vienes a visitarme a mí? ¿A qué debo esta deliciosa cortesía?
Owen pensó que ninguna de aquellas dos mujeres estaba en su lugar en un convento, una alborotada, la otra coqueta. Se sentó en el taburete que Katherine le había acercado.
—Mañana viajaré a Leeds por asuntos del arzobispo —le explicó a Joanna—. Su ilustrísima pensó que tal vez queréis que le transmita algún mensaje a vuestra familia. —Cuando decía estas palabras recordó que su familia la había repudiado. Otra vez volvía a tropezar con su propia lengua.
La sonrisa de Joanna se había congelado.
—Mi familia difícilmente te agradecería un mensaje de mi parte, capitán. Descubrirás que mi madre niega haberme dado a luz.
No podía ser para tanto.
—¿Cómo puede ser tan cruel una madre?
Joanna manifestó ruidosamente su desdén y sonrió:
—¿Cómo perdiste el ojo? —Alzó sus dedos cortos para tocar el aire a la altura de la cicatriz de él. El movimiento desarregló el cobertor y reveló el manto azul en que estaba envuelta—. Me gustaría que te acostaras conmigo.
—¡Joanna! —exclamó sor Katherine—. Olvidas tus votos. Y los de él. Es el marido de la señora Wilton.
Joanna frunció los labios.
—Qué pena. —Dejó caer la mano y se levantó el cobertor hasta la barbilla—. ¿Por qué una pareja tan apuesta se molestaría por una Magdalena?
—¿Una qué?
Joanna cerró los ojos.
—Cuéntale a mi familia lo de mi entierro en Beverley. Se alegrarán.
Owen se inclinó hacia ella:
—¿Por qué mencionasteis a la Magdalena?
Joanna abrió los ojos lentamente, susurró algo que Owen no pudo oír. Sacó de pronto una mano de debajo del cobertor, cogió al hombre por el chaleco y lo atrajo hacia sí. Como Owen retrocediera, Joanna se pasó la lengua por los labios.
—Soy una Magdalena, mi dulce capitán —murmuró y cerró los ojos.
Sor Katherine arrastró a Owen fuera del cuarto.
—Que Dios la perdone. Mis disculpas, capitán Archer. Nunca la había visto comportarse así.
—No importa. Me advirtieron que era una joven extraña.
Sor Katherine parecía realmente apurada y hacía ademanes con las manos sin cesar.
—¡Qué estaréis pensando! Y la señora Wilton fue tan amable con ella, según me dijeron. No debéis contarle qué cosa tan malvada ha hecho Joanna.
—¿Os ha contado algo de lo que le pasó?
—Habló del mar. Y de soldados. ¿Qué fue lo que dijo? —Katherine hundió la barbilla en el pecho, pensando, y asintió un par de veces antes de alzar la vista—. Una noche habló de jóvenes soldados conducidos al mar. Reunidos por el mar. Eran sólo frases sueltas. Nada claro.
—¿Algo más?
—Una noche cuando estaba velándola llamó a alguien llamado Hugh. Al principio no entendí, pero cuando lo repitió fue muy claro: Hugh.
—¿No dijo nada más sobre él?
—Nada. Y cuando se despertó, no dijo nada cuando le pregunté con quién había soñado.
—He visto que lleva el manto que dice ser de la Virgen.
Katherine miró hacia la puerta por encima del hombro.
—Lamentablemente, la historia de ese trozo de tela no ha terminado. Sor Margaret está convencida de su cura milagrosa.
—¿Ha hecho algún milagro en vuestra presencia?
Los ojos castaños de la mujer lo miraron con franqueza.
—Capitán, no creeréis que una mujer como ésta pueda ser bendecida por Nuestra Madre Celestial, ¿verdad?
Owen sonrió:
—Pensé que a lo mejor vos lo creíais.
El rostro risueño se arrugó en una carcajada.
—Oh, santo cielo, no, capitán. Ni lo cree ninguno de estos monjes tan sensatos, Dios sea loado. Pero, para responder a la pregunta en el sentido en que creo que la habéis hecho, no, no he presenciado nada que ella después haya afirmado que sea un milagro.
—¿Y no ha tratado de convencer a ninguno de los monjes?
—Ésa es otra cuestión —dijo Katherine con cara preocupada—. Sí, aprovecha la menor oportunidad para afirmar que es una reliquia sagrada… Niña tonta.
—No puede decirse que sea una niña.
—Quiero decir que es una niña por dentro, capitán. Creo que Joanna es… una simple inocente. Dios me perdone, pero es lo que pienso.
—Me habéis sido de mucha ayuda, sor Katherine. Os lo agradezco.
* * * * *
Owen salió con alivio de la casa de huéspedes y se encaminó a la enfermería, con la esperanza de encontrar despierto a Alfred. Pero tanto Alfred como Colin dormían.
—¿Colin se ha despertado? —le preguntó al hermano Henry.
El joven monje suspiró:
—Lo asaltamos con charlas de todo tipo: cuentos, rezos, cantos. Pero Dios ha querido hundirlo en un sueño que se hace cada vez más profundo. No recompensa en absoluto nuestros esfuerzos. Ni siquiera hay un movimiento de los párpados.
—¿Los hombres de Louth vinieron a ver a Alfred?
El hermano Henry asintió.
—Parecieron satisfechos con la descripción que les hizo de la calle y partieron deprisa a interrogar a todos los vecinos.
—¿Cómo está Alfred de humor?
—Mal. Se siente responsable.
—Lamento que no esté despierto. Podría tranquilizarlo en ese punto: fui yo quien los recomendó para la tarea.
El hermano Henry sacudió la cabeza, con su cara juvenil revestida de solemnidad.
—No deberías sentirte culpable. Los culpables son los que los atacaron, no tú ni Alfred.
Owen se volvió para marcharse.
—Un momento más, por favor —dijo Henry—. Hay algo que debes ver. —Llevó a Owen a un baúl junto al fuego y sacó un puñal—. Alfred tenía aferrado esto cuando vino. Dice que lo encontró debajo de Colin. Dice que pertenece al asesino de Colin, aunque sería difícil en un ataque así saber quién dio cada golpe… —Se llevó una mano a la boca—. Santo cielo, ¿oyes lo que digo? Estoy suponiendo, igual que Alfred, que Colin no se despertará. —Se santiguó e inclinó la cabeza para rezar.
Owen fue hacia la lámpara con el puñal y lo inspeccionó. El mango tenía una intrincada talla de serpientes marinas. Era de madera oscura y pesada, no de metal. No era un arma costosa, pero sí muy gastada. ¿Volvería el propietario por ella?
—Guardadla bien, hermano Henry. Podría sernos útil.
* * * * *
Lucie miró al maestro Saurian, que estaba haciendo un informe detallado de una amputación especialmente macabra que había realizado en el Hospital de San Leonardo. Jasper estaba sentado en un taburete detrás de Lucie, dispuesto a ir a buscar las jarras que ella le pidiera. Lucie no quería que el muchacho oyera nada que pudiera producirle pesadillas. Ya tenía suficientes.
Saurian soltó un resoplido despectivo:
—El chico debe aprender sobre la vida, señora Wilton. No le hacéis ningún favor al protegerlo tanto.
—Sabe lo suficiente de la vida por ahora, maestro Saurian. —Estaba inclinada sobre la balanza del mostrador, con una jarra de especias—. ¿Cuánto cardamomo habéis dicho?
La puerta del jardín trasero se abrió y se cerró. Se oyeron voces. Owen. Lucie dirigió una mirada a Jasper.
—Ve atrás. Owen querrá charlar contigo.
Jasper no necesitó más estímulo. Había pedido permiso para faltar a clase aquel día, pues se había enterado del regreso de Owen.
Lucie metió el último de los ingredientes en un pequeño saco.
Saurian lo sopesó en la palma de la mano.
—Dicen que habéis estado con la monja resucitada.
—La hija pródiga —lo corrigió Lucie—. Su muerte y entierro fueron una comedia.
Saurian la miró desde lo alto de su larga nariz:
—¿Y los milagros?
Gracias a Dios, Jasper se había ido.
—No estoy enterada de ninguno.
—Sois cauta, señora Wilton —dijo Saurian.
—¿Había algo más? —Sonrió, pero supo que no le sería posible parecer amistosa.
—No. Con esto basta. —El médico recogió sus sacos y partió.
La cortina de cuentas tableteó cuando Owen entró desde la cocina. En su ojo oscuro había una expresión de disculpa.
—¿Malas noticias? —adivinó Lucie.
Owen le apretó los hombros.
—Tengo que ir a Leeds por la mañana.
—Pero acabas de llegar. Y sir Robert llega mañana. Había esperado que estuvieras aquí. —Owen la abrazó. Olía a humo y a aire libre y a Owen. Ella no quería verlo partir tan pronto.
—Su ilustrísima insistió.
Lucie apoyó la cabeza en el hombro de Owen.
—¿Protestaste con mucho vigor?
Él la apartó, le levantó la barbilla y la miró a los ojos:
—¿Crees que me gusta alejarme de ti? —Ella se encogió de hombros—. Te echo de menos cada momento que estoy ausente. Y me preocupo por ti.
—Pero disfrutas de la aventura. —Ella detuvo la protesta que él esbozaba poniéndole un dedo en los labios—. Paz, amor mío. No te culpo. Desde el comienzo supe que la tienda no era vida para ti. Pero en este momento se me hace especialmente duro. Con sir Robert llegando. Y el niño… —Apartó los ojos, que se habían llenado de lágrimas. Las condenadas lágrimas que asomaban con tanta facilidad últimamente.
Owen la cogió en sus brazos, pero el momento fue interrumpido por la campanilla de la puerta. Y había interrumpido algo más que el momento, comprendió Lucie con angustia. Sir Robert había llegado un día antes.