Capítulo 6

La historia de Alfred

Cuando Owen pasó por la puerta de la Calle Grande, se despidió del fresco aire del campo. El aroma del bosque y de los cultivos cedió al pesado hedor de la ciudad: los montículos de excrementos en el prado de la finca, el sudor y aliento a cebollas de otros viajeros que cruzaban como ellos la puerta, rumbo al mercado, la fruta podrida y la salpicadura de huevos en la base de la picota en el patio de la Santísima Trinidad, el perfume amoniacal de su propio caballo sudoroso, ahora que tenía que caminar al lado de él y, al acercarse al puente del Ouse, el aroma agrio de la pesca, todo intensificado por el fuerte sol de mediodía. Y moscas en todas partes. Sólo Lucie podía hacer que Owen volviera a aquella ciudad. Pero lo atraía con fuerza; no veía el momento de tenerla en sus brazos.

Gaspare se burló:

—Estás pensando en tu amorcito, lo veo en tu sonrisa. Placeres culpables.

En el cruce con el callejón del Escaldo se hicieron a un lado para dejar pasar un carro con dos heridos.

—¡Dejad paso, por favor! —gritaba el conductor. Al ver a Owen, puso cara de alivio—. Capitán Archer, ¿no puedes ayudarme a abrirme paso hasta Santa María?

—¿No vas al Hospital de San Leonardo? —preguntó Owen mientras indicaba por señas a Lief, Gaspare y los cinco nuevos arqueros que rodearan el carro.

—No. —El conductor negó con la cabeza—. El que puede hablar pidió ir a Santa María. «Al hermano Wulfstan», dijo.

Owen miró dentro del carro.

—¿Alfred?

Uno de los hombres, ensangrentado y con la vista perdida, trató de sentarse.

—Capitán Archer. No puedo despertar a Colin. Pensé que el hermano Wulfstan…

Owen le dio una palmada en el hombro.

—Acuéstate. Llegaremos en seguida.

Los ocho arqueros cruzaron el puente del Ouse y recorrieron la calle del Pez con el carro en el centro del círculo.

* * * * *

Thoresby volvió al palacio de la catedral sediento y con los pies doloridos después de haber estado tanto tiempo de pie. Había pasado varias horas observando el trabajo de los albañiles en la capilla de la Virgen de la catedral, que alojaría su propia tumba. Al ver cómo se levantaban las paredes hacia el cielo, meditó sobre su cuerpo mortal y su alma inmortal. La reflexión le infundía humildad: le recordaba que con todos sus títulos y su poder, seguía siendo sólo uno más de los hijos de Dios.

Al rey no le agradaba este humor; pensaba que el país del norte estaba volviendo melancólico a Thoresby. Más justo habría sido que el rey Eduardo viera que Thoresby se volvía más un hombre de Dios y menos un lord canciller y quizás eso era lo que le disgustaba. Pero Thoresby se sentía bien con su cambio interior. Ya era el arzobispo de York; ahora tenía que ser un hombre de Dios.

Durante el invierno anterior, Thoresby había sufrido una penosa lección de humildad cuando trataba de librar a la corte de la amante del rey, Alice Perrers. Se había enfrentado con su igual en mujer. Ella había desenterrado los más protegidos secretos y emociones que él había creído extinguidos. Perrers. Un mes de plegaria en la paz cisterciense de la abadía de Fountains no lo había librado del sabor de su sangre.

Thoresby entró en la cocina, se sirvió algunas fresas tempranas y advirtió a Maeve que quería bañarse, por lo que tenía que empezar a calentar agua. El recuerdo de Alice Perrers lo hacía sentir sucio. Y en aquel momento había oído que el rey estaba haciendo campaña en favor de Guillermo de Wykeham, guardián del sello privado, para que obtuviera la sede de Winchester cuando muriera el obispo Edington. Con Perrers en la cámara de Eduardo y Wykenham a su diestra, los enemigos de Thoresby se acumulaban, envenenando la mente del rey contra él. Habría preferido no preocuparse por eso.

Buscó al hermano Michaelo y lo encontró sentado a su mesa junto a la puerta del despacho arzobispal.

—¿Alguna noticia de Alfred o Colin?

—Ninguna, ilustrísima.

—¿Dónde están nuestros invitados?

—Sir Richard y sir Nicholas salieron. No pregunté adónde.

—Bien. Me bañaré. Vigila que no me molesten.

Los ojos de Michaelo recorrieron a Thoresby de la cabeza a los pies.

—¿Os bañaréis?

Ni siquiera el puntilloso Michaelo podía comprender que uno se bañara cuando estaba limpio. Pero Thoresby no estaba de humor para dar explicaciones a su secretario.

—No quiero interrupciones.

—No habrá interrupciones, ilustrísima —dijo Michaelo arqueando una ceja.

Thoresby entró en el despacho, miró los documentos que Michaelo había ordenado según su urgencia y encontró que ninguno requería una respuesta inmediata. Subió por la escalera de la parte trasera a su dormitorio. Dos criados, Lizzie y John, cargando entre los dos una olla grande, vertían agua en una tina de madera.

El vapor subía en remolinos. La cara de Lizzie estaba roja por el calor y el esfuerzo; John estaba bañado en sudor. Una tarea desagradable, cargar fuentes de agua hirviente por las escaleras en una calurosa tarde de junio.

Una vez vacía la olla, los dos la depositaron en el suelo y se secaron las caras. Lizzie se inclinó hacia el toldo que cubría la mitad de la bañera para protegerla de las corrientes de aire. Se sobresaltó al ver al arzobispo.

—Ilustrísima, apenas si empezamos a llenarla —dijo sin aliento.

—Ya veo. Daos prisa. —Los dejó y fue al vestíbulo. Al descender las escaleras, oyó una voz conocida discutiendo con Michaelo tras la puerta.

—Fueron atacados mientras realizaban su misión y tú… Tengo que ver a su ilustrísima de inmediato.

—Perdonad, capitán Archer, pero es imposible. No se le debe molestar.

Una voz que Thoresby no conocía dijo, más bajo:

—Déjalo, Owen, dile nada más a este hombre dónde están y vamos.

—Maldito sea, Lief, él querrá saber. Por eso tuvimos que venir tan deprisa desde Knaresborough, por este asunto del monasterio.

Thoresby había oído lo suficiente para que su curiosidad se despertara.

—¿Qué pasa, Michaelo?

El secretario entró, resoplando de indignación al descubrir que Archer y otros dos hombres, evidentemente soldados, iban tras él.

—El capitán Archer tiene noticias de Alfred y Colin. Traté de decirle que no se os podía molestar, pero ya veis…

Owen se abrió paso con actitud sombría:

—Los hemos llevado a la enfermería de Santa María.

—Eso significa que fueron heridos —dijo Thoresby sin alzar la voz.

Hubo un relámpago de ira en el ojo bueno de Owen.

—Los dos. Alfred ha perdido mucha sangre de varias heridas, pero Wulfstan dice que mejorará rápido. Colin en cambio está en manos de Dios. Tiene una herida en la cabeza y no recupera el sentido. El hermano Wulfstan dice que hay poco que pueda hacer por él.

El merodeador debía de haberlos vencido. Pero con ayuda, seguramente.

—¿Cómo los encontrasteis?

—Los atacaron cerca del río. Un buen samaritano vio a Alfred arrastrando a Colin por el callejón del Escaldo y los subió a su carro. Los encontramos en el puente y los escoltamos. —Owen señaló con un ademán a sus compañeros—. Lief, Gaspare y los arqueros rodearon el carro y lo protegieron.

Thoresby asintió.

—Te agradezco la escolta y que me traigáis la noticia. Iré a verlos. —Empezó a salir, pero se detuvo y añadió—: Antes de que me culpes por ser despiadado con mis hombres, como sé que sueles hacer, recuerda que fuiste tú quien me los recomendó para esta tarea. —Tuvo la satisfacción de ver disiparse la ira de Owen—. Ahora ve a tu casa con tu esposa, Archer. Enviaré por ti mañana. —Hizo una seña a Lief y a Gaspare—. El chambelán ha preparado cuartos para vosotros en el castillo. Estaréis muy cómodos.

Cuando los tres hubieron partido, Michaelo preguntó:

—¿Os bañaréis antes?

—No, después. Gilbert me acompañará a la abadía. Llámalo.

* * * * *

Owen acompañó a Gaspare, Lief y los cinco arqueros al castillo de York.

Gaspare había estado callado y sombrío al salir del palacio arzobispal pero, una vez en las calles atestadas, se animó mirando el gentío a su alrededor.

—Dime de nuevo por qué preferiste servir a Thoresby antes que a Lancaster. Fue por una cuestión de honor, ¿verdad?

—Eres amable al recordármelo.

—Lancaster te trataría mejor que ese bastardo.

—Pero tiene razón. Yo recomendé a Alfred y Colín.

Lief negó con la cabeza:

—No tiene derecho a hablarte como lo hace y lo sabes. Es ofensivo.

Owen no podía negarlo.

* * * * *

Cuando llegó a su casa, Lucie ya había cerrado la tienda. Entró por la puerta del jardín para ir directamente a la cocina, pero se detuvo al verla arrodillada junto a las rosas, desherbando. Llevaba un vestido sencillo de tela basta y tenía el pelo recogido bajo un pañuelo, con un zarcillo de vid rojo y dorado rizándose graciosamente en su nuca. Owen se apoyó en la verja, disfrutando del momento y de la expectación del primer abrazo. Apareció Tildy en la puerta de la cocina, con una gran sonrisa. Cuando abría la boca para saludarlo, Owen se llevó un dedo a los labios. Ella volvió al interior con una risita. Melisenda se levantó de un sitio donde daba el sol, se desperezó y fue a frotarse contra las piernas de Owen con un maullido, sin duda pidiendo algún premio por sus trabajos. Lucie se volvió, vio a Owen y soltó un grito de alegría. Empezaba a levantarse, con una mano en la cintura, cuando Owen corrió hacia ella, la alzó para darle un beso y después la depositó en tierra.

—¿Estás bien, amor mío?

Lucie le sonrió y se tocó el estómago:

—Los dos tenemos buena salud. Y mejor ahora que has vuelto. —Miró por encima del hombro de él—. Esperaba a tus amigos.

—Accedieron a dejarnos solos esta noche.

—Será mañana entonces. Tienen que venir a cenar. Y ahora ven a tomar una cerveza de Tom y a hablarme de tus viajes.

* * * * *

La enfermería de la abadía estaba limpia y olía a hierbas. En el hogar ardía un buen fuego, a la vez que un pequeño brasero calentaba el aire cerca de los jergones de los pacientes. El hermano Wulfstan estaba inclinado sobre Colin cuando el hermano Henry abrió la puerta a Thoresby. El arzobispo se llevó un dedo a los labios, acallando el saludo de Henry.

El hermano Wulfstan abría los párpados de Colin, acercaba una vela encendida y la apartaba. Después llamó a Henry:

—Observa con cuidado. —Una vez más el viejo monje movió la vela ante los ojos de Colin—. ¿Qué ves, Henry?

—La pupila sigue respondiendo a la luz y la oscuridad.

—Eso es bueno —dijo Wulfstan asintiendo—. Todavía está con nosotros. —Suspiró—. Pero apenas. —Depositó la vela en una mesa, refrescó el rostro de Colin con un trapo empapado en agua de lavanda, e hizo la señal de la cruz sobre él.

—¿Cómo está? —preguntó Thoresby, acercándose.

Wulfstan se puso de pie con ayuda de Henry.

—Haré todo lo que pueda por él, ilustrísima. —Sus ojos claros parecían tristes—. Pero para decir la verdad, estamos cerca de perderlo. Un caso así es muy difícil. Puedo limpiar la carne, aplicar compresas frías, pero en este caso la herida es interior. No puedo olerla, tocarla, medir su extensión. Sólo puedo mantenerlo en el mejor estado posible hasta que Dios lo llame consigo.

—Confío en que haréis todo lo posible, hermano Wulfstan. Quien tuvo la idea de traer a mis hombres aquí me hizo un gran favor.

Wulfstan agradeció el elogio con una inclinación de cabeza.

—Fue Alfred quien pidió que los trajeran aquí, ilustrísima —dijo el hermano Henry—. Dijo que el capitán Archer había hablado con mucha frecuencia de la habilidad del hermano Wulfstan y cuando no pudo despertar a su amigo, supo que tenían que venir aquí.

Thoresby se arrodilló al lado de Colin, inspeccionó la frente amoratada e hinchada, los ojos rodeados de círculos oscuros, la nariz partida, la sangre seca en las fosas nasales.

—¿Se rompió la nariz?

—Creo que cayó hacia delante —dijo Alfred desde su jergón. Su voz temblaba por la debilidad.

Thoresby hizo una señal de la cruz sobre Colin y fue al camastro de Alfred.

—Dime lo que puedas, Alfred. No alces la voz. Puedo oírte.

Alfred se alzó sobre los codos. El hermano Henry le puso un almohadón bajo la nuca para ayudarlo.

—Nos acercábamos al río… —Alfred describió al hombre y el ataque, con frecuentes interrupciones para mojarse con la lengua los labios partidos.

—¿Sabes cuántos os atacaron? —preguntó Thoresby—. ¿Dos? ¿Diez?

—Media docena, creo, pero estaba oscuro. No pude ver nada.

—¿Querían mataros?

Alfred se encogió de hombros. Henry lo ayudó a beber un sorbo de vino y después le secó los labios con un trapo. De pronto Alfred se sentó más erguido, como si acabara de recordar algo.

—Un puñal. Encontré un puñal bajo el cuerpo de Colin. Lo traje conmigo. —Miró a su alrededor.

Henry puso una mano sobre el hombro de Alfred.

—Está en el rincón.

Alfred se dejó caer sobre la almohada:

—Es el puñal del atacante de Colin. Lo encontraré.

Volvieron la mirada a Colin, que en aquel momento soltaba un suspiro largo y trémulo.

—Se hunde en el sueño —dijo el hermano Wulfstan con cara de preocupación—. No está bien. —Llamó a Henry a la cama de Colin—. Quiero que te sientes aquí y le hables, Henry, habíale de cualquier cosa. Y de vez en cuando llámalo, pídele que abra los ojos, que se despierte. Dentro de un rato enviaré un novicio para que te reemplace. No quiero que le den paz. Quiero despertarlo.

Thoresby se volvió hacia Alfred, cuyos ojos se habían cerrado y los labios se movían en una plegaria.

—Duerme, Alfred y descansa, con la seguridad de que hiciste todo lo posible por tu amigo. Dios sea contigo.

Thoresby le pidió a Wulfstan que lo acompañara a la puerta.

—¿Habéis hablado con sor Joanna?

El hermano Wulfstan asintió:

—Una niña muy confundida.

—¿Queréis decir que no sacasteis nada en limpio de sus palabras?

—Lamentablemente, así es. Lo mismo le ha pasado a sor Isobel. Pero con la señora Wilton pareció más lúcida.

—¿La señora Wilton?

Wulfstan asintió:

—Y tanto, que la reverenda madre pensó en pedirle a la señora Wilton que la ayudara a interrogar a Joanna.

—Una idea interesante.

—No es responsabilidad de la señora Wilton.

—¿Se negó?

—No lo oí, ilustrísima. Pero su padre llega a la ciudad esta semana. Y está atareada con la tienda, debido a las ausencias frecuentes de Owen y a que Jasper está aquí en la escuela del coro de la abadía aprendiendo sus letras.

Pero Owen había regresado. ¿Pondría objeciones? Thoresby tenía que pensar en la manera de organizar aquello.

—Gracias, hermano Wulfstan. Y os lo agradezco también, a vos y al hermano Henry, por cuidar de mis hombres.

El hermano Wulfstan inclinó la cabeza:

—Dios quiera que ambos se recuperen, ilustrísima.

Benedicte, hermano Wulfstan.

* * * * *

Joanna giró sobre sí misma una y otra vez, buscando una salida a aquel desierto de piedra. Pero las rocas se alzaban muy altas por todos los lados del sitio arenoso en que se encontraba. Encima había un cielo gris, uniforme. No había viento. No se oía nada. Ni siquiera sus movimientos rompían el silencio. Abrió la boca para gritar, pero no salió nada. El aire estaba tan pesado que parecía paralizar su aliento cuando abría la boca. Se llevó una mano a los labios. Trató de respirar. No podía. No recordaba cómo se respiraba. Ni cómo se tragaba. Los muros de piedra empezaron a cerrarse a su alrededor. Se apretó la garganta, tratando de abrirla para que pasara el aire. Tratando de respirar.

—Por favor, sor Joanna, despertad. Es sólo una pesadilla. Por favor. Os hacéis daño.

Joanna jadeaba. El aire podía entrar. Gritó:

—¡Hugh! ¡Hugh!

—¡Por favor, sor Joanna, despertad!

En aquel momento todo era oscuridad. Pero había sonidos y aire. Una voz familiar. Joanna abrió los ojos. Era la sirvienta que la reverenda madre había enviado a asistirla y que tenía los ojos dilatados de terror. Una raspadura en el brazo de la joven empezaba a sangrar. Joanna se miró las propias manos, que la criada sostenía con fuerza. Las uñas estaban oscuras de sangre. Algo le dolía, le quemaba. La garganta. Tragó.

—¿Estáis despierta ahora, sor Joanna? —preguntó la criada.

¿Cómo se llamaba?

—¿Mary? —susurró Joanna.

—¡Loado sea Dios! Pensé que nunca os despertaríais. —Mary miró por encima del hombro—. Está despierta, reverenda madre.

Joanna trató de mover las manos. Mary la soltó, pero detuvo a Joanna cuando ella quiso tocarse el sitio ardiente en el cuello.

—Os limpiaré. No debéis tocarlo. Permitidme. ¿Con qué estabais luchando en vuestro sueño, sor Joanna?

Joanna cerró los ojos. Lágrimas calientes se deslizaban por sus sienes y se perdían en la cabellera.

—La tumba —susurró. ¿Alguna vez se liberaría de los sueños?

La reverenda madre dio un paso adelante y frunció el entrecejo al ver el cuello arañado.

—No estás en la tumba, Joanna.

Joanna empezó a temblar. Se abrazó a sí misma, tratando de calmarse.

—Nadie merece sufrir la tumba antes del sueño de la muerte.

—Dijiste que habías resucitado de entre los muertos —dijo Isobel, tratando de calmarla.

Joanna negó con la cabeza, gimió por el dolor y volvió a cerrar los ojos.

—Él no debió hacerlo. Nadie debería sufrir la tumba antes del sueño de la muerte —repitió en susurros.

—¿Qué dices? —preguntó Isobel inclinándose.

Joanna movió la cabeza, gimiendo.

—Él recompensa. Pero a tan alto precio. No está bien. Ser metido vivo allí. Él no se merecía eso.

Isobel dio un paso atrás y se santiguó:

—¿Qué sabes de la muerte de Jaro, Joanna? ¿Quién lo mató? ¿Quién lo metió en esa tumba?

Joanna abrió los ojos y aferró el brazo de Isobel.

—¿Abrieron mi tumba?

—Sabes que Jaro fue enterrado en tu tumba. ¿Cómo?

Joanna apretó el brazo de Isobel con tanta fuerza que la priora gritó y trató de soltarse. Los ojos verdes tenían un brillo salvaje.

—¿Jaro? ¿Jaro fue enterrado vivo?

Isobel se frotaba el brazo:

—Tenía el cuello roto y eso seguramente sucedió antes de que lo enterraran, Joanna.

Los ojos verdes la miraban fijamente mientras la cabeza negaba una y otra vez:

—¡No!

Isobel y Mary sudaron sujetando las manos de Joanna para que no volviera a hacerse daño. Finalmente, Isobel envió a Mary a buscar a sor Prudencia. Mientras esperaba a la enfermera, se sentó tan lejos de Joanna y de su emoción violenta como se lo permitía el cuarto.

* * * * *

Michaelo salió a recibir al arzobispo con una nota:

—De la madre superiora de San Clemente, ilustrísima.

Thoresby cogió la nota.

—Sigúeme. —Fue al despacho, se sirvió dos dedos de aguardiente y lo tomó. Abrió la nota, la leyó para sí mismo y la arrojó sobre la mesa con una maldición.

—¿Ilustrísima?

—Nuestra intrigante sor Joanna ahora está asustando a la reverenda madre con su terror a la tumba.

—Una experiencia que uno tendería a recordar vividamente.

—Es una mujer melodramática y cuando habla dice tonterías o enigmas. Sor Isobel está asustada. La monja se arañó en el cuello con sus propias uñas y dice todo el tiempo… —Cogió la carta para leer—: «Nadie debería sufrir la tumba antes del sueño de la muerte».

—Una opinión, no más que eso —prosiguió el arzobispo—. De acuerdo con el hermano Wulfstan y la misma reverenda madre, sólo una persona ha logrado hacer hablar con sensatez a Joanna: la señora Wilton.

Las fosas nasales de Michaelo se dilataron:

—Al capitán Archer no le gustará que la metamos en esto.

Thoresby le dirigió una mirada furiosa:

—¿«La metamos»? Te estás extralimitando, Michaelo. Ve a ver cuánto tardarán en calentar el agua de mi baño. —Cuando se quedó solo, Thoresby volvió a leer la carta. Sor Isobel le decía que usara su influencia para conseguir la ayuda de Lucie Wilton, mencionando su entrevista con Lucie aquella tarde. Thoresby se sirvió otra medida de aguardiente, se sentó junto a la ventana y bebió el delicado licor pensando en el modo de convencer a la boticaria a pesar de la opinión de su marido protector.

* * * * *

En la cena, Tildy mencionó haber visto, cuando volvía del mercado, a la priora de San Clemente saliendo de la tienda.

—¿No le bastó con la entrevista de esta mañana, señora Lucie?

Lucie frunció el entrecejo y movió la cabeza con un movimiento discreto, que sólo Tildy debería ver. Pero Owen captó el intercambio.

Tildy se ruborizó y bajó la vista, de pronto muy atenta a su sopa. Owen estaba intrigado.

—¿Qué negocio tienes con sor Isobel de Percy? ¿Se trata de Joanna Calverley? ¿La has visto?

Lucie revolvió la sopa:

—Apenas. —No miró a Owen a los ojos—. El arzobispo Thoresby ordenó a sor Isobel que averiguara todo lo posible sobre los motivos de la joven para escapar. Joanna no ha cooperado mucho. Así que Isobel pensó que yo podía sugerirle un modo de interrogarla.

Owen empezaba a oler algo oculto.

—¿Por qué tú?

Lucie se encogió de hombros:

—Wulfstan me mandó a buscar. Quería una mujer que examinase a Joanna. Ya lo había hecho la enfermera de San Clemente, pero cuando entró en la abadía, Wulfstan quiso que la inspeccionara otra persona. —Lucie hizo a un lado la sopa y se puso de pie—. ¿Pasamos a la carne?

—Tildy puede servir, Lucie. Sigue.

Lucie se sentó con un suspiro.

—Isobel oyó mi conversación con Joanna y pensó que yo le había sacado más que ella. Así que vino a la tienda esta tarde para pedirme consejo.

Eso sonaba bastante inocente.

—Tienes que hablarme sobre ella.

Lucie alzó la vista y vio que Owen se había relajado y sonreía.

—Pobre Joanna. Yo entiendo mejor que nadie por qué huyó de San Clemente. Y ahora debe de ser peor, con la hurona de Dios como priora.

—¿Así la llamabas cuando vivías allí?

—La llamaba cosas peores. Era una mojigata delatora.

Owen quería oír más sobre aquello. Lucie rara vez hablaba de sus años en el convento.

—¿Y en qué actos pecadores te sorprendió a ti para delatarte, amor mío?

Tildy había puesto una fuente entre Owen y Lucie y volvió a su asiento, donde apoyó la barbilla en una mano, esperando un buen cuento.

La mirada de Lucie iba de Tildy a Owen; finalmente, estalló en una carcajada.

—No tienen nada de demoníaco, creedme. Robar manzanas de la despensa, bailar en el jardín, trepar a los árboles…

—¿Su tarea era vigilar a las niñas?

Lucie alzó los ojos al cielo:

—Isobel no es mucho mayor que yo. Simplemente se había autoimpuesto el trabajo de atormentarme. —Su mirada se ensombreció—. Siempre he creído que fue ella quien difundió el rumor de que mi madre era una puta francesa.

Tildy soltó una exclamación:

—¡Oh, señora Lucie, eso no puede ser cierto!

—Por supuesto que no lo es.

A Owen no le gustó el color que encendía las mejillas de Lucie.

—¿Qué tiene de malo trepar a los árboles?

—Allí había reglas para todo. Parecía que todo, salvo la plegaria y el trabajo, era pecado. —De pronto se echó a reír—. Pero ahora Isobel lleva griñón de seda y lleva delicados pañuelitos bordados. ¡Ojalá yo supiera ante quién delatarla!

—Espero que la hayas puesto en la calle.

—En realidad, no había mucho que pudiera decirle. Pero te diré todo lo que quieres saber, cuando tú me digas por qué estás en casa ahora. ¿Thoresby te ha llamado para que lo ayudes a descubrir la historia de Joanna?

Owen sabía que ella lo adivinaría. Por eso no se lo había dicho y había estado contando el tiempo que tardaría en deducirlo.

—Me has descubierto, querida. Pero mientras yo estaba en camino, las circunstancias se volvieron más extrañas todavía. Por eso es por lo que no quiero que te metas más en este asunto. —Le contó lo de Alfred y Colín.

Cuando Tildy se hubo ido a la cama, Lucie le habló a Owen del estado de Joanna y lo que había sabido por Isobel.

—Quiero hablar con ella mañana —dijo él mientras subían al dormitorio.

—¿Iré yo también?

A Owen no le gustó la ansiedad con que Lucie hizo la pregunta.

—No. Ya te lo dije. Ha habido muertos alrededor de esa mujer. No quiero que te acerques a ella. —Cuando entraban en el dormitorio se detuvo y se volvió hacia Lucie. La cogió de la barbilla para forzarla a mirarle a los ojos—. ¿Me prometes que no te acercarás a Joanna Calverley?

Lucie sonrió, se puso de puntillas y lo besó.

—No hablemos más de monjas esta noche, Owen. Quiero disponer de toda la atención de mi esposo.

Mucho después, cuando Owen se despertó en medio de la noche con la vejiga a punto de estallarle, se sorprendió de la facilidad con que Lucie se había escabullido de la promesa. Pero, en realidad, la amaba por aquella inteligencia.