Los huertos rodeaban San Clemente con abundante follaje y poblados de aves canoras. Pero Alfred gruñía.
—Dónde están las manzanas, es lo que yo querría saber.
El arzobispo Thoresby, contrariado porque Alfred y Colin hubieran vigilado San Clemente durante dos días sin avistar al merodeador, los había mandado al monasterio con la primera luz del alba, tan temprano que no habían tenido tiempo de desayunar.
—Aún falta mucho para la fruta —respondió Colin riéndose—. ¿Cuándo has comido una manzana fresca antes de mitad del verano?
—No puedo decir que haya tomado nota de cuándo comí cada cosa.
—¿No tenías frutales en tu casa cuando eras niño? ¿No miras a tu alrededor?
—No soy tan aficionado a los árboles. Sólo a lo que producen.
—Y supongo que estás orgulloso de ello.
—¿Qué tiene que hacer un soldado con esas cosas?
—Es civilizado notar esas cosas.
—Yo observo a la gente, eso es todo. Y me he fijado en ese personaje que pasó por la puerta del priorato dos veces esta mañana. —Un hombre corpulento con un manto rojizo sucio por el polvo del camino. Con el calor del día, se había quitado el manto y el sombrero de ala ancha. Sus ropas eran las de un comerciante modesto. Su cabeza calva estaba bronceada.
—Yo también lo he visto. Y además me entero de lo que como.
—¿Eso te convierte en sabio?
Colin apuntó con el puño a Alfred:
—Por supuesto que no.
—Está observando las piedras que faltan en el muro norte, viendo si podría escalarlo. ¡Mira! —El hombre estaba inspeccionando la pared en ruinas—. Es nuestro hombre, o yo soy el rey de Francia.
—Dios proteja a los franceses, espero que sea nuestro hombre —respondió Colin.
Alfred alzó los ojos al cielo.
—Cállate —murmuró sin apartar los labios—. Debemos acercarnos a este asesino con precaución.
—Dudo que sea un asesino. Míralo. Ropa sucia del viaje, pero ropa decente de todos modos. Y bien afeitado.
—¿Y qué hace merodeando un convento, entonces? —preguntó Alfred.
—Tú debías de ser el último en preguntar qué puede querer un hombre en un convento.
—Mira el puñal que lleva en la cintura.
—Sería un loco si viajara sin él.
—Te empiezas a parecer al capitán Archer.
—¿Y eso me haría mal? Tiene una bonita esposa, una buena casa, una aventura de vez en cuando con suficiente peligro para mantener el interés. Yo no le diría que no a la suerte del capitán.
—No te vacíes un ojo para llevar parche también —gruñó Colin—. ¿Vamos a por el tipo?
—Te sigo, capitán.
—Dios sea contigo, forastero —llamó Colin en voz alta.
El hombre se apartó del muro.
—Dios sea con vosotros, caballeros.
—Pareces muy interesado por ese muro, forastero —dijo Colin.
—Pensé que podría conseguir trabajo arreglándolo.
—¿Eres albañil, entonces? No veo tu insignia gremial.
El hombre pareció confuso.
—No he hecho nada malo. Ni lo haré.
Colin dirigió una mirada a Alfred, que asintió.
—Nos alegramos de que no te propongas nada malo, forastero. Y su ilustrísima el arzobispo también se alegrará cuando se lo digas.
—Si nos permites llevarte ante él —añadió Colin haciendo una leve reverencia.
El extraño frunció el entrecejo:
—¿Qué necesidad hay? Ya os he dicho que no quiero hacer nada a nadie.
—Entonces no tienes nada que temer —dijo Alfred con una gran sonrisa.
El extraño miró a uno y otro:
—Supongo que no tengo alternativa. —Colin y Alfred se miraron. «¿Lo llevamos por la fuerza?», se dijeron con los ojos—. Iré por las buenas —añadió el desconocido suspirando.
Lo condujeron desde San Clemente, pasando ante las casas y huertos que daban a las murallas de la ciudad y volvieron a entrar a ésta por el postigo del Escaldo, junto al alcázar viejo. Cuando iban por el callejón del Escaldo hacia el puente sobre el Ouse, el forastero preguntó:
—¿No hay otro camino?
—Éste es el más directo a la catedral —dijo Colin—. ¿Qué temes?
El forastero no dijo nada, pero al pasar por el callejón de la Iglesia empezó a mirar atrás.
Alfred y Colin empezaron a mirar atrás también, pero el problema apareció delante: cuatro hombres les bloqueaban el camino, figuras oscuras con las piernas separadas y los brazos cruzados. Su mensaje era claro. El forastero soltó un grito y corrió por un callejón, en dirección al río.
Alfred y Colin vacilaron. Ninguno de los dos conocía bien aquella parte de la ciudad.
Colin puso la mano en la empuñadura del cuchillo oculto bajo su casaca y dijo en voz baja:
—Podría ser un callejón sin salida, en cuyo caso puede volverse y combatir. Pero no parecía contento de ver a aquellos caballeros.
—Podría ser un buen actor que nos estuviera conduciendo a una emboscada —dijo Alfred.
—Y mientras seguimos discutiendo, podría no ser un callejón sin salida y estar ya lejos.
Alfred gruñó:
—¿Y si volvemos?
Colin miró a su alrededor. En aquel momento había varios hombres a sus espaldas:
—Me temo que ya no es posible.
Se lanzaron por el callejón. Los otros partieron tras ellos.
El callejón era estrecho y oscuro. Los primeros pisos de las casas de la izquierda se proyectaban hasta tocar los de enfrente. Era extraño encontrar una calle de la ciudad tan desierta a aquella hora avanzada de la mañana y tan callada, salvo por el murmullo de las ratas que roían en los montones de basura. Un niño lloró en un cuarto de arriba. Los dos hombres buscaron a tientas su camino, hasta volver a salir a la luz pálida del día, con una casa a un lado y una verja alta al otro. Alfred y Colin se mantenían alerta a todos los sonidos y sombras, pero su presa los eludía.
—No veo luz delante —susurró Alfred.
—Eso significa que estamos llegando a una curva. ¿Hay algún callejón recto en todo York? —Colin estaba tan nervioso como su compañero, pero tenían que seguir, pues sería estúpido volver y arrojarse en brazos de sus perseguidores. Estaba tan oscuro que tenía que guiarse por el oído para saber dónde se encontraba Alfred. Pasaron bajo más primeros pisos proyectados por encima del callejón. Rumor de agua corriendo. El río estaba cerca.
Pero en lugar de la orilla encontraron un muro de piedra.
—¡El diablo te lleve, yo tenía razón! —gritó Alfred.
Colin no tenía tiempo para responder. De detrás llegaba el rumor de cuchillos y espadas que se desenvainaban, y una orden. Alfred y Colin desenvainaron los puñales y se volvieron para hacer frente a sus atacantes, espalda contra espalda. Colin entornó los ojos para identificar a las sombras móviles. Sintió que Alfred se ponía rígido, que se estremecía, y oyó rechinar el acero contra el acero. Alfred gritó, sus espaldas se despegaron y Colin lo sintió caer.
Colin agitó el arma ante sus adversarios. Un puñal pasó cerca de su cara, Colin lanzó un tajo y oyó un gemido. Algo cayó cerca de sus pies. Lo pisó. Otra sombra se alzó ante él. Sintió un dolor desgarrador en el brazo izquierdo. Lanzó un golpe con la derecha y no encontró nada. Su asaltante invisible lo cogió por la cintura. Se dobló, pero trató de contener el dolor para mantenerse erguido y en aquel instante un golpe fuerte en la pierna derecha le hizo perder el equilibrio. Cayó hacia atrás sobre algo caliente y huesudo. Alfred, supuso. Colin se retorció para darle la espalda a sus atacantes. No quería que alguien le apuntara a los ojos o al cuello. Un golpe en la cabeza y otro en la espalda lo dejaron ciego y sin aliento. Sintió pánico porque no podía controlar los músculos del cuello y el pecho para aspirar aire. «Jesús, perdona mis pecados», rezó en silencio mientras perdía el conocimiento.
* * * * *
Lucie daba golpecitos con la punta del pie mientras oía describir al viejo John Kendall los dolores de sus articulaciones con minucioso detalle. Ya le había pesado los emplastos y polvos y los había puesto en sus manos hacía varios minutos. Pero no podía obligarse a ser descortés. El anciano había perdido a su esposa y una hija en las inundaciones del invierno anterior y Lucie se apiadaba.
La campanilla de la puerta la alegró con una esperanza de liberación… Hasta que vio quién era: sor Isobel y una novicia que se mantenía tímidamente en su sombra. Una cosa había sido ver a la priora en Santa María, pero a Lucie no le agradaba otra interrupción de su jornada y la intrusión en su propia casa y negocio… Sor Isobel conjuraba recuerdos desagradables.
El período pasado por Lucie en San Clemente había sido un purgatorio. Su madre acababa de morir, con lo que el mundo de Lucie se había derrumbado a su alrededor y las monjas, para quienes su madre era una pecadora, habían vigilado a Lucie en busca de signos de la influencia del demonio. Isobel de Percy había sido una de las más diligentes en informar de las faltas de Lucie.
—Benedicte, reverenda madre. —Lucie no se molestó en poner ningún calor en su voz.
El viejo John Kendall se volvió e inclinó la cabeza hacia la priora y la novicia.
—Os dejaré seguir trabajando, señora Wilton —le dijo a Lucie—. Que el Señor os sonría por vuestra bondad con un anciano pesado.
Lucie se ruborizó mientras veía a John marcharse arrastrando los pies; él debía de haber percibido su impaciencia.
Los ojos claros de sor Isobel observaban a Lucie con una incertidumbre expectante.
—Sor Joanna debería mejorar con los remedios administrados por el hermano Wulfstan, reverenda madre.
—Ya parece más calmada, Dios sea loado. —Isobel aspiró profundamente, dirigió una mirada a su acompañante y dijo—: ¿Hay un lugar más privado para hablar?
Lucie se puso las manos en la cintura.
—Tengo que vigilar la tienda. He enviado a mi criada a hacer diligencias y estoy sola esta tarde.
Isobel se acercó, alzando con actitud apaciguadora sus manos blancas y sin callos:
—Perdonadme. Mis problemas os hicieron perder la mañana y ahora os molesto en vuestro trabajo. Pero no se me ocurría otra persona que pudiera ser de ayuda. Me han encomendado la misión de ganarme la confianza de sor Joanna, que se obstina en no hablarme. Vos tenéis facilidad para comunicaros con ella. Pensé que podríais aconsejarme. Y quizá si yo os dijera más cosas de su pasado, podríais ver algo que yo no veo.
Lucie pensó en su dolor de cintura, sus planes de limpiar la casa para recibir a Owen, las traiciones pasadas de Isobel: buenas razones para evitar un nuevo compromiso. Y sin embargo tenía curiosidad por Joanna Calverley… Salió de detrás del mostrador.
—Venid. Vamos a la cocina. —Se dirigió a la novicia—: Siéntate en el banco. Puedo oír la campanilla desde dentro. No necesitas ir a buscarme.
Lucie y la priora se sentaron a la pequeña mesa junto a la ventana de la cocina, con los postigos abiertos para dejar entrar la brisa estival.
—Tengo entendido que el arzobispo está impaciente por encontrar respuestas —dijo Lucie.
Isobel juntó las manos bajo la mesa y bajó la vista. Una postura curiosamente sumisa para la priora.
—Yo también querría saber más —dijo Isobel—. Me preocupo por Joanna. Pero, sí, el arzobispo Thoresby está disgustado conmigo. —Alzó la vista hacia Lucie y volvió a bajarla—. Yo cargo con la culpa por lo que le ha sucedido a Joanna y la ha cambiado de ese modo.
—¿Está cambiada, entonces?
Isobel se llevó una mano a la frente.
—Oh, sí. El espíritu se ha escapado de ella.
—¿Qué creéis que le pasó, reverenda madre?
Isobel movió la cabeza.
Lucie miró al jardín, pensando.
—Dicen que robó una reliquia para pagar el entierro y la huida.
—Una porción de la leche de la Virgen. Dice que Nuestra Señora la salvó para que pudiera devolverla.
—El hombre al que le ofreció la reliquia en Beverley, ¿no la vendió?
—No. Cuando desapareció este hombre, sir Nicholas de Louth registró su casa y la encontró.
Un plan de huida que había fallado. Lucie recordaba su propia desdicha en San Clemente, sus planes para escapar, más complicados aún y nunca llevados a cabo, pero consoladores de todos modos. Sor Joanna había planeado su huida, con el robo como fuente de dinero. Un plan práctico. No cualquiera aceptaría una reliquia como pago. Sólo alguien que comerciaba en reliquias o conocía a alguien que lo hiciera. Así que Joanna lo había planeado creyendo que Will Longford comerciaba con reliquias o conocía a quien lo hacía. ¿En qué otra cosa podía haber estado pensando? Un comerciante así no tendría un puesto en el mercado.
—¿Cómo conoció Joanna a Will Longford?
Isobel negó con la cabeza.
—Como ya os dije, ella me ha contado muy poco.
Sonó la campanilla de la tienda. Lucie se levantó.
—¿Os envío a la novicia para que os haga compañía mientras atiendo?
Isobel negó con la cabeza.
Lucie señaló un estante con varias jarras:
—A la derecha hay cerveza. Lo que está al lado es agua. Servíos vos misma si tenéis sed.
* * * * *
La clienta era la pequeña Margarita, una de las hijas de maese Thorpe, que iba a recoger unas almohadas de galio que Lucie había preparado. El niño tenía cólicos y dormía mal. Cuando su cuerpo calentaba la almohada de galio, éste soltaba una fragancia calmante que producía un sueño reparador.
—¿Cómo está tu madre? —Gwen Thorpe casi había muerto en el parto.
La pequeña Margarita sonrió:
—Ya está levantada. Y esta mañana le gritó a la cocinera.
—¿Y eso te gustó?
—Es la mejor señal de que está bien. Pero tose mucho.
—¿La Mujer del Río fue a verla?
—Oh, sí.
Lucie cogió un pequeño saquito y se lo tendió a Margarita junto con las almohadas.
—Confío en que la Mujer del Río le esté dando algo para la tos. Pero estas hierbas son mi remedio especial. Dile a tu madre que las machaque en un mortero y tome la infusión caliente, para que trague el vapor. Le aliviará el pecho después de tanto tiempo en cama.
—Gracias, señora Wilton.
La novicia se había dormido en el banco y roncaba suavemente. Lucie cogió una manta y cubrió con ella a la joven.
* * * * *
Isobel rondaba por la cocina con una copa de cerveza en la mano.
—La cerveza la hace Tom Merchet —dijo Lucie desde el umbral—. Hay que viajar mucho para encontrar una mejor. Esto no se parece en nada a la cocina de San Clemente, ¿verdad?
Isobel se ruborizó de haber sido descubierta en tan flagrante curiosidad.
—Confieso mi curiosidad por la vida que lleváis desde que nos dejasteis.
Lucie pensó en la rutina de San Clemente, idéntica de un año a otro, el mismo programa, las mismas caras, los mismos muros:
—He aprendido un oficio, he enterrado un marido y un hijo, me he vuelto a casar. Es una vida variada.
—Noté que os llevabais la mano a la cintura. ¿Estáis encinta?
Lucie no habría creído a Isobel tan observadora.
—No pensaba que se notase todavía. Me faltan cuatro meses.
Isobel sonrió.
—El delantal oculta mucho, pero algunos indicios son inconfundibles. Rezaré por un parto feliz y un hijo sano.
—Me vendrán bien las oraciones.
Isobel señaló el cuarto con un movimiento de la mano:
—Tenéis una cocina limpia y bien provista de hierbas.
—La limpieza se la agradezco a Tildy, mi sirvienta. Las hierbas son de nuestro jardín. Lo que no usamos en la tienda, lo empleamos en la comida. —Lucie miró con cara de satisfacción a su alrededor: pesadas vigas de roble, mesa y sillas también de robusto roble, suelo bien limpio, de piedra, lo mismo que el hogar—. El padre de mi primer marido reconstruyó esta parte de la casa. Es un cuarto cómodo, aun en pleno invierno, con el humo saliendo por la chimenea.
—Tenéis una buena vida, Lucie Wilton.
Lucie se sentó junto a Isobel.
—Pero no vinisteis aquí a redescubrirme, reverenda madre.
Isobel apretó los labios y los despegó con un suspiro.
—En realidad, no estoy segura de qué es lo que os pido. Esperaba que me ayudaseis a elegir las preguntas para interrogar a Joanna. Para averiguar qué hay en su corazón. —Cerró los ojos—. Admito que temo lo que pueda haber en él. Siempre lo he temido.
Una interesante confesión.
—¿Joanna causó problemas antes de huir?
Isobel fijó sus ojos claros en Lucie.
—Joanna ha sido sonámbula desde que llegó a San Clemente. Camina en sueños y llora. Es impresionante tropezar con un sonámbulo en la oscuridad, con alguien callado que mira algo que uno no puede ver. Todas las hermanas lo encuentran inquietante. —Isobel se secó el labio superior con un pañuelo de lino delicadamente bordado. Al verlo, Lucie recordó los problemas que había tenido por vanidades mucho menos ostentosas.
—Habladme de Joanna antes de la huida.
—Estábamos muy preocupadas con sus penitencias.
—¿No era algo que tuviera que tratar su confesor?
—Era… no sé cómo llamarlas. Decía que tenía visiones en las que se le asignaban las penitencias. ¿O eran autoimpuestas? Nunca pude saber.
—¿Qué clase de penitencias?
—Se obligaba a quedar despierta, noche tras noche, hasta que se desvanecía de agotamiento; o bien cantaba hasta que no le quedaba voz; una vez se acostó a dormir en la nieve… Perdió un dedo del pie.
«Congelado.» Qué inocente había sonado aquello. Y sin embargo era cierto.
—De no ser por la vigilancia de sor Alice —dijo sor Isobel—, habríamos perdido a Joanna aquella vez.
Lucie, recordando qué pequeño había parecido el monasterio, cómo un sonido podría atravesar los corredores, cómo las miradas la habían seguido a todas partes, podía imaginarse lo inquietante que podía ser esa conducta.
—Joanna realmente era una presencia turbadora, tal como la describís. ¿Por qué estaba haciendo penitencia antes de escapar?
—Decía que tenía sueños. Sueños pecadores. —Isobel se ruborizó.
Lucie se mordió los labios para no sonreír.
—¿Describió esos sueños?
Isobel inclinó la cabeza.
—No. No directamente. Pero… bueno, vino a verme en varias ocasiones para hablar de visiones de un amante celestial, que la poseía, quemaba sus pecados con la pasión del amor divino y la purificaba. —La priora alzó la vista y después volvió a mirarse las manos. Lucie arqueó una ceja.
—¿Habéis estado leyendo a los místicos en el refectorio?
Isobel miró a Lucie a los ojos y alzó las manos, con las palmas hacia arriba.
—Fue una mala decisión, ahora lo entiendo. Pero algunas de las hermanas lo encontraban inspirador, así que de vez en cuando lo permití. Me temo que la alegoría confundió a Joanna. Era tan inocente.
Lucie se preguntó si Isobel captaría todo lo inocente que resultaba ella misma.
—¿Creéis que huyó para encontrar a ese amante, sin darse cuenta de que los místicos hablaban de Dios?
—Lo considero muy probable.
—Y os culpáis.
—Lo hago.
Se quedaron calladas un rato. Sor Isobel tomó un sorbo de su cerveza. Lucie rompió el silencio:
—¿Joanna parecía tener secretos la primavera pasada? ¿Como si estuviera planeando escapar?
Isobel cerró los ojos, las pestañas claras casi invisibles contra las mejillas redondas. Suspiró, como si el asunto de Joanna la turbara.
—Después reconocí los signos. Buscaba la soledad más de lo que era su costumbre. Recorría el huerto, ida y vuelta, ida y vuelta, como un animal enjaulado. Pero realizaba sus tareas y rezaba con nosotras.
—Si huyó para encontrarse con un amante, ¿dónde lo habría conocido? ¿Y cuándo?
—Eso es algo que no puedo imaginar.
—¿Tenía una confidente en San Clemente? ¿Una amiga particular?
Isobel negó con la cabeza.
—Una mujer tristemente solitaria —dijo Lucie.
—Una mujer difícil —replicó Isobel con seriedad. Al oírla, Lucie frunció el entrecejo:
—¿Más difícil que yo?
Isobel tuvo la cortesía de ruborizarse.
—Vos no hicisteis los votos. No habíais decidido ir a San Clemente.
—¿Joanna había manifestado una vocación?
—Para decir la verdad, creo que simuló una vocación para escapar de su prometido.
—Ah —dijo Lucie asintiendo—. Cayó en su propia trampa. —Lo pensó un momento—. ¿Así que no tenía amigos y no hubo escándalo cuando desapareció?
—Cubrí su ausencia con una mentira. Les dije a las hermanas que se había ido a su casa a recuperar su salud. —Isobel pareció incómoda al decirlo—. Yo también quedé atrapada en mi invención. Pero fue peor que eso. Si se lo hubiera dicho inmediatamente al arzobispo Thoresby, Joanna podría haber sido encontrada antes… antes de lo que pasó, sea lo que fuere.
Lucie se inclinó hacia delante:
—Era inevitable que fuerais descubierta. Su familia habría venido a visitarla.
Isobel negó con la cabeza:
—Los Calverley nunca han venido a visitarla.
—¿Nunca?
—Su familia la repudió. Cuando vino a San Clemente, quedó más que simbólicamente muerta para ellos.
—¿Pagaron caro por eso?
Isobel asintió.
—Aun así, con el tiempo alguien habría preguntado dónde estaba Joanna. Y no podía seguir ausente por motivos de salud eternamente. ¿Cómo os proponíais responder a las preguntas entonces?
—Pensaba decirles que había sido liberada de sus votos por motivos de salud.
—¿Y si su familia súbitamente cambiaba de parecer y venía a visitarla?
El sudor goteaba en el rostro de la priora.
—Les habría dicho que estaba muerta.
—Las mentiras son una carga difícil de sobrellevar.
—Sí.
—Sacarlas a la luz ahora debe parecer casi una redención.
Isobel apartó la vista.
—Quizá lo sea, si su ilustrísima no estuviera tan enfadado.
—Sí. Volviendo a eso. Cómo proceder con Joanna. —Lucie se mordió el labio—. Debe de creer que estáis preocupada por ella. Vuestras preguntas no deben sonar como las de un inquisidor. Sed paciente, hablad con ella. Contadle algo de vos. —Lucie se frotó la cintura y después se puso de pie—. Pensaré en lo que me habéis contado.
Isobel también se levantó.
—Habéis sido muy amable. Dios os bendiga.