El dorado del amanecer se introdujo por entre las rendijas de los postigos e iluminó el cuarto. Lucie Wilton soñaba que su hija daba sus primeros pasos: ella la llevaba de un brazo y Owen del otro. La niña adquiría confianza, se ponía de puntillas, giraba y caía en la hierba con un grito de indignación. Estiraba los brazos hacia la madre… y su zarpa peluda se apoyaba en la barbilla de Lucie.
Se despertó. Melisenda bostezaba frente a su cara.
—Mezclaste todo en mi sueño, gata entrometida —gruñó Lucie. Melisenda abrió perezosamente un ojo, volvió a bostezar y siguió durmiendo.
Lucie cerró los ojos y pensó en el regreso inminente de Owen. Le había escrito que estaba en camino y podía llegar a York aquella noche. Lief y Gaspare lo acompañarían y se alojarían en el castillo de York con los arqueros que estaban preparando. Owen no explicaba este cambio en los planes, pero a Lucie le encantaba que volviera a casa, aunque fuera por poco tiempo. Aun así, se preguntaba qué habría pasado.
Tenía ganas de volver a ver a Lief y Gaspare. Owen le escribía que Lief casi no hablaba de otra cosa que de su hijo. Era bueno que Owen estuviera con un padre feliz; parecía temer la perspectiva de ser padre él mismo, por mucho que protestara ante Lucie que agradecía a Dios porque al fin fueran bendecidos con un hijo. Gaspare, soltero, se burlaba de Lief y de Owen por su virtuosa devoción a sus esposas; al escribir esto, Owen se apresuraba a añadir que Gaspare no los echaría a perder. Lo que la preocupaba era el humor sombrío que había descendido sobre él desde que se enteró que ella estaba encinta. Quizás el entusiasmo de Lief le levantaría el ánimo.
Pensamientos ociosos. Lucie se desperezó. Melisenda se sentó, expectante.
—Sí, iremos abajo y encenderemos el fuego. Que Tildy se levante con la casa caliente, para variar. —Tildy, la sirvienta, había estado mimando a Lucie mientras Owen estaba ausente. Ahora, con el regreso de Owen aquella noche y la llegada del padre de Lucie, sir Robert D’Arby, el fin de semana, Tildy tendría mucho trabajo—. Se merece un regalo —dijo Lucie, rascando el lomo rayado de Melisenda. La gata parpadeó, como si asintiera.
* * * * *
El mensaje del hermano Wulfstan llegó cuando Lucie y Tildy terminaban las tareas de la mañana.
—¿No está bien? —le preguntó Lucie al mensajero con alarma.
—El hermano Wulfstan está bien. Os pide ayuda con un paciente.
Sabiendo que el enfermero no pediría aquello porque sí, Lucie le dio instrucciones a Tildy de pedirle a los clientes que volvieran por la tarde y acompañó al mensajero a la abadía, curiosa por una llamada tan poco habitual.
Su prisa fue recompensada. Cuando Lucie vio a la madre superiora de San Clemente en el cuarto de la paciente, en la casa de huéspedes, adivinó la identidad de la paciente oculta en la cama con cortinas. Había oído los rumores sobre sor Joanna de Leeds.
Sor Isobel la saludó con cortesía.
El hermano Wulfstan se adelantó con los brazos abiertos.
—Bendita seas por venir tan rápido, Lucie. —La llevó a un lado para explicarle la situación. Su rostro se ensombreció conforme le contaba los detalles de la desaparición de Joanna, su reaparición, las dos muertes que parecían relacionadas con ella, el rumor de su manto milagroso y su posible peligro—. Perdóname por meterte en esas lamentables preocupaciones, Lucie, pero necesito la ayuda de una mujer en esto y sé que tienes la habilidad para hacerlo… y la discreción.
Lucie sonrió a la cara querida y en aquel momento preocupada de Wulfstan:
—Con palabras tan dulces, ¿cómo podríais ofenderme? Vamos. —Lo cogió del brazo—. Presentadme a esa fascinante paciente.
Con una sonrisa de agradecimiento, Wulfstan llevó a Lucie hacia la cama. Habían acercado a ella una mesa, sobre la cual el enfermero había reunido una jarra de vino, frascos de botica, una copa, cucharas y medidas, así como un infiernillo sobre el que hervía un cazo con agua.
—La reverenda madre necesita que sor Joanna esté lo bastante calmada para responder a sus preguntas. Espera descubrir qué pasó… Qué hizo huir a Joanna y qué la hizo volver.
Lucie podía imaginárselo. Sospechaba que era el arzobispo Thoresby quien animaba a sor Isobel.
—Pensé empezar con algo sencillo: valeriana y bálsamo en vino, una dosis fuerte. Pero debo saber si Joanna sufre algún dolor. Las hermanas creen que tiene molestias por cortes, arañazos y moraduras, pero por lo demás está bien. Esperaba que tú pudieras examinarla y sacarme de dudas. —Wulfstan se volvió al oír un ruido procedente de sor Isobel—. Perdonad, reverenda madre. No cuestiono vuestra palabra. Estoy tomando las precauciones normales. Lo que es remedio para uno puede ser veneno para otro. Le pedimos a Dios que guíe nuestra mano, pero Él espera que sepamos lo que hacemos.
Sor Isobel metió las manos bajo las mangas y asintió con la cabeza. Wulfstan se volvió hacia Lucie:
—Estaré en el pasillo mientras inspeccionas a sor Joanna. Esperaré a que llames para regresar.
Cuando la puerta se hubo cerrado detrás de Wulfstan, sor Isobel se acercó a Lucie. Lucie abrió la cortina. Sor Joanna yacía con los ojos cerrados, su boca se movía como en una plegaria y las manos estaban juntas sobre el pecho. Estaba envuelta en un manto azul limpio pero maltrecho. Su rostro estaba pálido, mortalmente pálido.
—Sor Joanna —dijo Lucie y esperó una respuesta.
La monja continuó como antes.
Lucie se inclinó y tocó el brazo de Joanna.
La mujer apartó el brazo con un movimiento convulsivo, abrió los ojos y miró a Lucie con alarma.
¿Podía haber hecho caso omiso de la presencia de Lucie hasta el momento del contacto y entonces responder de modo tan dramático? Lucie estaba intrigada.
—Por favor, no os asustéis. Soy la señora Wilton, boticaria. Quiero examinaros para que el enfermero sepa cómo trataros.
Los ojos verdes fueron a sor Isobel y volvieron a Lucie:
—¿Tratarme?
—El hermano Wulfstan preparará un remedio para calmaros y ayudaros a dormir. Pero debe saber todo lo posible sobre vos. Es importante saber si sufrís algún dolor.
—El dolor no es importante.
Lucie miró a sor Isobel con las cejas arqueadas. La priora sacudió la cabeza, desdeñando la respuesta de Joanna.
Lucie tocó la frente de Joanna con el dorso de la mano.
—No tenéis fiebre, pero me dicen que habéis estado hablando como si la tuvierais. ¿Por qué es eso, sor Joanna?
Joanna tocó la mano que Lucie seguía apoyando en su frente.
—No quiero causar problemas. Sería mejor que me miraseis sola.
—¿Sin vuestra reverenda madre?
Joanna asintió. Lucie se volvió hacia Isobel:
—¿Lo permitiríais?
Sor Isobel no pareció complacida, pero asintió:
—Por supuesto, señora Wilton. El hermano Wulfstan dice que puedo confiar en vos tanto como él. —Dirigió a ambas una breve inclinación de cabeza y fue al otro extremo del cuarto. Se sentó con la cabeza gacha y las manos unidas, como quien reza.
Lucie miró los ojos de Joanna y la boca. Sus dientes estaban en condiciones notablemente buenas excepto por una muesca en un diente frontal:
—¿Duele ese diente roto?
Joanna se lo tocó con la lengua y asintió.
—El hermano Wulfstan puede daros aceite de clavo para aliviar el dolor.
—Lo ofrezco como penitencia.
—¿Por qué, si hay un remedio?
Joanna no dijo nada y Lucie se encogió de hombros.
—Como queráis. ¿Cómo se rompió?
La mirada de la monja se volvió hacia dentro.
—Me caí.
A partir de pruebas como una cicatriz reciente sobre la boca y ramificaciones rojas en el blanco de los ojos, Lucie supuso que en realidad le habían pegado y no hacía mucho. Pero su trabajo era observar el cuerpo de Joanna, no su historia.
—¿Tuvisteis un ojo morado hace poco? —Joanna asintió—. ¿Y un corte al lado de la boca? —Un encogimiento de hombros—. ¿Todo producto de la caída? —Otro encogimiento de hombros. Lucie le dio una palmada en la mano a Joanna—. Podéis ayudarme, si queréis. No soy médica, así que hay cosas que no sé hacer bien. Si mis manos os producen dolor, o si os molestan de cualquier modo, por favor, decídmelo.
—Vuestras manos son suaves, señora Wilton.
Lucie se preguntó a qué se referiría todo lo que había oído sobre el estado mental de Joanna. Hasta entonces lo único anormal de la mujer había sido su distracción cuando Lucie abrió la cortina.
—Debo levantaros el camisón. ¿Me ayudaréis? —Lucie tocó un extremo del mantón. Joanna se lo arrebató, lo sacó de debajo de ella y lo hizo un montón que depositó cuidadosamente a su lado.
—No debéis tocarlo.
—¿Hay algo más que no debo tocar?
Joanna negó con la cabeza y después arqueó el cuerpo de modo que Lucie pudiera levantar el camisón.
Los pies y piernas tenían los cortes, raspaduras y golpes que tendría cualquier niño inquieto. Las plantas de los pies tenían llagas en proceso de curación, evidentemente atendidas por las enfermeras de San Clemente o de Nunburton. Nada inusual. Le faltaba un dedo en el pie izquierdo, pero era algo viejo. Aun así, podía ser importante.
—¿Cómo perdisteis este dedo?
—Congelado.
—¿Cuánto hace?
—Unos años —dijo Joanna encogiéndose de hombros.
Lucie lo encontró muy plausible. El torso de Joanna tenía marcas de golpes y raspaduras, pero ninguna sorpresa. Del cuello le colgaba una medalla. Lucie la cogió y comentó:
—Es bonita.
Joanna se la arrebató como quien quiere protegerla. Lucie pensó que era mejor no decir nada y limitarse a su tarea.
—Por favor, volveos boca abajo.
Joanna lo hizo.
Allí había algunas heridas intrigantes. Costras de arañazos, algunas recientes, moraduras que amarilleaban ya.
—¿Cómo os hicisteis estos cortes y moraduras en la espalda?
—Soy torpe.
Lucie dudaba que ésa fuera la causa. Era improbable que la torpeza la hiciera caer hacia atrás más que hacia delante.
—Parecen casi curados. —Tocó con la punta del dedo la que parecía peor—. ¿Duele?
—El dolor me purifica.
Wulfstan le había advertido que Joanna hablaba así.
—Podéis bajaros el camisón.
Joanna lo bajó lentamente, como si hasta los pocos movimientos necesarios la agotaran.
—¿Puedo ver los brazos?
Joanna alzó las mangas.
—Cuántos cortes y raspaduras —murmuró Lucie—. No habéis vivido una vida fácil últimamente.
Joanna apretó de pronto la mano de Lucie y la miró ansiosamente a los ojos:
—Era tan bueno. Pensé que me amaba.
Lucie miró a Joanna, intrigada por el cambio de humor.
—¿Quién, sor Joanna? —Trató de no parecer muy ansiosa.
Las lágrimas temblaban en los hermosos ojos verdes.
—¿Cómo pude haberme dejado engañar así? —Joanna clavaba las uñas en la mano de Lucie.
—¿Quién os engañó?
Pero el momento pasó. Joanna retiró la mano, e hizo a un lado la cabeza.
—Debería estar muerta —dijo en un tono neutro.
—¿Por qué? —preguntó Lucie mirando la cara manchada por las lágrimas y los ojos que miraban sin ver la cortina.
—Estoy maldita.
—¿Por quién?
—Por Dios.
—¿Cómo lo sabéis?
—La Santísima Virgen María me lo dijo.
—En ese caso, ¿por qué se os concedió el gran honor de la resurrección?
Joanna cerró los ojos.
Lucie apretó un punto descolorido en el hombro izquierdo de Joanna, que dio un respingo.
—Duele, ¿verdad?
—Un poco.
—Alguien os sacó el brazo de su articulación, me parece.
Joanna miró a Lucie como si deseara que se fuera.
—Es difícil hacerse eso en una caída.
Los ojos parpadeaban, traicionados por las lágrimas.
—Y es difícil, si no imposible, volver a colocárselo uno mismo. ¿Tuvisteis mucho tiempo el brazo inutilizado?
Joanna se obligó a mantener los ojos abiertos, tratando de contener las lágrimas. Lucie secó las que habían caído.
—He terminado. Le diré al hermano Wulfstan lo que he averiguado. Confiad en él. Es un enfermero bondadoso y hábil.
Joanna estiró una mano y cogió a Lucie por la muñeca.
—No debéis curarme. —Sus ojos, que seguían húmedos, tenían una mirada suplicante.
¿Qué quería decir? ¿No quería que la curaran?
—¿Por qué? ¿Por lo que hicisteis? Huir, robar la reliquia, simular un entierro. ¿Por eso tenéis que hacer penitencia?
—Estoy maldita. —Joanna subrayó cada palabra, aunque su voz no contenía ninguna emoción.
Lucie liberó su mano, alisó el cabello rojo claro y despejó su frente.
—Dios sea con vos, sor Joanna. —Cerró las cortinas y se quedó en silencio un momento, pensando. Cuando iba hacia la puerta, sor Isobel se puso de pie.
—Joanna os respondió bien, señora Wilton. Ejercéis un efecto calmante sobre ella.
—Parece más reservada que agitada.
Sor Isobel negó con la cabeza:
—No. Es diferente con vos. Cuando yo le hago preguntas, se muestra turbada e incoherente. A vuestras preguntas respondió.
A Lucie la irritaba la cara de luna llena, redonda y sin arrugas, de Isobel. Sin edad. Como si la joven que Lucie recordaba sólo hubiera crecido en tamaño y estatura, pero no hubiera madurado.
—Joanna respondió a algunas de mis preguntas; pero no me dio respuestas útiles.
Isobel bajó la vista a sus manos y después volvió a levantarla hacia Lucie con ojos humildes.
—Su ilustrísima el arzobispo quiere que interrogue a Joanna y descubra lo que pueda sobre lo que le sucedió. ¿Queréis ayudarme?
Ir en ayuda del hermano Wulfstan era una cosa, pero ayudar a sor Isobel… No habían sido amigas en el convento. Y el verano anterior Owen le había dicho que Isobel tenía mucha culpa en ese caso, que había mantenido en secreto la desaparición de Joanna, aliviada de quitarse de encima a la extraña joven.
—Soy una mujer ocupada, reverenda madre. Tengo poco tiempo libre.
—Perdonadme. —Isobel inclinó la cabeza y dio un paso atrás—. Id con Dios, señora Wilton. Gracias por venir hoy.
Lucie encontró a Wulfstan esperándola en el corredor. Le contó lo que había visto, el diente roto, el ojo curado, el hombro y otros cortes, arañazos y cardenales menores. Y las casi curadas raspaduras y golpes de la espalda.
—No sé qué pensar de ellos. Ella lo explica diciendo que es torpe. Una extraña forma de torpeza, que la derriba siempre hacia atrás. —Al decirlo, Lucie se ruborizó, oyendo interiormente ecos de bromas sobre mujeres que hacían su trabajo acostadas boca arriba.
El hermano Wulfstan no pareció notar la incomodidad de Lucie.
—Torpe, pero no hay heridas serias o huesos rotos. —Suspiró—. Entonces es su alma, no su cuerpo, lo que necesita cura.
Lucie se obligó a concentrarse en los problemas de Wulfstan.
—Será una paciente difícil. Cree que Dios quiere que ella ofrezca sus dolores como penitencia y que está destinada a morir pronto.
Wulfstan pareció disgustado.
—Entiendo que ha tenido una visión sobre esto.
—Dice que la guía la Santísima Virgen. ¿Creéis que ha tenido realmente una visión, hermano?
Wulfstan enseñó las palmas de las manos y se encogió de hombros.
—¿Cómo podríamos saberlo nunca? Pero en el fondo creo que es más probable que haya tenido una pesadilla, un sueño de la fiebre. —Suspiró—: ¿Dijo algo sobre su, eh… la palabra se me atraganta, «resurrección»? —Hizo una mueca al pronunciarla.
Lucie le puso suavemente una mano en la mejilla:
—No. Cuando saqué el tema a colación, no dijo nada.
—¿Y del manto? ¿Qué tenía que decir sobre él?
—Sólo que nadie debe tocarlo.
Wulfstan volvió a suspirar:
—Haz a un lado tus sentimientos y dime, ¿crees que esta niña puede distinguir las visiones de los sueños?
—Quién sabe. Dice que el dolor la purifica. Afirma estar maldita. Todos hemos oído cosas parecidas antes. Ojalá sus visiones fueran más raras. Pero incluso así podría ser sólo una buena actriz con mucha imaginación. —Lucie misma lo encontraba decepcionante—. Hay preguntas que no responderá, pero no lo encuentro extraño. Quizá con el tiempo confíe en nosotros y hable con más libertad.
Wulfstan cogió las manos de Lucie.
—Has sido muy generosa con tu tiempo, Lucie. Te lo agradezco. Le has sacado más que la mayoría de los que hablaron con ella. A mi me dijo algo sobre estrellas que parpadeaban y otras locuras que no pude entender.
Lucie le apretó las manos con afecto.
—Me alegra haber podido ser de ayuda, amigo mío. Pero ahora tengo que volver a casa.
—Dios te bendiga por haber venido. ¿Cuándo vuelve Owen?
—Quizás esta noche, por un corto tiempo y después volverá a irse. Lamentablemente, sir Robert D’Arby llegará dentro de unos días, mientras Owen esté en Pontefract.
Wulfstan la miró con expresión interrogativa:
—¿Tu padre?
Lucie asintió, cansada:
—La tía Phillippa le dijo que estoy encinta.
—Que estás… —El rostro del hermano Wulfstan se iluminó—: Que la Madre del Cielo te proteja. —Hizo la señal de la cruz sobre ella—. Es maravilloso. Tu padre es muy amable por acompañarte.
Lucie se frotó los ojos, súbitamente cansada:
—Es tonto, e inútil. ¿Qué sabe él de mi vida? ¿Qué sabe de mí?
Wulfstan puso una mano sobre el hombro de Lucie y esperó a que sus ojos se encontraran. Los de ella brillaban con lágrimas de irritación.
—Hizo un largo peregrinaje a Tierra Santa para pedir el perdón de Dios por lo que había sucedido con tu madre. Estoy seguro de que Dios lo perdonó. ¿Por qué no tratas de hacerlo tú?
Lucie miró a los ojos tristes de Wulfstan. Quería pedirle perdón por preocuparlo, pero no podía menos de sentir lo que sentía.
—No es tan fácil.
El hermano Wulfstan le apretó el brazo:
—Eres una mujer sensata, Lucie. Harás lo que sea mejor.
Ella aspiró con fuerza, calmando sus emociones desbocadas.
—Seguiré trabajando como siempre.
—Debes cuidarte.
Lucie se relajó, viendo que Wulfstan no se proponía regañarla:
—Magda Digby y Bess Merchet me están vigilando de cerca. No hace falta que os preocupéis.
Wulfstan simuló escandalizarse:
—¿Magda Digby, la Mujer del Río? ¿No pudiste buscarte una partera cristiana?
—Magda me trajo a mí al mundo, como a tantos otros habitantes de esta ciudad, hermano Wulfstan. Dios la guía, no importa cómo lo llame ella.
Wulfstan se metió las manos en las mangas y le dirigió una breve inclinación de cabeza:
—Bueno, tendrá que vérselas con Bess si algo sale mal. Y conmigo. Y con Owen.
Salieron juntos al refulgente sol de junio, olvidados de Joanna por el momento.