El convento de San Clemente era una institución pequeña comparada con la abadía de Santa María, pero el edificio era agradable y estaba enclavado en medio de jardines, huertos, prados y pequeños cercados cultivables o de pastoreo, separado de la orilla oeste del Ouse por un terreno comunal. Establecimiento benedictino, San Clemente tenía la habitual iglesia y casa capitular, claustro, casa de huéspedes y hasta un muelle junto al Ouse. La iglesia conventual era la iglesia parroquial de los residentes en los alrededores; bajo sus piedras estaban enterrados no sólo monjas y criadas de monjas sino también feligreses; y el convento solía ser mencionado en los testamentos de los lugareños. Como priora, Isobel de Percy se esforzaba en inculcar en las hermanas, pupilas y sus domésticas la importancia del respeto a la comunidad. Incluso el menor escándalo podía mover a potenciales benefactores a trasladar su generosidad a otra parte.
La situación preocupaba a la priora. No era tan tonta como para pensar que la historia de Joanna Calverley no se difundiría entre la gente de York, pero esperaba que su notoriedad se borraría con el tiempo. Y se proponía vigilarla muy de cerca a partir de aquel momento.
Había dado orden de que la informaran de inmediato cuando llegara el grupo de Beverley. Quería que el ingreso de Joanna fuera discreto, con presencia sólo de las personas imprescindibles. Tan pronto como tuvo la noticia se apresuró a la puerta a escoltar al grupo al priorato. Anunciaría el regreso de la pródiga en la comida de la noche; provocaría un alboroto desagradable, no tenía dudas, pero era preciso informar a las hermanas. Saborearía aquellas últimas horas de paz. Mientras sir Richard de Ravenser y sir Nicholas de Louth tomaban asiento en el despacho de la priora, la subpriora y las enfermeras condujeron a sor Joanna a la enfermería.
Isobel obsequió a Louth y Ravenser con la mejor sidra del priorato. Louth elogió la bebida, el aspecto agradable de las ventanas ahusadas, que daban a los huertos que se extendían hasta el río, y la brisa fragante. Le dijo lo que pudo sobre sor Joanna, cómo la habían encontrado en casa de Will Longford, qué poco habían podido sacar de sus respuestas, su pretensión de poseer el manto de la Santísima Virgen María, que le había permitido resucitar de entre los muertos, y su confesión de que había robado la leche de la Virgen de la iglesia del priorato.
Ravenser le entregó a la priora la reliquia robada.
—Más allá de estos hechos, poco es lo que podemos ofreceros, reverenda madre. La enfermera de Nunburton os escribió esto. —Le enseñó una carta—. Aquí está todo lo que apuntó sobre el estado de sor Joanna cuando la recibió.
A sor Isobel le gustó menos la mención del manto de la Virgen.
—¿Habló libremente sobre el manto? ¿Pudo alguien oírla entre los que la atendieron?
Ravenser tomó un sorbo de sidra:
—No se la puede hacer callar sobre ese punto. No le gusta que nadie toque el manto. Pero como la cubre, es difícil de evitar. En Nunburton, al parecer, se puso muy nerviosa cuando la enfermera lo tocó. Protestó a gritos. Creo que sería imposible mantenerlo en secreto mucho tiempo.
Sor Isobel no sabía si disculparse para ir a advertir a sor Prudencia, la enfermera. Pero su paso apresurado por los corredores podía llamar demasiado la atención hacia la enfermería. Metió las manos debajo del hábito y paseó por el cuarto.
—Joanna no fue nunca una persona difícil. Permita Dios que me encargue de este asunto. San Clemente es muy pequeño. El rumor de su desvarío se difundirá rápido. —Aquí hizo una pausa y miró con atención las caras de los hombres cuando preguntaba—: ¿Lo del manto es una ilusión?
Ravenser sonrió con actitud tranquilizadora.
—Estamos todo lo seguros que se puede estar, reverenda madre. La abadesa de Nunburton observó que la lana parece de Yorkshire y que no es tan antiguo como para haber pertenecido a la Virgen. Me pregunto si una idea así es de las que pudieran ocurrírsele a esa joven.
Aunque Isobel se daba cuenta de que Ravenser quería tranquilizarla, percibió alguna incertidumbre en sus palabras.
—Los caminos del Señor no siempre son claros para nosotros, sir Richard —dijo. Lo cierto era que el dato sobre la lana de Yorkshire la había aliviado. Era una buena señal.
Y aun así… Una reliquia semejante atraería peregrinos de todo el mundo, con generosas donaciones para los cofres vacíos del priorato. ¿Sería una bendición? ¿Debía considerarla como tal? ¿El arzobispo querría que San Clemente se volviera un punto de peregrinación popular?
Pero la paz del priorato se perdería para siempre. Isobel suspiró:
—Debo hablar con su ilustrísima el arzobispo mañana por la mañana —dijo—. Pediré su orientación para afrontar el asunto de sor Joanna. Quizá lo más conveniente sea procurar que admita que está en un error y que el manto es sólo un trozo de tela.
* * * * *
En la enfermería, sor Prudencia estaba sentada en un taburete, junto al camastro de Joanna, preguntándose qué demonios estaría torturando a la muchacha. Observaba su rostro con atención: la piel estaba tan pálida que las pecas resaltaban, incluso en los párpados cerrados. Prudencia conocía a Joanna de antes, recordaba los ojos asombrosos, el verde brillante que podían ostentar cuando el espíritu de su dueña estaba en paz, cosa que no sucedía con frecuencia. Nunca había visto ojos tan cambiantes como los de Joanna. Pero es cierto que tenía muy poca experiencia, ya que trataba sólo a las trece hermanas de San Clemente, a sus criadas y a las pupilas. Quizás algún sabio hubiera descubierto ya el significado de aquellos ojos cambiantes. ¿Comprendería mejor a Joanna si supiera más sobre el cuerpo y su funcionamiento?
Cogió una de las manos de Joanna y le apretó las uñas. Fuertes y con un rubor saludable. Joanna parecía estar en mejor estado de salud que cuando había ido por primera vez a San Clemente. Entonces estaba al borde de la inanición y las uñas, pálidas y sin sangre, se rompían con alarmante facilidad. Con cautela, Prudencia tiró del labio inferior de Joanna, descubriendo los dientes. No faltaba ninguno, aunque a uno le faltaba un trocito. Prudencia suspiró. El cuerpo estaba bastante bien.
Llamó a su criada, Katie, para que le llevara un cuenco de agua perfumada y un trapo.
—Todos los trapos están en la lavandería, sor Prudencia —dijo Katie.
—Ya deben de estar secos. Ve y trae uno. —La enfermera levantó una punta del mantón azul, con la esperanza de quitárselo a Joanna sin despertarla.
Los ojos verdes se abrieron. Estaban oscuros, casi del color del musgo. Joanna cogió la mano de Prudencia:
—¡No!
—Descansa, niña. Sólo quería lavarte el cuello y la cara. Ponte cómoda.
—¡No debes tocarlo! —Joanna se sentó, apretando el manto contra ella, los ojos brillaban de manera extraña—. Es el manto de la Santísima Virgen. ¿Nadie te lo dijo?
—El… —Prudencia frunció el entrecejo—. ¿Es una de tus historias, Joanna?
—Resucité de entre los muertos. ¿No te enteraste? ¿Cómo podría haberlo hecho sin esto? Ella me lo dio.
Prudencia no creía una palabra.
—¿La Santísima Virgen María te dio su manto?
Joanna asintió.
—Para que pudiera levantarme y devolver su leche a San Clemente.
—¿Su leche? —Prudencia no se había enterado de ese delito—. ¿Robaste nuestra reliquia?
—La devolví. —No había un sentimiento de culpa que suavizara el brillo de los ojos.
—¡Niña egoísta! —Prudencia estaba horrorizada—. ¿Y los peregrinos? ¿Y sus plegarias en el altar mientras el frasco estaba vacío? ¿Sus plegarias fueron en vano?
Joanna suspiró:
—No me la llevé toda. Y además, la devolví. Ahora puedo morir y descansar en paz. Así que no tienes que cuidarme.
¿No cuidarla?
—Tonterías, hija. —Prudencia habló con una brusquedad que no sentía. Los ojos de Joanna eran tan oscuros, tan intensos, su piel tan pálida, la voz tan segura—. Soy la enfermera aquí. Es mi deber cuidarte.
—No debes hacerlo. Volví a la vida sólo para devolver la reliquia. Ya lo he hecho. Ahora debo volver a la tumba.
Prudencia se santiguó y susurró una plegaria pidiendo paciencia.
—Quizás aceptes bajar un poco el manto para que pueda lavarte el cuello y la cara, hija. —Miró a su alrededor buscando a la chica con el agua y el trapo. La puerta de la enfermería apenas si se estaba cerrando en aquel momento, silenciosamente. Niña perezosa.
* * * * *
Katie salió de la enfermería al jardín, donde la ropa estaba tendida sobre la hierba para secarse. Mientras recogía un trapo, le contó a la lavandera lo que había oído.
* * * * *
Sor Isobel dio media vuelta, interrumpida en medio de una frase por una tímida llamada en la puerta.
—¡Adelante!
Sor Alice, la subpriora, asomó la cabeza:
—Reverenda madre, perdonad la intrusión, pero os ruego que vengáis a la enfermería.
A Isobel no le gustó la expresión alarmada de la subpriora, por lo general tan tranquila.
—¿Joanna está ocasionando problemas?
—Joanna no, las otras.
—¿Qué queréis decir?
—Por favor, reverenda madre, es mejor que vengáis de inmediato.
Sor Isobel se excusó y salió deprisa, exasperada. Sor Alice podía haber esperado. Ravenser y Louth irían de allí a ver al arzobispo. ¿Qué le dirían de aquella interrupción? Pero Isobel no dijo nada, se limitó a avanzar tan rápido como sus pies calzados en sandalias y su considerable volumen se lo permitían. Cuando se acercaban a la puerta de la enfermería, pasó una de las novicias, santiguándose al cerrar la puerta.
—Jocelyn, ¿qué haces fuera de la cocina? —preguntó Isobel. La novicia le hizo una reverencia.
—Sólo ha sido un momento. Sor Margaret dijo que podía.
Volvió a inclinar la cabeza y partió deprisa antes de que Isobel pudiera preguntar nada más.
Isobel abrió la puerta. Sor Margaret, la cocinera, estaba arrodillada junto al camastro de Joanna, rezando.
Joanna estaba quieta y con los ojos cerrados.
—¡Sor Margaret! Levantaos y venid conmigo. —Isobel se volvió hacia la enfermera—. ¿Cómo sucedió esto? No debíais hablarle a nadie de la presencia de Joanna.
—No lo hice, reverenda madre. Creo que fue Katie. La envié al jardín a buscar un trapo y pronto sor Felice estaba aquí.
Isobel debería haberlo sabido. La lavandera era una chismosa incorregible.
—Y naturalmente, al venir pasó por la cocina.
Prudencia miró a Margaret, la cual asintió.
—Sor Margaret, volved a la cocina y decidle a cualquiera que pregunte que el manto de Joanna está hecho de lana de Yorkshire, lana nueva, y que no puede ser lo que dice que es.
Isobel dirigió una mirada a Joanna y la vio escuchar con un resplandor hostil en los ojos. Que así fuera. Isobel no quería que todas las hermanas de San Clemente cayeran en la histeria colectiva.
Pero Margaret no se puso de pie. Por el contrario, se levantó una de las mangas y alzó el brazo desnudo hacia Isobel.
—Mirad, reverenda madre. La piel está limpia.
Isobel miraba el brazo. Parecía enrojecido como si lo hubieran frotado, pero no tenía ninguna impureza.
—Así es. ¿Por qué me lo enseñáis?
—Porque no estaba limpio antes de que yo tocara el manto. El manto de Nuestra Señora ha hecho un milagro, reverenda madre. Mi erupción se ha curado. —Margaret volvió a inclinarse sobre el manto, apretando las manos como para rezar—. Virgen Santísima, tú has curado a tu humilde sierva.
—¿Veis? —susurró la subpriora—. Cuando se difunda la noticia de este milagro… —Movió la cabeza, con los ojos grandes y la boca apretada.
«Virgen Santísima, ¿por qué me has hecho esto?» Isobel aspiró con fuerza.
—Sor Prudencia, ¿inspeccionasteis el brazo de Margaret antes de que tocara el manto?
La enfermera pareció confundida.
—No. Nunca pensé…
—¿Habéis visto la erupción que dice sor Margaret que se le ha curado de golpe?
El rostro arrugado de Prudencia se iluminó:
—Oh, sí, reverenda madre. Muchas veces.
Isobel cerró los ojos y metió las manos bajo las mangas, pensando rápidamente. Ya no estaba tan segura en su incredulidad. A lo mejor era el manto de Nuestra Señora. Pero tenía que defender la paz del convento.
—Sor Margaret, os ordeno que guardéis silencio sobre este particular.
Margaret levantó la cabeza y la miró con asombro:
—Pero, reverenda madre, otras podrían curarse.
Isobel se irguió en toda su estatura.
—Recordad vuestro voto de obediencia, sor Margaret.
La cocinera inclinó la cabeza:
—Sí, reverenda madre.
Isobel se volvió hacia la enfermera y la subpriora:
—Ni una palabra de esto a nadie. —Asintieron y prometieron al unísono.
Isobel no creía ni por un instante que pudiera contener la marea de rumores, pero quizá podía retrasarla para que fuera creciendo gota a gota.
* * * * *
Thoresby estaba en el jardín de su palacio en Bishopthorpe, disfrutando de la cálida mañana y de la compañía de su jardinero. Le gustaba la callada fidelidad de Simon, la alegría sencilla que obtenía de su trabajo.
Aquella mañana hablaban sobre una planta popularmente llamada «manto de la Virgen» y observaban la belleza de las gotas de rocío prendidas de las hojas, que se evaporarían cuando las hojas se abrieran.
—La señora Wilton recoge el rocío que se forma sobre las hojas de esta planta a primera hora de la mañana para sus remedios. Los boticarios lo estiman mucho.
—¿El rocío? ¿Por qué? ¿Qué virtudes tiene?
Simon se sentó en cuclillas, se quitó el maltrecho sombrero de paja y se secó la frente con un trapo limpio.
—Dicen que ha sido transformado en agua de vida cuando está sobre estas hojas. Un remedio aumenta su poder mezclado con él.
—La planta crece silvestre en los valles. Las mujeres la secan, pero nunca he sabido qué utilidad le dan.
—La señora Wilton dice que la planta seca y cicatriza. Impide que una herida siga sangrando o se pudra. Y me dijo cuál es el nombre que le dan los clérigos. Leontopodium.
—¿Pie de león?
Simon asintió.
—Es por la forma de la raíz. Por eso la señora Wilton las planta separadas entre sí. Les da espacio para desarrollarse. Yo había pensado lo mismo hace mucho.
Thoresby sintió envidia a causa de lo agradables que eran las preocupaciones del otro.
—¿Y qué has decidido? ¿Las plantarás tú también más separadas?
—Oh, sí. Nunca dejo pasar un buen consejo. La señora Wilton aprendió del mejor de los jardineros: el maestro Nicholas Wilton. Nunca hubo un hombre que supiera tanto de plantas como el maestro Nicholas. —Simon volvió a ponerse el sombrero y se inclinó para continuar con su trabajo.
Nicholas Wilton había muerto dos años antes. Thoresby no lo había conocido bien. Pero el segundo marido de Lucie Wilton, Owen Archer, estaba muy presente en sus pensamientos. Esperaba el regreso de Archer; era la persona indicada para aclarar aquella situación espantosa.
Thoresby no podía quejarse de la ausencia de Archer. Lo había halagado que Juan de Gante, duque de Lancaster, pidiera la ayuda de Archer para preparar hombres para la expedición que comandaría Eduardo, el Príncipe Negro, con el fin de restaurar a don Pedro en el trono de Castilla. El invierno anterior, los franceses habían ayudado al hermano bastardo de don Pedro, Enrique de Trastámara, a usurpar el trono castellano y expulsar a don Pedro del reino. El rey Eduardo y el Príncipe Negro habían jurado restaurar a Pedro, rey por derecho y nacimiento y el tercer hijo de Eduardo, Juan de Gante, ayudaría a su hermano mayor én esta empresa.
A Thoresby le convenía ser de utilidad al príncipe y a Lancaster pues necesitaba su apoyo en sus esfuerzos por librar a la casa real de la nueva amante de su padre, la advenediza Alice Perrers. Y Archer había aceptado con gusto la misión, que lo devolvía a la añorada compañía de sus viejos amigos, Lief y Gaspare.
Pero aquel tumulto en el convento de San Clemente… Era exactamente el tipo de asunto que Archer podía resolver.
—No me gustaba su nuevo marido —estaba diciendo Simon, el jardinero—. Parece poca cosa, con ese parche en el ojo y esos modales de soldado. —Había cargado una carretilla con tierra y plantas. Con un gruñido empezó a desplazarla. Thoresby fue con él.
—El aspecto de Archer lo desmerece —dijo. Le había sorprendido, la primera vez que lo vio, encontrar a alguien como Archer en el entorno del viejo duque, pero Enrique de Grossmont había sido un perspicaz conocedor de los hombres y Thoresby nunca había dudado de que debía de ser un espía fiable, inteligente y con recursos—. Pero ese aspecto, con parche y todo, atrae a las damas.
Simon se encogió de hombros:
—Nunca lo comprenderé, pero mi esposa dice lo mismo. El capitán Archer es un buen hombre, no importa su aspecto. Ha hecho que la señora Wilton vuelva a reír. Y es una bendición ver reírse a una mujer bonita. —Simon se detuvo ante un bancal recién removido. Cogió las plantas, las puso en hilera y después empezó a echar la tierra. Se arrodilló para acomodarlas—. Espero que éste sea el primero de muchos hijos.
—¿Hijos? ¿De quién?
—Del capitán Archer y la señora Wilton. Han sido buenos con Tildy y Jasper. Es bueno que inicien su propia familia.
—No lo sabía.
—Bueno, habéis estado tanto tiempo este invierno en Windsor y en los valles… —Volvió a inclinarse sobre el bancal, apretando la tierra alrededor de las plantas nuevas.
A Thoresby no le alegró oír la noticia. No le gustó que Archer no se lo hubiera dicho.
—Si hubiera sabido que la señora Wilton estaba encinta, no lo habría mandado fuera de la ciudad.
Simon miró al arzobispo con los ojos entornados:
—Pero volverá pronto, ¿no?
—Y se volverá a ir.
Simon se encogió de hombros.
—¿Volverá para San Miguel?
—Mucho antes.
—Entonces es mejor así. Cuando llegue el momento, el capitán será una ayuda para la señora Wilton, pero antes de eso no será más que una molestia. —Simon, padre de cinco hijos, hablaba por experiencia.
—Es curioso que Archer no me dijera nada —murmuró Thoresby. Miró el ángulo del sol—. Tengo que dejarte, Simon. Tengo algunos desagradables asuntos que atender.
—Id con Dios, ilustrísima.
—Tú también, Simon.
* * * * *
Thoresby ya había hablado con su sobrino y con Nicholas de Louth y estaba enterado del asunto de los jinetes y de la conducta extraña de sor Joanna. Sabía también que sor Isobel había declarado que la monja era efectivamente Joanna.
Nicholas de Louth había demostrado que era un estúpido chapucero. ¿Cómo podía haber dejado a la criada de Longford en una posición tan inerme? El hombre no tenía la inteligencia necesaria para ocupar aquel puesto.
El mismo Louth había ofrecido su cabeza:
—Tenéis toda la razón al culparme, ilustrísima.
—No sois mi principal preocupación, sir Nicholas. Más bien lo es decidir si sor Joanna Calverley debe ser aceptada otra vez en el convento de San Clemente y si su desaparición y retorno indican incompetencia por parte de la priora. ¿Por qué una monja habría de robar una reliquia, huir, disponer un falso entierro y volver un año más tarde, tratando de restituirse al convento? ¿Y cómo se relacionan las muertes del cocinero y la criada de Longford con las desventuras de sor Joanna? —Thoresby había dado la espalda con disgusto a la contrición de Louth. Había esperado más de un hombre favorecido por el Príncipe Negro. Quizás esto explicaba por qué Louth se encontraba allí y no en Gascuña con su señor.
Ravenser entró en la conversación con una tos molesta.
—Todavía hay más, tío.
—¿Qué?
—Alguien le dio a Joanna un manto azul que ella cree que es el manto de la Virgen María.
«Cielo santo.»
—Supongo que las hermanas de San Clemente están arrodilladas venerándolo.
—Ha habido una conmoción —dijo Ravenser con expresión agria—. Y la cocinera cree haberse curado de una erupción.
—Deus juva me.
—Pero la reverenda madre lo tiene todo bajo control.
—Eso espero. Igual que tiene bajo control todas las acusaciones que recaen sobre ella.
En aquel momento, Thoresby tenía que hablar con la molesta mujer en persona.
Sor Isobel entró en su despacho muy decaída. Había ojeras oscuras bajo sus ojos claros.
—Benedicte, ilustrísima. —Le tendió a Thoresby una carta con el sello de San Clemente—. Joanna lo ha firmado. Confiesa sus pecados y se somete a la penitencia.
Thoresby hizo la señal de la cruz sobre Isobel y la invitó a sentarse.
—Entiendo que habéis identificado a la mujer como Joanna Calverley de Leeds. —Se golpeó con la carta la palma izquierda.
—Así es, ilustrísima. —Isobel no miraba a los ojos de Thoresby, sino a sus manos y la carta.
Thoresby lo notó y dejó el documento sobre la mesa. No había por qué parecer descortés.
—¿Y estáis convencida de que volvió y firmó este documento voluntariamente?
—Joanna estaba ansiosa por regresar.
—Y cuando firmó esto, ¿era la Virgen resucitada o Joanna Calverley?
En los rasgos pálidos de Isobel se formó una mueca de intriga.
—No ha afirmado ser la Santísima Virgen, ilustrísima, sólo una virgen.
—¿Y es eso cierto?
Sor Isobel se ruborizó.
—Creo que no. Le ha dicho cosas a sor Prudencia que sugieren… una pérdida de inocencia.
—Y Dios eligió a esta Magdalena para resucitarla de entre los muertos.
—Ilustrísima, no hay lógica en los desvarios de esta joven.
—Ah. Entonces creéis que desvaría.
Isobel pareció sorprendida.
—Por supuesto.
—Pero tuvo la lucidez suficiente para escribir esta carta y comprender su contenido.
Isobel parpadeó rápidamente:
—La carta la escribí yo, ilustrísima. Pero ella tomó plena conciencia de su contenido y la firmó por su propia voluntad, Dios es mi testigo.
—De veras. —Thoresby abrió la carta, la recorrió con la mirada—. ¿Plena conciencia, decís?
Isobel sacó un pañuelo de la manga y se secó el labio superior.
—Creo que tiene momentos de lucidez.
Thoresby hizo a un lado la carta y juntó las manos:
—¿Puede explicar su propia conducta?
Isobel metió las manos bajo las mangas.
—Hasta el momento ha dicho poco que pueda ser de utilidad, pero volveré a interrogarla.
—Ya lo creo. Y confío en que no me desilusionaréis.
La priora se ruborizó, pero no bajó la cabeza.
—No lo haré.
A Thoresby le gustó que su mandíbula se cerrara con decisión.
—¿Cómo ha sido recibida Joanna en San Clemente?
Isobel suspiró:
—Ha turbado la paz de nuestra casa.
De eso no podía haber dudas. Las habladurías eran la maldición inevitable de toda comunidad cerrada.
—¿Su conducta es improcedente?
—Sólo los que se encargan de ella presencian su confusión.
—Juega a ser una heroína trágica. Se cansará.
—Pero el manto, ilustrísima… —Isobel levantó una mano hacia él en actitud implorante—. El rumor se ha difundido por todo San Clemente. Y la erupción de sor Margaret…
—Sir Richard dijo que habíais puesto eso bajo control.
Isobel bajó la mano:
—Fue amable al decirlo. He hecho todo lo posible, pero una vez que se inicia un rumor de esa naturaleza… —Pareció apenada—. Es evidente que algo le sucedió a Joanna. De otro modo, ¿por qué iba a volver después de hacer semejante esfuerzo por desaparecer para siempre? Y las hermanas toman la intervención de la Virgen como una explicación. La única que se les ha dado.
Pero no era la única explicación que las hermanas habían tenido en cuenta entre ellas, de eso Thoresby estaba seguro.
—Sir Richard de Ravenser tiene una teoría de que ella se fue a tener un hijo. ¿Hay alguna señal de eso?
El rostro pálido de Isobel se coloreó ligeramente.
—Ninguna señal visible, ilustrísima.
—¿Ha hablado de un amante?
—No, salvo en los comentarios a sor Prudencia. Al menos… no de uno vivo.
—¿Qué significa eso?
La priora parecía incómoda. Su mirada encontró la de Thoresby, después la apartó y la clavó en el suelo.
—Joanna habla de sueños en los que su único amor viene hacia ella. Dice que fueron estos sueños los que la obligaron a huir, pero ahora sabe que se los enviaba el diablo.
—¿Su único amor?
—Creo que Joanna tuvo una visión y no la comprendió. —Isobel alzó una mano para impedir la impaciente interrupción del arzobispo—. ¿Habéis leído algo escrito por los místicos? Escriben sobre su amor a Dios en términos de amor humano. Puede confundir a una joven sin experiencia como Joanna.
—¿Sin experiencia?
La barbilla decidida de Isobel se adelantó un poco más.
—Me mantengo firme en mi creencia de que salió de San Clemente con su inocencia intacta. Y hay todavía algo más, algo que la asusta. En Beverley recibió los últimos sacramentos. Teme que a los ojos de Dios ya esté muerta. Quiere profesar sus votos otra vez.
—¿Pensáis que estas ideas están relacionadas?
—Creo que revelan un alma atormentada y confusa, ilustrísíma. Pienso que Joanna salió en busca del amante de sus sueños y encontró a un hombre común.
—Entonces ¿creéis que hay por medio un hombre?
Isobel se encogió de hombros:
—Parece lo más probable. De hecho, se ha visto a un hombre vigilando San Clemente desde que ella llegó.
—Un hecho. —A Thoresby le complació oír un hecho al fin—. Seguramente os han dicho ya que hubo jinetes que siguieron a sor Joanna y su escolta desde Beverley. ¿Os sentís amenazada por ese hombre?
Isobel enseñó las palmas de las manos.
—¿Cómo podría saberlo?
—¿Lo reconocéis? ¿Quizás ha visitado antes a sor Joanna en San Clemente?
—Ella nunca tuvo visitantes.
Thoresby arqueó una ceja:
—¿Ninguno? ¿En seis años? Pero sí su familia, seguramente.
La priora se miró las manos sobre el regazo y las dejó caer a los costados.
—Nadie, ni siquiera su familia. —Una nota nueva había intervenido en la voz de Isobel. Elegía las palabras con cuidado especial. Thoresby sospechó que se acercaban al nudo del problema.
—Su familia. Sí. La última vez que hablamos de esto os mandé averiguar si su familia quería transportar el cadáver a Leeds. ¿Qué salió de eso?
Isobel volvió a meter las manos bajo las mangas. Thoresby se preguntó si creería que con eso ocultaba su incomodidad.
—Manifestaron su deseo de no tener nada más que ver con ella.
—¿Porque había roto sus votos?
Isobel, con la cabeza gacha, no dijo nada.
—Eso que no estáis diciendo, sor Isobel, saldrá a la luz tarde o temprano. Y será mucho mejor para vos si lo oigo de vuestros labios. He ordenado a Richard de Ravenser que averigüe todo lo que haya sobre los amigos que ayudaron a Joanna en su fuga. Y uno de mis hombres hablará con su familia. Así que os conviene hablar ahora.
Siguió un tenso silencio. El silencio no molestaba a Thoresby. Dejó que se prolongara hasta que su visitante no pudo soportarlo más. De hecho, fue admirable cuánto resistió Isobel. Pero al fin suspiró y alzó la vista.
—No he ido a ver a su familia. Cuando entró en San Clemente, acordamos que estaba muerta para su familia desde ese día.
—Se trata de una muerte simbólica.
Isobel negó con la cabeza.
—Fue una condición de pago, ilustrísima.
Él arqueó una ceja:
—¿Pagaron mucho?
—Yo no era priora entonces.
—Pero el Concilio de Oxford lo prohibió expresamente.
—San Clemente es pobre, ilustrísima y la familia de Joanna estaba ansiosa por librarse de ella.
—¿Explicaron por qué?
—Su madre decía que era imposible de dominar.
—Como benedictinas, hacéis un voto de pobreza.
Isobel se azoró:
—El dinero no suaviza nuestras vidas. Sirvió para remendar el techo y darnos calor en invierno.
—Aun así, es simonía. —Thoresby se puso de pie, juntó las manos en la espalda y, con expresión seria, se volvió—. Me siento cada vez menos contento del estado de San Clemente, sor Isobel. Dependo de vos para vigilar a las hermanas y gobernarlas sabiamente. Me habéis fallado. —Se quedó quieto un momento, dejando que ella le mirara la espalda, y se volvió con cara seria—: Si volvéis a fallarme, tendré que pensar qué hacer.
Isobel parecía suficientemente preocupada.
—Ilustrísima, os lo ruego, es un lamentable…
—Sí, es lamentable. Toda la situación es lamentable. Y para impedir más desgracias, quiero que sor Joanna sea trasladada a la casa de huéspedes de la abadía de Santa María. Los muros de la abadía están más fortificados que San Clemente y las puertas son más seguras.
La expresión de sor Isobel oscilaba entre la vergüenza y el alivio.
—Considerando el intruso y los rumores, estaré muy agradecida por la decisión.
—Pero no os alivia de vuestros deberes. Hablaréis con sor Joanna en Santa María. Encontraréis un modo de inspirarle confianza. Quiero saber qué sabe ella de Jaro, el hombre que ocupaba su tumba y de Maddy, la criada que fue asesinada. Quiero saber por qué alguien la sigue y quién es. Quiero saber con quién se marchó de Beverley. Sir Nicholas de Louth os dará más instrucciones. Hablad con él.
—Sí, ilustrísima.
—Podéis iros.
Ella inclinó la cabeza:
—La paz del Señor os acompañe.
—Dios sea con vos.
* * * * *
Thoresby le dio las gracias al mensajero que acababa de llegar de Knaresborough y le pidió que dejara la puerta entreabierta al salir de su despacho.
—¡Michaelo! —dijo un momento después.
El secretario dejó ver su elegante persona.
—¿Ilustrísima?
—Envíame a Alfred y Colin. El capitán Archer los recomienda. Pienso que pueden arreglarse para capturar a un hombre que está vigilando el monasterio.
—Pueden hacerlo —asintió Michaelo—, aunque no debéis esperar que lo capturen vivo. Son hombres sedientos de sangre.
Thoresby miró a su secretario. Era el comentario más astuto que Michaelo le había hecho en la vida.
—Insistiré en que quiero hablar con el hombre.
Se quedó pensando en su secretario. Había nombrado a Michaelo para aquel puesto, pero más para tenerlo vigilado que para servirse de él. Como monje de Santa María, Michaelo había sido un serio problema para el anterior arcediano de York. Pero últimamente Michaelo había hecho progresos. Era de fiar y tenía iniciativa. Thoresby incluso detectaba algunas cualidades agradables en él, por ejemplo el sentido del humor. Un desarrollo muy inesperado.
* * * * *
Sor Isobel recorría su cuarto. Su entrevista con el arzobispo la había mortificado. Era evidente que la consideraba incompetente. Y tenía derecho a hacerlo. Pero de todos modos le dolía. Respetaba al arzobispo Thoresby, admiraba su combinación de mundanidad y espiritualidad. Había leído el catecismo para laicos que había dictado a un monje de Santa María. Era una pieza inspirada, de elegante simplicidad. Y la capilla de la Virgen que estaba construyendo en la catedral prometía ser un monumento magnífico. Isobel tenía que probarle a Thoresby que era digna de su puesto.
Pero ¿cómo? Quería respuestas de Joanna, pero la joven hablaba en enigmas, o decía desvaríos. Era cierto que ocasionalmente parecía lúcida, pero bastaba que sus recuerdos la abrumaran para que recayera en la incoherencia.
Isobel caminaba y rezaba, pero no servía de nada. El estado de Joanna exigía algo más que plegarias; estaba demasiado agitada para pensar con claridad. Quizás el hermano Wulfstan, el enfermero de Santa María, de quien tanto se hablaba, podría ayudar. Isobel resolvió hablar con él cuando acompañara a Joanna a Santa María por la mañana.
* * * * *
El hermano Wulfstan, sentado en el despacho del abad Campian, escuchó en silencio a la priora mientras le describía el estado de los nervios de Joanna. Sor Isobel se había sentido desilusionada al ver al hombre anciano y de cara redonda que entraba arrastrando los pies. Conocía al enfermero sólo por su reputación y había esperado una presencia imponente, no aquella dulce serenidad. Pero mientras hablaba y veía los viejos ojos masculinos mirándola, la cabeza redonda y tonsurada asintiendo e inclinándose mientras consideraba sus palabras y le hacía preguntas sobre detalles que ella no había pensado decir, se relajó y empezó a sentirse más esperanzada.
Con todo, la intrigó oírle decir que pediría ayuda a la señora Lucie Wilton.
—¿La señora Wilton? —repitió Isobel—. ¿Por qué?
Wulfstan la miró con amabilidad.
—La recordaréis de la época en que estaba en San Clemente, aunque han pasado siete años, reverenda madre. Ahora es maestra boticaria y muy hábil. Si la paciente fuera un hombre, mi ayudante el hermano Henry habría trabajado conmigo. Pero es más apropiado que una mujer inspeccione a sor Joanna y no se me ocurre otra en la que confiara más. Incluso podría enseñarme algo. —Los ojos le brillaron.
Sor Isobel se miró las manos, preguntándose cómo expresar su preocupación.
—La señora Wilton no fue feliz en San Clemente. Podría no cooperar.
El hermano Wulfstan sonrió con tristeza:
—Hicisteis voto de encargaros de las hermanas, ¿no es así, reverenda madre?
—Sí.
—¿Quebrantaríais el voto por un viejo rencor?
—El Señor sabe que no —dijo Isobel, santiguándose.
Wulfstan asintió:
—La señora Wilton es maestra boticaria, reverenda madre. Cumple sus deberes con tanta fidelidad como vos los vuestros y todo por el honor y la gloria de Dios. Hará esto como una boticaria, no como un favor a San Clemente. Ni siquiera a mí.