Capítulo 2

Hacia York

Cinco días después, Ravenser, Louth y sus acompañantes partían en un lento viaje hacia York. Sor Joanna seguía débil, así que iba en un carro con dos hermanas que se encargarían de atenderla durante el trayecto. Viajar con un carro los retrasaba, pero junio había empezado con un clima apacible que casi hacía que Ravenser agradeciera la excusa para viajar. A medida que el sol lo calentaba y los olores y sonidos del campo le levantaban el ánimo, crecía su confianza en que la madre superiora de San Clemente encontraría un modo de comunicarse con sor Joanna y enterarse de su historia y que los hombres del arzobispo no tardarían en descubrir quién había matado a Maddy y a Jaro. El alcalde de Beverley había parecido aliviado al oír que el arzobispo Thoresby había ofrecido su ayuda.

Ravenser permaneció detrás de sus acompañantes, pensando en su tío y en el espía tuerto que había conocido en Bishopthorpe. Se preguntaba qué clase de investigaciones hacía Archer para un hombre tan poderoso como su tío, arzobispo de York y lord canciller de Inglaterra. ¿Estaría vigilando a Alice Perrers y a Guillermo de Wykeham? ¿Aceptaría Archer ayudar en un caso como aquél? Ravenser miró a su alrededor, sin ver nada, hasta que un movimiento a un lado del camino, en un bosquecillo, le llamó la atención: eran dos jinetes, que no se acercaban ni se apartaban del camino sino que seguían paralelos al grupo de Ravenser. Éste frenó su caballo. Lo mismo hicieron los dos jinetes:

—¡Eh, vosotros! —llamó Ravenser. Dos de los hombres de Louth se volvieron al oírlo. Ravenser les señaló las figuras quietas entre los árboles y los hombres de Louth partieron en esa dirección. Los jinetes también partieron al galope, alejándose y con mucha ventaja.

No pasó mucho tiempo antes de que los hombres de Louth volvieran a la curva sombreada donde el resto del grupo los esperaba.

—Los perdimos —dijo John, el escudero de Louth—. Pero vimos que tienen amigos con ellos, esperando más lejos. Conté cinco más. Y bien armados.

Sor Joanna miraba a su alrededor, agitada, aferrando el desgarrado manto azul que insistía en ponerse sobre el hábito.

—¿Quién? ¿Quién nos sigue?

Louth se inclinó sobre ella:

—Pensé que tal vez tú podrías decírnoslo, Joanna. ¿Tu amante, quizá?

—¿Mi amante? —Soltó una extraña risa histérica. Su mirada era demente—. Oh, sí, si la muerte acepta ser mi amante ahora. Sí. La muerte me persigue. Sólo mi amante la muerte puede venir a por mí ahora.

Ravenser arqueó una ceja en respuesta a la mirada interrogativa de Louth. De modo que sor Joanna veía su situación en términos de alegoría moral. No estaba mal.

—¿Seguimos?

Louth ordenó a sus hombres que se prepararan para seguir. Partieron, con los hombres detrás, protegiendo la retaguardia. En aquel momento tenían un humor sombrío y preocupado, conscientes de los hombres armados que los seguían, invisibles. Las mujeres no protestaron por la guardia armada que las acompañaba cuando se lavaban o cuando hacían sus necesidades.

* * * * *

El aire desplazado por la flecha le revolvió el cabello a Owen. Demasiado cerca. Había visto cómo se desviaba el impulso del practicante en el momento en que apareció el mensajero. Owen se había mantenido firme para demostrar en la práctica que había vidas en juego. Pero no se había propuesto que fuera tan peligroso; había calculado mal la trayectoria de la flecha. Le había sucedido más de una vez desde que había perdido el ojo izquierdo.

Gaspare arrancó el arco de las manos del alumno y le dio con él en el estómago:

—¿Qué eres, un perro tras una liebre? El capitán Owen viene desde York para enseñarte a salvar el pellejo en el campo de batalla y quieres matarlo sólo porque te distrajo un mensajero. ¿Qué clase de idiotas nos ha mandado Lancaster?

El joven puso los brazos en jarras y no contestó.

Gaspare cruzó el patio del castillo para recuperar la flecha y le dio una palmada a Owen en la espalda al pasar.

—No has perdido la sangre fría, eso está claro. —Le dirigió una sonrisa torcida a causa de la cicatriz que le recorría el lado derecho de la cara desde la oreja hasta la barbilla, hendiéndole la comisura de los labios—. ¿Qué estoy haciendo mal, amigo mío? ¿Por qué el mocoso no puede resistirse a las distracciones del mundo?

—Tienes razón al compararlo con un perro tras la liebre —dijo Owen—. Si no puede olvidarse de lo que sucede a su alrededor y ver sólo la flecha y su blanco, no podrá ser un arquero.

Gaspare se golpeó la pierna con la flecha, mientras el joven del que hablaban lo observaba con preocupación. Ancho de hombros y musculoso, cuando Gaspare dejaba expresar físicamente su ira podía provocar considerable dolor.

—Necesito saber. ¿Es culpa mía, o Lancaster nos ha mandado un hato de imbéciles?

Owen no dijo nada. El mensajero, que ya estaba al alcance del oído, llevaba el distintivo de Juan Thoresby, arzobispo de York y lord canciller de Inglaterra. «¿De qué se tratará esta vez?», se preguntaba Owen. Thoresby había alentado a Owen a aceptar aquel empleo en el castillo de la reina en Knaresborough, para ayudar a dos antiguos conmilitones suyos, Lief y Gaspare, a desarrollar un método de entrenar arqueros en sólo dos semanas. El duque de Lancaster partiría rumbo a Aquitania en el otoño con cien arqueros, si la negociación por la restitución a don Pedro del trono de Castilla fallaba. Mientras tanto, Lancaster no quería alimentar a cien arqueros más tiempo del necesario; buscó un método para entrenar rápido a los ya experimentados con el arco largo, para combatir con eficiencia en el campo de modo que pudiera ir reclutándolos gradualmente. De ahí aquel experimento de entrenar a siete hombres en dos semanas. Después de adiestrarlos, había que presentárselos a Lancaster en Pontefract, donde él juzgaría si sus habilidades eran aceptables.

—De su ilustrísima el arzobispo, capitán Archer. —El mensajero le tendió a Owen un pliego sellado—. Debo esperar tu respuesta.

—Ve a la cocina. Te buscaré allí.

Gaspare notó las mandíbulas apretadas de su amigo.

—¿Esperas malas noticias del poderoso Thoresby?

—Lo más probable es que sean órdenes.

—No lo quieres mucho, parece.

—No me gusta ser su marioneta.

—Hacías el mismo trabajo para el viejo duque.

—Enrique de Grosmont era un militar. A él lo comprendía. Y confiaba en él.

—Ah. —Gaspare dirigió una mirada a su alumno que esperaba—. Pues bien, ¿qué debo hacer con este «arquero» que casi atraviesa a su capitán por error?

Owen se rascó la cicatriz debajo del parche con la carta del arzobispo mientras pensaba.

—No hay tiempo para cambiar su carácter. Ni al que espantó a una mosca antes. Olvídate de ellos. Concéntrate en los otros cinco.

Gaspare asintió:

—Con mucho gusto. —Dio un golpecito a la carta—. ¿Crees que Thoresby quiere que vuelvas tan pronto?

Owen miró el pliego que tenía en la mano.

—Sería muy propio de él. Será mejor que vaya a leerlo.

* * * * *

Knaresborough se hallaba en lo alto de una imponente pared montañosa que caía en vertical sobre el río Nidd. Los árboles que adornaban la ladera estaban curiosamente retorcidos y deformados por haber crecido con el constante esfuerzo de aferrarse al suelo y hundir en él sus raíces. Owen estaba en el borde contemplando el impetuoso río, recordando otro acantilado, otro río. Había subido a la montaña con su padre y su hermano Dafydd. Una vez en la cima, Dafydd había desafiado a Owen a ir hasta el borde y mirar abajo. Su padre se había reído. «Mirar hacia abajo no es nada, Dafydd, porque tus ojos pueden calcular la distancia y no te caerás, ni te sentirás tentado.» Los había hecho sentar cerca del borde y mirar hacia abajo y después les había dicho que cerraran un ojo y volvieran a mirar. «¿Veis cómo Dios nos protege? Nos dio dos ojos para que podamos ver la profundidad del infierno y tratemos de ir hacia arriba.» Era uno de los mejores recuerdos de su padre que tenía Owen, un momento raro en que había tenido tiempo para pasar un día con sus hijos.

Pero en aquel momento Owen miraba el precipicio con un solo ojo y lo veía tan cerca como si bastara con estirar la mano para meterla en el agua. La gente consideraba menor su defecto, pero, como hombre activo, Owen sentía la falta del ojo todos los días. El equilibrio, la visión por la izquierda y el cálculo de profundidad, distancia y trayectoria eran defectuosos. Y su aspecto molestaba a la gente. Owen quería enseñar a sus hijos, cuando los tuviera, cosas como el valor de los dos ojos. Pero ¿le harían caso a un tuerto?

Irritado por esta autocompasión, abrió la carta de Thoresby y leyó. La monja escapada de San Clemente había reaparecido. Curioso, pero no tan raro después de todo. Siguió leyendo. La violación y asesinato de la criada de Will Longford y su cocinero enterrado en la tumba de la monja con el cuello roto anunciaban problemas mayores. Thoresby expresaba su incomodidad con todo el asunto y ordenaba a Owen regresar a York. Podía terminar su tarea de preparar a los arqueros en el campo de San Jorge; los arqueros podían alojarse en el castillo de York. Mientras tanto, Owen podía empezar las investigaciones en el caso. ¿Mientras tanto? ¿Qué pensaba? ¿Que entrenar arqueros ocupaba sólo unos pocos momentos de la jornada?

¿Las investigaciones sobre qué? La gente huía de la desdicha todos los días. La monja había robado una reliquia y había ido a casa de Will Longford: eso no significaba nada, salvo que él fuera un traficante de reliquias. El hecho de que no hubiera vendido la reliquia en un año sugería que no lo era.

Pues bien, quedaba abierta la pregunta de por qué había ayudado a Joanna. Nadie se la había descrito aún. Quizá le había gustado a Longford. Pero ¿por qué los dos crímenes? ¿Y quién era Longford? Owen hizo un aspaviento. Se estaba dejando llevar por la fantasía.

Una mano lo cogió por el hombro derecho.

—Este sitio es ideal para Lancaster, ¿verdad?

—Una guarida traicionera para un hombre traicionero, amigo mío. —Owen habría reconocido aquella mano en cualquier parte. ¿Cómo lograba Lief tallar figuras tan delicadas y flautas de sonido tan dulce con aquellas manos gruesas?

Lief se encogió de hombros:

—Lo decía con un sentido más elogioso, pero no importa. —Siguió la mirada de Owen hacia el fondo del precipicio—. ¿Puedes imaginarte las plegarias de las pobres almas que construyeron esto?

—Sí que puedo. He oído a algunos de los hombres decir que Gante quiere este castillo. Al final, nuestra reina se lo dará. Nadie se interpone en sus deseos, ni siquiera su madre.

—Y el castillo saldrá ganando. —Owen resopló para expresar su disconformidad y Lief siguió—: El duque no es el tirano que crees. Ni lo era el viejo duque. Nunca habrá otro Enrique de Grossmont. Pero Gante es un hombre justo y quiere lo mejor para Inglaterra.

Owen había sido capitán de arqueros para el viejo duque y con gusto habría dado su vida por el gran guerrero y estadista. El nuevo duque todavía tenía que ganarse su respeto.

—Lief, eres un tonto.

—Bueno, cuando conozcas al duque en Pontefract la semana que viene verás que tengo razón.

Owen se encogió de hombros.

—¿Qué noticias hay de York?

—Su ilustrísima nos ordena ir a York, donde podemos continuar el entrenamiento mientras yo investigo el caso de una monja fugitiva que deja un rastro de cadáveres tras ella. —Owen soltó otro resoplido—. ¿Ese hombre pensará que sólo vivo para él?

Lief apretó el hombro de Owen.

—Me alivia oír que es una orden del arzobispo y no noticias de problemas en casa. Con Lucie esperando un hijo… —Lief se sentó en un puesto de vigilancia y dio una palmada en la piedra a su lado. Owen se sentó.

—No dice nada de Lucie.

—Está removiendo problemas que volverán a alejarte de casa, ¿eh? —Lief desenvainó el cuchillo que llevaba a la cintura e hizo un corte en un trozo de madera que sacó del bolsillo—. A mi modo de ver, ése es el problema con los curas, que no obedecen a la naturaleza. Si tuvieran esposa y familia, lo entenderían.

Owen tenía una sonrisa rara. Lief frunció el entrecejo al verlo.

—Me alegra verte sonreír, pero maldito sea si entiendo por qué lo haces.

—A veces suenas muy filosófico.

—Todo el tiempo que paso contigo —respondió Lief riéndose—. Eres todo un pensador. Y estás peor que nunca. Debatiendo todos los grandes problemas, uno tras otro.

—Ah, es probable que tengas razón. —Owen había depositado la carta a su lado y apoyó los antebrazos en los muslos, cogiéndose las manos y con la cabeza gacha.

Lief canturreó un momento y después dijo:

—¿Y por qué es eso, capitán? ¿Por qué siempre estás de humor tan sombrío?

Owen se encogió de hombros:

—Tengo muchos motivos de preocupación.

—¿Te refieres al arzobispo?

—A Lucie y al niño.

Lief miró a su amigo, sorprendido por la respuesta:

—No querrás decir que no estás contento de tener un hijo en camino.

—Agradezco a Dios que nos haya bendecido.

—Entonces ¿se trata de Lucie? ¿Ya no la quieres?

¿Cómo alguien podía hacer preguntas tan equivocadas?

—La amo sin medida.

—Entonces ¿qué te preocupa? —preguntó Lief exasperado.

Lief nunca cambiaría. La vida era muy simple para él, un manojo de absolutos.

—¿Y si muere en el parto? ¿Y si el niño muere? ¿Qué pensará un hijo de mí, con mi parche en el ojo? ¿Lo asustaré?

—Cielo santo, hombre, de veras estás pensando demasiado. Siempre ha sido tu problema. Tienes todo lo mejor en la vida: salud, honor, una mujer hermosa y pronto el fruto de tu unión. Cualquier otro hombre estaría hinchado de orgullo y mareado de alegría.

Owen se frotó la cicatriz debajo del parche. Le costaba explicarlo.

—Lucie tuvo un hijo antes, un niño llamado Martin. Murió antes de que pudiera dar los primeros pasos. La peste.

—Ah. —Lief asintió sin dejar de tallar enérgicamente—. Y ahora está llena de temores y presentimientos, ¿eh?

—No —dijo Owen negando con la cabeza—. Lucie no es de ésas. Cree que ahora todo irá bien. Pero no depende de nosotros, ¿verdad? En última instancia, sigue siendo algo de Dios.

Lief lo interrumpió y estudió la cara de su amigo.

—Vuelve la filosofía. No vale la pena preocuparse por lo que podría pasar. La voluntad de Dios es indescifrable para nosotros.

Qué cierto. Y qué enloquecedor. Si había algo por lo que Owen daría todo, era por dominar aquello…

—Tienes razón. Y tenías razón cuando pensaste que era Thoresby quien me preocupaba. Antes de que te sentaras, me estaba preguntando por esa monja que huyó. Ella, o alguien, hizo mucho para que pareciera como si hubiera muerto. Un hombre llamado Longford estuvo implicado… pero ¿fue amigo de la monja, o su amante, o su enemigo? ¿Por qué está enterrado el hombre de Longford en la tumba de la monja, con el cuello roto? ¿Por qué asesinaron a la criada? ¿Por qué esta joven llevaba un mantón azul igual que la monja?

Lief sacudió la cabeza:

—¿Es ése el trabajo que haces para el canciller? ¿Responder preguntas?

Owen se echó a reír:

—En el fondo, de eso se trata. Pero no iba a eso. Te estaba explicando cómo debo pensar para hacer el trabajo de Thoresby. Por supuesto que estoy preocupado por todo lo que puede ir mal con Lucie. Me he preparado para hacerlo.

—No me extraña que lo odies.

Owen se encogió de hombros:

—No sé si lo odio.

Lief le dirigió una mirada de reojo:

—Cielo santo, eres un tipo difícil. Bueno, piensa en odiar al arzobispo un tiempo y dale a tu familia un descanso, ¿eh? —Le tendió a Owen la talla, un homúnculo sin rostro en ropa de arzobispo.

Owen se rio y le dio una palmada a Lief en la espalda.

—Buen consejo, mi filosófico amigo. Y un inteligente recordatorio. —Cogió la carta y se levantó del marco de piedra, estirándose—. Debería volver. Gaspare creerá que ya me he marchado a todo galope a combatir en la nueva causa de Thoresby.

Lief asintió ya absorto en otro trozo de madera:

—Yo iré después.

Owen pasó por la cocina para informar al mensajero de Thoresby de que partiría rumbo a York a la mañana siguiente con sus hombres.