Capítulo 1

Lamento de los muertos

Finales de mayo de 1366.

Nicholas de Louth abandonó su trabajo y se apresuró a ir hacia la sala para recibir a Maddy, la sirvienta de Will Longford. Si había ido seguramente era porque tenía noticias de su amo.

De Longford no sabían nada desde marzo: había desaparecido sin más. Cuando pasaron unos días sin que hubiera señales de actividad en la casa, Louth había mandado entrar a sus hombres. No habían encontrado a nadie, ni siquiera a la sirvienta Maddy. A ella la localizaron en casa de sus padres, quejándose del abandono. Según su testimonio, una noche Longford le había ordenado que se marchara, pues él y su asistente, Jaro, saldrían de viaje. «Eso fue todo lo que me dijo. Me lo podría haber avisado antes. Yo podría haber buscado otro trabajo. Ahora no cobro sueldo.» Longford le había dicho que la buscaría cuando volviera. «Se marchó esa noche. Desde entonces no sé nada de él.»

Una investigación había revelado que, antes de que entraran los hombres de Louth, alguien había registrado la casa de Longford y lo había revuelto todo. Aun así, encontraron más de una docena de puñales, varias espadas de factura francesa, una italiana y (esto era el premio mayor) una carta con el sello de Bertrand du Guesclin reconociendo una deuda en dinero con Longford. No era una prueba de traición (ni siquiera estaba firmada) pero era una prueba, bien es cierto que ambigua, de que existía una relación entre ambos hombres. Louth sería menos amable al interrogar a Longford la próxima vez. También habían encontrado algunos elementos intrigantes, entre ellos un frasco de vidrio italiano que contenía un polvo blanco. Maddy lo había reconocido. Dijo que la monja que había muerto en casa de Longford el verano anterior lo había llevado con ella y se lo había ofrecido a Longford como una reliquia. Louth lo había requisado, junto con las armas y la carta.

Un generoso saco de monedas había convencido a Maddy de seguir en la casa. Su misión era alertarlos si Longford volvía o aparecía alguien más. Seguramente éste era el motivo de su visita aquella mañana.

La encontró sentada en una silla junto al fuego: era una joven delgada, con un tazón de vino especiado en las manos trémulas. Cuando la saludó, ella levantó hacia él los ojos enrojecidos y asustados.

—¡No puedo volver allí, señor! ¡No me atrevo!

—¿Qué pasa, Maddy? ¿Ha vuelto tu amo?

Negó con la cabeza:

—Es el fantasma de la pobre sor Joanna. Ha vuelto por la leche de la Virgen. Sollozando, gimiendo, golpeándose el pecho y pidiendo la muerte. No descansa en paz, señor.

Louth tardó en asimilar la historia de Maddy, tan lejos estaba de lo que había esperado.

—¿Sor Joanna? ¿Qué quieres decir, niña?

Maddy tomó un trago de vino, que no fue suficiente para calmar su temblor.

—Por favor, señor. Es tal como dicen, los muertos vuelven cuando no están en paz. Esta sor Joanna… ha vuelto por la reliquia. Necesita el frasco que entregó a mi amo.

Louth había encontrado ya el hilo de la historia.

—¿Sor Joanna, a la que tu amo enterró el verano pasado? ¿Ha vuelto? ¿Está en la casa ahora?

Maddy se santiguó y asintió:

—Vine directamente. Yo había entrado por la cocina para abrir los postigos. Lo hago todos los días a media mañana, para ventilar, por si el amo regresa. Y allí estaba, en el rincón de los estantes, envuelta en un mantón azul, murmurando sobre la leche de la Virgen. Con una voz tan fantasmal… Como el roce de las alas de los ángeles. Y cuando hubo revisado todos los estantes, cayó de rodillas, lloró y se golpeó el pecho. Oh, Señor, los lamentos de los muertos no son para oírlos, salvo que uno pueda aliviarlos. ¡Tenéis que devolverle el frasco!

Louth no era de los que creen en fantasmas, pero hasta aquel momento Maddy le había parecido una joven sensata y fiable.

—¿Crees que esta aparición busca la reliquia que sor Joanna trajo de San Clemente?

Maddy asintió con la cabeza y tomó otro trago de vino.

—¿Estaba en la casa cuando saliste?

Maddy volvió a asentir y se santiguó.

No era lo que Louth había esperado. Y no creía que los muertos salieran del sepulcro para recuperar una reliquia perdida. Hombres con más motivos para levantarse de sus tumbas se quedaban en ellas. Pero Maddy había resistido en su puesto hasta aquel momento y merecía su atención. ¿Podía ser una treta para sacar a Maddy de la casa? Después de más de un mes de vigilancia constante, ¿alguien habría logrado meterse? La idea lo impulsó a pasar a la acción.

Mandó llamar a su escudero y dio instrucciones a un criado para que corriera a la casa del preboste a pedirle que fuera a encontrarse con Longford.

—Es posible que sir Richard esté oyendo misa en la catedral. Haz todo lo que puedas para que salga en seguida. —Se volvió hacia la criada—. Ahora, Maddy, ¿quieres acompañarme, o quedarte aquí, segura y con calor?

Maddy miró con pesar hacia el fuego pero negó con la cabeza:

—Mi deber es ir, señor. Y debo ver con mis propios ojos lo que vos veáis. No estaré tranquila hasta saber qué está pasando.

Louth admiró su valor.

—Entonces ven. No debemos dejarla esperando.

* * * * *

Aunque era media mañana de un día soleado, dentro de la casa de Longford reinaban las sombras. Louth oyó a la mujer, que alternaba sollozos y susurros, antes de distinguir su silueta en el rincón más oscuro. No podía comprender lo que decía. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, notó que las ventanas que había al otro lado de la aparición seguían con los postigos cerrados. Indicó con una seña a su escudero que los abriera. La aparición alzó una mano flaca para protegerse los ojos de la luz. Un ademán decididamente físico, pensó Louth. Ignoraba que los ojos de un espíritu fueran sensibles a la luz.

Se acercó hasta quedar a unos pasos de la figura envuelta en tela azul, tan cerca de ella que con sólo estirar la mano podría tocarla. Podía ver poco más que un mantón color azul claro, manchado y desgarrado, que cubría una silueta delgada. La mano que había alzado para cubrirse la cara estaba sucia. Toda ella emitía un fuerte olor, pero era el olor de la ropa y la piel sin lavar, no de la podredumbre. De modo que, razonó Louth, no era ni un espíritu ni un cadáver.

—¿Quién eres, señora? —Habló en tono amable, pero lo bastante alto como para asegurarse de ser oído por encima de los susurros de ella.

La mujer se golpeó el pecho tres veces y murmuró:

Mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa. —Y después rompió en llanto y se derrumbó sobre el suelo. Louth no supo qué actitud adoptar. Se sintió aliviado cuando Ravenser entró en silencio por la puerta principal y se le acercó. El preboste se acuclilló junto a la figura inerte, olió y se levantó rápidamente tapándose la nariz con un pañuelo:

—¿Quién es? —susurró.

Louth se encogió de hombros.

—No sé. Pero es una aparición de carne y hueso, pienso. —Se inclinó y suavemente echó atrás el mantón, descubriendo un cabello grasiento y enredado. La mujer parecía inconsciente. Louth le dio la vuelta con precaución y tocó el rostro delicado, mojado por las lágrimas—. Ven, Maddy —dijo suavemente—. Es un ser vivo, caliente al tacto. Dinos si es sor Joanna.

Maddy se acercó de puntillas, con la mano adelantada como para protegerse de un ataque súbito. Antes de acercarse lo suficiente para distinguir los rasgos de la mujer que estaba en la sombra, dijo:

—No era tan delgada, señor.

—Acércate. La he tocado y no me ha pasado nada. —Le tendió una mano—: Ven. Dinos si es ella.

Maddy se acercó un poco más y de pronto se echó atrás. Louth asintió:

—Huele a cuerpo sin lavar y a ropa sucia, Maddy, no a podrido. Ven. Mírale la cara. ¿Es sor Joanna? —La mujer seguía inmóvil, con los ojos cerrados.

Maddy se inclinó y se irguió con un movimiento espasmódico, asintiendo:

—Es ella.

—¿Estás segura?

—Todo lo que puedo estarlo. Si le viera el color de los ojos, estaría segura. Nunca los vi iguales. De un verde claro, si puede imaginárselos.

Louth, acuclillado, se sentó sobre los talones, preguntándose cómo proceder.

—¿Hay fuego en la cocina, Maddy?

—Sí señor.

El escudero de Louth, John, se acuclilló a su lado:

—¿La llevo allá?

Louth asintió.

John tomó en brazos a la mujer y se enderezó. Maddy se apresuró delante de él, enseñándole el camino de la cocina. Louth puso dos bancos juntos cerca del fuego y John la depositó suavemente sobre ellos. La mujer se movió y sus párpados temblaron.

—¡Aguardiente, Maddy! —dijo Louth.

La criada sirvió una taza. Cuando Louth levantó la cabeza de la mujer, notó que su cabello era de un rojo claro. Estaba cada vez más seguro de que era sor Joanna. Llevó la taza a la boca de la mujer y susurró:

—Bebe despacio.

Algo del vino se derramó por su barbilla. Una mano se levantó hasta la taza y la tocó. Los labios se entreabrieron. Bebió y después tosió. Louth la ayudó a sentarse. Los ojos verde claro se abrieron, pero no observaron nada sino que permanecieron perdidos en la distancia.

—Mirad los ojos —dijo Maddy—. Es ella.

Louth alzó la taza a los labios de sor Joanna y ella volvió a beber y después apartó la cabeza.

—¿Puedes oírme, Joanna? —Los ojos verdes miraron a Louth sin expresión. Él no estaba seguro de que lo viera—. Estás en casa de Will Longford, en Beverley. ¿Puedes decirnos qué te pasó?

Las cejas claras se unieron en señal de preocupación. Después los ojos se despejaron y se fijaron en los de él. Cogió al hombre por un brazo:

—La leche de la Virgen. ¿Está aquí?

—Está cerca.

—Tengo que devolverla.

—¿Tienes que devolverla a San Clemente? —preguntó Louth.

—Llevo el manto de Nuestra Señora, como veis. —Al decirlo se ciñó el mantón azul alrededor del cuerpo—. He resucitado de entre los muertos, como Santa María Virgen. Pero no debía haber sucedido así. Soy una Magdalena. Nuestra Señora dijo que debo volver a morir.

—¿La Virgen te dijo eso?

Los ojos se abrieron, grandes, inocentes.

—La Santísima Virgen María me está mirando.

Louth lanzó una mirada al preboste y volvió a dirigirse a la monja:

—¿Tuviste una visión?

Los ojos de ella se llenaron de lágrimas, la cabeza cayó hacia atrás, contra el brazo de Louth:

—Debo volver —gimió, cerrando los ojos.

—¿Joanna? —susurró Louth.

Joanna balbuceó algo incoherente.

Louth la dejó recostada sobre los bancos y alzó la vista hacia Revenser:

—¿Qué piensas?

Ravenser miraba a la monja con el entrecejo fruncido y los labios apretados; movió la cabeza en sentido negativo:

—No me gustan estas cosas… El manto de la Virgen… Resucitar de entre los muertos…

Los dos miraban a la mujer, sucia y estragada por el hambre.

—Es hermosa, aun en el estado en que se encuentra —dijo Louth con un suspiro.

Ravenser lo miró, sorprendido por el comentario:

—Una observación curiosa para hacer en este momento.

—Toca algo en mí —dijo Louth encogiéndose de hombros—. Su delicadeza. Su desesperación. —Se puso de pie.

—La llevaremos a la abadía de Nunburton —dijo Ravenser—. Allá podrá ser atendida y vigilada.

Maddy miraba a uno y otro:

—Entonces ¿está viva de verdad?

—Sí, Maddy, viva de verdad —respondió Ravenser con una sonrisa—. Pero dime, ¿tú la viste muerta?

Maddy lo pensó y negó con la cabeza.

—Pero ¿fuiste tú quien preparó su funeral?

—No. Yo estaba en el mercado. Cuando volví ya estaba envuelta en una mortaja.

Ravenser miró a Louth y después otra vez a Maddy.

—¿Sor Joanna murió mientras estabas ausente?

Maddy se miraba los pies y las lágrimas le llenaban los ojos.

—Fue tan triste. Yo no habría salido si hubiera visto que estaba empeorando.

A Louth no le gustó esta nueva información.

—¿Creías que estaba mejorando?

Maddy asintió:

—Se había levantado y había cenado con ellos.

—¿Con Longford y Jaro?

—Y sus dos visitantes —dijo Maddy.

Visitantes. Y todo este tiempo Maddy sólo había mencionado a Will Longford y a su ayudante Jaro. Pero también era cierto que Louth había estado interesado sólo en Longford.

—Mañana mandaré a alguien a buscarte, Maddy. Debes decirme todo lo que recuerdes sobre los días que pasó sor Joanna en esta casa.

—Pero ¿quién cuidará la casa mientras voy, señor?

—Mandaré a alguien, Maddy. Estoy más interesado que nunca en encontrar a tu amo.

* * * * *

Richard de Ravenser dejó a sor Joanna, todavía desvanecida, en las manos competentes de su casera y cabalgó hasta la abadía de Nunburton. La abadesa volvió con él y se hizo cargo de Joanna. Mientras veía alejarse la litera con su escolta, a Ravenser se le ocurrió que debía escribirle a su tío el arzobispo, que se había interesado por la historia de la monja el verano anterior. Pero ¿qué podía decirle? Quizá debía esperar hasta que él y Louth hubieran vuelto a hablar con Maddy.

* * * * *

A Maddy no le gustaba quedarse sola en la casa. Había oído a sor Joanna decir que había resucitado de entre los muertos, por más que sir Nicholas dijera que no era verdad. Maddy reconocía el hedor de la tumba, un olor que en aquel momento persistía en los cuartos. Y el modo en que sor Joanna había llorado… aquello no era una visión santa. Más se parecía a los muertos que vuelven a perseguir a los vivos.

Maddy se distrajo con fantasías sobre John, el escudero de sir Nicholas. Tan cortés y apuesto, tan bien vestido. Maddy se imaginaba en brazos de John, cerca de su corazón, como había estado sor Joanna. John había sido muy tierno con Joanna, alzándola en brazos. ¡Oh, si hubiera sido Maddy! Fue al mercado en busca de un manto azul y encontró un mantón que la satisfizo. Al volver a la casa, se envolvió en la prenda y bailoteó en la sala. En su imaginación aparecía John y la encontraba hermosa. La tomaba en sus brazos y la llevaba al dormitorio del amo.

Al crepúsculo, la danza de Maddy fue interrumpida por un crujido en la puerta del salón. Ella todavía no había echado los cerrojos como lo hacía de noche, ni había cerrado los postigos. El crepúsculo gris era la única iluminación del interior. Contuvo el aliento mientras escuchaba. No oyó nada más, pero sentía que había alguien en las sombras.

—¿Quién está ahí?

No hubo respuesta, pero podía oír un aliento rápido y excitado.

—Ésta es la casa del señor Longford —dijo Maddy tratando de parecer seria—. No puede entrar cualquiera de la calle.

El intruso se echó a reír, produciendo un sonido seco que despertó ecos extraños en el salón en sombras.

Maddy se deslizó hacia la puerta que llevaba a la cocina. Podría salir a la calle si llegaba antes a la cocina. El trayecto la puso bajo la luz plateada de una de las ventanas abiertas. Se ciñó el mantón y se apresuró.

Alguien cogió una punta del mantón y dio un tirón. Maddy gritó y con dedos nerviosos trató de deshacer el nudo que había hecho bajo la barbilla. Un brazo la cogió por la cintura.

—Tan delgada… —silbó una voz en su oído. El hombre hedía a cebollas y sudor. Esto no se parecía en nada a las fantasías de Maddy. Soltó el nudo y trató de liberarse. El otro brazo de él le rodeó el cuello y la mano tocó el nudo. Le quitó el mantón de la cabeza y lo retorció de modo que el nudo le apretó la garganta. Los gritos de Maddy se transformaron en toses desesperadas; le dolían los ojos por la presión que sentía en la cabeza. No podía respirar. Las piernas cedieron. El nudo se apretó más, más, más. Dulce Jesús, había sido una fantasía inocente…

* * * * *

Louth hizo pasar a su despacho a sir Thomas, el vicario de Santa María. Esperaba saber algo más sobre los hechos que rodeaban el paso de sor Joanna por Beverley. El cura parecía un buen informante, ya que había administrado a Joanna los últimos sacramentos y la había enterrado; pero pasadas experiencias con sir Thomas preparaban a Louth para un momento difícil. El hombre era un devoto de su propia supervivencia y nada más.

—La criada de Longford mencionó a dos visitantes, sir Thomas. ¿Longford tuvo alguna compañía además de Jaro en el entierro de sor Joanna?

El cura miraba fijamente sus botas embarradas.

—Dos hombres. —Alzó los ojos hacia Louth—. Sí, los recuerdo.

—¿Los habíais visto antes? —El cura negó con la cabeza—. Describidme su aspecto.

—Me temo que no os seré de gran ayuda —dijo sir Thomas secándose la frente con un pañuelo grande—. La vista me ha estado fallando últimamente.

Louth pensaba que la mirada vacía indicaba una naturaleza astuta antes que un defecto de visión. Si fuera miope, ¿no entornaría los ojos para ver mejor? Suspiró. Admitía que era crítico, poco caritativo, por lo que constantemente estaba haciendo penitencia.

—Decidme lo que podáis, sir Thomas. Cualquier cosa será agradecida.

El rostro del cura se torció de un modo infantil porque se mordía las mejillas por dentro. Louth apartó los ojos.

—Longford es un hombre peligroso, sir Nicholas. Muy temido en Beverley.

—Todo lo que pido es que me contéis lo que recordáis —dijo Louth con creciente impaciencia.

El cura volvió a secarse la frente y dirigió una mirada a su alrededor.

—Uno era alto, de cabello rubio. Hablaba como un extranjero. Un danés, quizás. O noruego. El otro era de estatura media, robusto pero no demasiado. Con algo de calvicie. Hablaba bien.

—¿Se mencionaron sus nombres en vuestra presencia?

Sir Thomas negó con la cabeza. Demasiado rápido para el gusto de Louth. Las otras preguntas no habían sido respondidas con la misma velocidad.

—Le disteis a sor Joanna los últimos sacramentos. ¿Creíais que estaba muerta?

—Oh, no. Longford dijo que se estaba muriendo. Y parecía débil y pálida. Tenía las manos frías y la frente también, lo recuerdo.

—La enterraron deprisa. ¿Por qué?

El cura hizo una mueca bajo la mirada atenta de su interrogador.

—Era algo provisional, hasta que la familia viniera en su busca. Nos preocupaba que pudiera ser la peste.

—¿Quién sugirió eso?

El cura volvió a morderse el interior de la boca, pensando.

—Jaro. Fue él quien lo sugirió. Dijo que el cadáver olía a peste y no la quería en su cocina. No sabéis cuánto recé por eso.

Louth no tenía problemas en creer que el cura había rezado… pero por su propia salud, no buscando una iluminación.

—¿Ha habido algún… problema, alrededor de la tumba?

El cura pareció nervioso.

—¿Qué clase de problema?

Louth unió la punta de los dedos de ambas manos, apretó con fuerza y cerró los ojos, calmándose.

—¿La tumba estaba intacta desde el supuesto entierro de sor Joanna?

Sir Thomas respiró profundamente:

—No me gustan los cuentos, pero cuando oí que había vuelto, fui a ver y debo decir que alguien estuvo en la tumba este año pasado. Aunque no tan recientemente como la resurrección de sor Joanna. Pero yo me pregunto: ¿un cadáver removería la tierra al levantarse de la tumba? A mí me parece…

—Ella no resucitó de entre los muertos —dijo Louth con seriedad.

—No, no, por supuesto que no. —El cura se secó la frente.

—¿Sor Joanna llevaba un manto azul cuando la atendisteis?

—¿El manto de Nuestra Señora? No, lamentablemente. No tuve la fortuna de tocarlo.

Louth suspiró.

—Está bien. Gracias, sir Thomas. —Se levantó al tiempo que el cura, lo acompañó a la puerta y llamó a su escudero—: Ven, John, hagámosle una visita a la pequeña Maddy para preguntarle sobre esos dos hombres.

* * * * *

John llamó a la puerta de la casa blanqueada de Longford y la puerta se abrió sola. El hombre dirigió una mirada intrigada a Louth. Ambos sacaron los puñales. John entró primero y Louth lo siguió. El sol de la tarde entraba por las ventanas abiertas, iluminando sillas y bancos volcados. Una lámpara de aceite yacía en el suelo junto a una silla rota. La casa estaba silenciosa salvo por un ave que se asustó con la entrada de los dos hombres.

—¿Maddy? —susurró Louth. Se aclaró la garganta y repitió el nombre en voz alta. No hubo respuesta. Fue lentamente hacia la puerta de la cocina y se detuvo sobrecogido de horror por las manchas de sangre que formaban un camino entre la sala y la cocina. Abrió la puerta—. ¡Santo Cielo! —Había ollas y cacerolas tiradas en el suelo de piedra; los restos de un guiso se secaban en una olla sobre las brasas apagadas de la cocina; había vino volcado en la mesa y en el suelo—. ¿Maddy? —Había una cortina que separaba otro recinto, probablemente el jergón de Jaro. John llegó allí primero, tiró de la cortina y le dio la vuelta a la cabeza con un grito estrangulado.

Louth se persignó y se unió a su escudero. Sobre el ancho jergón de paja estaba Maddy, con monedas en los ojos, las manos bien cruzadas sobre el pecho, vestida, envuelta en un mantón azul. Pero la cara hinchada, el labio partido, la sangre en la falda y las manos y sobre todo la fea moradura del cuello permitían ver que la muerte de Maddy no había sido pacífica, por más que se la hubiera querido hacer pasar por tal. Pobre pequeña Maddy. Louth cayó de rodillas y lloró.

* * * * *

La cara redonda de Louth, usualmente rubicunda, estaba pálida a la mañana siguiente y los ojos los tenía hundidos. Ravenser lo invitó a salir al jardín, donde el sol podía ahuyentar el frío de muerte de sus huesos.

—¿Qué han hecho con el cuerpo de Maddy? —preguntó Louth.

—Yo lo reclamé. El alguacil y el forense me lo entregarán.

Louth se inclinó hacia delante para tocar la mano de Ravenser:

—Dios te bendiga, Ravenser. Permíteme compartir los gastos de su entierro.

Ravenser apartó la mano, molesto por el despliegue de emoción del canónigo.

—¿Por qué habrías de pagar tú?

—En nombre del Cielo, es culpa mía que esté muerta. ¿En qué estaría pensando al dejarla sola?

Ravenser inclinó la cabeza para ocultar que estaba de acuerdo.

—¿Te fijaste en el mantón azul, tan parecido al de sor Joanna? —Era mejor ocupar la mente de Louth con preguntas. Seguramente se había fijado en el mantón.

—Sí —asintió Louth—. Sí, lo vi.

—Me pregunto por qué lo tendría. El día era cálido.

—Debe de haber sucedido de noche.

—Pero estaba vestida.

Louth se llevó una mano regordeta y con hoyuelos a los ojos.

—Nunca me lo perdonaré. Maddy fue a mí en busca de protección mientras Longford estaba ausente. Puede ser un mercenario y todas las cosas que dicen de él pueden ser ciertas, pero Maddy estuvo segura bajo su cuidado.

—¿No piensas que puede haber sido Longford quien la mató?

—¿Qué? —preguntó Louth desconcertado.

—Quizás entró y creyó que era sor Joanna con su mantón azul. —El sudor goteaba en la cara regordeta de Louth mientras lo pensaba. A Ravenser no le gustaba la palidez del hombre, ni su aliento agitado—. Pero ahora que lo pienso, no sabemos si Joanna llevaba ese manto cuando estuvo con Longford.

Louth parpadeó rápidamente.

—Por supuesto. Y no necesitaba haber sido Longford. Quizás otro la confundió con Joanna Calverley. O quizá… ¿No podría ser que hubieran envuelto a Maddy con el mantón como advertencia?

La posibilidad puso incómodo a Ravenser. Quería una solución simple, que complicara a la menor cantidad de gente posible.

—No tenemos pruebas, Nicholas.

Louth suspiró y se secó el labio superior.

—¿La abadesa le ha sacado algo a sor Joanna?

Era un tema más seguro.

—Al parecer, la monja sólo dice incoherencias. —Ravenser se enderezó—: No veo otra alternativa que abrir la tumba que cavaron con tanta prisa para ver si revela algo.

Louth se santiguó:

—¡No te propondrás enterrar a Maddy allí!

Ravenser miró escandalizado al canónigo:

—¿Me crees un monstruo?

—Perdóname —dijo Louth frotándose los ojos—. Te acompañaré a la abertura de la tumba, si no te molesta.

—Muy por el contrario, te lo aseguro. No es algo que me guste hacer. También querría que mandaras a tus hombres a investigar por la población, a ver si consiguen más datos sobre Will Longford. O sobre Maddy. Mañana por la mañana hazme saber lo que hayas averiguado.

* * * * *

Lo que averiguó Louth por sus hombres acerca de la reputación de Longford no le sorprendió a él ni tampoco a Ravenser. Todos lo detestaban y lo rehuían. Su deseo de mujeres había hecho que la mayoría, al enterarse de la muerte de la monja en su casa, sospechara que Longford la había secuestrado, violado y después repudiado, y que ella había muerto de vergüenza o temor por su alma inmortal. Algunos incluso sugerían que la había envenenado. En aquel momento, con la noticia del regreso de sor Joanna, todos coincidían en que había huido con Longford y él la había repudiado. Algunos cínicos incluso albergaban la esperanza de que la monja lo hubiera matado.

—Una figura poco romántica —dijo Louth.

Ravenser se echó hacia atrás con las delgadas manos en la nuca y miró el techo.

—Ocho meses después del «entierro» de sor Joanna, Longford desapareció. ¿Y si ella estaba encinta y él fue a reunirse con ella después del parto? ¿Y si después sucedió algo que separara a esta feliz familia?

—¿Dónde está el niño entonces?

Ravenser se sentó.

—Muerto quizá. ¿Será por eso por lo que se ha removido la tumba?

—O quizás ella ocultó que estaba encinta. Él lo descubrió y la rechazó.

Ravenser sonrió:

—Es una madeja complicada.

Louth no sonrió.

—Tal como yo lo veo, sor Joanna huyó para encontrarse con un amante, que pudo ser o no Longford y algo salió mal. Quizá tan mal que él la siguió hasta aquí para matarla.

—Pero ¿por qué matar entonces a Maddy?

Louth cerró los ojos y negó con la cabeza:

—Mis hombres no oyeron nada malo de ella. Una joven trabajadora, un poco soñadora. —Se secó los ojos—. La pobre niña.

* * * * *

El tío Dan se quitó el gorro polvoriento y se rascó la calva:

—Un hombre que entierra a tantos como he enterrado yo, no puede recordarlos a todos. Pero recuerdo al señor Longford enterrando a alguien, sí.

—¿Recuerdas algo más sobre el asunto?

El viejo se alisó la ropa arrugada, como si la pregunta le provocara picazón.

—No sobre el asunto en sí, señor.

—¿Eso es un sí o un no?

—Recuerdo la cerveza, señor. Una cerveza formidable, espesa y fuerte. De las que se mastican antes de tragarlas. —Sonrió al recordarlo.

—¿Alguien te convidó mientras cubrías la fosa?

El tío Dan estrujó el gorro y se miró las botas embarradas:

—No debería haber bebido antes de terminar, pero, mi querido señor, era uno de los días más calurosos de ese verano tan lluvioso y a cada palada me subía un vaho de vapor. Me estaba cocinando. Y un hombre sediento bebe.

—No te estoy juzgando, Dan. ¿Quién te trajo la cerveza?

—Fue Jaro, el hombre del señor Longford.

—¿Recuerdas haber seguido llenando la fosa mientras bebías la cerveza, Dan?

Una mano sucia fue a la cabeza, a rascar:

—Ahí está el problema. No puedo decir que recuerde haberla llenado, pero he estado llenando fosas toda mi vida y estoy seguro de que lo hice bien.

—¿Te ayudó alguien? ¿Longford, quizás?

El tío Dan se encogió de hombros.

—Para decir la verdad, no podría jurar nada, después de haber probado esa cerveza formidable.

—¿Sabes lo que debes hacer ahora, Dan?

—Entonces ¿era cierto? ¿Quieren que la abra?

—Hay que hacerlo. ¿Te atreves?

—No lo sabré hasta que lo haga. Pero si hay que hacerlo… —Volvió a encogerse de hombros—. No diré que no me vendría bien estar acompañado.

—Yo te acompañaré. —Ravenser quería mantener el incidente en secreto hasta donde fuera posible—. Y sir Nicholas también.

Había llovido por la noche. La mañana estaba seca pero nublada, con el aire pesado. El tío Dan y su hijo se pusieron a trabajar en silencio, pero pronto estaban maldiciendo la tierra empapada. A medida que cavaban, el agua llenaba el agujero y dificultaba el trabajo.

Ravenser se dejó llevar por sus pensamientos. ¿Y si encontraban a la verdadera sor Joanna pudriéndose en su mortaja? Entonces ¿quién era la mujer que estaba en Nunburton y proclamaba que había experimentado una resurrección? La abadesa de Nunburton había notado que la mujer sabía hablar francés y que sus ropas, aunque sucias y desgarradas, eran nuevas, sin remiendos, y de una lana cara. También había notado que el manto supuestamente antiguo y sagrado parecía de buena lana de Yorkshire. ¿Por qué alguien declararía ser un muerto? ¿Qué tenía que ganar? ¿Era peligrosa? ¿O sólo loca?

—Ya llegaron al cuerpo —dijo Louth en voz baja.

Ravenser se disculpó por su distracción:

—Estaba ponderando este extraño caso.

—Aquí estamos —dijo el tío Dan—. Atada dentro de su mortaja, tal como la recuerdo. ¿La levantamos, sir Richard?

Ravenser se arrodilló y metió el cuchillo bajo el primer nudo, parpadeando rápido para limpiarse las lágrimas que le hacía brotar el olor.

—Creo que habremos terminado en un segundo.

—¡El Señor se apiade de nosotros! —El tío Dan se cubrió la boca y la nariz con un pañuelo sucio mientras Ravenser bajaba la sábana—. No me gusta el aspecto que tienen cuando todavía les queda carne. Ni el hedor.

—¿Qué tenemos aquí? —murmuró Ravenser—. Demasiada carne para un cadáver que tiene un año y no es sor Joanna, sino un hombre con el cuello roto. Un ahorcado.

Louth se inclinó, con un pañuelo perfumado sobre la gorda cara, e inspeccionó la cara y el resto del cadáver.

—Inconfundible. Es Jaro, el ayudante de Longford. —Señaló un amuleto sobre el pecho—: El diente de un animal que mató en los Pirineos. Estaba orgulloso de él. Pero su gordura bastaría para identificarlo. —Se apartó rápidamente.

A Ravenser le ardían las entrañas. ¿Cómo había llegado el hombre de Will Longford a aquella tumba? Se puso de pie.

—Vuelve a llenarla, Dan y no digas nada a nadie. Debo notificarlo al alcalde, al forense, a los alguaciles. —Se pasó una mano sobre los ojos y suspiró—: Y al arzobispo de York.

Cuando se apartaban, Louth le preguntó a Ravenser qué se proponía hacer con sor Joanna.

—Le pediré a mi tío que me permita escoltarla al convento. Quizá sea más coherente con la madre superiora, a la que conoce. Pero después de todo esto, tendrá que ser una escolta armada.

—Yo te acompañaré. Con mis hombres.

—¿Tú, Nicholas?

—Me siento responsable.

Y tenía motivos. Ravenser estaba de acuerdo.