Era un frío día de comienzos de noviembre cuando Sean llevó en coche a Michelle a la consulta de Horatio.
—No quiero hacer esto, Sean. De verdad que no.
—Oye, volviste de Camp Peary viva, y si algo sé de ti es que nunca incumples un trato.
—Gracias por tu apoyo —dijo Michelle con amargura.
Horatio los estaba esperando.
Sean se disponía a marcharse pero Michelle lo cogió de la mano.
—Por favor, quédate conmigo.
Sean miró a Horatio.
—No me parece buena idea —dijo el psicólogo.
—Pero yo quiero que se quede.
—Esta vez tendrás que hacerme caso, Michelle. Sean no puede quedarse.
Cuando Sean se marchó, Horatio no tardó demasiado en hipnotizarla.
Horatio pasó varios minutos haciendo regresar a Michelle a sus seis años, y tardó varios minutos más en situarla en aquella noche en Tennessee cuando su vida cambió para siempre.
Michelle tenía los ojos abiertos, aunque su mente consciente ya no era la que la dominaba. Horatio observaba con un profundo interés profesional y también con un dolor creciente cómo relataba lo ocurrido. A veces Michelle hablaba como una niña, y otras veces con el nivel de reflexión y vocabulario de un adulto cuyo subconsciente se había debatido esa noche con todas sus fuerzas para intentar encontrarle un sentido a lo sucedido.
Aquella noche había venido el hombre uniformado. Michelle no recordaba haberlo visto antes. Debía de haber estado dormida las otras veces que había venido. Pero esa noche su mamá estaba muy nerviosa y se quedó junto a Michelle. Su madre le dijo al hombre que no quería verlo; que tenía que marcharse. Al comienzo, él pensó que bromeaba, pero cuando quedó claro que no, se enfadó. Empezó a desnudarse. Cuando cogió a la madre de Michelle, ella le dijo a su hija que echara a correr. El hombre empezó a desnudar a la madre en contra de su voluntad, pero él era mucho más fuerte. La obligó a tumbarse en el suelo.
Michelle cogió la pistola en un abrir y cerrar de ojos. A veces había cogido el arma de su padre cuando estaba descargada, por supuesto. Sacó el arma de la pistolera del soldado que había dejado tirada en el sofá junto con el resto de la ropa. Le había apuntado a la espalda y disparado una vez. En el centro de la espalda del hombre apareció una gran mancha roja. Había muerto en silencio, desplomándose encima de la madre de Michelle. La mujer estaba tan conmocionada que se desmayó.
—Lo maté. Maté a un hombre. —Las lágrimas surcaron el rostro de Michelle mientras hablaba de ese acontecimiento de su vida tanto tiempo olvidado.
Cuando su padre llegó se la había encontrado allí de pie, pistola en mano. Michelle no sabía por qué había vuelto temprano, pero allí estaba. Vio lo que había pasado, le quitó la pistola a Michelle y apartó el cadáver del hombre de encima de su esposa. Intentó reanimarla, pero seguía inconsciente. La subió a la cama, bajó corriendo y tomó a Michelle de la mano y le susurró con ternura.
—Me cogió de la mano —dijo Michelle en voz baja—. Me dijo que tenía que marcharse un rato pero que volvería. Yo empecé a gritar, a gritar que no me dejara. Le agarré de la pierna y no me solté, de ninguna manera. Entonces me dijo que iba a llevarme con él. Que íbamos a dar una vuelta. Me sentó en la parte delantera del coche. Luego volvió a entrar y sacó al hombre y lo dejó en el suelo de la parte trasera.
—¿Por qué no en el maletero? —preguntó Horatio.
—Estaba lleno de trastos —respondió Michelle de inmediato—. Así pues, papá metió al hombre detrás. Le vi la cara. Todavía tenía los ojos abiertos. Estaba muerto. Sabía que estaba muerto porque lo había matado. Sé lo que pasa cuando te disparan. Te mueres. Siempre te mueres.
—¿Qué hizo tu padre a continuación? —preguntó Horatio con voz queda.
—Tapó al hombre con periódicos. Y con un abrigo viejo y unas cajas, lo que encontró a mano. Pero yo seguía viendo que me miraba. Empecé a llorar y se lo dije a papá. «Papá, le veo los ojos y me está mirando. Haz que deje de mirarme.»
—¿Y qué hizo tu papá?
—Le puso más cosas encima. Más cosas hasta que ya no lo vi. Ya no me miraba.
—¿Y tu papá fue a algún sitio con el coche?
—Subió a la montaña. Aparcó el coche y desapareció durante un rato. Pero me prometió que volvería. Y volvió. Volvió.
—¿Sin el hombre? —preguntó Horatio.
A Michelle se le hizo un nudo en la garganta y se puso a sollozar.
—Se llevó al hombre. Pero yo era incapaz de mirar al suelo. Por si estaba allí. Por si estaba allí mirándome. —Se agachó angustiada.
—Descansa un poco, Michelle —ordenó Horatio—. Descansa un poco, no pasa nada. Nada de esto te hará sufrir. El hombre no volverá. Ya no lo volverás a ver.
Michelle se puso erguida y al final dejó de llorar.
—¿Estás lista para continuar? —preguntó Horatio.
Michelle, que ya había recobrado la compostura, asintió.
—Entonces volvimos a casa para estar con mamá. Mi papá me llevó a casa.
—¿Estaba despierta?
Michelle asintió.
—Estaba llorando. Ella y papá hablaron. Papá se enfadó mucho. Más que nunca. Pensaban que no los oía, pero sí que oí. Entonces papá vino a hablar conmigo. Me dijo que él y mamá me querían. Me dijo que todo lo que había ocurrido era un mal sueño. Una pesadilla, dijo. Me dijo que lo olvidara. Que nunca hablara de ello. —Empezó a llorar otra vez—. Y nunca dije nada. Lo prometo, papá, nunca se lo he contado a nadie. Te lo juro. —Lloraba desconsoladamente—. Lo maté. Maté a ese hombre.
—Descansa un poco más, Michelle —dijo Horatio rápidamente, y ella se recostó en el asiento con el rostro surcado de lágrimas.
Horatio sabía que lo que estaba perjudicando a Michelle era guardarse todo aquello en su interior. Era como una herida que nunca se había limpiado; la infección se iba extendiendo hasta convertirse en mortal. Había cargado con el peso del adulterio de su madre y el hecho de que su padre encubriera una muerte durante todos esos años. Y no obstante, Horatio sabía que eso no era nada comparado con el sentimiento de culpa por haber matado a otro ser humano.
Recordó algo que ella le había soltado cuando estaban en Babbage Town; que a lo mejor su problema venía del hecho de haber matado brutalmente a otra persona a los seis años. Horatio había pensado que se estaba haciendo la lista, pero le había hablado desde el subconsciente. Lo malo era que él había tardado demasiado en darse cuenta.
Horatio no se creía que Michelle viera la cara mirándola desde el suelo de su coche o de su dormitorio. No creía que viera nada. Era más probable que percibiera algo terrible, pero no sabía qué era. Su reacción había sido taparlo, haciendo físicamente lo que intentaba hacer también en el plano psicológico.
Horatio aguardó unos segundos más antes de hablar.
—Bueno, Michelle, ¿puedes contarme qué pasó con el seto de rosales?
—Papá lo cortó una noche. Lo vi desde la ventana.
Horatio se recostó en el asiento y recordó que Frank Maxwell había plantado los rosales como regalo de aniversario para su esposa. Al parecer, los Maxwell habían sobrevivido a esa pesadilla enterrándola. Pero, en algún lugar, una familia se habría preguntado qué le había sucedido al hombre muerto. Y todos esos años sus huesos habían estado enterrados en algún lugar de las montañas de Tennessee. Algún día, los Maxwell tendrían que enfrentarse a lo que habían hecho, por lo menos en los recovecos más profundos de su mente, si es que no era ante un tribunal. Horatio volvió a mirar a Michelle.
—Ya puedes descansar. Descansa.
Horatio salió de la sala y habló con Sean, pero no le contó nada de lo que Michelle le había revelado.
—Y tampoco puedo decírselo a ella —informó a Sean.
—¿Y de qué ha servido?
—El hecho de que su subconsciente lo haya revelado aliviará la presión de su conciencia. Y puedo darle un tratamiento personalizado que tenga más posibilidades de ayudarla. De hecho, con otra sesión de hipnosis puedo inculcarle ciertas nociones en el subconsciente que podrían solucionar el problema.
—¿Por qué no lo haces ahora? —dijo Sean.
—Ahora sometería al subconsciente a demasiada presión y podría resultar contraproducente.
—¿Qué puedo hacer yo?
—Puedes mostrarte más comprensivo con sus pequeñas manías, Sean. Sería un buen punto de partida.
Horatio regresó a la consulta y fue sacando a Michelle del trance poco apoco.
—Bueno, ¿qué he dicho? —preguntó ansiosa.
—¿Sabes? Creo que hoy hemos progresado mucho.
—No me lo vas a decir, ¿verdad? ¡Eres un mierda! —espetó ella.
—Esta es la Michelle que me gusta y que temo.
Después de dejar a Horatio, Michelle habló con Sean.
—¿Vas a decírmelo o no?
—No puedo porque él tampoco me lo ha dicho, Michelle.
—Venga ya, ¿en serio esperas que me lo crea?
—Es la verdad.
—¿No me puedes decir nada?
—Sí. Nunca volveré a meterme contigo por ser una dejada —aclaró Sean.
—Ah, ¿sí? ¿Para eso me he confesado con él?
—Es lo mejor que puedo hacer.
—No me lo creo. —Michelle parecía irritada.
Sean la rodeó con el brazo.
—Bueno, puedo decirte otra cosa. Pero antes tengo que darte algo. —Se sacó del bolsillo la esmeralda que había cogido de la casa de lord Dunmore. La había hecho engarzar en un collar para ella.
—Oh…
Cuando Michelle abrió unos ojos como platos al verlo, Sean dijo un tanto avergonzado:
—Es que… no me parecía bien que no te llevaras nada del tesoro. —La ayudó a ponérselo.
—Sean, es precioso. Pero ¿qué querías decirme?
—De hecho es una petición —dijo nervioso.
—¿De qué se trata? —preguntó ella con cautela sin dejar de mirarlo.
—No me dejes nunca, Michelle —dijo, cogiéndola de la mano.