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Al día siguiente, y por separado, Sean y Michelle fueron trasladados en avión a un hospital privado del que parecían ser los únicos pacientes. No tenían ni idea de dónde estaban y nadie respondía a sus preguntas. Sin embargo, recibieron los mejores cuidados. Tras varios días alimentándose mediante suero y durmiendo muchas horas, seguidos de dos semanas ingiriendo alimentos sólidos y haciendo ejercicio moderado, ambos casi recuperaron su estado normal.

Los médicos habían mantenido separados a Sean y a Michelle y se negaron a contarles nada del otro. Al final, Sean se hartó. Amenazó con una silla a una enfermera y una auxiliar acoquinadas y exigió ver a Michelle.

—¡Inmediatamente! —gritó.

Cuando Sean entró en su habitación, Michelle estaba sentada junto a la ventana contemplando un deprimente cielo gris. Como si hubiera intuido su presencia, se giró, gritó su nombre y corrió hacia él. Se quedaron de pie en medio de la habitación abrazándose con fuerza y temblando.

—No… no querían decirme nada de ti —empezó a decir Michelle con los ojos empañados.

—Ni siquiera sabía si estabas viva —balbució Sean—. Pero ya acabó, Michelle —dijo—. Estamos a salvo. Y han detenido a Valerie.

—¿Te metieron en el ataúd? —preguntó Michelle.

—Más de una vez. Me dijeron que no derramaste ni una sola lágrima.

—Sí que lloré, Sean, créeme, lloré mucho. —Miró por la ventana. Había un macizo de flores bajo su ventana. Las flores ya habían empezado a marchitarse y los tallos estaban caídos—. Mucho —añadió.

—Lo siento, Michelle.

—¿Qué es lo que sientes? Has recibido el mismo trato que yo.

—Fue idea mía que sorteáramos la valla.

—Ya soy mayorcita, Sean. Podría haberte dejado ir solo —añadió con voz queda.

—Sé por qué lo hiciste —declaró él—. Lo sé.

Se quedaron sentados junto a la ventana observando las flores marchitas.

Cuando Sean y Michelle estuvieron suficientemente recuperados, los trasladaron en un jet privado a otro lugar, los llevaron en un coche con los cristales tintados a un parking subterráneo y tomaron un ascensor hasta un despacho enorme en el que sólo había tres sillas. Mientras dos hombres musculosos y armados bajo la americana del traje esperaban en el exterior, ellos se sentaron frente a un hombre bajo, delgado e impecablemente vestido, con una buena mata de pelo cano y unas finas gafas de montura metálica. El caballero unió las yemas de los dedos y los observó con expresión comprensiva.

—En primer lugar, quiero hacerles llegar las disculpas oficiales de su gobierno por lo sucedido.

Sean habló enfadado:

—Qué curioso, pensaba que era nuestro gobierno el que intentaba matarnos.

—El gobierno puede ser una cosa poco manejable, señor King, y ciertas partes del mismo pueden traspasar los límites de la autoridad de vez en cuando —repuso el hombre, sin alterarse—. Eso no convierte en malvado al resto del gobierno. No obstante, entraron sin permiso en un recinto de la CIA.

Sean no mostraba su vena más conciliadora.

—¡Demuéstrelo!

Michelle intervino antes de que el hombre respondiera.

—¿Es consciente de lo que estaba pasando allí? ¿Nos culpa por intentar hacer lo que hicimos?

El hombre se encogió de hombros.

—Mi trabajo no consiste en atribuir culpas, señora Maxwell. Mi misión es seguir adelante a partir de aquí de un modo que nos beneficie a todos.

—¿Cómo vamos a hacer eso exactamente? —preguntó Sean—. Nuestro gobierno nos ha torturado. Nuestro gobierno ha secuestrado a una niña llamada Viggie Turing. Nuestro gobierno ha asesinado. ¿Cómo vamos a seguir adelante de un modo que nos beneficie a todos?

El hombre se inclinó hacia delante.

—Ahora les explico la manera. Hemos visto el vídeo que se utilizó para conseguir la orden judicial para registrar Camp Peary. Como ya saben, muestra cierta… actividad comprometedora. Nuestros técnicos dicen que se han hecho copias del vídeo.

—Quiere el vídeo que muestra a nuestro gobierno incumpliendo unas cien leyes.

—No fue nuestro gobierno, señor King —espetó el hombre—. Como he dicho, a veces hay personas que se extralimitan en el ejercicio de su autoridad.

—En nuestro caso no se «extralimitaron», se las pasaron por el forro de las pelotas. —Sean observó al hombre—. Por eso lo han enviado con sus buenos modales y el pelo cano y las gafitas para soltarnos el rollo, porque parece un veterano de la guerra fría recién salido de una novela de John le Carré.

—Agradezco que entienda la situación. Y el hecho de que necesitemos todas y cada una de las copias de ese vídeo, señor King —añadió el hombre con parsimonia.

—No me extraña. Pero soy abogado y tengo que ver el quid pro quo, y sepa usted que más vale que sea diez veces mayor de lo que está pensando en estos momentos si realmente quiere que hagamos un trato.

—Tengo autoridad para hacer ciertas concesiones…

—A tomar por culo. Estas son nuestras condiciones: para empezar, queremos a Viggie sana y salva y, si me contesta que eso no puede ser, la cinta va directa a un amigo periodista que la hará pública y ganará el premio Pulitzer que tan desesperado está por conseguir.

»Para continuar, a Valerie Messaline, o como se llame en realidad, se le da su merecido, y no me refiero precisamente a un ascenso. En tercer lugar, Alice Chadwick la de la pata de palo, recibe el mismo trato. Y el montaje que tienen en Camp Peary tiene que desaparecer. Se acabaron las drogas y se acabaron las torturas. Y considérese afortunado.

El hombre se recostó en el asiento y se lo pensó.

—Las dos mujeres ya han recibido su merecido. Tiene mi palabra al respecto.

—Su palabra no significa nada para mí —dijo Sean—. ¡Quiero pruebas verdaderas!

—De acuerdo.

—¿Y Viggie? —preguntó Michelle—. ¿Está bien?

El hombre asintió brevemente.

—Pero las actividades a las que se refería en Camp Peary… algunas se acabarán, señor King, por supuesto algunas ya han acabado. Pero no puedo prometerle que vaya a pasar con todas ellas. No obstante, puedo asegurarle que esas actividades resultan absolutamente esenciales para mantener la seguridad de esta nación.

—¿No es eso lo que dicen siempre cuando se saltan los derechos de los demás a la torera? —dijo Sean.

—¿Cómo es posible que el tráfico de drogas resulte esencial para la seguridad de nuestra nación? —preguntó Michelle.

—Nosotros no la vendemos —repuso el hombre con impaciencia—. La destruimos.

—¡Sí, y yo no la esnifé! —vociferó Sean.

—Han muerto tres personas —señaló Michelle—. Asesinadas.

—Un hecho de lo más desafortunado. Pero ¿y el sacrificio de tres vidas para salvar miles, por no decir millones?

—Bueno, supongo que eso está muy bien siempre y cuando uno mismo o la gente que quiere no sean los sacrificados —replicó Sean.

—Sin embargo, no puedo prometer que todas las actividades que presenciaron en Camp Peary cesarán —dijo el hombre.

—Entonces, me parece que tenemos un problema —dijo Sean—. Y si se está planteando eliminar a los dos «problemas» que tiene delante, piénseselo dos veces. Hice cinco copias del vídeo. Y todas ellas están en un lugar seguro. A no ser que Michelle y yo muramos plácidamente en la cama a los noventa años, una copia será entregada al amigo del que le he hablado, que anhela conseguir el Pulitzer, para que sea el primero en revelar la noticia, junto con el envío de las otras copias al New York Times, el Washington Post y el Times de Londres.

—Ha mencionado cuatro copias. ¿Qué pasa con la quinta?

—Esa va al presidente. Seguro que disfrutaría de lo lindo.

—Sin embargo —expresó el hombre—, como usted ha señalado, parece que hemos llegado a un punto muerto.

Sean se levantó y empezó a caminar de un lado a otro.

—A los buenos abogados siempre se les ocurre un buen compromiso, así que allá va. En Camp Peary hay un tesoro oculto.

—¿Cómo dice? —preguntó el hombre, sorprendido.

—Cállese y escuche. Está oculto en la pared maestra del pabellón Porto Bello de lord Dunmore. Oro, plata, joyas. Es muy probable que valga millones.

—¡Dios mío! —exclamó el hombre.

—Sí, antes de que el símbolo del dólar se le quede grabado en los ojos, ese tesoro tiene que recuperarse y venderse por el mayor precio posible. Si el gobierno quiere comprarlo, adelante. Me da igual. Pero las ganancias se dividirán en tres partes iguales.

El hombre extrajo un boli y un trozo de papel.

—De acuerdo. Supongo que cada uno de ustedes se lleva una parte.

—¡No! —exclamó Sean—. Una parte es para Viggie Turing. No la compensará por el asesinato de su padre, pero algo es algo. La segunda parte es para los dos hijos de Len Rivest. Están en la universidad y probablemente les vaya bien el dinero. Y la tercera será para la familia del médico forense que murió en la supuesta explosión de gas. ¿Está claro?

El hombre acabó de escribir y asintió.

—Claro, desde luego.

—Bien. Comprobaré personalmente las cantidades pagadas, así que no intente timarme con los dólares. Y me da igual si el Congreso tiene que aprobar una nueva ley, pero recibirán ese dinero libre de impuestos.

—No habrá problema —dijo el hombre.

—Ya lo imaginaba.

—Y queremos ver a Viggie, para asegurarnos de que está bien —añadió Michelle.

—Lo podemos arreglar.

—Pues arréglelo —dijo Sean—. Más temprano que tarde.

—Dennos una semana y estará hecho.

—Más le vale —dijo Sean.

—¿Y no dirán nada de todo esto? —preguntó el hombre.

—Eso es. No tengo ganas de ir a la cárcel.

—Además, ¿quién nos iba a creer? —añadió Michelle.

—¿Y entonces conseguiremos las copias? —preguntó el hombre.

—Y entonces conseguirán las copias.

—¿Y podemos confiar en ustedes?

—Tanto como nosotros en usted —sentenció Sean.