Durante otros tres días obligaron a Sean a ponerse firme o a permanecer en cuclillas. Apenas le daban de comer y sólo tenía derecho a un vaso de agua al día, lo imprescindible para mantenerlo con vida. Volvieron a llevarlo al ataúd tres veces más. Lo golpeaban o le apuntaban con un chorro de agua siempre que intentaba dormitar. De repente ponían una música ensordecedora en la celda y la dejaban horas seguidas. Habían manipulado la celda con electricidad de modo que le producía una ligera descarga cuando tocaba la cama o la pared, o ciertos puntos del suelo. La situación era tal que se limitó a acurrucarse en un rincón por miedo a moverse. Tenía el estómago vacío; la piel, en carne viva, y el ánimo, por los suelos.
Tras la última visita al ataúd, se despertó en la celda al cabo de dos horas y miró a su alrededor. No sabía cuánto tiempo había transcurrido. Podían ser días, semanas o años. El cerebro se le había bloqueado. Cuando la puerta de la celda se abrió, empezó a sollozar, aterrorizado por lo que fueran a hacerle.
—Hola, Sean, ¿ya estás preparado para ser un buen chico? —preguntó Valerie. Él ni siquiera fue capaz de levantar la cabeza—. Tu amiga es más dura que tú. No hemos conseguido que llore.
Entonces, Sean alzó la vista.
—¿Dónde está Michelle?
—No es asunto tuyo, hombrecillo.
Cuando Sean miró a Valerie Messaline, a las facciones arrogantes de su rostro, la inclinación llena de seguridad de su cuerpo, se sintió invadido por la rabia. Apoyó una mano en la pared para mantener el equilibrio. Y entonces, antes de que los demás pudieran reaccionar, la embistió y le rodeó el cuello con las manos. Quería matarla, estrangular todas las moléculas de ese ser repugnante, arrogante y supuestamente superior.
Los guardias lo apartaron y lo arrojaron a un rincón. Cuando Sean se sentó y la miró, Valerie estaba de pie contra la pared opuesta intentando aparentar tranquilidad, aunque advirtió el miedo que despedían sus ojos. Y ese pequeño triunfo era lo que necesitaba en esos momentos.
Se levantó con las piernas temblorosas, apoyándose en la pared.
—Tienes un cardenal feo, Val. Te iría bien una sesión en el ataúd. Dicen que la escasez de oxígeno es buena para las marcas de estrangulamiento, si no te asfixias, claro está.
—Si crees que lo que has vivido hasta ahora era malo —farfulló—, espera y verás.
—¿Dónde está Michelle?
—Como te he dicho, más vale que te preocupes por ti.
—Es mi socia y amiga. Pero supongo que tú no entiendes ese último concepto. —Miró a uno de los guardias, un joven de pelo rubio y corto y cuerpo musculoso—. Eh, chico, más vale que no hagas nada que cabree a la señora. A lo mejor decide considerarte espía, te tortura y encima no podrás hacer nada para impedirlo.
El guardia no dijo nada, pero Sean advirtió una levísima sombra de duda en su expresión cuando miró de soslayo a su jefa.
Sean se dirigió a Valerie.
—¿Dónde está Michelle? —preguntó, encontrando una fuerza en los pulmones que no sabía que le quedaba.
—Veo que tenemos más trabajo contigo.
—Tengo amigos que trabajan en la CIA. Es imposible que la agencia haya autorizado lo que estás haciendo. Te pudrirás en la cárcel por esto.
Ella le miró con frialdad.
—Hago mi trabajo. Tú eres quien intenta destruir el país. Tú eres el enemigo. Tú entraste aquí sin permiso. Eres un espía y un traidor.
—Y tú una gilipollas.
—Incluso tenemos pruebas de que participaste en una actividad de contrabando de drogas.
—Oh, esta sí que es buena. Vaya quién fue a hablar.
—Para cuando hayamos acabado contigo, nos contarás todo lo que queremos saber —apuntó Valerie.
—Puedes torturarme hasta que diga lo que quieres oír, pero eso no cambiará la realidad.
—¿Y cuál es?
—Que estás loca —espetó Sean.
Valerie se dirigió al guardia.
—Llévalo al siguiente nivel. Y que sufra.
Antes de que el guardia reaccionara, la puerta de la celda se abrió y entró un hombre trajeado seguido de otros dos hombres armados.
—¿Qué estás haciendo aquí? —espetó Valerie.
—Ian Whitfield me ha enviado para darte instrucciones.
—¿Instrucciones de Whitfield? No tiene autoridad sobre mí.
—Quizá no, pero esta persona sí. —Le tendió un documento.
Mientras Valerie escudriñaba el contenido, Sean, que la observaba fijamente, se dio cuenta exactamente de lo que acababa de pasar: la mujer había acabado como chivo expiatorio en la clásica lucha de poder de Washington que todos aquellos que estaban familiarizados con los círculos oficiales reconocían al instante, pero que resultaba totalmente ajena para el resto de la población.
Valerie dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo.
Uno de los guardias dio un paso adelante, hizo girar a Valerie y la esposó. Mientras se la llevaban, la mujer miró a Sean. Su situación acababa de invertirse y Sean no pensaba desperdiciar la oportunidad.
—Más vale que te busques un puto abogado de primera, porque lo vas a necesitar —le dijo con la voz tensa pero clara.