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La celda de cemento medía dos metros cuadrados y era fría, húmeda y carecía de ventanas. A Sean le quitaron la ropa y se le ordenó que se pusiera firme en un rincón. Al cabo de seis horas, exhausto, se puso de cuclillas en el suelo. La puerta de la celda se abrió inmediatamente y unas manos lo volvieron a levantar. Una hora después, con las piernas entumecidas, volvió a agacharse. La misma escena se repitió una y otra vez. Al cabo de veintidós horas le permitieron desplomarse en el duro catre. Un minuto después, el agua fría le cayó en la cara. Acto seguido, lo obligaron a sentarse en el borde de un taburete de metal que estaba fijado con pernos al suelo. Si se movía un milímetro, la puerta se abría inmediatamente y lo colocaban a la fuerza en la posición inicial. Al cabo de media hora, lo obligaron a sentarse todavía más al filo. Cada vez que lo movían, parte de la piel de las nalgas se quedaba adherida al frío taburete metálico. Después de cinco horas, los músculos se le agarrotaron. Al cabo de diez horas vomitó todo lo que tenía en el estómago. Dieciséis horas después se le permitió desplomarse de nuevo en el catre lleno de vómitos. Le dieron un vaso de agua pero nada sólido.

En cuanto empezó a dejarse vencer por el sueño, la puerta se abrió y le golpearon ligeramente en los costados con bastones de madera y le ordenaron que se mantuviera despierto. En cuanto empezó a dormitar otra vez, pasó lo mismo. Esta escena se repitió durante dos días, hasta que cayó al suelo mientras su cuerpo se retorcía de un modo incontrolable.

Después de tres días recibiendo ese trato, sacó fuerzas para gritar.

—Soy ciudadano de Estados Unidos, joder, no me podéis hacer esto. No me podéis hacer esto.

Se levantó de un salto y embistió la puerta, pero unas manos fuertes lo empujaron hacia atrás. Cayó en el cemento y se raspó la piel de las rodillas y las manos.

—No podéis hacer esto —repitió. Intentó levantarse, pelear, pero estaba demasiado débil—. No podéis hacer esto. No tenéis derecho.

—Tenemos todo el derecho —dijo una voz.

Sean alzó la mirada y vio a Valerie allí de pie.

—Entraste subrepticiamente en un centro de inteligencia de Estados Unidos. Robaste cosas.

—Estás loca.

—Eres un traidor para el país. Tenemos pruebas de que viniste aquí fingiendo investigar un asesinato cuando tu verdadero objetivo era espiar a la CIA.

—¡Sabes perfectamente que eso es mentira! ¡Quiero un abogado, ahora mismo!

—Basándonos en nuestra investigación hemos considerado que Michelle Maxwell y tú sois personas que ayudáis materialmente a los enemigos de este país espiando a la CIA —declaró ella con toda tranquilidad—. Por consiguiente, no tienes derecho a representación legal o al hábeas corpus hasta que decidamos acusarte de un crimen y llevarte a juicio.

—No podéis retenerme aquí sólo porque os da la puta gana —explotó Sean.

—La ley nos da manga ancha.

—¿Qué quieres de mí? —gritó.

—Lo que viste, lo que oíste. Incluso lo que imaginas. Pero ya hablaremos de eso cuando te hayas ablandado un poco más. En el río nos lo hiciste pasar mal, ahora ha llegado la venganza.

Valerie se volvió para marcharse.

—Mataste a Monk Turing. Y a Len Rivest. ¿Y volaste el depósito de cadáveres? ¿Todo eso con el pretexto de servir al país? ¿Sabes cuántas leyes has infringido?

—Monk Turing hizo lo mismo que tú. Entrar aquí sin permiso. Recibió un disparo por ello. Y teníamos todo el derecho a hacerlo.

—Ya. Si eso fuera cierto, no habríais simulado que se trataba de un suicidio, para que la gente pensara que era como los demás. Vio a la gente bajando del avión, ¿verdad? Vio las drogas. O sea, que Turing tenía que morir. Pero lo que no sabíais era que ya había estado antes aquí y lo había dejado escrito todo en clave. Alice analizó la clave y, a pesar de lo que nos contó, seguro que la descifró. Así que Viggie desaparece. ¿Me equivoco? ¡Venga, Val, cuéntamelo!

—No estás en una posición que te permita exigir respuestas.

Pese a estar débil, Sean comenzaba a animarse.

—Y Rivest. Iba a contarme cosas sobre Babbage Town antes de que lo mataran. Quizá descubriera que la CIA espiaba el lugar. Tal vez se lo confesara a Alice, que fingía sentir algo por él. Lástima que no supiera que ella era de los vuestros. Pum, se lo cargan. Y luego voláis el depósito de cadáveres para hacer desaparecer las pruebas incriminadoras. ¿Qué tal lo llevo, Val? ¿Me voy acercando?

—Puedes especular todo lo que quieras —dijo Valerie.

—El FBI y la DEA saben que nos tenéis aquí. Es imposible que salgáis impunes de esta.

Valerie lo miró con condescendencia.

—Está claro que no te enteras de cómo funciona todo esto, ¿verdad? En el ambicioso proyecto de salvar millones de vidas, ¿qué son un par de muertes? Te lo digo de verdad. ¿Qué son un par de muertes? No eres más que un pobre ratoncillo en las cloacas de la historia. Nadie te recordará. —Se dirigió al guardia—. Dale fuerte. —Y entonces cerró la puerta tras de sí.