Tardaron un poco en conseguir una orden judicial a esa hora, y el juez que se la concedió no parecía demasiado contento de haber autorizado un registro de Camp Peary. No obstante, la cinta de vídeo y el testimonio de Sean, Michelle y Horatio fueron lo más convincente. De todos modos, ya estaba amaneciendo cuando la hilera de coches se detuvo delante de la entrada del recinto de la CIA y Ventris y Hayes condujeron a una docena de agentes federales y a Sean y a Michelle hacia las garitas de seguridad.
Sean había insistido en que un par de agentes de la DEA acompañara a Horatio Barnes de vuelta al norte de Virginia para que cuidara de la distensión de la espalda, pulmones saturados y sistema nervioso gravemente estresado. Sean le había entregado la copia del vídeo en el que aparecían el avión, los árabes y las drogas de Camp Peary con instrucciones para que Horatio hiciera copias adicionales y las depositara en cajas de seguridad distintas.
Ventris enseñó la orden judicial y sus credenciales cuando los tres guardias armados de la puerta principal se le acercaron.
—Señores, más vale que vayan a buscar a uno de sus superiores —dijo Hayes mientras mostraba su tarjeta.
—En realidad, señor, quienes están aquí son los superiores de ustedes —replicó un guardia con un seco tono profesional.
Dos hombres salieron de la garita de vigilancia. Uno llevaba traje y el otro iba con unos pantalones color caqui y un cortavientos de la DEA.
A Sean se le cayó el alma a los pies cuando vio que Ventris y Hayes se ponían tensos.
—Agente Ventris, dame la orden judicial —dijo el hombre trajeado.
—Pero, señor, yo… —se quejó Ventris.
—¡Inmediatamente!
Ventris se la entregó. El hombre la miró y rasgó el papel.
El hombre del cortavientos de la DEA se dirigió a Hayes.
—Ahora dame el vídeo que se grabó.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó Hayes.
—Se lo enseñasteis al juez para conseguir la orden. Ahora dámelo.
Hayes sacó el vídeo del bolsillo y se lo dio a su jefe, quien, a su vez, se lo entregó a uno de los guardias de Camp Peary.
—Ahora volved a los coches y largaos de aquí.
Hayes empezó a protestar inmediatamente, pero el hombre lo interrumpió.
—La seguridad nacional está en juego, Hayes. No digo que me guste, pero así es la vida. ¡Largo!
El jefe de Ventris también le dedicó a este un asentimiento de cabeza.
—Tú también.
Los hombres regresaron a los coches. Michelle y Sean se dispusieron a seguirlos, pero los guardias de Camp Peary los pararon.
—Vosotros dos estáis detenidos —dijo uno de ellos.
—¿Qué? —exclamó Sean.
Ventris y Hayes quisieron interceder por ellos, pero sus respectivos superiores se lo impidieron.
—Volved a los putos coches y largaos de aquí. No tenemos jurisdicción en este lugar —dijo el jefe de Ventris.
—Teníamos una orden judicial —replicó Ventris, con amargura.
—¿Quieres acabar en prisión por obstrucción a la justicia, Mike? —El hombre fulminó con la mirada a Sean y a Michelle—. ¿O por proteger y ser cómplice de criminales? Ve al coche de una puta vez e imagínate que todo esto ha sido una pesadilla. Es una orden.
Ventris y Hayes observaron impotentes a Michelle y a Sean, quien asintió.
—Marchaos, chicos, ya nos apañaremos. —No empleó un tono demasiado seguro porque no lo estaba.
Cuando la caravana de vehículos se marchó, Sean y Michelle se giraron al oír unos pasos.
Valerie Messaline estaba allí vestida con un mono beige y con la placa de la CIA colgada alrededor del cuello.
—Bienvenidos a Camp Peary —dijo—. Tengo entendido que os moríais de ganas de venir de visita.