Sean se agazapó detrás de un seto. Lo que estaba viendo acababa de echar por tierra las pocas esperanzas que tenía de salir con vida. Varios hombres con protección corporal antibalas y MP5, armas que procedían de la otra orilla del río, hablaban con dos de los guardias de seguridad que quedaban en Babbage Town.
El grupo se desplegó y se encaminó hacia donde estaba Sean, que se adentró en el bosque de inmediato con la esperanza de dejar el grupo a su izquierda. Al cabo de unos minutos llegó a un claro situado justo detrás de la casita del difunto Len Rivest. Al otro lado de la carretera se encontraba la parte posterior de la Cabaña número tres. Se deslizó con sigilo entre árbol y árbol. Oía gritos y pasos por doquier mientras avanzaba lentamente.
Rompió con una piedra el cerrojo de la puerta trasera de la lavandería y entró. Le llegó el olor a detergente y a lejía mientras buscaba entre las máquinas. No tardó en ver lo que buscaba. Cogió la ropa y salió de la lavandería.
Miró hacia delante y vio su destino: la casa de Alice Chadwick. Las luces estaban apagadas. Llegó hasta la puerta trasera sin que lo vieran y movió la manecilla. No estaba cerrada con llave. Entró, se detuvo y escuchó con atención. Todo parecía en orden. De repente, se agachó al ver unas sombras corriendo por la calle.
Subió por las escaleras, llegó a la puerta de su dormitorio y entró. Necesitaba el móvil; como el idiota que era, se lo había olvidado cuando habían huido de Babbage Town. Sin embargo, se dio cuenta de que habían registrado la habitación y que se lo habían llevado todo. Salió del dormitorio y fue hasta el de Alice, abrió la puerta y entró con sigilo con la esperanza de encontrar un teléfono.
Le golpearon en el hombro.
—¡Aléjate! ¡Aléjate! —chilló una voz.
Sean le sujetó la mano antes de que lo golpeara de nuevo.
—Alice, soy yo, Sean.
Alice se había ocultado detrás de la puerta y lo había atacado con la prótesis.
—¡Sean! —exclamó sorprendida.
Sean la sostuvo con firmeza para que se mantuviese erguida con una sola pierna.
—¿Qué haces aquí? Creía que te habías marchado —le dijo Sean.
—Yo también creía que te habías ido. Volví por si acaso Viggie regresaba. Y entonces vi a alguien registrando la casa a hurtadillas.
—Alice, tenemos que largarnos.
—¿Por qué, qué ha pasado?
—No tengo tiempo de explicártelo ahora —dijo Sean—, pero tiene que ver con la CIA, y puede que con droga y asesinatos. Hay espías por todas partes, pero tengo un plan.
Alice se recolocó la prótesis rápidamente.
—¿Dónde está Michelle? —le preguntó.
—Ojalá lo supiera. Siguió la pista de la droga y yo… espero que esté bien. ¿Tienes un móvil? Necesito llamar a la policía.
—Lo dejé en el coche.
—¿Tienes fijo?
—No, sólo el móvil.
—¡Joder! —Sean miró alrededor—. Vale, haremos lo siguiente: irás al coche a buscar el móvil. Supongo que está aparcado en la entrada, ¿no?
—Sí.
Sean sacó la ropa que había cogido en la lavandería. Era el uniforme de un guardia. Se lo puso sin perder tiempo.
—Oh, Dios mío, Sean, estás herido —exclamó Alice cuando le vio el corte de la pierna.
—No te preocupes. Estaré mucho peor si no nos largamos de aquí. Si alguien te detiene, dile que estás asustada y que te marchas. Te seguiré de cerca.
—Llevas uniforme. ¿Por qué no finges que eres mi escolta?
—Los guardias me reconocerán si me ven la cara. Pero desde lejos sólo verán un uniforme. Nos encontraremos en la entrada y luego acudiremos a la policía.
A Alice parecía haberle entrado el pánico.
—Sean, ¿y si no me dejan salir? Creen que sé algo.
—Alice, haz como si estuvieras asustada.
Ella esbozó una sonrisa.
—No me será difícil porque estoy aterrada. —Se le deslizaron varías lágrimas por el rostro—. ¿Crees que esos hombres fueron los que secuestraron a Viggie?
Sean no respondió de inmediato.
—Sí, son ellos. —Miró a su alrededor y le dio el pisapapeles que estaba en la mesita de noche—. No es la mejor arma del mundo, pero es lo que hay. —Oyeron ruidos en el exterior—. Alice, ve por la carretera principal hasta la Cabaña número tres y la piscina, y luego sigue hasta el patio delantero. —La cogió por los hombros—. Puedes hacerlo.
Finalmente, Alice asintió, respiró hondo y siguió a Sean escaleras abajo.
Poco después, todo marchaba sobre ruedas. Dos guardias pasaron junto a ella, pero no la detuvieron. Acababa de llegar a la piscina cuando se produjo la catástrofe. Un grupo de hombres armados se le acercó corriendo. El jefe le indicó con la mano que se detuviera.
—¡Mierda! —farfulló Sean desde su escondite. Miró alrededor tratando de buscar algo que les sacara de aquel aprieto. Entonces se le ocurrió algo. Rebuscó en la mochila y sacó la granada que le había arrebatado al guardia de Camp Peary, le quitó el seguro y la arrojó por encima de la valla que delimitaba la Cabaña número dos. Rebotó en el silo metálico y luego cayó al suelo. Sean ya había salido corriendo y había trepado hasta las ramas más bajas de un árbol.
Al cabo de cinco segundos la explosión abrió un agujero enorme en la base del silo y el agua comenzó a extenderse en tantas direcciones que parecía un río desbordado. Sean oyó gritos y desde su atalaya vio que la corriente de agua derribaba y arrastraba a Alice y a los hombres armados.
Alice acabó junto a unas sillas en el otro extremo de la piscina. Los hombres habían perdido el conocimiento al golpearse contra la chimenea de piedra.
En cuanto el silo se hubo vaciado por completo, Sean avanzó a duras penas por aquel lodazal hasta la piscina.
—Siento lo del tsunami —le gritó a Alice—. Fue lo único que se me ocurrió. —Mientras se acercaba a ella, se dio cuenta de que le ocurría algo.
Alice se agarraba a la prótesis, retorciéndose de dolor.
Sean corrió a su encuentro y se arrodilló junto a ella.
—¿Qué te pasa, Alice?
—Cuando el agua me ha arrastrado —gimió Alice—, se me ha clavado un trozo de metal en el muslo. No puedo caminar.
—¡Oh, mierda! —Sean se dispuso a examinarle la pierna. De repente, cayó de cabeza al agua de la piscina. Tenía la sensación de que le habían destrozado el cráneo de un golpe. Trató de recomponerse en la parte menos honda y luego se impulsó hacia la superficie. Nada más hacerlo, algo le rodeó el cuello y lo apretó con fuerza. Trató de zafarse, pero fuera lo que fuese estaba tan apretado que no podía apartarlo del cuello. Miró hacia atrás.
Alice lo estaba estrangulando con una cuerda.
No podía respirar y los ojos se le estaban saliendo de las órbitas. Trató de quitársela de encima, pero le había rodeado la cintura con la pierna buena y tiraba de la cuerda con todas sus fuerzas. Presa del pánico, intentó golpearla con los puños, pero erró. Trató de propinarle un puñetazo en la pierna con la que le rodeaba la cintura, pero Alice le dio una patada en la espalda que le cortó la respiración. Sean se desplomó y arrastró a Alice hacia la piscina. Sin embargo, a diferencia de Sean, Alice tuvo tiempo de respirar hondo antes de caer al agua.
La cabeza estaba a punto de estallarle y la cuerda seguía apretándole. Tenía que respirar. Notó que el cuerpo dejaba de responderle.
«Ayúdame, Michelle, ayúdame, me estoy muriendo», pensó, pero Michelle no estaba allí.
Entonces, como si de un milagro se tratara, la presión del cuello desapareció por completo, al igual que el peso de Alice. Salió a la superficie de la piscina y respiró bocanadas de aire al tiempo que le entraban arcadas.
—¡Vamos!
Tenía el cerebro tan embotado que apenas comprendía las palabras. Sí, era Michelle, había llegado a tiempo para salvarlo. Estaba sana y salva.
—¡Venga! —La mano lo sujetó con brusquedad.
Miró hacia la cara que había hablado. Ian Whitfield le devolvió la mirada. Alice yacía inconsciente sobre el suelo de hormigón que rodeaba la piscina.
—Tenemos que largarnos —le instó el jefe de Camp Peary mientras lo ayudaba a salir de la piscina.
—¿Qué coño haces aquí? —logró preguntarle Sean mientras tosía agua y se frotaba el cuello dolorido.
—No hay tiempo para hablar. Vamos, en marcha. Esto está plagado de guardias.
—Sí, los tuyos, hijo de puta.
—No, esta noche no son los míos. Son dos brigadas de paramilitares del campamento que no están bajo mis órdenes. ¡Vamos!
Whitfield cojeó rápidamente hacia el espacio que separaba la Cabaña número tres y el garaje principal.
Sean titubeó unos instantes. Observó a Alice. El pisapapeles con el que le había golpeado estaba a su lado. Había intentado matarlo. Pero ¿por qué? Sean oyó gritos a su espalda y salió corriendo al encuentro de Whitfield, que estaba agazapado junto a un árbol.
—¿Piensas decirme qué está pasando? —le preguntó Sean con voz débil.
—Ahora no —le espetó Whitfield. Sacó una pistola del cinturón y se la dio a Sean mientras recogía un MP5 que había escondido detrás de un arbusto—. Si tienes que usarla, apunta a la cabeza. La protección corporal que llevan es a prueba de balas.
—¿Adónde vamos?
—Hay una embarcación atada a unos doscientos metros del muelle.
—¿No vigilan el río?
—Sí —explicó Whitfield—, pero en cuanto lleguemos a la embarcación te esconderé debajo de una lona. Cuando vean que soy yo, nos dejarán tranquilos.
—En marcha.
Whitfield levantó una mano.
—No tan rápido. Me he fijado en el patrón de búsqueda que usan. Entraremos en una zona en cuanto la hayan rastreado e iremos retrocediendo hasta el río.
—¿Dónde está Michelle? —preguntó Sean.
—Ni idea.
—Estaba debajo del camión cuando salió de Camp Peary.
Whitfield pareció sorprenderse y luego adoptó una expresión adusta.
—Mierda.
—¿El cargamento del avión era heroína? ¿Y quiénes eran los árabes?
Whitfield blandió el arma de forma amenazadora.
—Escúchame bien, King, no te debo a ti ni a nadie ninguna explicación de mierda. He venido a salvarte el pellejo y a poner fin a algunas injusticias. No me hagas cambiar de idea.