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El Boeing 767 había reforzado los motores y otros elementos clave necesarios para vuelos transoceánicos. El aparato, de fuselaje ancho, se inclinó hacia la izquierda y comenzó a sobrevolar tierra firme estadounidense en Norfolk, Virginia, antes de iniciar el descenso hacia el destino final. El 767 no pertenecía a ninguna aerolínea nacional o extranjera. No era propiedad de una empresa ni de un particular ni tampoco lo utilizaba el ejército estadounidense. Normalmente, si un avión no cumplía con esos requisitos, al llegar al espacio aéreo estadounidense y sobrevolar una de las instalaciones militares más importantes del país, varios cazas habrían despegado a toda velocidad de Norfolk y lo habrían interceptado en términos poco amistosos. Sin embargo, no se oyeron alarmas y los pilotos de la Armada no corrieron hacia los cazas porque el avión en cuestión tenía permiso de los mandos más altos para volar a cualquier lugar de Estados Unidos. El 767 prosiguió el vuelo, al igual que todos los sábados a esa misma hora durante los últimos dos años. Antes de que transcurrieran treinta minutos, los pilotos habrían preparado el tren de aterrizaje y los alerones para descender hacia una pista de aterrizaje sufragada por los contribuyentes estadounidenses, una larga pista de cemento a la que no se permitiría acceder a casi ningún ciudadano.

Sean y Michelle llegaron al final del túnel y trataron de escuchar cualquier sonido procedente del otro lado de la pared que observaban, apenas quince centímetros sobre sus cabezas. Acababan de pasar por debajo de uno de los sistemas de seguridad más complejos de Estados Unidos. Si hubieran estado sobre tierra, el contingente de seguridad los habría matado o detenido.

Colocaron las manos contra el techo y apretaron con fuerza al tiempo que se preparaban para salir corriendo si oían algún ruido que delatara la presencia de otras personas. No se oía nada, así que desplazaron esa parte del techo, treparon hasta una habitación y la iluminaron con las linternas. Las paredes eran de ladrillo y el aire estaba viciado y hedía.

—Es como sí hubiésemos retrocedido en el tiempo —susurró Michelle mientras observaba el ladrillo, las vigas podridas y el suelo de tierra.

—Bienvenida a Porto Bello —le dijo Sean—. La Armada seguramente retuvo aquí a Fuchs y a los otros prisioneros de guerra. Y los alemanes lograron cavar un túnel debajo de las mismísimas narices de la Armada.

Varios ladrillos se habían desprendido en un rincón y yacían amontonados en el suelo.

—No es muy tranquilizador que digamos —comentó Michelle al ver los ladrillos caídos—. Este lugar se podría derrumbar en cualquier momento.

Sean recogió uno de los ladrillos.

—Lleva en pie más de doscientos años. Seguro que aguantará otra hora. —Sean iluminó el suelo. Se veían pisadas en la tierra—. Espero que sean de Monk Turing -dijo.

—Entonces, ¿dónde está el oro? —preguntó Michelle.

—Todavía no lo hemos buscado —le recordó Sean.

—Prefiero encontrar a Viggie que el tesoro.

Sean consultó la hora.

—Deberíamos apresurarnos. El avión aterrizará en cualquier momento.

Tras registrar el sótano, subieron las escaleras. En la planta principal no había ni el más mínimo rastro de mobiliario. Sin embargo, aquí y allá se advertían toques de elegancia en la carpintería, el marco de la chimenea, la repisa de madera tallada y el escudo de la corona británica grabado en la pared justo encima de la puerta de entrada. Los siglos lo habían erosionado todo. Sin embargo, Sean y Michelle observaban en derredor asombrados mientras pisaban tablones que habían estado bien colocados y alineados cuando Washington, Jefferson y Adams lucharon por la independencia de la colonia.

Saltaba a la vista que aquel lugar estaba abandonado y que la CIA no lo usaba. Supieron el motivo en cuanto miraron por una de las vidrieras rotas. Lo único que había en las inmediaciones era un pequeño afluente.

Sean lo señaló.

—La ensenada del York —dijo.

Heinrich Fuchs y los otros prisioneros habían seguido el curso de la ensenada para cavar el túnel, suponiendo, con toda razón, que los conduciría hasta el York y la libertad.

En el plan de Sean y Michelle, la ensenada también desempeñaba un papel fundamental, porque discurría cerca del final de la pista de aterrizaje.

Registraron la casa para asegurarse de que Viggie no estuviera allí. Tampoco encontraron el tesoro. Salieron del antiguo pabellón de caza y se dirigieron hacia la ensenada.

Michelle volvió la vista. La casa estaba asentada sobre un terreno llano con dos árboles gigantescos delante. Tenía un tejado plano con tejas de madera que cubrían el tercio superior de la estructura. Una única chimenea se elevaba cerca del centro del pabellón. La construcción era de ladrillo salvo por un pequeño porche de madera peligrosamente inclinado.

—Vi la casa desde el avión cuando estaba con Champ.

Sean asintió.

—Estoy seguro de que ese fue el motivo por el que Monk salió a volar con Champ. Quería ver si Porto Bello estaba ocupado y qué había en los alrededores.

Al cabo de unos instantes, estaban en la ensenada y avanzaban hacia el este, desandando el camino que habían seguido en el túnel.

Hasta el momento no habían visto indicio alguno de seres humanos. Sin embargo, sabían que eso cambiaría en cualquier momento y que la próxima persona que vieran seguramente iría armada y querría matarlos.