A escasa profundidad de la superficie del río York, Sean avanzaba con facilidad con ayuda de una unidad de propulsión para submarinistas que, además, aumentaba el rendimiento de las aletas. El oxígeno procedía de un pequeño depósito de aire sujeto en la parte inferior de la cara. También llevaba una mochila impermeable atada al tobillo. La incursión en Camp Peary había sido el resultado de un torbellino de decisiones improvisadas. Podría salir mal por un millón de motivos y bien por muy pocos.
La revelación del título de la canción, Shenandoah, le había indicado que iban por buen camino. El condado de Shenandoah había sido el condado de Dunmore. Se trataba de una pista sutil, pero una vez descubierta apuntaba en una única dirección: el pabellón de caza de Dunmore en los terrenos de Camp Peary, Porto Bello. Monk Turing habría ido allí. El único modo de averiguar por qué lo había hecho consistía en seguir sus pasos, unos pasos que lo habían llevado a la muerte.
Llegó a la orilla, un poco más abajo del lugar por el que había salido Monk Turing, con la esperanza de que el paseo nocturno en barco de Horatio distrajese a los vigilantes del perímetro de Camp Peary. Aunque fuera una posibilidad remota, Sean también confiaba en que los espías de Camp Peary no creerían que alguien fuera tan estúpido como para tratar de entrar allí tras la muerte de Turing.
No podía usar linterna, así que sacó de la mochila las gafas de visión nocturna, se las colocó y las encendió. Acto seguido, la línea de visión pasó a ser de un verde amorfo, pero al menos veía a pesar de la falta de luz ambiental.
Sean se arrastró sobre el vientre tras ocultar la unidad de propulsión bajo unos arbustos de la orilla. La valla, el lugar sin retorno, estaba justo delante. Sean sacó un pequeño dispositivo cuya única función era detectar la presencia de energía de cualquier tipo. Lo apuntó hacia la valla y esperó a que apareciese una luz verde. Apareció, lo cual significaba que la valla no estaba electrificada ni contaba con sensores de movimiento.
Sean había averiguado que el perímetro externo de Camp Peary era tan inmenso que la CIA no había invertido ni tiempo ni dinero en emplear un sistema de seguridad complejo. Los mecanismos de protección internos que cubrían cada centímetro de las instalaciones y de las zonas de entrenamiento y operaciones eran otra historia. Era tecnología punta letal. Por eso Sean contaba con la experiencia de Heinrich Fuchs, que al parecer había sido la única persona que había logrado escapar de una prisión militar federal muy segura.
Sin embargo, parecía sumamente ridículo arriesgar su libertad y tal vez su vida por algo que había ocurrido hacía más de sesenta años. De repente, se sintió presa del pánico mientras estaba tumbado sobre la arcilla roja de la orilla del York, preparándose para irrumpir en una de las instalaciones más seguras de Estados Unidos. En esos momentos, lo que realmente quería era volver sobre sus pasos, sumergirse de nuevo en el río y regresar a casa. Sin embargo, no podía moverse. Estaba paralizado.
Estuvo a punto de gritar cuando lo sintió. En el hombro. Luego oyó una voz que le hablaba al oído en un tono reposado y tranquilizador.
—Tranquilo, Sean. Podemos hacerlo —le dijo Michelle.
Sean se volvió y la vio arrodillada junto a él, con una expresión que le indicaba todo lo que necesitaba saber. Le apretó el brazo y asintió. Qué idiota había sido al pensar que Michelle no estaba a la altura de las circunstancias. Joder, estaba más preparada que él. Sean, liberado del miedo, respiró hondo y se desplazó rápidamente hacia delante, seguido por Michelle. Estaban justo delante de la valla. Mientras Michelle vigilaba, Sean cortó un pequeño trozo de la tela metálica. Pasaron por el hueco con el equipo, Sean recolocó en la valla el trozo de tela metálica cortada y se internaron en el bosque.
Al cabo de unos instantes, Sean sacó el documento que Heinrich Fuchs le había dado a Monk Turing. Estaba repleto de datos y cálculos que Sean y Michelle habían anotado. Tuvieron que arriesgarse a encender una linterna para observar el mapa.
Fuchs no había dejado marcas útiles en los árboles ni una X en el suelo para indicar la entrada del túnel, aunque seguramente no habrían resistido el paso del tiempo. Sin embargo, no necesitaban confiar en ese tipo de información porque Monk Turing había anotado en el mapa todo tipo de indicaciones, puntos de referencia y, a través de su hija, había dejado una pista importante para saber cuál era el objetivo. Sean también sabía que Monk Turing no había encarado la muerte para desandar la ruta de huida de un prisionero de guerra alemán. Turing debía de haber tenido otro motivo, uno de peso.
Siguiendo las indicaciones de Turing, se dirigieron hacia el norte y llegaron a un claro rodeado de abedules. Aquel era el sitio. Sean comenzó a medir la distancia con los pasos, pero Michelle lo detuvo.
—¿Cuánto medía Turing? —le preguntó.
—Metro sesenta y ocho.
—Le sacas más de quince centímetros —le susurró Michelle—. Yo contaré los pasos. —Eso hizo, dando zancadas más cortas de lo normal.
«Monk Turing debía de ser una persona muy meticulosa», pensó Sean, porque cuando Michelle dejó de caminar entre los árboles y los arbustos, supo que lo habían encontrado. Estaban en una zona del bosque que parecía no haber sido transitada en décadas, por no decir siglos; sin embargo, Sean sabía que sí había sido transitada.
Se arrodilló y recorrió la letra con la mano. La habían dibujado con una enredadera arrancada de uno de los árboles y colocándola luego en el suelo.
El lugar no lo indicaba una X, sino una V. Sean sabía que era la V de Viggie porque Monk lo había anotado en el documento. Los dos escarbaron con las manos en una zona en la que parecía que sólo había maleza. Sin embargo, sus dedos finalmente tocaron el extremo de un tablón deteriorado y tiraron del mismo. Al levantar el trozo de madera la entrada del túnel quedó al descubierto.
Descendieron un poco por la abertura y luego se dejaron caer hasta llegar al suelo de tierra del pasadizo. A hombros de Sean, Michelle recolocó la trampilla para ocultar la entrada. Al hacerlo, Michelle vio un trozo de cuerda que rodeaba la madera que aguantaba la trampilla que tapaba la abertura.
—Monk debió de colocar la cuerda antes de bajar al túnel —dijo Michelle, señalándola—. La usaría para salir al exterior. La trampilla está demasiado lejos del suelo.
—También he traído cuerda —repuso Sean—. A la vuelta, te auparé para que ates la cuerda y luego la usaré para salir.
Una vez recolocada la trampilla, se arriesgaron a encender las linternas. A medida que avanzaban por el túnel, la pared se inclinaba hacia abajo, lo cual obligaría a las personas altas a encorvarse. Las paredes eran de arcilla roja sólida y seca. Cada medio metro, había vigas de madera podrida en el techo, encajadas entre las paredes.
—No pasaría ni la inspección de seguridad más elemental —dijo Michelle un tanto nerviosa—. ¿Crees que lo hizo él solo? Es mucho trabajo para una persona.
—Creo que lo ayudaron otros prisioneros, pero fue el único que llegó a usar el túnel.
—¿Porqué?
—Creo que los otros prisioneros fueron puestos en libertad después de que acabara la guerra en Europa, más o menos cuando acabaron el túnel —dijo Sean—. Pero no soltaron a Fuchs.
—¿Porqué no?
—Como Horatio, investigué un poco al respecto. Si Heinrich Fuchs era el operador de radio de su barco, entonces conocería el código Enigma. En aquel entonces, los aliados no ponían en libertad a los prisioneros que conociesen el código. Los retenían para sonsacarles información y para evitar que regresasen a Alemania.
—Pero Alemania salió derrotada, Sean.
—Sí, pero quedaban grupos de nazis radicales y altos mandos alemanes diseminados por todo el mundo. Los aliados querían evitar a toda costa que los nazis recuperasen a los expertos en el código ya que podrían ayudarlos a desarrollar otra red de comunicaciones.
—Lo cual demuestra que el conocimiento de la historia resulta útil en la vida moderna —concluyó Michelle.
—Siempre he pensado eso. Venga, en marcha.