Decidieron navegar río abajo para recoger el material que Sean había encargado para la incursión en Camp Peary. A continuación, se desviaron para ir a ver a South Freeman. Arch, Virginia, no estaba junto al río, por lo que atracaron la embarcación en un viejo muelle y recorrieron un kilómetro a pie. Sean llamó de antemano con el móvil de Michelle y, aunque era tarde, encontraron a South sentado junto al escritorio, fumando un cigarrillo como de costumbre y tecleando a toda velocidad.
—«Niña desaparece en Babbage Town.» Está en boca de todos. Material de primera. Lo mejor de todo es que es la hija de Monk Turing. Sacaré una edición especial. Dadme una alegría y decidme que tiene que ver con los espías que están al otro lado del río.
—Más bien tiene que ver con el hecho de que la niña podría estar muerta —replicó Michelle con gravedad—. ¿Los periodistas os habéis planteado esa posibilidad?
Freeman dejó de teclear, se dio la vuelta en la silla y la miró frunciendo el ceño.
—Eh, no tengo nada contra la niña. Rezo para que la encuentren sana y salva y arresten a quienquiera que la secuestrara. Pero las noticias son noticias.
Michelle desvió la mirada, indignada.
—South, ¿has oído hablar de algo valioso en Camp Peary? —le preguntó Sean—. Me refiero a la época en la que la Armada dirigía ese lugar durante la Segunda Guerra Mundial.
—¿Algo valioso? No que recuerde. Salvo por los viejos barrios y las instalaciones de la CIA, sólo hay bosque y varios estanques. ¿Porqué?
Sean parecía decepcionado.
—Confiaba en que dijeras que había un tesoro enterrado, de un barco hundido o algo.
Freeman sonrió.
—Bueno, hay una leyenda al respecto, pero no es más que una chorrada.
—Dinos de qué va —le instó Horatio.
—¿Por qué? Si está en Camp Peary no está al alcance de vuestras manos.
—Ilumínanos —le dijo Sean.
Freeman se reclinó en la silla y comenzó la narración.
—Bueno, ocurrió hace mucho, mucho tiempo, de hecho fue en la época colonial.
—¿Podrías ir al grano? —le espetó Michelle con impaciencia.
Freeman se irguió.
—Eh, señorita, ¡no tengo obligación de contarte nada de nada!
Sean alzó la mano para calmar los ánimos.
—Tómate tu tiempo, South. —Se sentó frente a Freeman y fulminó con la mirada a Michelle, quien se sentó de mala gana en el borde del escritorio y miró al periodista con frialdad.
Freeman parecía haberse tranquilizado, se recostó y empezó de nuevo.
—¿Recuerdas que te hablé de un tal lord Dunmore?
—El último gobernador británico de Virginia, sí —respondió Sean.
—Bueno, según la leyenda local, los británicos enviaron toneladas de oro para financiar la guerra. Lo usarían para pagar a los espías, a los mercenarios alemanes a su servicio y para ganarse a la población. Se suponía que Dunmore tendría que conseguir que los indios se enfadasen con los norteamericanos de modo que tuvieran que enfrentarse a ellos sin por eso dejar de luchar contra los casacas rojas.
»Mucha gente no lo sabe, pero en aquel entonces la mayoría de los ciudadanos cambiaba constantemente de bando. Casi siempre la decisión se basaba en quién había ganado la última batalla importante y en cuál era el ejército que los asediaba. Es posible que el oro que se supone que estaba en manos de Dunmore causase muchos problemas.
—Pero Dunmore estaba en Williamsburg —señaló Sean.
—Los colonos lo echaron —replicó Freeman—. Tuvo que largarse corriendo a su pabellón de caza, Porto Bello, el mismo pabellón que está en el Registro Nacional. Está situado justo en medio de Camp Peary. —Se levantó y señaló un mapa—. Justo aquí. —Volvió a sentarse.
—Si el oro acabó en Porto Bello, ¿qué fue de él? —le preguntó Sean mientras comenzaba a caminar de un lado para otro.
—Vete a saber. Pero no acabó en Porto Bello porque no existió.
—¿Estás seguro? —insistió Sean desde el otro extremo de la habitación.
—Seamos realistas. Si el tesoro estaba en Camp Peary, alguien lo habría encontrado y se lo habría contado a otras personas. Nadie se guarda un secreto así.
—¿Y si nadie lo ha encontrado todavía? —replicó Sean.
—Dudo mucho de que Dunmore fuera lo bastante listo para esconder una montaña de oro lo suficientemente bien como para que nadie la encontrara.
—Camp Peary tiene miles de hectáreas de terreno. Seguramente hay zonas que ni la Armada ni la CIA han explorado —dijo Michelle.
A Freeman no parecía convencerlo esa posibilidad.
—Ya, ya, pero aunque esté allí, nadie lo encontrará ahora. Salvo que lo hagan los espías, seguirá escondido. ¿Vale? —Miró a Sean, que observaba algo en la pared—. ¿Estoy en lo cierto? —preguntó Freeman en voz alta.
Sean miraba con atención un trozo de papel sujeto con una chincheta en la pared.
Michelle parecía preocupada.
—¿Qué pasa, Sean?
Sean giró sobre los talones.
—South, la lista de lugares de Virginia que ya no existen, la que nos enseñaste, ¿es correcta? ¿Estás seguro?
Freeman se puso de pie y se le acercó.
—Claro que estoy seguro. Esa lista procede de los de Richmond. Es la lista oficial.
—¡Joder, ya está! —exclamó Sean.
—¿El qué? —gritó Horatio.
A modo de respuesta, Sean colocó el dedo sobre un nombre de la lista.
—Había un condado en Virginia que se llamaba Dunmore.
—Sí —replicó Freeman con regocijo—, pero cuando echaron a ese bribón, le cambiaron el nombre. Ahora se llama condado de Shenandoah. Un lugar muy bonito.
Sean salió corriendo, seguido por los demás. No eran las malditas notas musicales ni la letra. Era el título de la canción. «Shenandoah.» Esa era la clave.
Freeman corrió hasta la puerta.
—¿Qué tiene de importante el condado de Shenandoah? —les gritó. Se calló y chilló—: No olvidéis el trato. ¡Quiero el puto Pulitzer! ¡Que quede claro!