Esa misma mañana, Horatio llamó a South Freeman por dos motivos. Primero, para ver si tenía una lista de los prisioneros de guerra alemanes retenidos en Camp Peary durante la Segunda Guerra Mundial.
Freeman soltó una carcajada.
—Ah, sí, la tengo aquí mismo en el escritorio. El Pentágono no quería dármela, así que me di un paseíto hasta la CIA y los agentes me imprimieron la lista y luego me preguntaron si quería saber algún otro secreto de mierda.
—Supongo que eso es como decir: «joder, no» —repuso Horatio. Luego le preguntó si conocía a algún director de periódico de la zona de Tennessee donde Michelle se había criado. En ese caso, Horatio tuvo más suerte.
—Un tipo llamado Toby Rucker dirige un semanario en un pueblo a una hora al sur de Nashville. —Cuando Freeman le mencionó el nombre del pueblo, a Horatio le dio un vuelco el corazón. Era el mismo lugar donde Michelle había vivido.
—¿Para qué quieres saberlo? —le preguntó Freeman.
—Querría averiguar algunos detalles sobre la desaparición de una persona hará cosa de treinta años.
—Bueno, Toby lleva más de cuarenta años allí; si salió en el periódico, lo sabrá. —Freeman le dio el número de Rucker y añadió—: Lo llamaré ahora y le diré que te pondrás en contacto con él.
—Te lo agradezco de veras, South.
—Más te vale, Barnes. Y no olvides nuestro trato. ¡Una exclusiva! O te estrangulo.
—Vale. —Horatio colgó, esperó veinte minutos y llamó a Rucker.
Un hombre que dijo llamarse Toby Rucker respondió tras el segundo tono. Rucker le dijo que South Freeman acababa de llamarlo. Horatio le pidió lo que necesitaba y Rucker aceptó ayudarlo en cuanto pudiera.
Nada más colgar, Horatio oyó un ruido en las alturas. Asomó la cabeza por la ventana del dormitorio y vio un helicóptero sobrevolando Babbage Town. Mientras se alejaba, Horatio se imaginó a Michelle a miles de metros de altura con un hombre en quien Sean King no confiaba en absoluto. De hecho, Sean le había pedido un favor especial y Horatio había accedido.
—Vuelve sana y salva, Michelle —farfulló Horatio—. Todavía tenemos que hablar de muchas cosas.
El despegue había sido perfecto. El Cessna Grand Caravan era espacioso y lujoso, con un único pasillo y catorce asientos, contando al piloto y al copiloto. Champ le había asegurado que contaba con los más modernos dispositivos de navegación y comunicación.
—¿Vuelas con mucha gente?
—Soy un tipo solitario. —Champ se apresuró a añadir—: Me gusta pensar aquí arriba, eso es todo.
Michelle observó los asientos.
—Tanto espacio desperdiciado —comentó.
—Si las cosas me van bien tal vez me compre mi propio jet —dijo Champ.
—No me pareces un materialista.
Champ se encogió de hombros.
—No lo soy. Me dediqué a la ciencia porque me gustaba resolver cosas. Pero todo acaba complicándose, y no me refiero a la ciencia. —Se calló.
—Vamos, Champ, cuéntamelo.
Él miró por la ventana del aparato.
—Los ordenadores cuánticos tienen un potencial enorme para hacer cosas buenas en el mundo, pero también malas.
—Estoy segura de que el tipo que inventó la bomba atómica pensó lo mismo.
Champ se estremeció y propuso:
—¿Te importa si cambiamos de tema?
—Vale, enséñame qué sabe hacer este avión.
Champ realizó un ascenso inclinado, algo fácil para aquella aeronave. Luego ejecutó varias maniobras y acrobacias aéreas que no sorprendieron a Michelle, acostumbrada a volar en aviones sencillos en las peores condiciones posibles.
Champ señaló por la ventanilla.
—El tristemente famoso Camp Peary. Si nos acercásemos más nos derribarían.
—¿Podríamos bajar un poco?
Champ descendió hasta unos seiscientos metros de altura y voló en círculos. Michelle observó con atención la topografía del terreno para captar todos los detalles.
—¿No podemos acercarnos más?
—Depende de si eres reacia a los riesgos o no.
—No mucho. Supongo que tú sí.
—Es curioso, pero desde que te conozco ya no lo soy —concedió Champ.
Viró a la izquierda y redujo la velocidad de crucero. El avión voló en línea recta, siguiendo el curso del río York.
—Si nos acercamos más nos meterán un misil por el trasero —dijo Champ.
Michelle veía el embarcadero desde el que Ian Whitfield habría salido con la barca hinchable rígida. A continuación se veían los bunkeres que Sean le había mostrado en la imagen del satélite. Desde el avión parecían un grupo de cajas de cemento alineadas las unas junto a las otras.
Hacia el norte se encontraba la ensenada del York que parecía dividir Camp Peary, y más al norte estaba la pista de aterrizaje. Michelle observó los barrios que South Freeman había descrito; luego, una vieja casa de ladrillo y un pequeño estanque. Al sur de Camp Peary estaban el centro de suministros navales y la armería.
—Los federales tienen la zona bien delimitada —comentó Michelle.
—Sí —convino Champ. Inclinó el avión hacia la derecha, voló hacia el este por encima del York y, a unos seiscientos metros de altura, sobrevolaron una de los zonas más pintorescas que Michelle había visto jamás.
—¡Qué bonito!
—Sí, lo es —dijo Champ mientras miraba a Michelle de hito en hito. De repente, desvió la mirada.
—Venga ya, Champ, se supone que es la chica la que se sonroja.
Champ miró por la ventana.
—Una vez volé con Monk.
—¿En serio? ¿Quería ver algo en particular?
—No, aunque quiso sobrevolar el río a poca altura.
«Para ver Camp Peary de cerca, como yo», pensó Michelle.
—Esto… ¿te gustaría pilotar?
Michelle tomó los mandos que tenía delante y giró lentamente hacia la izquierda y luego a la derecha.
—¿Podemos subir un poco?
—Puedes subir hasta unos dos mil quinientos metros, pero con calma —indicó Champ.
Michelle inclinó el morro del avión hacia arriba hasta alcanzar los dos mil quinientos metros y luego lo enderezó.
—¿Qué me dices de un descenso en picado controlado, como el que has hecho antes?
Champ la miró, nervioso.
—¿Eh? Bueno, vale.
Michelle deslizó los mandos hacia delante y el morro del avión se inclinó hacia abajo, y luego un poco más. Michelle vio que la tierra se acercaba a una velocidad vertiginosa, pero no soltó los mandos. De repente, recordó pesadillas que la habían atormentado hacía casi tres décadas. Una niña paralizada, pero ¿quién era la niña? ¿Ella? No estaba segura, pero el miedo que se había apoderado de ella era más que real.
Estaban descendiendo en picado y, sin embargo, Michelle no parecía percatarse de lo que indicaba el altímetro ni escuchar la alarma de la cabina. Tampoco veía a Champ tirando con fuerza de los mandos y gritándole que los soltase, que se estrellarían. Michelle era incapaz de apartar las manos de los mandos; era como si se hubiera quedado paralizada. Por segunda vez, se oyó decir: «Adiós, Sean.»
Al final, a pesar de aquella vorágine, oyó a Champ gritando:
—¡Suéltalos!
Michelle miró a un lado y vio a Champ, lívido, tratando de empujar los mandos hacia atrás con todas sus fuerzas para salvarles del descenso mortal. Michelle apartó las manos y Champ logró enderezar el avión y tomar tierra de manera accidentada, ya que el tren de aterrizaje rebotó dos veces en la pista antes de afianzarse del todo.
Rodaron hasta detenerse. Durante varios minutos, sólo se oían sus jadeos. Finalmente, Champ la miró.
—¿Estás bien?
Michelle sintió náuseas.
—A pesar de haber estado a punto de matarnos, sí, estoy bien.
—He visto a otras personas quedarse paralizadas a los mandos del avión —dijo Champ—. Lo siento, no debería haberte dejado pilotar.
—Champ, no ha sido culpa tuya. Lo siento, lo siento de veras.
Mientras se dirigían a pie desde el avión hasta el Mercedes de Champ, llegó una motocicleta que se detuvo junto a ellos. Era la Harley de Horatio Barnes. El motorista se quitó el casco. Era Sean King.
—Bonito día para volar ¿no?
—¿Qué haces aquí? —le preguntó Michelle.
Sean le dio un casco.
—Vámonos.
—Gracias por la clase de vuelo, Champ. Me temo que ahora mismo no me apetece comer. —Se sentó en la moto, detrás de Sean.
Después de salir de la terminal de vuelo privada y recorrer varios kilómetros por carretera, Michelle le pidió a Sean que parase.
—¿Qué pasa?
—¡Para! —exclamó ella.
Sean salió de la carretera y paró, y Michelle corrió hasta unos árboles para vomitar.
Regresó al cabo de unos minutos, lívida, limpiándose la boca. Subió a la motocicleta lentamente.
—¿Las alturas te han tratado mal? —le preguntó Sean.
—No, digamos que ha sido un error del piloto. ¿Y qué haces montado en la Harley de Horatio?
—He salido a dar una vuelta.
—¿Y has llegado casualmente a la terminal cuando aterrizábamos?
Sean se volvió.
—¿Llamas a eso aterrizar? —le espetó—. Estabais cayendo en picado. Creía que el motor no respondía o algo. ¡He estado a punto de matarme viniendo a toda velocidad aunque sólo fuera para recogerte de la pista de aterrizaje con una espátula! ¿Qué coño ha pasado ahí arriba?
—Un problema en el motor, pero Champ lo arregló. —Detestaba mentirle, pero se habría sentido peor si le hubiera contado la verdad. ¿Y cuál era la verdad? ¿Que se había quedado paralizada y había estado a punto de estrellar el avión?
—Creía que habías dicho que había sido un error del piloto.
—Olvídalo —repuso Michelle—. Si sales vivo de un aterrizaje, entonces es que ha sido un buen aterrizaje.
—Perdona que me preocupe por ti.
—Entonces, ¿nos has estado siguiendo con la moto mientras volábamos?
—Ya te dije que no quería que volases sola con ese tipo —le recordó Sean.
—¿Crees que no sé arreglármelas yo sólita?
—Oh, joder, no me vengas con esas tonterías. Sólo quería…
Michelle le dio un golpecito en el casco.
—¿Sean?
—¿Qué?
—Gracias.
—De nada.
Se pusieron en marcha.
Michelle se agarró con fuerza a la chaqueta de Sean. No quería soltarse de ninguna manera. Nunca había pasado tanto miedo en la vida. Y esta vez el motivo del miedo no había sido un enemigo externo, sino ella misma.