—Pareces el experto sobre Camp Peary de la zona —dijo Horatio. Estaba sentado frente a South Freeman en el despacho de este.
—Sí, pero a nadie le interesan mis palabras —repuso South, amargamente—. Que la CIA haga lo que le dé la gana. Me limitaré a pasar inadvertido hasta que todo salte por los aires.
—Bueno, la mayoría de los estadounidenses quieren sentirse seguros.
—Ah, ¿sí? Más te vale que no me tires de la lengua.
Horatio le explicó brevemente lo que Sean le había contado sobre el encuentro con South Freeman.
—Ahora quiere saber los detalles menos conocidos de la zona.
—Le interesa la muerte de Monk Turing, ¿no? —Horatio asintió—. Bueno, a mí también me interesa. Si lo que te diga os ayuda a resolver el caso, quiero una exclusiva, pero una exclusiva de verdad que devuelva la fama a mi periodicucho semanal.
—No puedo darte la palabra de Sean al respecto —se sinceró Horatio.
Freeman frunció el ceño.
—Entonces lárgate de aquí. No regalo los favores; va contra mis principios.
Horatio titubeó unos instantes.
—Vale, tomaré una decisión excepcional. Si resolvemos el caso gracias a la información que nos proporciones, serás el primero en tener la historia. Si quieres, lo pongo por escrito.
—Con tantos abogados listillos pululando por ahí, los documentos no sirven para nada. —South le tendió la mano a Horatio para estrechársela—. Prefiero mirar a un hombre a los ojos y darle la mano. Si me jodes, iré a por ti.
—Qué delicadeza la tuya.
—Entonces, ¿qué quieres saber? —le preguntó South.
—Bueno, ¿por qué no haces un repaso cronológico? Sé cosas sobre la CIA y Camp Peary, pero ¿qué ocurrió con anterioridad? Creo que la Armada formó a técnicos de ingeniería civil y construcción durante la Segunda Guerra Mundial ¿no había nada más?
—Oh, sí, muchas cosas. Como les dije a tus colegas, había dos poblaciones, Magruder y Bigler’s Mill. Magruder recibió ese nombre en honor a un general confederado, por supuesto, esa era la moda entonces —resopló—. Está claro que mis padres siguieron otra lógica al llamarme South.
—South Freeman, hombre libre del sur —matizó Horatio—. Muy listos.
—Sí, bueno, Bigler’s Mill se construyó en el emplazamiento de un hospital de la guerra de Secesión. Así que, cuando la Armada llegó, todo estaba preparado.
—¿Por qué escogieron esa zona los militares? —inquirió Horatio.
—¿Aparte de por el hecho de que estaba habitada por negros que no tenían ni voz ni voto? La tierra era barata, había agua cerca (al fin y al cabo se trataba de la Armada) y la compañía ferroviaria tendió un ramal desde Williamsburg hasta la estación de Magruder.
—¿Y eso? ¿Para traer marineros y suministros?
—Sí. La gente suele olvidar que entonces la mayoría de los soldados se desplazaban por el país en ferrocarril. Pero el ramal también respondía a otro motivo.
—¿Cuál?
—Cuando la Armada dirigía el campamento también había una prisión militar.
—¿Una prisión militar? —dijo Horatio—. ¿Una prisión para soldados norteamericanos culpables de crímenes de guerra?
—No. Era para prisioneros de guerra alemanes.
—¿Alemanes?
—Sobre todo marineros. Procedían de los submarinos y los barcos hundidos frente a la costa Este. Por supuesto, el chalado de Hitler creía que estaban muertos. De ahí el secretismo. El gobierno no quería que nadie supiera que esos alemanes estaban retenidos en la prisión militar.
—¿Por qué? ¿Por qué era tan importante?
South lo señaló y sonrió.
—Esa es la pregunta del millón de dólares, ¿no?
—Está claro que has pensado en ello. ¿Qué opinas?
—Si queríamos que esos alemanes hablasen, desembuchasen o capturarlos con los libros del código Enigma que usaba la Armada alemana, entonces Hitler y sus compinches removerían cielo y tierra hasta matarlos —explicó South—. Y para qué negarlo, entonces aquí había muchos espías y asesinos alemanes. Casualmente, el rumbo de la batalla del Atlántico cambió cuando esos prisioneros llegaron a Camp Peary, así que creo que los nuestros querían sonsacarles información sobre el código Enigma.
—¿Qué fue de los prisioneros cuando acabó la guerra?
—Supongo que algunos volvieron a Alemania. Una vez acabada la guerra, ¿qué sentido tenía retenerlos? Pero creo que no todos regresaron a Alemania. ¿Qué se encontrarían allí salvo polvo, ruinas y caos? Y, además, se les daba por muertos. Creo que algunos se quedaron en Estados Unidos. —Mientras Horatio asimilaba la información, South prosiguió con el relato—. La guerra acabó, la Armada se marchó y el terreno se convirtió en un coto de caza y un espacio forestal estatal. La Armada regresó en 1951, cerró el campamento y ha permanecido cerrado al público desde entonces.
»La CIA se hizo cargo del emplazamiento en junio de 1961 aunque, oficialmente, seguía siendo una base militar. Irónico si piensas en ello. Justo esa fecha.
Horatio se sobresaltó. Sean le había explicado que Monk Turing había calificado de «irónico» el lugar mientras Len Rivest y él pasaban cerca de allí mientras pescaban.
—¿Irónico? ¿En qué sentido? —preguntó Horatio.
—Eso fue dos meses después del fracaso de la CIA en Bahía de Cochinos, en Cuba. En aquel entonces, la Armada anunció que inauguraba un nuevo centro para reemplazar la base que llamaban Seamaster. Trasladaron el material de instrucción, como los explosivos y las armas poco convencionales, a otro centro. Gilipolleces. Estoy seguro de que en junio de 1961 Camp Peary pasó a ser el principal centro de espionaje de la CIA. Estaban avergonzados tras la cagada de Bahía de Cochinos. Supongo que necesitaban un lugar para formar de verdad a los suyos para que hiciesen bien el trabajo. Sí, justo después de Bahía de Cochinos. Pero esa no es la única ironía.
—¿Cuál es la otra?
—Ya te he explicado que la población recibió el nombre de un general confederado, ¿no? Pues bien, el general Magruder fue uno de los verdaderos maestros del engaño durante la guerra. Y ahora, en la población que llevaba su nombre, habitan personas que se ganan la vida mintiendo —concluyó South.
—Entiendo. Eso sí que es irónico —convino Horatio, si bien no sabía qué tenía que ver con lo que Monk le había dicho a Rivest aquel día—. ¿Algo más?
South Freeman miró alrededor, aunque estaban a solas.
—Empecé a contarle esto a tus amigos, aunque luego cambié de idea, pero ¡qué más da! Hay una parte de Camp Peary que casi nadie sabe que existe, ni siquiera quienes trabajan allí.
—¿Y tú cómo lo sabes? —indagó Horatio.
—Esas personas comen y viven en sitios limpios, ¿no? Pues bien, conozco a muchos cocineros y personal de la limpieza. La misma cabronada de siempre, muchos tienen mi color de piel, ¿qué te parece?
—Vale, sigue —lo instó Horatio.
—Bueno, en el campamento hay una zona oscura, y no me refiero a los que se parecen a mí. Ahí es donde se cuece la diplomacia secreta de Estados Unidos.
—¿Diplomacia secreta?
—Sí, están que no paran. Gobernantes de otros países, agentes, rebeldes, dictadores e incluso terroristas que están de nuestra parte… al menos de momento… llegan en esos aviones que ves volando a las dos de la madrugada. No pasan por aduanas ni nada. Nadie sabe ni siquiera que han estado aquí y, desde un punto de vista oficial, las reuniones no han tenido lugar. Antes de que invadiésemos Irak, vino un grupo de líderes kurdos para urdir un plan para derrocar a Sadam.
—South, ¿cómo es que sabes todo esto? —preguntó Horatio, impresionado.
Freeman pareció ofenderse.
—Eh, soy un maldito periodista, tío.
Horatio se reclinó con expresión preocupada.
Freeman esbozó una sonrisa malévola.
—Acojonante —dijo.
—Acojonante —convino Horatio.