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Michelle eligió unos vaqueros negros ceñidos, sandalias abiertas y una blusa blanca holgada con los dos botones superiores desabrochados. No tenía ninguna minifalda y los tacones no eran lo suyo. Encontró a Champ en su despacho, quien estuvo a punto de caerse de la silla al verla llegar sin previo aviso. A petición suya, Champ le enseñó la Cabaña número dos y Michelle expresó cuán «importante» era la labor que Champ realizaba allí. Mientras él le mostraba la máquina de Turing, Michelle se inclinó para observarla de cerca y se apoyó en la espalda de Champ para no perder el equilibrio. Sintió que el pobre se sacudía como por una descarga eléctrica. Michelle gimió para sus adentros. Qué fácil era manipular a los hombres. Hasta los genios eran estúpidos.

Almorzaron en un pequeño comedor privado de la mansión que, al parecer, estaba reservado para el director de Babbage Town.

—Parece que esta operación es importante. ¿Cómo acabaste dirigiéndola?

—Dudo mucho de que te interese saberlo —respondió Champ, mirándola.

—Si no me interesara no te lo preguntaría.

—Había realizado trabajos pioneros en el campo, primero en Stanford y luego en el MIT, que acabaron convirtiéndose en numerosas patentes. Dediqué la tesis doctoral a la mecánica cuántica y fue considerado un texto innovador. Creo que me ofrecieron el cargo por eso.

—Sean me dijo que la propiedad de Babbage Town es una especie de secreto de Estado.

—Algo así, y pagan muy bien por mantenerlo oculto.

—La generosidad es una buena manera de ganarse la lealtad.

—Han sido más que generosos —dijo Champ—. Me dieron incluso un avión para que volara.

—¿En serio? No soy piloto, pero he ido mucho en avión. Me encanta.

—Podría llevarte algún día. Hay unas vistas maravillosas de la zona.

—Sería genial. Siempre y cuando no sobrevueles Camp Peary, claro.

—No te preocupes. Esos parámetros están grabados en el ordenador de a bordo. —Champ hizo una pausa—. Parece que te intereso.

—Porque eres interesante —dijo Michelle.

—Y un posible sospechoso.

—Creo que tienes una coartada para el momento de la muerte de Len Rivest.

—Sí, estaba trabajando.

—¿Qué tal va todo? —Michelle cambió de tema.

—Con suerte, tendremos un prototipo rudimentario para comienzos del año que viene.

—Y entonces el mundo se acabará, o eso le dijeron a Sean.

—Qué va. No, el ordenador sólo realizará cálculos muy básicos. Faltan muchos años para que conmocionemos al mundo.

—Una larga espera.

—En el mundo de la física pasa muy rápido. —Se acabó el vino—. ¿Qué tal con Viggie?

—Es una buena chica. Me cae bien. Me apena su situación, lo tiene complicado.

—No era fácil convivir con Monk. Era un tipo muy reservado, parecía tener la flema inglesa.

—Hablando de ingleses, tengo entendido que viajó a Inglaterra hace poco —dejó caer Michelle.

—Sí, dijo que necesitaba ocuparse de algunos asuntos familiares.

—¿Te dijo algo al volver? ¿Fue a otros países?

—No lo sé —dijo Champ—. Supongo que esa información estará en su pasaporte. —Champ chasqueó los dedos—. Un momento. No puedo creerme que no lo recordara antes. Me trajo un regalo. Fue muy listo porque no se marchó en un momento que resultara muy oportuno que digamos.

—Un regalo. ¿De dónde? ¿De Inglaterra?

—No, era una jarra de cerveza de Alemania.

—¿De Alemania? ¿Estás seguro?

—Si quieres verla, la tengo en casa.

La casa de Champ no estaba tan descuidada como la oficina, pero tampoco estaba a la altura de alguien como Sean King. A Michelle le pareció admirable aquel desorden.

Champ la condujo hasta un pequeño estudio abarrotado de libros. En un estante había una jarra de cerveza enorme profusamente decorada. Champ se la dio.

—Ahí la tienes. No está mal, aunque la verdad es que la cerveza no es lo mío.

Michelle observó la jarra con atención. Tenía una tapa de peltre con bisagras y los lugares más famosos de Alemania estaban dibujados con relieve en el lateral. Le dio la vuelta y observó el fondo.

—No dice de dónde es, sólo que está hecha en Alemania.

—Exacto. Supongo que podría haber venido de cualquier parte —dedujo Champ.

—¿Te importa si me la quedo? —le preguntó Michelle.

—Si nos ayuda a desvelar la verdad, toda tuya. Ojalá pudiera ayudarte.

—Podrías hacer algo —repuso Michelle. Champ la miró expectante—. Deja que Horatio Barnes se quede en Babbage Town.

Champ parecía desconcertado por la petición, por lo que Michelle se apresuró a añadir:

—Cama y comida, nada más. Te lo agradecería.

—Bueno, supongo que es posible —repuso.

—Gracias, Champ. Por cierto, he visto prendas de artes marciales en la puerta de la oficina. ¿Qué practicas?

—Taekwondo. Cinturón negro. ¿Tú practicas?

—No —mintió Michelle.

Salieron al exterior.

—Podría recogerte pasado mañana a eso de las nueve si hace buen tiempo —le dijo Champ. Se colocó bien las gafas—. Esto… en el camino de vuelta hay un buen restaurante con una carta que vale la pena.

Michelle observó el cuerpo larguirucho de Champ. Desde luego, era lo bastante fuerte como para matar a Rivest, ya que no le habría costado sujetarlo bajo el agua con un desatascador hasta que se ahogase. Pero Sean había dicho que Champ tenía una coartada para la hora del asesinato.

¿Seguro que la tenía?