57

A primera hora de la mañana siguiente, Michelle salió a pasear con Viggie; se dirigieron hacia el embarcadero, donde se sentaron con los pies en el agua. Michelle trató de que Viggie hablase sobre los códigos y la sangre, pero ella siempre respondía con evasivas.

—¿Podemos salir con el kayak de nuevo? —le preguntó Viggie.

—Claro, ¿quieres ir ahora?

—No, sólo era por saberlo. —Señaló hacia la otra orilla del río—. No me gusta ese sitio.

—¿Camp Peary? ¿Y eso? ¿Por lo que le pasó a Monk allí?

—No sólo por eso —respondió la niña con naturalidad.

—¿Por qué más?

—Monk se marchaba a menudo —dijo, cambiando de tema—. Me dejaba sola mucho tiempo.

—¿Cuándo? ¿Te refieres a cuando se marchó al extranjero? —Viggie asintió. Michelle no podía creerse que no se le hubiese ocurrido preguntarle al respecto con anterioridad—. ¿Sabes por qué se fue del país? ¿Por qué fue a los lugares que fue en el extranjero?

—Cuando volvió hablaba mucho de Alan Turing. No era la primera vez que iba allí. Alan Turing le caía muy bien, aunque esté muerto.

—¿Cuándo fue allí por primera vez?

—Antes de venir aquí, cuando vivíamos en el otro sitio —explicó Viggie.

—¿Qué otro sitio?

—En Nueva York. No me gustaba. Vivíamos en un bloque de pisos. Todos eran viejos. No me gustaban porque olían raro. Todos menos una persona. Un viejecito. Me caía bien. A Monk también le caía bien. Hablaban mucho, aunque él hablaba de forma rara. Me costaba entenderlo.

—¿Recuerdas de qué hablaban? —Michelle no creía que fuese importante, pero quería que Viggie siguiese interesada en la conversación.

—No, la verdad. Hablaban de cosas del pasado.

—Ya.

—Tocaba el piano muy fuerte cuando lo hacían.

—Pero has dicho que el anciano te caía bien.

—Sí, era buena persona, pero sólo hablaba de cosas del pasado y me costaba entenderlo.

—Bueno, a veces a los ancianos les gusta hacer eso, recordar el pasado. Al parecer, a Monk le interesaba.

—El viejo era un experto en matemáticas y ciencia. Le enseñó a Monk unos mapas antiguos y una vez le vi escribir un montón de letras en un trozo de papel para ver si mi padre las entendía.

—¿Como una especie de código?

—Supongo.

—Has dicho «letras» —apuntó Michelle—. Creía que Monk era un experto en números.

—Monk decía que la historia estaba llena de números importantes. Alan Turing usó números en el pasado para ayudar a que acabase una guerra importante. Monk me lo contó. Pero también usaban letras del alfabeto.

—¿De eso hablaban Monk y el anciano? ¿De Alan Turing y de lo que había hecho durante la Segunda Guerra Mundial?

—A veces.

Michelle, impaciente por naturaleza, se esforzaba por no comenzar a gritarle: «¡Corta el rollo de los jueguecitos y cuéntame la verdad, mocosa!» Sin embargo, se contuvo y prosiguió hablando con cuanta calma pudo.

—Entonces, ¿de qué solían hablar?

Viggie se levantó.

—Te echo una carrera hasta casa. —Se volvió y comenzó a correr. Michelle le dio alcance enseguida, pero luego se quedó atrás, como si estuviera cansada.

—Si te gano, me contarás lo de los códigos y la sangre —le dijo fingiendo que jadeaba—. Si me ganas, te prometo que nunca volveré a preguntarte sobre eso. ¿Trato hecho?

—¡Trato hecho! —exclamó Viggie, tras lo cual comenzó a correr a toda velocidad por el sendero que conducía a la casita de Alice.

Dobló la última curva y vio la casa allí mismo. Dio un grito de alegría y corrió más rápido aún. A apenas tres metros de la escalera de entrada vio incrédula cómo Michelle, que se había mantenido rezagada a propósito, pasaba volando junto a ella, subía corriendo las escaleras y se sentaba en el último escalón.

Viggie se detuvo en seco y la miró asombrada.

—Has hecho trampa —le dijo.

—¿Cómo? Has corrido. He corrido. He ganado. Ahora cumple tu palabra.

—Me caes bien, Michelle.

—Vale, Viggie —repuso Michelle con cautela—, pero ¿qué hay de nuestro trato?

Viggie pasó corriendo junto a ella y entró en la casa. Michelle la siguió y la encontró sentada al piano.

Comenzó a tocar con frenesí, golpeando las teclas con las yemas de los dedos. El ritmo era tan frenético que Michelle no reconocía la música.

—Viggie, por favor, para. ¡Para! ¡Viggie!

Viggie dejó de tocar en el acto, se levantó de un salto y corrió hacia las escaleras. Se paró, se volvió hacia Michelle y gritó:

—¡Códigos y sangre! —Luego corrió escaleras arriba. Al cabo de unos instantes, cerró de golpe la puerta de su dormitorio.

A los pocos segundos, Alice Chadwick, medio vestida, bajó rápidamente por las escaleras.

—Por Dios, ¿qué pasa? —gritó.

Michelle se destapó las orejas y se volvió hacia ella.

—Ojalá lo supiera. Se ha puesto a tocar el piano como una loca.

—No suele hacer eso, salvo que algo o alguien la moleste —le dijo Alice en tono acusador.

—Bueno, esta vez ha sido cosa suya. —Michelle le dio una palmadita en el hombro a Alice—. Toda tuya. Necesito descansar. —Salió dando un portazo.

Poco después, Michelle le dijo a Sean que, de momento, Viggie era un callejón sin salida.

—Entonces tenemos que entrar en Camp Peary como sea —repuso Sean—. El material que pedí llegará mañana.

—Perfecto. Hasta luego —le dijo Michelle.

—¿Adónde vas?

—Lo de Viggie no me ha salido bien, a ver si tengo más suerte con Champ. Pero primero me cambiaré de ropa, claro está.

—Michelle, me asombra lo que eres capaz de hacer con tal de saber la verdad.

—Te quedarás más asombrado cuando veas el resultado, Sean.

—Mientras seduces al hombre más listo del mundo, recorreré Babbage Town para averiguar si alguien vio algo en la casa de Rivest la noche que lo asesinaron. Luego trataré de encontrar la habitación secreta.

—Te dije que ya la busqué —dijo Michelle.

—Cuatro ojos ven más que dos.

Dos horas más tarde, Sean había acabado su recorrido. Nadie había visto nada sospechoso ni a ningún desconocido. Perplejo, regresó a la mansión para almorzar en el comedor. Vio a Viggie comiendo con otros niños.

Alice estaba sentada sola en el otro extremo de la sala mientras los camareros corrían de un lado para otro para servir a los genios hambrientos.

Se sentó junto a Alice y pidió la comida.

—¿Qué, ha habido suerte con los números?

Alice frunció el ceño.

—Me alegra que te diviertas tan fácilmente tú sólito. ¿Dónde está tu compinche? Esta mañana ha dejado trastocada a Viggie. Esa no era precisamente mi intención cuando os contraté.

Sean se inclinó hacia delante.

—Verás, Alice, tú no nos contrataste. Trabajamos para una empresa que los propietarios de Babbage Town han contratado, sean quienes sean, para que averigüemos quién asesinó a Monk Turing.

—Tarea en la que habéis fracasado estrepitosamente.

—Los asesinos suelen esforzarse para que no los atrapen.

—Qué alivio saberlo —dijo Alice.

—Creo que la sesión de Horatio con Viggie salió bien.

—Sí, si el hecho de que Viggie se marchase a media sesión se califica como «salir bien».

—¿Qué me dices de los códigos y la sangre? Eso fue lo que Viggie dijo, ¿no?

Alice toqueteó nerviosa la taza de té y señaló:

—Nunca le había oído decir esas palabras. Las dijo de un modo que daba miedo.

—¿Y no tienes ni idea de a qué se refería? —preguntó Sean.

—No, y eso fue lo que le dije a Barnes.

—Venga ya, Alice, pon en marcha tu mente analítica.

Alice suspiró.

—Existen muchos códigos. ¿Le enseñó Monk a Viggie cómo crear un código? Tal vez. ¿Se comunicaban mediante códigos? Quizá. ¿Cómo descifrar un código si ni siquiera se sabe el código? Enséñame un ejemplo y te ayudaré.

—¿Qué me dices de la palabra «sangre»? —señaló Sean.

—Monk murió ensangrentado, eso está claro.

—Vale, pero en teoría Monk no estaba muerto cuando se lo contó a Viggie.

—Viggie es una niña muy emocional e inestable, propensa a cambios de humor y a exagerar —dijo Alice—. Si piensas basar todo el caso en algo que dijo, pues bueno, no me parece muy sensato.

—Si se te ocurre otra cosa, soy todo oídos.

—Yo también tengo que trabajar.

—¿Sabe Champ quién es el propietario de Babbage Town?

—Ni idea, Sean. Sé que cada mes se marcha unos días. Tal vez se reúna con los propietarios.

—Interesante. ¿Va en coche o en avión?

—Pilota su propio avión.

—¿En serio? ¿Dónde lo tiene? —Sean estaba sorprendido.

—En una terminal privada a unos ocho kilómetros de aquí. Una vez volé con él.

—No está mal tener tu propio avión.

—Bueno, en realidad no sé si es suyo —aclaró Alice.

Sean se calló. Mientras observaba a una camarera uniformada que llevaba una bandeja con comida, cayó por fin en la cuenta: había estado formulando la pregunta equivocada. Se levantó de un salto y se marchó corriendo mientras Alice lo observaba, atónita.