49

Horatio Barnes estrechó la mano de Viggie mientras Alice Chadwick les observaba, nerviosa. Estaban en la salita del hotel en el que se alojaba Horatio.

Antes de que Horatio dijera una palabra, Viggie se colocó de un salto frente al pequeño piano vertical situado en un rincón del salón. Comenzó a tocarlo. Horatio se levantó y se sentó a su lado.

—¿Te importa si te acompaño? —le preguntó mientras ella tocaba.

Viggie meneó la cabeza y Horatio esperó un poco, para observar el ritmo, y empezó a tocar con suavidad. Interpretaron un dueto durante cinco minutos y, de repente, Viggie dijo:

—Ya he terminado.

Se desplomó en el sofá mientras Horatio se sentaba frente a ella sin dejar de mirarla con detenimiento.

—Tocas muy bien —le dijo— y, por lo que se rumorea, también eres un genio de las matemáticas.

—Los números son divertidos —repuso Viggie—. Me gustan porque si sumas los mismos números siempre obtienes las mismas respuestas, y eso puede decirse de pocas cosas.

—Vamos, que la vida es impredecible, ¿no? Estoy de acuerdo. Entonces los números te parecen seguros, ¿no?

Viggie asintió con aire distraído y miró a su alrededor.

Horatio siguió observándola mientras tanto. En su profesión, el lenguaje corporal revestía la misma importancia que la comunicación verbal. Le formuló varias preguntas preliminares relativas a su vida en Babbage Town. Horatio había planeado abordar con tacto el asunto de Monk Turing, pero las palabras de Viggie desbarataron su estrategia.

—Monk está muerto, ¿lo sabías? —le preguntó Viggie y, antes de que Horatio respondiera, añadió—: Era mi padre.

—Lo sé, me lo han dicho. Lo siento mucho. Estoy seguro de que lo querías mucho. —Viggie asintió, cogió una manzana de un cuenco que había en la mesa y comenzó a comérsela—. ¿Qué me dices de tu madre?

Viggie dejó de masticar.

—No tengo madre.

—Todo el mundo tiene madre. ¿Quieres decir que está muerta?

Viggie se encogió de hombros.

—Me refiero a que no tengo madre. Monk me lo habría dicho.

Horatio miró a Alice, que parecía apenada por la situación. Negó con la cabeza en señal de impotencia.

—¿Qué recuerdas de ella?

—¿De quién?

—De tu madre —insistió Horatio.

—Ya te lo he dicho, no tengo madre.

—Vale, ¿qué te gustaba hacer con tu padre? Se le daban bien los números, ¿no? ¿Jugabais con números?

Viggie tragó saliva, mordisqueó la manzana y asintió.

—Continuamente. Decía que era más lista que él. Era un experto en física cuántica, ¿lo sabías?

—Mi coeficiente intelectual no da para tanto.

—Pues yo lo entendía; entiendo muchas más cosas de las que la gente cree.

Horatio miró a Alice, quien asintió para alentarlo.

—Entonces, ¿la gente cree que no entiendes las cosas?

—Soy una niña. Una niña, una niña, una niña —repitió Viggie con voz cantarina—. Al menos eso es lo que creen.

—Estoy seguro de que Monk no pensaba lo mismo —opinó Horatio.

—Monk me trataba de forma especial.

—¿Cómo?

—Confiaba en mí.

—Es maravilloso que un adulto confíe en alguien de tu edad. Seguro que te hacía sentir bien. —Ella se encogió de hombros de manera evasiva—. ¿Recuerdas la última vez que viste a Monk? —Volvió a encogerse de hombros—. Con esa cabecita tuya, estoy seguro de que no te costará nada.

—Lo que mejor recuerdo son los números —dijo Viggie—. Los números nunca cambian. Un uno siempre es un uno y un diez siempre es un diez.

—Pero los números sí que cambian, ¿no? Por ejemplo, cuando los multiplicas o los sumas, restas o divides. Diez puede ser diez o diez mil. Uno puede ser uno o cien, ¿cierto?

Viggie lo miró de hito en hito.

—Cierto —respondió de forma automática

—¿O es falso?

—Es falso —repuso Viggie—. Falso, falso, falso. —Mordió la manzana de nuevo.

Horatio se recostó. «Vaya, un loro», pensó.

—¿Te gustan los acertijos con números? Recuerdo uno que aprendí en la universidad. ¿Quieres jugar? No es fácil.

Viggie dejó la manzana.

—A mí no me costará —dijo la niña con impaciencia.

—Supongamos que soy un abuelo y que tengo un nieto que tiene tantos días como semanas tiene mi hijo, y mi nieto tiene tantos meses como años tengo yo —explicó Horatio—. Entre mi hijo, mi nieto y yo sumamos ciento cuarenta años. ¿Cuántos años tengo yo?

Horatio miró a Alice, que había comenzado a resolver el acertijo en un trozo de papel que había sacado del bolso. Volvió a mirar a Viggie.

—¿Quieres lápiz y papel? —le preguntó.

—¿Para?

—Para resolver el problema.

—Ya lo he resuelto. Tienes ochenta y cuatro años, aunque no los aparentas.

Al cabo de unos instantes, Alice alzó la vista. En el trozo de papel había varias operaciones y, al final de ellas, se veía el número «84». Sonrió a Horatio y movió la cabeza con desaliento.

—Salta a la vista que no estoy a su altura.

Horatio miró de nuevo a Viggie, que esperaba impaciente.

—¿Has visualizado todos esos números? —le preguntó, y ella asintió antes de seguir comiéndose la manzana.

Horatio le indicó dos números grandes y le pidió que los multiplicase. Viggie lo hizo en cuestión de segundos. Horatio le planteó una división y ella la resolvió casi de inmediato. Finalmente, le propuso un ejercicio de raíz cuadrada. Viggie dio con la solución en un instante y adoptó una expresión aburrida mientras Horatio anotaba algo en un trozo de papel.

—Quiero plantearte otro problema —le dijo.

Viggie se irguió, pero seguía aburrida. «De loro, nada. Eres un perro bien adiestrado, ¿no, Viggie?»

—Supongamos que tienes una amiga con la que lo haces todo, y esa amiga tiene que marcharse a otro sitio y no volverás a verla nunca más. ¿Cómo te sentirías? —Viggie parpadeó una y otra vez. Parpadeó tanto que el rostro se le tensó por el esfuerzo. Horatio tuvo la impresión de que estaba viendo un ordenador cuyo circuito se había sobrecalentado—. ¿Cómo te sentirías? —repitió Horatio.

—El problema no tiene números —repuso Viggie en tono perplejo.

—Lo sé, pero algunas preguntas no tienen que ver con los números. ¿Te sentirías triste, feliz o ambivalente?

—¿Qué significa ambivalente?

—Que te da igual una cosa o la otra.

—Sí —dijo ella de forma automática.

—¿Y estarías triste?

—Triste, estaría triste.

—¿Y no feliz? —preguntó Horatio.

Viggie miró a Alice.

—El problema no tiene números.

—Lo sé, Viggie, hazlo lo mejor que sepas.

Viggie se encogió de hombros y continuó comiéndose la manzana. Horatio tomó nota.

—¿Estabas pensando en la última vez que viste a tu padre?

—¿Por qué no me sentiría feliz? —preguntó Viggie de repente.

—No te sentirías feliz porque tu amiga se habría marchado. Nos divertimos con los amigos, pero si tu mejor amiga se marchase ya no podrías divertirte con ella —le explicó Horatio—. Estoy seguro de que te divertías con tu padre antes de que se marchase. Te entristeció que tu padre se marchase, ¿no? ¿Ya no te divertirás con él?

—Monk se fue —afirmó Viggie.

—Exacto. ¿Te lo pasaste bien la última vez que lo viste?

—Me lo pasé muy bien.

—¿Qué hiciste? —inquirió Horatio.

—No puedo contártelo.

—Oh, ¿es un secreto? Los secretos son divertidos. ¿Tenías muchos secretos con Monk?

Viggie bajó la voz y se inclinó un poco hacia Horatio.

—Todo era secreto.

—Y no puedes contárselo a nadie, ¿no?

—Eso mismo.

—Pero podrías si quisieras.

—Sí, si quisiera —admitió Viggie.

—¿Quieres contarlo? Estoy seguro de que te apetece contarlo —sugirió Horatio.

Por primera vez, Viggie pareció titubear.

—Tendría que contártelo de manera secreta.

—¿Como si fuera un código? Me temo que los códigos no son lo mío, Viggie.

—A Monk le encantaban los códigos. Le gustaban los códigos secretos. Me dijo que los llevaba en la sangre.

Horatio miró a Alice con expresión inquisitiva, aunque la mujer parecía tan confundida como él.

—¿Los llevaba en la sangre, Viggie? —le preguntó Horatio—. ¿A qué te refieres? —Viggie sonrió—. ¿A qué te refieres? —repuso—. Me gustaría saber a qué te refieres con lo de que Monk decía que llevaba los códigos en la sangre.

—Eso es lo que me dijo, que llevaba los códigos en la sangre. Códigos y sangre, eso dijo.

Horatio se recostó.

—¿Monk los llevaba la última vez que le viste?

—Sí —respondió en tono alegre.

—¿Te contó un secreto? —Viggie asintió de nuevo—. ¿Puedes contárnoslo? —Dejó de sonreír y comenzó a negar con la cabeza—. ¿Por qué no? ¿Era un supersecreto?

—Viggie —intervino Alice—, si sabes algo deberías contárnoslo.

—No me cae bien —repuso Viggie señalando a Horatio—. Ahora tengo que irme. —Se levantó y salió de la habitación.

Horatio miró a Alice, que parecía contener el aliento.

—Te dije que era un hueso duro de roer. ¿Has sacado algo en claro?

—La conozco mejor que hace una hora —respondió Horatio—. Algo es algo.

—Bueno, la próxima vez que la veas podría ser una persona completamente distinta.

Después de que Alice se marchara con Viggie, Horatio llamó a Sean para ponerlo al corriente de la sesión.

—¿Viggie es autista? —le preguntó Sean.

—Autismo es un término muy amplio —respondió Horatio—. De todos modos, no creo que sea autista.

—¿Entonces?

—Creo que, en algunos aspectos, es mucho más lista que los demás. En otros aspectos no es muy inteligente o madura. Tal vez sea un problema de percepción. De nuestra percepción. Esperamos que sus emociones estén a la altura de su intelecto, pero apenas es una niña. Y el modo en que habla de su padre me da malas vibraciones.

—¿A qué te refieres? —preguntó Sean.

—Al parecer, Monk la trataba como si fuera una adulta, al menos algunas veces. Pero otras la trataba como si fuera un… aparato.

—¿Un aparato?

—Sé que no tiene sentido. Ojalá supiera más detalles sobre su madre. Viggie cree que no ha tenido madre.

—Entonces, ¿cómo está la situación? —preguntó Sean.

—Me temo que no hemos avanzado mucho.

—Bueno, al menos los resultados son congruentes. Es decir, nulos.

—¿Qué piensas hacer, Sean?

—Ponerme las pilas para ver si consigo algo.