Arch era un pueblo con pocas calles, un único semáforo, unos cuantos negocios familiares, unas vías de la línea de ferrocarril abandonada injertadas en la calle principal como una sutura antigua y un edificio de una planta de ladrillo visto, necesitado de restauración, que albergaba el Magruder Gazette. Otro pequeño letrero oxidado especificaba que la Magruder Historical Society también se encontraba allí.
—Si el pueblo se llama Arch, ¿por qué no es el Arch Gazette? —preguntó Michelle mientras aparcaba el coche y salían.
—Tengo mis sospechas, pero podemos preguntarle al viejo South —repuso Sean con cierto misterio.
Al entrar fueron recibidos por un hombre de color de unos sesenta años, con el cuerpo larguirucho y un rostro cadavérico, delimitado por una barba de un blanco grisáceo en cuyo centro había un cigarrillo humeante que le sobresalía de los labios finos y agrietados.
Se estrecharon la mano.
—South Freeman —dijo—. Recibí tu llamada. ¿Así que queréis saber un poco sobre la historia de la zona? Pues estáis en el sitio adecuado.
Sean asintió y South los condujo a una pequeña sala que hacía las veces de despacho. Estaba revestida de archivadores gris plomo y un par de escritorios desvencijados, aunque en uno de ellos había un ordenador flamante. Las paredes albergaban fotografías variadas de la zona, incluida una gran imagen por satélite que Sean identificó enseguida como Camp Peary. Encima ponía: «El infierno más cercano.»
Sean lo señaló.
—Veo que eres un gran fan del servicio de inteligencia más importante de tu país.
South miró la foto y se encogió de hombros.
—El gobierno les quitó la casa a mis padres y nos echó a todos. ¿Cómo se supone que tengo que sentirme?
—Debió de ser la Armada, no la CIA —corrigió Sean.
—La Armada, el Ejército, la CIA, prefiero pensar en ellos de forma colectiva como el imperio del mal.
—He leído tus artículos sobre Camp Peary —dijo Sean.
—Bueno, no había muchos para escoger, ¿no? —South apagó la colilla e inmediatamente encendió otro pitillo.
Michelle se apartó el humo de la cara.
—¿O sea que vivías en Magruder? —preguntó Sean mirando a Michelle—. Lo he deducido por el nombre del periódico.
Freeman asintió.
—Eso es. En el terreno que ahora ocupa Camp Peary había dos pueblos: Bigler’s Mill y Magruder, donde yo nací. Ahora constan en la lista de lugares desaparecidos del registro oficial del estado de Virginia.
—¿Tienen estadísticas de esas? —preguntó Sean.
Freeman señaló una lista clavada con chinchetas en un tablón de anuncios.
—Aquí la tienes. Ahí están todos los condados, pueblos y demás que se han fusionado con otros lugares, han cambiado de nombre o, como Magruder, nos ha robado el dichoso gobierno.
Sean observó la lista unos instantes.
—Entiendo por los artículos que las casas siguen ahí, barrios enteros, de hecho.
—No lo puedo confirmar, por supuesto, dado que no permiten a personas como yo merodear por allí. Pero, por la información de gente que sí ha estado allí, sí, muchos edificios siguen en pie. Incluida la casa en la que nací y viví de niño. Por eso el periódico se llama Magruder Gazette. Es mi forma de mantener el pueblo con vida.
—Bueno, supongo que todo el mundo tuvo que hacer sacrificios durante la Segunda Guerra Mundial —comentó Sean.
—No tengo problemas con hacer sacrificios si se reparten de forma equitativa.
—¿A qué te refieres? —preguntó Sean.
—Magruder era una comunidad de afroamericanos de clase trabajadora, o comunidad «de color», como los llamaban entonces. No vi que la Armada arrasara ningún barrio de blancos ricos y empezara a echar a la gente. Fue la misma historia de siempre. Echa a los negros pobres porque a nadie le va a importar.
—Entiendo el problema, South, de verdad que sí —dijo Sean—, pero hemos venido a hablar de Camp Peary y de la historia local.
—Eso es lo que dijiste por teléfono, pero no me explicaste por qué.
—Somos detectives privados contratados por los directivos de Babbage Town para esclarecer la muerte de Monk Turing.
—Ya, el tío que encontraron muerto. He escrito un artículo al respecto. Todavía no lo he publicado porque estoy esperando a saber el final. —Los miró con suspicacia—. ¿Así que trabajáis para Babbage Town? ¿Y si hacemos un trato? Yo os hablo de la Granja y vosotros me habláis de lo que hacen realmente en ese pueblo de genios.
—Me temo que no podemos hacer tal cosa, South. Hemos firmado un acuerdo de confidencialidad.
—Pues a lo mejor yo también —dijo South.
—Nuestra intención es esclarecer la muerte de Monk Turing —intervino Michelle.
—¿Y el otro tipo? ¿Al que mataron en Babbage Town? Dicen que murió accidentalmente en la bañera. Y yo digo, sí, ya, igual que Lee Harvey Oswald y James Earl Ray actuaron por iniciativa propia. Pues nada, estamos igual. Vosotros no podéis hablar, y yo, tampoco. Ahí está la puerta. Hasta la próxima.
—Si descubrimos la verdad sobre Monk Turing —continuó Michelle—, quizá no resulte muy propicia para Camp Peary. Y quizás acaben desmontando la parada y marchándose.
La expresión de South cambió de inmediato. Ahora estaba mucho más intrigado que desafiante.
—¿Crees que es posible?
—Todo es posible —afirmó Michelle—. Y a Monk Turing lo encontraron muerto allí.
—Pero todos los medios de comunicación convencionales dicen que fue un suicidio. Igual que el resto de las personas que han aparecido muertas por allí en los últimos años. Y en todos los blogs de Internet dicen a gritos que se trata de una conspiración del gobierno. ¿Quién tiene razón?
—A lo mejor lo descubrimos con tu ayuda —dijo Sean.
South apagó el cigarrillo, cogió un periódico que tenía encima de la mesa y pareció ponerse a leerlo.
—¿Qué queréis saber?
—¿Qué puedes decirnos sobre Camp Peary? —dijo Sean—. Me interesan más los acontecimientos actuales.
South lo miró por encima del periódico.
—¿Acontecimientos actuales?
—Sí, como los que vienen del aire.
—¿Os habéis fijado en los aviones que llegan? Supongo que desde Babbage Town se disfruta de buenas vistas de ellos —indicó South—. Aterrizan justo después de sobrevolar el río, ¿no?
—Pero a las dos de la mañana no se tienen buenas vistas de nada, sobre todo si ni siquiera encienden las luces de posición —aclaró Sean.
—Sí, ya lo sé.
—¿Los has visto? —preguntó Michelle.
—El dichoso gobierno no posee los terrenos de los alrededores. Cómprate una buena barbacoa en Pierce, baja por la carretera desde Spookville y cruza el río hasta la casa de un colega mío. Siéntate en su muelle y espera a que el avión pase por ahí por equivocación con cosas que el gobierno no quiere que sepamos. Supe que allí había gato encerrado antes de la primera guerra del Golfo y Afganistán, y cuando empezó lo de Irak la pista de aterrizaje de Peary parecía el aeropuerto internacional de Chicago, del tráfico que había. —Le brillaban los ojos—. Una vez a la semana voy en coche hacia la entrada de Camp Peary, veo los tejados metálicos de las garitas de vigilancia, todas ellas con los putos carteles que dicen «Prohibida la entrada, propiedad de Estados Unidos», y digo: «Cabrones, ahí está la propiedad de mi madre, devolvédmela.» No lo digo en voz lo suficientemente alta como para que me oigan, claro —añadió riendo entre dientes—. Luego doy media vuelta en el cambio de sentido, lo tienen ahí para la gente que se pierde o que se acerca por curiosidad. Lo llaman «el giro del último giro» y vuelvo a casa. Me hace sentir mejor. —South guardó silencio durante unos instantes.
»Esos aviones vienen una vez por semana, los sábados. Siempre a la misma hora. Y son reactores grandes. Tengo un colega que trabaja de controlador aéreo y tiene contactos entre los militares de Norfolk. Esos aviones no aterrizan en ningún otro punto del país aparte de en Camp Peary. No pasan por aduanas ni por controles militares, por nada.
—Pero ¿son aviones militares? —preguntó Michelle.
—Según mi amigo, no. Cree que están inscritos como aviones privados.
—¿Aviones privados que pertenecen a la CIA? —dijo Sean.
—Joder, la CIA tiene flota propia. No es que tengan que dar explicaciones a nadie sobre en qué se gastan el dinero de nuestros impuestos.
—¿Tienes idea de qué transportan esos aviones? —preguntó Sean.
South le lanzó una mirada penetrante.
—Quizá sea un cargamento vivo y que respira, pero sólo habla árabe o farsi.
—¿Detenidos extranjeros?
—No es que defienda a los terroristas, pero deben disponer de garantías procesales —declaró South con firmeza—. ¿Y si la CIA decide a quién secuestrar y traer aquí sin que haya ningún tribunal de por medio? Me refiero a que su historial con este tipo de cosas no es precisamente intachable. —Sonrió—. Si está pasando algo de esto, hay un premio Pulitzer esperando al periodista que revele la historia.
—Sí, sería todo un golpe de efecto para el Magruder Gazette —dijo Michelle con sarcasmo.
—Hace poco alargaron la pista de aterrizaje para permitir la llegada de reactores mayores y también consiguieron dinero para una residencia nueva —explicó Sean—. ¿Qué te parece eso?
South se levantó.
—Voy a enseñaros lo que me parece.
Los condujo a otra sala. Sean se quedó rezagado y, cuando South ya estaba fuera de la estancia, volvió a entrar e hizo unas fotos con el móvil de la imagen vía satélite de Camp Peary antes de reunirse rápidamente con ellos en la sala contigua. En la mesa que dominaba el centro había un mapa detallado desplegado.
—Esta es la parte de Camp Peary que fue Bigler’s Mill y Magruder. —Señaló distintos puntos del mapa—. ¿Veis cuántas casas hay? Casas bien construidas. Con buenas calles y acceso a todas partes. De modo que están todas estas construcciones y, aun así, necesitan edificar otra residencia para albergar a la gente. ¿Qué sentido tiene eso?
—A lo mejor las casas están en mal estado o las han demolido —sugirió Michelle.
—No creo —respondió South—. Como he dicho, conozco a personas que han trabajado ahí que me han contado cosas. Y si derribas barrios enteros, hay que trasladar los escombros a algún sitio. Me habría enterado. —Señaló otro punto del mapa—. Y en Camp Peary también se encuentra la única propiedad del Registro Histórico Nacional que nunca se abrirá al público: Porto Bello. Fue el hogar del último gobernador colonial de Virginia, John Murray, el cuarto conde de Dunmore. Ni siquiera la CIA puede tocar ese edificio sin meterse en un buen lío.
—¿Cómo es que un sitio como ese acabó en Camp Peary? —preguntó Michelle.
—El conde de Dunmore se largó corriendo de Williamsburg, donde estaba la mansión del gobernador, a Porto Bello, su pabellón de caza, cuando el ejército de Washington se acercó peligrosamente durante la Revolución. Luego el muy cobarde se escabulló de noche en un barco británico y volvió a Inglaterra. En Norfolk hay una calle que lleva su nombre. No en su honor, sino porque se piensa que fue el último lugar de Norteamérica que pisó, el cabrón monárquico. Pero a lo que iba, tienen un montón de alojamiento para la gente, así que ¿para qué necesitan una residencia nueva?
—¿Tienes algún contacto en Camp Peary que te pueda servir?
—Si lo tuviera, ya lo habría utilizado. Sólo tengo a don nadie de bajo nivel de vez en cuando. Nadie me va a pasar la lista de pasajeros de esos vuelos, si es que te refieres a eso. —Señaló otras zonas del mapa—. Se dedican a la instrucción de brigadas de paramilitares de forma continua. Tíos peligrosos. Supongo que practican secuestros y cosas así. O asesinatos ordenados por el gobierno. La CIA mata mejor que nadie. Fingen tener misiones por todo el mundo. Joder, incluso poseen globos enormes que hacen volar para cambiar el tiempo. Para que llueva o nieve, cosas así. También máquinas de viento gigantes. U olas de calor alucinantes. Al menos es lo que me han dicho.
—Para simular los combates en el desierto. Como en Afganistán —comentó Michelle.
Pasaron unos minutos más con South Freeman antes de marcharse habiéndole prometido que lo mantendrían informado. A cambio, él dijo que les contaría cualquier novedad que se produjera.
—Quién sabe —dijo antes de que se marcharan—. A lo mejor recupero la casa de mis padres. ¡Eso sí que sería alucinante!
Mientras se acomodaban en el coche de Michelle, Sean recibió una llamada.
—King. —Inspiró rápidamente mientras escuchaba—. ¡Mierda! —Colgó.
—¿Ha muerto alguien más?
—Sí, y los dos muertos están más muertos si cabe.
—¿Qué estás diciendo?
—Era el sheriff Hayes. El depósito de cadáveres acaba de saltar por los aires.