Joan Dillinger le gritó durante dos minutos, aunque a él le pareció más tiempo. Incluso intentó hacerlo sentir culpable.
—He hecho una excepción contigo, Sean, y ¿así, así es como me lo pagas?
—No te he devuelto las llamadas porque no tenía nada que decir. ¿Acaso es tan grave?
—Voy a contarte lo que sí es grave. Mi jefe recibió una llamada nada más y nada menos que del director adjunto de operaciones de la CIA, diciéndole claramente que mejor que nos retiremos ya, y te nombró como uno de los principales culpables. ¡El director adjunto de operaciones, por el amor de Dios!
—Ian Whitfield no ha perdido el tiempo. Me pregunto cómo se enteró de que tu empresa estaba en el caso —comentó Sean.
—Son la CIA, Sean, saben descubrir cosas. Joder, la mitad de mi personal ha trabajado en Langley en algún momento.
—No puedo impedir que la policía investigue un asesinato, Joan.
—Oh, y esa es otra cosa. ¿Me estás diciendo que ahora te has afiliado a la policía, Sean?
—Así accedo a sitios a los que, de otro modo, no podría, lo cual aumenta las posibilidades de que descubra la verdad. ¿No es eso lo que se supone que tengo que hacer?
—Sean, cuando te contraté para este trabajo…
—Sí —la interrumpió Sean—, a ver si dejamos las cosas claras de una vez por todas. ¿Quién nos contrató?
—Len Rivest.
—No era más que el jefe de seguridad. Alguien tuvo que autorizarle para contratar a tu empresa.
—Bueno, ¿se te ocurrió preguntárselo?
—No importa si se lo pregunté o no. Está muerto.
—¿Cómo?
—Está muerto, Joan. Me sorprende que el director adjunto de operaciones omitiera ese pequeño detalle.
—Esto es increíble. Len era un buen tipo. Hace mucho tiempo que nos conocíamos.
—No lo dudo —dijo Sean—, sin embargo, su condición de buen tipo no me acaba de cuadrar.
—¿Qué quieres decir con eso? —replicó ella rápidamente.
—Fue asesinado, Joan. Y por experiencia sé que la gente es asesinada por uno de estos dos motivos: porque no le caía bien a alguien o porque alguien lo prefería muerto para que no hablara.
—¿Crees que Len estaba implicado en la muerte de Monk Turing?
—Las muertes tan seguidas tienden a guardar relación —dijo Sean.
—No se ha dictaminado que Monk fuera asesinado.
—Oficialmente tampoco se ha dictaminado eso en el caso de Len, pero estoy seguro de que lo mataron. Y, por cierto, alguien me disparó un par de veces. Creo que los tiros procedían de las inmediaciones de Camp Peary.
—Cielo santo, ¿ha pasado todo eso y no me has llamado? —se alarmó Joan.
—Estaba ocupado. Así que volviendo a la pregunta original: ¿quién nos contrató?
—No lo sé —dijo Joan.
—Joan, estoy cansado y muy cabreado con el mundo. Así que no me vengas con jueguecitos. Len Rivest dijo que lo que hacen aquí puede provocar guerras entre países.
—¿Eso dijo?
—¿Y tú no lo sabías, Joan?
—No lo sabía. Te lo juro, Sean. Por lo poco que sé del caso, pensé que pasarías unos días ahí y que llegarías a la conclusión de que Turing se había suicidado en los terrenos de Camp Peary. No es la primera vez que pasa una cosa así, ya lo sabes.
—Sí, Ian Whitfield me aclaró el tema —recordó Sean—. Pero ahora, con la muerte de Rivest, la dinámica ha cambiado.
—Si es que están relacionadas —objetó Joan.
—Tengo la corazonada de que sí.
—Entonces voy a mandar refuerzos.
—Ya tengo a una persona —dijo Sean.
Se produjo un largo silencio antes de que Joan gritara:
—¿Me estás diciendo que ella está ahí contigo?
—¿Quién, Mildred?
—¡La dichosa Michelle Maxwell! —gritó tan fuerte que Sean tuvo que apartarse el móvil del oído.
—Eso es —repuso con toda tranquilidad—. Se ha presentado aquí con ganas de trabajar.
—¡Esa no trabaja para esta empresa!
—Lo sé. La he subcontratado.
—No tienes autoridad para hacer una cosa así, King.
—Lo cierto es que sí. Soy un contratista independiente para tu empresa. El párrafo quince, subsección «d» del contrato que firmé con tu empresa me otorga libertad para consultar a quienes considere oportuno para la misión, siempre y cuando el pago salga de mis honorarios.
—¿Realmente te has leído el contrato?
—Siempre leo los contratos, Joan. Quizá juntos podamos llegar al fondo de este asunto. También va a venir otro amigo, un psicólogo llamado Horatio Barnes.
—¿Por qué? ¿O acaso resulta que por contrato no tengo derecho a cuestionar tu elección de personal?
—La hija de Monk Turing —se limitó a responder—. Acaba de enterarse de que su padre está muerto y se ha puesto histérica. Y no es precisamente fácil comunicarse con ella. Pero creo que Horatio será capaz de entenderse con ella.
—¿Crees que es posible que la niña sepa algo sobre la muerte de su padre? —preguntó Joan, aparentemente resignada a las novedades.
—Ahora mismo es una de las pocas personas que podría darnos una pista.
—Sean, arriesgar tu vida no entra dentro de las funciones del cargo.
—Lo tendré en cuenta, Joan.
—Por otro lado, dile a Mildred que le sentaría de maravilla tragarse una bala de gran calibre que fuera dirigida a ti.
—Seguro que ya está al corriente de tus sentimientos al respecto.
Sean colgó el teléfono, se dejó caer en la cama totalmente vestido y se quedó dormido. No le preocupaba su seguridad personal. El Equipo A estaba justo al otro lado del pasillo. Probablemente fuera positivo que no viera lo asustado y confundido que estaba su Equipo A, en cuyo caso Sean no habría dormido a pierna suelta ni por casualidad.