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Mientras recorrían la ciudad universitaria de William and Mary y sus pulcros edificios de ladrillo visto, Sean observó a Hayes. El buen sheriff estaba encorvado hacia delante, agarrado con tal fuerza al volante que tenía los nudillos blancos como la nieve.

—Sheriff Hayes, si partes el volante en dos no podremos regresar.

Hayes se sonrojó y soltó un poco el volante.

—Llámame Merk, como todo el mundo. Supongo que no me comporto como un buen agente de la ley, ¿verdad?

—A la mayoría de los policías no los llaman para reunirse con el gran lobo feroz durante una investigación.

—¿Qué crees que va a decir?

—Dudo de que sea algo que realmente queramos oír. Y claramente te digo que la C de CIA no significa «cooperación».

—¡La jornada no hace más que mejorar! —exclamó Hayes.

—¿Has hablado con Alice?

Hayes asintió.

—Después de que me contaras que salía con Rivest, no tuve otro remedio.

—¿Su relación era seria? —inquirió Sean.

—A ella le parecía que sí.

Aparcaron delante de la dirección que Hayes les había dado. Era un edificio de ladrillo visto de tres plantas que a Sean le dio la impresión de estar compuesto por viviendas.

Un hombre vestido con un polo y unos pantalones sport los recibió en el vestíbulo. Sean dedujo que formaba parte del cuerpo de seguridad de Ian Whitfield. El hombre no era tan alto como Sean y no estaba cachas, pero no tenía ni pizca de grasa en el cuerpo y se le notaban las abdominales bien marcadas bajo el polo. Según el ojo experto de Sean, el tío se comportaba como si fuera capaz de matarte de doce formas distintas sin despeinarse lo más mínimo.

Lo primero que hizo fue enseñarles su identificación y luego confiscarle el arma a Hayes. Acto seguido cacheó a Sean, todo ello sin articular palabra.

Subieron en el ascensor a la tercera planta y rápidamente los hicieron sentar en unos cómodos sillones alrededor de una mesa oval en el interior de un compartimento esquinero. Don Abdominales Tableta de Chocolate desapareció unos instantes y luego regresó con otro hombre. También llevaba un polo y pantalones sport y estaba casi tan en forma como el anterior, aunque llevaba el pelo cano muy corto y probablemente rondara los sesenta años. Sin embargo, Sean se fijó en que cojeaba. Le pasaba algo en la pierna derecha.

El hombre lanzó una mirada fugaz a don Abdominales Tableta de Chocolate y una carpeta de papel Manila apareció en la mano de Whitfield, puesto que, efectivamente, aquel hombre era Ian Whitfield, supuso Sean.

El silencio reinó durante unos minutos mientras su anfitrión leía el documento metódicamente. Al final centró su atención en ellos.

—Se han producido cuatro suicidios confirmados en las inmediaciones de nuestro centro durante los últimos veintisiete meses —afirmó Whitfield. Sean no se esperaba esas palabras de bienvenida y era obvio que Hayes tampoco—. Por algún motivo —continuó—, nos hemos convertido en el cabeza de turco de los deprimidos y suicidas. No sé por qué, pero podría deberse a distintas causas, como el deseo de notoriedad o de ocasionar problemas. Huelga decir que me estoy empezando a hartar de estos numeritos.

—La muerte de una persona difícilmente puede considerarse un «numerito», ¿no? —dijo Sean mientras Hayes se quedaba pálido—. Las circunstancias de la muerte de Monk Turing aún no se han esclarecido. Suicidio, asesinato, todavía no lo sabemos.

Whitfield le dio un golpecito a la carpeta.

—Todos los hechos apuntan a un suicidio. —Miró a Hayes—. ¿No te parece, sheriff?

—Supongo que podría decirse que sí.

—No existen pruebas de que Monk estuviera tan deprimido como para quitarse la vida —señaló Sean.

—¿Acaso no están deprimidos todos los genios? —repuso Whitfield.

—¿Cómo sabes que era un genio?

—Cuando llega gente nueva a las inmediaciones, me gusta saber quiénes son.

—Has estado en Babbage Town, ¿verdad? —insistió Sean.

Whitfield se dirigió a Hayes.

—Creo que he dejado clara mi postura. Cuatro suicidios y ahora el quinto. Se me está acabando la paciencia.

—Ha muerto un hombre —dijo Hayes, armándose aparentemente de valor ante el tono condescendiente del hombre.

—Cualquiera puede saltar una valla y pegarse un tiro en la cabeza.

—El hecho de que tú lo digas no lo convierte en realidad —replicó Sean.

Whitfield seguía mirando a Hayes.

—Supongo que este hombre se ha asociado contigo de alguna manera.

—Perdón, soy Sean King —intervino Sean—. Imagino que nos hemos saltado la parte de la conversación dedicada a las presentaciones. Me he asociado con el sheriff Hayes en este asunto. Y ¿nos equivocamos al suponer que eres Ian Whitfield, director de Camp Peary, de la CIA? De lo contrario, estamos perdiendo el tiempo.

—El FBI ha dado por concluida la investigación y el veredicto es que se trató de un suicidio —declaró Whitfield.

—Bueno, no sería la primera vez que el FBI se precipita en sus conclusiones, ¿verdad que no? Y, por supuesto, tenemos el asesinato de Len Rivest, jefe de seguridad de Babbage Town.

—Eso no es asunto mío —dijo Whitfield.

—Sí que lo es si resulta que la muerte de Turing guarda alguna relación.

—Dudo mucho de que así sea —cortó Whitfield.

—Bueno, por eso jugamos limpio, ¿no? —dijo Sean—. Porque tu opinión no cuenta realmente.

Whitfield lanzó una mirada rápida a la puerta a modo de respuesta. Al cabo de unos instantes, don Abdominales tenía bien sujeto a Sean por el brazo y lo conducía rápidamente a la salida. «O quizá vaya a lanzarme desde el tejado.»

Cuando llegaron al vestíbulo, Hayes recuperó su arma, don Abdominales le dio un apretón extrafuerte a Sean en el brazo y ambos hombres salieron al exterior oscuro.

—¿Cómo se te ocurre hablarle en ese tono? ¿Te has vuelto loco? —le dijo Hayes al llegar al coche patrulla.

—Probablemente.

—Venga ya, has hecho todo lo posible por cabrearlo, ¿por qué?

—Porque es un gilipollas, por eso —dijo Sean.

—Tiene razón sobre lo de los cuatro suicidios.

—Eso no significa que Monk se suicidase. De hecho, quizás eso le diera la idea de simular un suicidio a quienquiera que matara a Monk.

—Buena idea —dijo el sheriff.

—Gracias, intento tener al menos una al día.

—¿Volvemos a Babbage Town?

—Antes quiero comprobar una cosa —advirtió Sean, que se sentó al volante del coche patrulla mientras Hayes ocupaba el asiento del acompañante.

—No sé si las normas te permiten conducir este coche —señaló Hayes.

—Un día por ti y otro por mí —dijo Sean mientras ponía marcha atrás, salía de la plaza de aparcamiento y se situaba a cierta distancia de la entrada del edificio.

—¿Qué estamos haciendo aquí? —preguntó Hayes.

—Se llama vigilancia. Supongo que conoces el concepto.

—¿A quién coño te crees que estás vigilando, King? ¡Al director de Camp Peary!

—¿Existe alguna ley que lo prohíba?

—Probablemente, joder —gruñó Hayes.

Al cabo de un cuarto de hora un coche paró en la entrada del edificio y una mujer de unos treinta y cinco años bajó de él. Era una rubia alta, lucía un buen bronceado y unas piernas largas que animaban no a mirarla dos veces… sino posiblemente tres. Cuando se acercó a la puerta de entrada, Whitfield y su sombra le salieron al encuentro. La mujer habló con Whitfield durante unos instantes y luego él se marchó cojeando con don Abdominales Tableta de Chocolate, se subió a un sedán negro y se marchó dejando a la mujer más que contrariada.

—Interesante —dijo Sean—. O es la esposa de Whitfield o su amante.

—O la novia.

—Whitfield llevaba anillo de casado.

Mientras hablaban, la mujer subió al coche y se marchó. Sean puso la primera y se situó detrás de ella.

—¿Qué coño estás haciendo? —preguntó Hayes.

—Seguirla.

—Sean, podríamos meternos en un lío por esto.

—Ya estoy metido en un lío. —Hayes se recostó en el asiento con expresión resignada. Sean sonrió y dijo—: ¿Te sigues alegrando de haberte asociado conmigo?

—¡No!

—Bien, eso significa que empezamos a formar un buen equipo. —Ese comentario hizo recordar a Sean que Michelle estaría allí en el plazo de unas horas. En circunstancias normales, Sean se habría alegrado de ver a su verdadera socia, pero no dejaba de pensar en las palabras de Horatio. Michelle podía resultar peligrosa para ella misma. No tenía que haber dejado el centro. No estaba curada. Iba hacia allí. ¿Y quién demonios sabía qué iba a pasar?