Tras pasar por el mal trago de cenar temprano y asistir a una sesión sobre trastornos alimenticios con Cheryl, Michelle se dio el alta del centro. Antes de marcharse visitó a Sandy.
—He hablado con mi colega de la policía. Me ha dicho que están hartos de las capulladas de Barry. Lo van a expulsar del programa de protección de testigos y han dicho a los fiscales que le impongan la pena máxima.
—No sabes cuánto te lo agradezco, Michelle. No sé qué habría pasado si esa arma hubiera estado cargada.
—Tranquila, para eso están las amigas psicóticas.
—Ahora deja de preocuparte por mí y ve a por tu hombre —apuntó Sandy.
—Sandy, sólo somos amigos.
—Pero ¿vas a ir a verlo?
—Joder, pues sí. Lo echo de menos —reconoció Michelle.
—Bien, así sabrás si quieres que sigáis siendo sólo amigos. —Cuando Michelle se disponía a salir, Sandy le gritó—: ¡No olvides invitarme a la boda! Y yo en tu lugar invertiría en un detector de metales. Teniendo en cuenta tu trabajo, nunca se sabe quién puede aparecer en tus nupcias.
Al salir, Michelle le dejó un mensaje a la enfermera jefe para Horatio Barnes.
—Dile a don Harley Davidson que me puede tachar de su lista de cosas por hacer. Estoy curada.
—Me alegro de que nuestro plan de tratamiento te haya resultado tan eficaz.
—Oh, no ha tenido nada que ver con el plan de tratamiento. Todo se debe a haber pescado al sanguijuela de Barry. Prefiero eso a un montón de píldoras de la felicidad. —Michelle dio un portazo al salir.
Inspiró el aire fresco de la tarde y fue en taxi al nuevo apartamento. Abrió con las llaves que Sean le había dejado y se dispuso a revolver su parte de la vivienda. Incluso dejó tiradas unas cuantas cosas de Sean. Ya las recogería cuando volviera, porque era un obseso del orden, pero por lo menos lo obligaría a hacer el esfuerzo.
Luego bajó prácticamente corriendo al coche y condujo durante media hora con las ventanillas bajadas con la música de Aerosmith a todo volumen y con la reconfortante presencia de su porquería en el suelo. Lo único que le había hecho falta era un poco de rock and roll, se dijo. Claro que las sesiones con Barnes habían sido una gran jodienda, pero también había sobrevivido a ellas. En una guerra de voluntades, no le cabía la menor duda sobre quién prevalecería.
De repente, todos los pensamientos sobre Horatio Barnes desaparecieron de su mente cuando se centró en su próximo plan de acción: reunirse con Sean. Probablemente debería llamarlo y decirle que iba para allá. Pero Michelle raras veces optaba por lo correcto. Y aunque no quería reconocerlo, una pequeña parte de ella temía que, si llamaba a Sean, él le dijera que no fuera.
Cuando regresó al apartamento, Michelle encontró lo que necesitaba tras rebuscar un poco entre las pertenencias de Sean: una copia del expediente de Babbage Town con indicaciones incluidas. Sean le había dicho que iba a ir en una avioneta, sin duda cortesía de doña Joan la cabrona. Michelle optó por el coche. Calculó que el viaje duraría unas cuatro horas para un conductor normal, pero con su detector ilegal de radares y pisando a fondo el acelerador, estaba convencida de poder llegar allí en menos de tres horas. El hecho de que la empresa de Joan no la hubiera contratado no la disuadió lo más mínimo. Lo importante era el caso. Y si había una cosa que tenía clara era que ella y Sean juntos eran prácticamente imparables. Eso era lo importante. No ella. Ellos dos.
Hizo una maleta y se puso en camino y sólo paró para tomarse un café bien cargado y tres barritas energéticas. Tenía la adrenalina por las nubes. Cielos, qué viva y bien se sentía. Y libre.
Horatio fue directo del aeropuerto al centro psiquiátrico y se encontró con que su paciente estrella había huido del corral.
—¿Ha dicho adónde iba? —preguntó a la enfermera jefe.
—No, pero me ha pedido que te diga que está curada.
—Ah, ¿sí? ¿Ahora se autodiagnostica?
—No sé, pero voy a contarte lo que hizo mientras estaba aquí. —La enfermera explicó rápidamente lo de Barry y Sandy, el programa de protección de testigos y la operación antidroga.
—¿Hizo todo eso durante mi ausencia? ¡Pero si no he estado fuera tanto tiempo!
—Esa mujer no es de las que pierden el tiempo. Me han contado que le dio una buena paliza a Barry. La verdad es que ese hombre nunca me cayó bien.
—¡Qué maravillosa es la retrospección! —farfulló Horatio mientras se alejaba.
—Buenas noches, don Harley Davidson —musitó la enfermera.
Horatio se replanteó la situación. Tenía que deducir adónde iría Michelle. De hecho, no era tan difícil. Sin duda querría reunirse con Sean. Quizás en ese mismo instante estuviera en camino. Legalmente, Horatio no podía hacer nada para impedírselo. Pero también sabía que no estaba curada. El incidente que se había producido en el bar podía repetirse y manifestarse de forma distinta y más mortífera.
Se estaba planteando avisar a Sean cuando sonó el teléfono.
—Hablando del rey de Roma, estaba a punto de llamarte —dijo Horatio.
Sean se rio entre dientes.
—Haría un chiste sobre lo extraordinario de nuestros cerebros, pero, de hecho, estoy rodeado de tantos genios que renuncio a la oportunidad —dijo Sean—. Estoy a punto de reunirme con el director de Camp Peary, pero quería pedirte una cosa.
—¿Camp Peary? ¿La granja de la CIA?
—Esa misma. Tengo que pedirte un favor. —Le explicó el caso de Viggie—. Sé que es un fastidio pedirte que vengas porque estás ocupado con Michelle y el resto de tus pacientes.
—Lo cierto es que no —interrumpió Horatio—. Mi paciente favorita me ha dejado plantado. —Informó a Sean sobre la aventura de Michelle en el centro y el hecho de que se había dado el alta ella misma.
—Joder, allá adonde va se mete en líos —declaró Sean no sin cierta señal de orgullo en la voz por la hazaña de Michelle.
—Y me atrevo a conjeturar que va camino de donde estás —apuntó Horatio.
—¿Aquí? Le hablé un poco del caso pero no le dije dónde estaba.
—¿Dejaste algo en el apartamento?
Sean gimió.
—Oh, mierda, dejé una copia del expediente porque no tengo despacho.
—Tus instintos organizativos son encomiables, pero eso significa que probablemente esté ahí por la mañana o incluso antes.
—Joan se pondrá hecha una furia. La verdad es que no se llevan bien —concedió Sean.
—Asombroso. Iré para allí mañana. ¿Hay algún alojamiento cerca?
—Probablemente te consiga una litera en Babbage Town. ¿Qué hago cuando aparezca Michelle?
—Compórtate con normalidad. Ella también te parecerá normal —señaló Horatio.
—¿Has hecho algún avance en su caso?
—He hecho un viaje interesante a Tennessee sobre el que te informaré cuando nos veamos, Sean. Tengo que darte las gracias por introducirme en lo que ha resultado ser un caso fascinante. Esa tal Viggie también suena interesante.
—Horatio, todo este lugar es interesante. Y ahora mismo más que un poco peligroso, así que, si prefieres declinar amablemente la oferta, no te guardaré rencor.
—Fingiré no haber oído lo que acabas de decir.
—¿Michelle ha mejorado algo?
—Tenemos que ayudarla a limpiar su alma, Sean, para que no tenga que volver a preocuparse de que le explote una bomba. Y no pienso dejarla hasta que alcance ese punto.
—Puedes contar conmigo, Horatio.
—Bien, porque por lo que he visto de esa mujer, no hay hombre viviente capaz de lidiar solo con ella.
—Dímelo a mí —concluyó Sean.