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La Cabaña número dos era mucho mayor que los dominios de Alice. Para entrar por la puerta cerrada, Champ tuvo que introducir su distintivo de seguridad por una ranura y pasar el dedo por un escáner empotrado en la pared. El interior de la cabaña estaba formado por una enorme zona de trabajo en el medio, con salas adjuntas alrededor del perímetro. A través de algunas puertas que estaban abiertas, Sean vio maquinaria compleja y operarios de la misma. En una pared había un cartel que rezaba: «P = NP.»

—¿Qué significa eso? —preguntó Sean, señalándolo.

Champ vaciló antes de responder.

—Es una ecuación que representa el NP o tiempo polinómico no determinista que es igual a P o tiempo polinómico. Cuando se cumpla totalmente, hará que E igual a MC al cuadrado parezca un proyecto para una colección de juguetes de hojalata.

—¿Y eso?

—El tiempo polinómico representa los problemas que son fáciles de resolver, bueno, relativamente fáciles. Los problemas NP completos representan los problemas más difíciles del universo.

—¿Como, por ejemplo, la curación del cáncer? —preguntó Sean.

—No exactamente, aunque quién sabe qué aplicaciones podría llegar a tener. De hecho, aquí tenemos un departamento cuya única misión es determinar el modo en que las proteínas recién creadas adoptan la forma adecuada que determina su función en el organismo. Pueden adoptar miles de millones de formas, no obstante, la mayoría de las proteínas se forman del modo adecuado.

Sean se dio cuenta de que el hombre era mucho más hablador y elocuente sobre los temas que dominaba, y tenía intención de aprovecharse de ello.

—Entonces, si suelen hacerlo bien, ¿por qué es tan importante entender cómo lo hacen?

—Porque no siempre lo hacen bien —dijo Champ—. Y cuando no es así, los resultados pueden ser catastróficos. El Alzheimer y la enfermedad de las vacas locas son ejemplos de proteínas que se estropean en la secuencia de doblado. Pero a lo que me refiero realmente es, por ejemplo, a la fabricación de un coche o a la gestión del tráfico aéreo mundial no de una de las mejores formas posibles, sino de la mejor forma posible teniendo en cuenta todos los factores imaginables. Cómo transportar energía desde el punto A a cualquier otro con la máxima eficacia; o cómo hacer que el típico vendedor ambulante escoja la ruta óptima. De hecho, con un itinerario de sólo quince ciudades, el pobre vendedor tiene más de seiscientos cincuenta mil millones de posibilidades para escoger.

»¿Sabías que no existe software en el mundo que garantice no cometer errores? No obstante, si somos capaces de resolver problemas NP, podríamos producir un software perfecto cada vez. Y lo interesante es que, teniendo en cuenta cómo funciona el mundo, tenemos muchos motivos para creer que, si se soluciona un problema NP, se solucionan todos de una sola vez. Sería el mayor descubrimiento de la historia. La concesión del premio Nobel a su descubridor no le haría suficiente justicia.

—¿Y cómo es que los ordenadores no son capaces de hacerlo? —preguntó Sean, interesado.

—Los ordenadores son criaturas deterministas, mientras que, tal como indica su nombre, los problemas NP son no deterministas. Así pues, se necesita tecnología no determinista para solucionarlos.

—¿Y eso es en lo que trabajáis aquí?

—Junto con un método para descomponer rápidamente números grandes en factores.

—Alice me ha explicado el concepto. Intenta encontrar un atajo, pero entonces ya nada será seguro y el mundo tal como es ahora dejará de existir. ¿Y hacer que el mundo deje de girar merece un premio Nobel?

Champ se encogió de hombros.

—Eso es una cuestión para los políticos, no para humildes científicos como nosotros. La investigación de Alice va para largo y necesitará mucha suerte. —Champ señaló por el interior de la sala—. Aquí radica la respuesta. Sólo tenemos que encontrarla. —Vaciló un momento antes de decir—: Mira esto.

Acompañó impaciente a Sean a una mesa oval de cristal, bajo la cual había una pequeña máquina de aspecto raro.

—¿Qué es esto? —preguntó Sean.

—Una máquina de Turing -respondió Champ con veneración.

—Turing. ¿Como Monk Turing?

—No, como Alan Turing. Sin embargo, creo que tenían algún tipo de parentesco, lo cual demuestra que la genética no va tan desencaminada. Alan Turing fue un verdadero genio que salvó millones de vidas durante la Segunda Guerra Mundial.

—¿Era médico?

—No, Turing era matemático —aclaró Champ—, aunque el mundo apenas le ha hecho justicia. Fue destinado al famoso Bletchley Park, en las afueras de Londres. Hemos llamado «cabañas» a nuestros edificios en honor a los decodificadores de Bletchley porque así es como llamaban a sus lugares de trabajo. Para que me entiendas, Turing inventó la máquina que descifró parte de uno de los códigos Enigma alemanes más importantes. La guerra acabó en Europa por lo menos dos años antes gracias al trabajo de Turing. También era homosexual. Menos mal que el gobierno no se enteró. Lo habrían vetado y los aliados quizás hubieran perdido la guerra, ¡qué idiotas! Resultó ser que su homosexualidad se descubrió después de la guerra, su carrera se fue al garete y el pobre hombre se suicidó. Todo ese talento desperdiciado por el mero hecho de que le gustaban los hombres en vez de las mujeres.

—¿Y esto se llama máquina de Turing? —curioseó Sean.

—Sí. Turing planteó como hipótesis una máquina de pensamiento universal, por definirla de algún modo. Aunque parece muy sencilla, te aseguro que, con las instrucciones adecuadas, una máquina de Turing es capaz de abordar cualquier problema. Todos los ordenadores modernos están fabricados siguiendo este modelo, considérala como una especie de software primigenio. Nadie es capaz de inventar un ordenador clásico cuyo concepto sea mejor o más potente que una máquina de Turing; sólo se puede fabricar uno que realice los pasos más rápido.

—Ya estamos otra vez con la palabra «clásico».

Champ cogió un tubo de cristal largo y fino.

—Y este es el único dispositivo del mundo que es potencialmente más potente que una máquina de Turing.

—Me enseñaste esa cosa cuando nos conocimos, pero no me explicaste qué era —recordó Sean.

—Puedo explicártelo, pero no lo entenderás.

—Venga ya, no soy tonto —repuso Sean, molesto.

—¡No se trata de eso! —exclamó Champ—. No lo entenderás porque ni siquiera yo lo entiendo realmente. La mente humana no está preparada para funcionar en un plano subatómico. Todo físico que diga que entiende completamente el mundo cuántico miente.

—Entonces, ¿se trata de algo cuántico?

—En concreto de partículas subatómicas que encierran el potencial de un poder de computación que escapa a la comprensión humana.

—Pues no parece gran cosa —dijo Sean, observando el tubo.

Champ deslizó el dedo a lo largo del tubo.

—En el mundo de la computación, dicen que el tamaño sí importa. En el Laboratorio Nacional de Los Alamos hay un superordenador llamado Blue Mountain. Como sin duda sabes, todos los PC del mundo contienen un chip. Es el cerebro del ordenador y tiene millones de interruptores en miniatura que chirrían en un idioma que sólo entiende los unos y los ceros. El Blue Mountain tiene más de seis mil chips, lo cual lo convierte en un ordenador capaz de realizar tres billones de operaciones por segundo. Lo utilizan para simular el efecto de una explosión nuclear desde Estados Unidos; por suerte, no explota realmente. Sin embargo, por potente que sea, cuando intentaron reproducir una mera millonésima de segundo de explosión nuclear, el viejo Blue se pasó cuatro meses haciendo cálculos.

—No puede decirse que sea la velocidad del rayo —comentó Sean.

—Están trabajando en otro superordenador que dejará obsoleto el Blue, una máquina capaz de realizar treinta billones de operaciones por segundo, cuyo nombre en clave es Q y que ocupa cuatro mil metros cuadrados de superficie. Será capaz de realizar más cálculos en un minuto que un humano con una calculadora en mil millones de años y existen planes para construir otros incluso más rápidos. De todos modos, estos ordenadores no son mejores que la máquina de Turing; sólo ocupan mucho más espacio y cuestan mucho más de hacer funcionar. Pero es lo mejor que se nos había ocurrido. —Sostuvo el tubo—. Hasta ahora.

—¿Me estás diciendo que eso es un ordenador?

—En su estado actual se trata de un dispositivo rudimentario capaz de hacer unos cuantos cálculos, pero esa no es la cuestión. Un ordenador comprende el idioma de los unos y los ceros. Con un ordenador clásico eres un uno o un cero. No los dos. En el mundo cuántico esas reglas limitadas no son aplicables. De hecho, un átomo puede ser tanto un uno como un cero a la vez, y ahí radica la belleza del concepto. —Champ hablaba con fluidez—. Un ordenador clásico aborda básicamente un problema de forma lineal hasta que obtiene la respuesta correcta. Con un ordenador cuántico cada uno de los átomos busca la respuesta correcta en paralelo. Así pues, si por ejemplo quieres saber la raíz cuadrada de todos los números del uno al cien mil, colocas todos los números en una línea de átomos, manipulas los átomos con energía, y luego la contraes con sumo cuidado porque en cuanto se observa todo el montaje se desmorona como un castillo de naipes. Y, voilà, tendrás todas las respuestas correctas a la vez, en milésimas de segundo.

—No veo cómo es eso posible —reconoció Sean.

Champ ensombreció el semblante.

—¡Por supuesto que no! No eres un genio. Pero recordemos algo que sí entiendes. Un superordenador como el gigantesco Q se alimenta de datos en partes de sesenta y cuatro bits. Así pues, coloquemos en fila sesenta y cuatro átomos juntos. Recuerda, Q ocupa cuatro mil metros cuadrados; sesenta y cuatro átomos son microscópicos. En teoría, el ordenador cuántico de sesenta y cuatro átomos puede realizar dieciocho trillones de cálculos simultáneamente en comparación con los escasos treinta billones por segundo de Q.

Sean se quedó boquiabierto.

—¿Dieciocho trillones? ¿Ese número existe?

—Intentaré ponértelo en contexto. Para igualar el poder de computación de esas sesenta y cuatro partes microscópicas de energía, el superordenador Q necesitaría una superficie igual a quinientos soles para albergar todos los chips de ordenador necesarios. —Champ sonrió con picardía—. Si supiéramos cómo solucionar el tema del calor, por supuesto. O utilizar sólo moléculas. Como ves ocupan mucho menos espacio. Y, como he dicho, por eso el tamaño sí importa en el mundo de la informática; sólo que lo pequeño es mucho mejor que lo grande.

—¿Y Monk Turing estaba familiarizado con todo esto? —preguntó Sean.

—Sí, era un físico de gran talento.

—¿Y sus conocimientos podían venderse?

—Sin duda hay personas dispuestas a pagar por ellos.

—¿Alguien te ha mencionado alguna vez que es posible que haya espías en Babbage Town? —Sean le lanzó el comentario de sopetón para calibrar la reacción del hombre.

—¿Quién te ha dicho eso?

—O sea, ¿que estás al corriente de la posibilidad de que haya espías?

—No, me refiero a que… bueno, siempre es posible —repuso Champ con voz entrecortada y muy pálido.

—Bueno, tranquilo, cuéntame la verdad.

Champ se enfureció.

—No puedo afirmar que aquí haya o deje de haber espías. Es la verdad.

—Si los hubiera, ¿qué buscarían, Champ?

—Contamos con años de datos, investigaciones, ensayos y errores, avances, posibilidades. Estamos acercándonos a la respuesta.

—¿Y es valiosa?

—Sumamente valiosa.

—¿Valdría la pena ir a la guerra por ella? —preguntó Sean.

Champ lo miró de hito en hito.

—Dios no lo quiera, pero…

—Parece ser que Monk Turing salió del país hace unos nueve meses. Tú debiste de autorizar el viaje. ¿Sabes adónde fue?

—No, pero dijo que eran asuntos familiares. No creerás que Monk Turing era espía, ¿no?

Sean no respondió. Echó una mirada a una trabajadora que salía de la cabaña. Al pasar por el umbral, un pequeño panel situado cerca de la puerta parpadeó. Sean no lo había advertido al entrar.

—¿Qué es eso?

—Un escáner —respondió Champ—. Registra automáticamente quién sale y cuándo.

—Es verdad. Len Rivest me contó lo del registro informatizado. Así supieron cuáles fueron los movimientos de Monk Turing. Así pues, podemos preguntar al ordenador a qué hora entraste anoche y a qué hora te marchaste.

Champ se disponía a responder cuando ambos hombres dirigieron la vista a la puerta al oír que se abría de golpe. El sheriff Hayes entró a toda prisa seguido de un guardia de seguridad que parecía agobiado.

—Te he estado buscando por todas partes —dijo Hayes a Sean, jadeando—. Tenemos que asistir a una reunión —añadió—. Ahora mismo. Con Ian Whitfield. Bueno, me ha pedido que vaya pero yo quiero que me acompañes.

—¿Quién coño es Ian Whitfield? —preguntó Sean, sorprendido.

—El director de Camp Peary —contestó Hayes—. Mejor que nos pongamos en marcha. —Miró a Sean con dureza—. Vienes, ¿verdad?

—Voy.