La residencia de ancianos se encontraba a una hora de distancia en coche. Cuando entró en el centro, el hedor a orina y heces golpeó a Horatio como un mazo. Ya había estado en aquellos centros públicos con anterioridad para tratar a pacientes con depresión. Joder, ¿cómo no iba a estar deprimido quien tuviera que pasar sus últimos años en un cuchitril como ese? Los ancianos se hallaban apilados como cajas de embalar en sillas de ruedas y andadores contra la pared. Horatio y Linda Sue oyeron, mientras se acercaban a la recepción, el sonido de las risas enlatadas de un televisor, procedentes del fondo del pasillo. La pista de risas no bastaba para cubrir los gemidos y quejidos de toda una generación abandonada en aquel montón de cemento hediondo que había sepultado sus esperanzas.
Linda Sue se movía con decisión, aparentemente ajena a la miseria humana que la rodeaba por todas partes.
En dos minutos llegaron a la habitación de la abuela, una estancia semiprivada de unos diez metros cuadrados con televisor propio que parecía no funcionar. La compañera de habitación había salido, pero la abuela estaba sentada en una silla con una bata a cuadros de estar por casa mientras los pies enrojecidos e hinchados parecían a punto de reventarle las zapatillas andrajosas. Llevaba el poco pelo cano que le quedaba aplastado bajo una redecilla. Tenía el rostro flácido y arrugado; los dientes, amarillos y gastados en muchos puntos. No obstante, tenía los ojos nítidos y firmes. Miró primero a Linda Sue; luego, a Horatio, y después, otra vez a su nieta.
—Hace tiempo que no venías, Lindy —dijo la abuela con el suave acento sureño.
A Linda Sue pareció incomodarle el comentario.
—Tengo mucho trabajo, los niños que criar y un hombre al que hacer feliz.
—¿Y qué hombre es ese? ¿El que acaba de salir de la cárcel o el que está a punto de ir a la cárcel?
A Horatio no le quedó más remedio que reprimir una carcajada. Estaba claro que la abuelita no sufría nada parecido a la demencia.
—Este hombre —dijo Lindy señalando a Horatio— quiere saber unas cosas de una gente que vivía en el barrio mientras tú estabas allí.
La abuela clavó la mirada en Horatio. Advirtió la intriga en esos ojos viejos. Probablemente agradeciera cualquier cosa que no le hiciera pensar en la residencia.
—Me llamo Horatio Barnes —se presentó y le estrechó la mano—. Encantado de conocerla. Y gracias por su tiempo.
—Hazel Rose —dijo ella—. El tiempo es lo único que me sobra en este sitio. ¿De quién quieres información?
Horatio le mencionó a los Maxwell.
La abuela asintió.
—Me acuerdo de ellos, por supuesto. Frank Maxwell tenía muy buena planta con el uniforme. Y los chicos que tenían… todos eran altos y guapos.
—¿Y la hija, Michelle? ¿La recuerda?
—Sí. ¿Y por qué no me dices por qué quieres saber todo esto? —dijo Hazel Rose.
—Probablemente le parezca muy aburrido.
—Dudo de que pueda competir con este sitio en materia de aburrimiento, así que adelante y síguele la corriente a una viejecita.
—La familia me ha contratado para averiguar una cosa. Una cosa que ocurrió cuando Michelle tenía unos seis años. Eso debió de ser hace unos veintisiete o veintiocho años.
—¿Una cosa que ocurrió? ¿Como qué?
—Como algo que hubiera hecho que a Michelle le cambiara la personalidad.
Linda Sue resopló.
—Joder, una niña de seis años no tiene personalidad.
—Al contrarío —corrigió Horatio—. La personalidad definitiva de un niño está ya formada en gran medida a los seis años.
Linda Sue volvió a resoplar y empezó a toquetear la hebilla del bolso mientras Horatio volvía a centrarse en Hazel Rose.
—¿Observó algo así? Sé que fue hace mucho tiempo, pero resultaría de gran ayuda si lo recordara.
Dio la impresión de que Hazel Rose cavilaba al respecto frunciendo los labios.
Al final, Linda Sue rompió el silencio.
—Salgo a fumar. —Se levantó y blandió un dedo en dirección a Horatio—. Y sólo se puede entrar y salir de aquí por un sitio, así que ni se te ocurra intentar largarte sin ya sabes qué. —Dedicó lo que probablemente pensara que era una sonrisa sincera a su abuela y se marchó.
—¿Cuánto prometiste pagarle? —preguntó Hazel en cuanto su nieta hubo salido.
Horatio sonrió, acercó una silla y se sentó a su lado.
—Cien pavos. Preferiría mil veces dárselos a usted.
Hazel Rose desestimó la oferta.
—En este lugar no hay nada en que gastar el dinero. Dáselo a Lindy. Teniendo en cuenta que la chica va de holgazán en holgazán, lo necesitará. Cuatro hijos de cuatro donantes de esperma distintos, perdón por la expresión, y probablemente tenga cuatro más antes de que se dé cuenta. —Guardó silencio unos instantes y Horatio decidió esperar—. ¿Cómo está Michelle? —preguntó Hazel Rose.
—Podría estar mejor —dijo Horatio sinceramente.
—Seguí su carrera —reconoció la anciana—. Leí sobre ella en los periódicos y tal.
—Ah, ¿sí? ¿Por qué?
—Fíjate hasta dónde llegó la chica. Atleta olímpica. Servicio Secreto. Ha llegado lejos. Siempre lo imaginé.
—¿Porqué?
—Como has dicho, a una edad temprana se sabe ya cómo van a ser los niños. Esa niña era tozuda y decidida. Recuerdo pensar sobre ella que no es importante el tamaño del perro sino cómo pelea. Y esa niña no iba a dejar que nada ni nadie se interpusiera en su camino.
—Habría sido usted una buena psicóloga —dijo Horatio.
—Quería ser médico. Acabé tercera en mi promoción.
—¿Qué ocurrió?
—Mi hermano mayor también quería ser médico. Y en aquella época los chicos tenían preferencia sobre las chicas. Así que me quedé en casa a cuidar de mis padres enfermos y luego me casé, tuve hijos, mi marido murió de un ataque al corazón el día después de jubilarse y aquí estoy. No ha sido una gran vida, pero es la que me ha tocado vivir.
—Sacar adelante una familia es una labor muy importante.
—No digo que me arrepienta de nada. Pero todo el mundo tiene sueños. Algunas personas, como Michelle, luchan lo suficiente para hacerlos realidad —afirmó Hazel Rose.
—¿Y observó alguna diferencia en ella?
—Sí. No me atrevo a decir que fuera a los seis años. Hace demasiado tiempo, supongo que lo entiendes. Pero de repente la niña no me miraba a la cara y éramos amigas, la invitábamos a merendar y esas cosas con otras niñas del barrio. Un buen día dejó de venir. Se enfadaba enseguida o se ponía a llorar. Intenté hablar con su madre, pero Sally Maxwell no quería oír hablar del tema. De hecho, se marcharon del barrio poco después.
—¿Y no tiene ni idea de lo que pudo haber pasado para que Michelle sufriera ese cambio?
—Le he dado vueltas muchos años, pero no se me ha ocurrido nada.
—Una de las cosas que la familia me ha contado es que se volvió cada vez más dejada. Y eso no ha cambiado.
—La verdad es que no me invitaban mucho a su casa. Sally estaba muy atareada, pues Frank no estaba en casi todo el día por culpa del trabajo.
—Pensaba que tenía un horario bastante fijo como policía.
—Michelle fue una hija tardía para ellos —afirmó Hazel Rose—. Frank intentaba por todos los medios entrar en el cuerpo de policía de una ciudad mayor. Trabajaba durante el día e iba a clases nocturnas en la escuela universitaria para obtener un máster en derecho penal.
—Un hombre ambicioso —opinó Horatio—. ¿No recuerda nada más que pueda contarme?
—Bueno, hay una cosa que siempre me ha extrañado. Probablemente no tenga nada que ver con lo que buscas.
—Ahora mismo, todo me sirve —admitió él.
—Los Maxwell tenían un hermoso macizo de rosales en la parte delantera de la casa. Frank lo plantó como regalo de aniversario para Sally. Era muy bonito y qué fragancia… Iba allí muchas veces sólo para oler las flores.
—Ya no está.
—Eso es. Un día me fui a la cama y cuando me desperté a la mañana siguiente resulta que alguien lo había cortado.
—¿Descubrió quién había sido?
Hazel Rose negó con la cabeza.
—Frank supuso que había sido algún joven al que había arrestado por conducir borracho, pero no sé. ¿Qué saben los adolescentes de las flores? Le habrían rajado los neumáticos o apedreado las ventanas.
—¿Recuerda cuándo ocurrió?
Hazel miró el techo frunciendo de nuevo los labios.
—Hace unos treinta años, supongo.
—¿Podrían ser veintisiete o veintiocho?
—Sí, podría ser, ¿por qué no?
Horatio se recostó en el asiento, absorto en sus pensamientos. Al final se levantó y cogió la cartera. Hazel Rose inmediatamente extendió la mano.
—Dale el dinero a Lindy. De lo contrario te hará la vida imposible.
Pero Horatio no pensaba sacar dinero de la cartera. Anotó algo en el reverso de una tarjeta y se la tendió.
—Aquí tiene el nombre y el número de una mujer que conozco en la zona que puede conseguir que la trasladen a una residencia mucho mejor que esta. Déjeme un día para los trámites y luego llámela.
—No tengo dinero para ir a una residencia mejor.
—No importa el dinero que tenga sino los contactos que tenga, Hazel Rose. Y el lugar en el que estoy pensando ofrece clases de temas distintos, incluida medicina, si sigue interesada.
La anciana cogió la tarjeta.
—Gracias —dijo con voz queda. Cuando Horatio se giró para marcharse, añadió—: Si ve a Michelle, ¿podría mandarle un saludo de parte de Hazel Rose? ¿Y decirle que estoy realmente orgullosa de ella?
—Eso está hecho.
Horatio recorrió el pasillo, encontró a Lindy coqueteando con un fornido auxiliar en la sala de visitas, pagó el unto a la huraña mujer y se largó del cuchitril subvencionado por el Estado.
Cuando subió al coche empezó a preguntarse de qué modo la desaparición de unos rosales había estado a punto de destrozarle la vida a Michelle Maxwell hacía casi tres décadas.