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Barry bajaba por el pasillo cargado con una caja de cartón. Michelle lo seguía a hurtadillas a diez pasos de distancia. El buzón para dejar el correo y los paquetes estaba justo en la parte exterior de la puerta principal.

Barry abrió la puerta con su llave y salió. Michelle aceleró el paso, llegó al vestíbulo vacío y se agachó detrás de la maceta de un árbol grande.

Cuando Barry abrió la puerta otra vez para entrar, Michelle se puso tensa. Lo iba a tener crudo porque no tenía llave. Con un ojo en Barry y el otro en la puerta que se cerraba lentamente, salió disparada. Barry estaba a menos de un metro de ella y ni siquiera se giró, prueba fehaciente del sigilo con el que era capaz de moverse. Cuando Barry desapareció al doblar la esquina, Michelle clavó el pie en el interior de la puerta para evitar que se cerrara. Se quitó el zapato y lo usó de calzo entre la puerta y la jamba y salió corriendo.

Tardó unos pocos segundos en encontrar el paquete de Barry en la pila situada al lado del buzón. Michelle sacó un trozo de papel y un lápiz y anotó la dirección de envío de la caja. También echó un vistazo al remitente y no puede decirse que se llevara una gran sorpresa cuando vio que no era Barry.

—Lola Martin —dijo, leyendo el nombre del remitente en voz alta.

Entró otra vez en el edificio, cogió el zapato y volvió a paso ligero a su zona. Consiguió distraer a una enfermera el tiempo suficiente para echar un vistazo a los historiales de los pacientes en el puesto de enfermería. Lola Martin estaba cómodamente apoltronada en el Nido del Cuco, cuyos internos psicóticos no mandaban muchos paquetes que digamos. Entró a hurtadillas en el centro de servicios para los pacientes y utilizó uno de los teléfonos para llamar a uno de sus colegas de la policía de Fairfax. Cuando le hubo informado, este le preguntó:

—¿Cómo has conseguido esta información, Maxwell?

—Yo… pues… trabajando de incógnito.

Una hora más tarde, Michelle entró en la habitación vacía de Sandy. Las flores seguían allí pero ya no había tierra en el suelo. Michelle supuso que a esas alturas Sandy tendría las manos inmaculadas, incluso bajo el esmalte de uñas. Michelle nunca había tenido ese problema por la sencilla razón de que nunca se había hecho la manicura. No quería que nadie le toquetease el dedo con el que apretaba el gatillo.

Cinco minutos después, con la misión cumplida, Michelle se encaminó a su habitación. Esa tarde asistió a una sesión de grupo. Estaba tan satisfecha por el avance conseguido pescando a Barry que se puso de pie y habló de sí misma:

—Me llamo Michelle y quiero recuperarme —declaró—. De hecho, creo que estoy mejor.

Sonrió al resto de los pacientes mientras asentían para mostrarle su apoyo. Algunos aplaudieron discretamente mientras otros susurraban expresiones de ánimo. Otros tantos se quedaron sentados con aspecto enfurruñado o mirándola con expresión de descrédito.

Si resulta que el único motivo por el que Michelle pensaba que estaba mejor era porque no tenía tiempo de pensar en sus problemas, la mujer no mostró el menor atisbo de tal dilema interno. Básicamente vivía para sentir la adrenalina y no para enfrentarse a las revelaciones a menudo desastrosas de la introspección. Fiel a ese rasgo de su personalidad, no dejaba de pensar en Barry y en Sandy. Después de eso, lo único que quería era salir por patas de allí antes de que decidieran que quizá debían encerrarla en el Nido del Cuco.