Horatio Barnes salió del aeropuerto de Nashville en el coche de alquiler. Al cabo de una hora estaba en una zona rural de Tennessee buscando el pueblo en el que Michelle Maxwell vivía cuando tenía seis años. Lo encontró tras girar varias veces en la dirección equivocada y perder el tiempo retrocediendo. Llegó al centro del deteriorado pueblo, se detuvo a pedir indicaciones en la ferretería y salió del pueblo en dirección al suroeste. Estaba sudando porque, al parecer, el precio que había pagado para alquilar el coche no cubría el funcionamiento del aire acondicionado.
Sin duda, el barrio en el que Michelle había vivido había visto tiempos mejores. Las casas eran viejas y estaban destartaladas; los jardines, descuidados. Fue comprobando los números de las casas hasta que la encontró. La vivienda de los Maxwell estaba apartada de la calle. Tenía un gran jardín delantero con un roble moribundo que le hacía de anclaje. En una rama había un neumático colgado de una cuerda medio podrida. En el lateral había una furgoneta Ford de los años sesenta encima de unos bloques de cemento. Vio los irregulares tocones muertos de lo que parecía haber sido un seto que rodeaba la parte delantera de la casa.
La pintura del revestimiento de tablones de madera se estaba desportillando y la mosquitera de la puerta de la entrada se encontraba medio caída encima de los escalones. Horatio no sabía si la casa estaba habitada o no. A juzgar por su aspecto deslavazado, pensó que se trataba de una vieja casa de labranza. Probablemente los dueños originales habían vendido el terreno a un promotor y el barrio había ido construyéndose alrededor de la finca.
Se preguntó cómo habría sido para la niña crecer ahí sólo con sus padres una vez que sus hermanos habían llegado a la edad adulta. Horatio también volvió a preguntarse si Michelle había sido concebida por accidente. ¿Habría influido eso en el trato que le habían dispensado sus padres? Horatio sabía por experiencia que aquello era un arma de doble filo. «¿Cuál ha sido tu filo, Michelle?»
Aparcó el coche de alquiler junto al arcén de gravilla, salió y miró en derredor mientras se secaba el sudor de la cara con un pañuelo. Al parecer, en el barrio no había servicio de vigilancia vecinal porque nadie le prestaba atención. Probablemente allí no hubiera nada que valiera la pena robar.
Horatio subió por el camino de entrada. Una parte de él esperaba que un chucho viejo apareciera lentamente por la esquina de la estructura enseñándole los colmillos en busca de una pierna rellenita a la que hincarle el diente. Sin embargo, no salió a recibirlo o a atacarlo ningún animal ni ninguna persona. Llegó al porche y miró hacia el interior por la puerta destartalada. La casa parecía abandonada o, de lo contrario, los inquilinos actuales estaban aplicando una nueva versión del minimalismo.
—¿Quieres algo? —preguntó una voz decidida.
Horatio se giró y vio a una mujer de pie al final del camino. Era joven, bajita y rechoncha; llevaba un vestido veraniego y descolorido y a un bebé gordito apoyado en la cadera izquierda. Tenía el pelo oscuro y rizado y se le pegaba a la cabeza como un casquete debido a la humedad.
Horatio se acercó a ella.
—Eso espero. Estoy intentando averiguar algo sobre las personas que vivían en esta casa.
Ella miró por encima del hombro.
—¿A quién te refieres, a los vagabundos, los drogatas o las putas?
Horatio siguió su mirada.
—Oh, ¿para eso la usan hoy en día?
—Ruego al Señor que fulmine a los pecadores —dijo la mujer.
—Supongo que los pecadores no vienen de día sino sólo por la noche.
—Bueno, no hay ninguna ley que diga que tenemos que meternos en la cama cuando oscurece. Así que vemos el mal, que malvado es.
—La verdad es que lo siento. Pero no me refería al… mal. Me refería a una familia llamada Maxwell; vivieron aquí hace unos treinta años.
—Nosotros hace cinco que estamos aquí, así que ¿qué voy a saber yo?
—¿Hay alguien por aquí que pudiera saberlo?
La mujer señaló con el dedo regordete la casa de labranza.
—Por culpa de este mal, aquí nadie quiere quedarse. —Al bebé le entró hipo y empezó a caerle la baba. Ella se la limpió con un trapo que sacó del bolsillo.
Horatio le tendió una tarjeta.
—Bueno, si se te ocurre alguien que pudiera ayudarme, llámame a este número.
La mujer observó la tarjeta.
—¿Eres loquero?
—Algo parecido.
—¿De Wash… ing… ton? —pronunció la palabra con evidente desdén—. Esto es Tennessee.
—Tengo muchos clientes —aclaró Horatio.
—¿Por qué preguntas por los Maxwell esos?
—Es confidencial, lo único que puedo decir es que intento ayudar a un paciente.
—¿Cuánto estás dispuesto a dar? —lanzó la mujer
—Pensaba que no los conocías.
—Conozco a una persona que a lo mejor sí. Mi abuela. Nos dio esta casa cuando se fue a una residencia. Vivió aquí, oh, por lo menos cuarenta años. Joder, el abuelo está enterrado en el jardín trasero.
—Qué bien.
—La hierba crece muy bien en ese sitio, la verdad.
—Seguro. O sea que tu abuela está en una residencia. ¿Cerca de aquí? —Horatio preguntó suavemente.
—En una residencia pública, a una hora de distancia. No podía permitirse nada lujoso. Por eso nos dio la casa, para poder recibir ayuda del gobierno. Para que no supieran que tenía cosas, ¿sabes?
—¿Como propiedades que sirvieran para pagarle la residencia?
—Eso es. El gobierno le saca la pasta a todo el mundo. Tenemos que pelear para que nos den lo que nos merecemos. Espera unos años y los mexicanos serán los dueños del lugar. —La mujer alzó la vista al cielo—. Dios mío, mátame antes de que eso ocurra.
—Ten cuidado con lo que le pides a Dios. ¿Crees que querrá hablar conmigo?
—A lo mejor. Tiene días buenos y días malos. Intento ir a verla, pero con el bebé y los otros niños en la escuela… Encima la gasolina no es precisamente barata. —Lo observó—. ¿Cuánto estás dispuesto a pagar? —volvió a preguntar.
—Eso depende de lo que me cuente. —Horatio se paró un momento a mirar a la mujer—. Digamos que, si la información es buena, le pagaré cien dólares.
—¡A ella! El dinero no le sirve para nada. Tienes que pagarme a mí.
Horatio sonrió.
—De acuerdo, te pagaré. ¿Puedes concertarme una cita con ella?
—Bueno, teniendo en cuenta que hemos cerrado un trato, te acompañaré. No quiero que te marches del pueblo y te olvides de lo que hemos acordado.
—¿Cuándo podemos ir? —preguntó Horatio.
—Mi hombre llega a casa a las seis. Podemos ir entonces. Así llegaremos después de cenar. A los viejos no les gusta que los interrumpan cuando están papeando.
—Vale. ¿Cómo se llama tu abuela y en qué residencia está?
—¿Me has visto cara de imbécil? Puedes seguirme en el coche. Te llevaré a su residencia.
—Entendido. Dices que tiene días buenos y días malos. ¿Qué significa eso exactamente?
—Eso significa exactamente que está perdiendo la chaveta. Tiene esa cosa del demonio —afirmó la mujer.
Horatio inclinó la cabeza al oír esas palabras, preguntándose si la joven estaba loca. Entonces imaginó a qué se refería.
—¿Te refieres a la demencia?
—Eso. O sea que hay que tirar los dados y ver qué pasa.
—Bueno, gracias por tu ayuda, eh…
—Linda Sue Buchanan. Mis amigos me llaman Lindy pero tú no eres mi amigo así que por ahora llámame Linda Sue.
—Puedes llamarme Horatio.
—Mira que es rarito el nombre…
—Es que yo también soy rarito. Quedamos aquí a las seis. Y, por cierto, Linda Sue, tu dulce bebé acaba de vomitarte en el zapato.
Horatio la dejó maldiciendo y arrastrando el pie por la hierba.