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Sean había pasado su primera noche en Babbage Town intentando dormir a ratos y mirando por la ventana del recinto a oscuras. Su habitación estaba en la segunda planta de la mansión y daba a la zona cercana a la casa de Champ Pollion y desde allí también divisaba la Cabaña número uno dirigida por la sincera y coja Alice Chadwick. La mansión estaba decorada al estilo europeo y había descubierto que todas las habitaciones de invitados disponían de ordenador y conexión inalámbrica a Internet de alta velocidad.

A eso de las dos de la madrugada, Sean vio movimiento cerca de la casa de Champ. Le pareció ver que el físico subía por las escaleras que llevaban a la puerta principal y entraba, pero la luna iluminaba poco y no estaba seguro. Acto seguido Sean oyó un ruido que lo pilló totalmente desprevenido. Abrió la ventana de par en par y miró.

Se acercaba un avión y no era un avión cualquiera. Era un jet, grande a juzgar por el sonido de los motores y, teniendo en cuenta el nivel de ruido, el aparato estaba aterrizando. Asomó la cabeza por la ventana pero no vio nada, ni siquiera un parpadeo de luces en el cielo oscuro. Aguzó el oído un rato más y oyó que los motores del avión frenaban para detener la nave después de que tocara tierra. Pero ¿dónde había aterrizado el avión? ¿En Camp Peary? ¿En el Centro de Armamento Naval? ¿Y qué demonios hacía un reactor enorme que volaba sin luces aterrizando al otro lado del río a las tantas de la madrugada?

Al cabo de casi dos horas, se había vuelto a despertar y se había sentado junto a la ventana. Vio a dos guardias apostados en el sendero de guijarros, hablando y tomando café. Incluso desde allí arriba oía los graznidos de sus radios portátiles.

A las cinco en punto, Sean decidió no dormir más, se duchó, se vistió y bajó las escaleras con una mochila al hombro. Al vestíbulo amplio y abovedado llegaba del comedor el olor a café, huevos y beicon.

Desayunó y se paró en el mostrador de seguridad situado cerca de la puerta principal de la mansión, con un vaso de café de poliestireno en la mano. Mostró su tarjeta al guardia correspondiente. El fornido hombre asintió sin decir nada cuando tomó la tarjeta de Sean y la deslizó por una ranura situada encima de la pantalla del ordenador.

«Parece ser que quieren saber dónde está cada persona en todo momento —se dijo Sean—. Incluso el detective que han contratado.»

—¿Has oído el avión que ha aterrizado hace un rato? —preguntó al guardia.

El hombre no respondió. Se limitó a devolverle la tarjeta a Sean y se puso a mirar el monitor del ordenador.

—Yo también te quiero —farfulló Sean al salir.

Todavía estaba oscuro y Sean se quedó unos momentos parado preguntándose qué hacer. Alice se había equivocado: no hacía aquello sólo por el dinero. Quería averiguar qué le había sucedido a Monk Turing. Todos los hijos tienen derecho a saber qué ha sido de sus padres. Y todos los asesinos se merecen un castigo.

Monk había salido del país hacía ocho o nueve meses. ¿Adónde había ido? En su pasaporte figuraría el destino si es que había utilizado los canales habituales para los viajes internacionales. Pero ¿y si había viajado con nombre falso o en aviones de otro país? ¿Acaso era espía? ¿Acaso había salido del país para pasar secretos de Babbage Town a algún país dispuesto a pagar bien por ellos?

Respiró el aire fresco desprovisto de los gases tóxicos del área metropolitana de Washington y se paró un momento a escuchar el correteo de los animales en el bosque cercano. Ardillas y ciervos, probablemente; las personas emitían sonidos muy distintos cuando se desplazaban. Sean había aprendido a deducir el motivo que escondían los movimientos de las personas. En realidad no era tan difícil. La mayoría de las personas eran incapaces de ocultar sus motivos aunque les fuera la vida en ello. Si hubieran podido, muchos más que cuatro presidentes de Estados Unidos habrían sido asesinados.

Sean conocía a algunos colegas del departamento de Rescate de Rehenes del FBI que se habían formado en Camp Peary con las unidades paramilitares de la CIA. Estas unidades viajaban por el mundo haciendo cosas de las que nadie de la CIA ni de ningún otro departamento gubernamental hablaba jamás. Sean tenía claro que no quería verse las caras con ellos, pero ¿y Turing?

Sean siguió caminando y al final llegó a la casa de Len Rivest. Era muy temprano y Rivest había pillado una buena mona la noche anterior. Decidió dejarlo dormir. Tiró el café en un cubo de la basura, pasó junto a la oficina de seguridad y un edificio de una sola planta que parecía un garaje y giró a la izquierda por un sendero de gravilla marcado con la inscripción «Cobertizo para barcas». A medida que avanzaba, el bosque se tornaba más y más frondoso.

Tardó veinte minutos en dejar los árboles atrás y llegó al río York y al cobertizo propiedad de Babbage Town, situado a lo largo de un embarcadero que se proyectaba hacia el ancho, tranquilo y profundo río. Se trataba de una estructura larga y plana de tableros de cedro pintada de amarillo con múltiples pasadizos cubiertos y puertas estilo garaje que cerraban cada uno de ellos. Echó un vistazo por una ventana y distinguió la silueta de varias embarcaciones. Salió a un dique flotante adjunto al cobertizo y se fijó en varios kayaks apilados en un soporte así como en dos barcos con paletas amarrados a cornamusas. Uno de los pasadizos estaba abierto. También había tres motos acuáticas con la funda puesta. Si Monk había utilizado una de esas embarcaciones para ir a Camp Peary, ¿quién la había devuelto a su sitio? Los cadáveres no eran buenos marineros.

El sol estaba saliendo y lanzaba haces de luz en la superficie lisa del agua. Sean extrajo unos prismáticos de la mochila. La luz del sol lanzaba destellos en la alambrada de la otra orilla del York. Sean se acercó al borde del río, colocó los pies cerca de la orilla arenosa e hizo un barrido ocular del terreno que se extendía al otro lado, aunque no advirtió nada interesante. En el agua flotaban un par de botes para la pesca de cangrejos. Había unos cuantos canales marcados en el York y una garza que volaba bajo se lanzó en picado frente a él a buscar su desayuno en el agua turbia.

Se preguntó dónde estaba la pista de aterrizaje con capacidad para un jet tan grande. Miró a la izquierda y la vio: un claro en el límite de la vegetación dejaba ver una amplia extensión de hierba. «La pista de aterrizaje debe de empezar justo después de la hierba», pensó.

Más a la izquierda, los largos brazos de unas grúas se alzaban al cielo. Llegó a la conclusión de que se trataba del Cheatham Annex. Los chicos de la Armada. Camino de Babbage Town había visto a un destructor gris oscuro junto a un muelle delante del Centro de Armamento Naval. Esta zona estaba plagada de militares. Por algún motivo, eso no le proporcionaba sensación de seguridad.

La pequeña rama cayó del árbol y lo golpeó en la cabeza. Sean cayó al suelo no porque la rama le hubiera hecho daño sino por algo más. Debía de ser la bala de un rifle de largo alcance. La bala había cortado la rama justo encima de su cabeza. Se agachó en la hierba alta del río. ¿Quién demonios le había disparado? Al cabo de un minuto se aventuró a echar un vistazo y escudriñó el río. El disparo debía de haber procedido de allí. La duda que le asaltaba era obvia: ¿acaso el tirador había fallado a propósito para asustarlo, o se suponía que la rama tenía que haber sido la cabeza de Sean?

Cuando la siguiente bala le pasó casi rozando por encima de la cabeza, obtuvo la respuesta. Alguien intentaba matarlo.

Se acurrucó todavía más en la tierra y la arena y se estiró lo más plano posible en el suelo.

Esperó dos minutos. Cuando vio que no se producía ningún otro disparo, empezó a impulsarse hacia atrás agarrándose a la hierba, al estilo de una serpiente que repta rápidamente, pero al revés. Llegó a una zona en que la hierba era más alta y luego a la línea que marcaba el fin de la vegetación. En cuanto se situó detrás de un robusto roble, se levantó y empezó a zigzaguear por entre los árboles hacia Babbage Town.

Llegó al sendero y se dirigió corriendo al bungalow de Len Rivest. Rivest no respondió a su llamada, así que Sean empujó la puerta y entró.

—¡Len! ¡Len! ¡Acaban de dispararme!

No había nadie en la planta baja. Subió corriendo los escalones, de dos en dos, abrió la primera puerta que encontró y se paró, jadeando.

Len Rivest yacía desnudo en el fondo de la gran bañera antigua con los ojos inertes fijos en el techo azul claro.