17

Tras cenar en el restaurante de la mansión, Sean y Rivest regresaron a la casa de Rivest para tomar algunas copas. Después de un poco de vino y tres martinis con vodka, Len Rivest se quedó dormido en el sillón del salón tras prometer reunirse con Sean al día siguiente. Eso permitió a Sean, que sólo había tomado unos cuantos sorbos del gin-tonic, salir y pasear por Babbage Town. Rivest le había dado un distintivo de seguridad con foto incluida. El distintivo no le permitía acceder a ningún edificio, aparte de la mansión, sin ir acompañado, pero evitaba que las fuerzas de seguridad del complejo lo detuvieran.

El bungalow de Rivest estaba situado en el extremo occidental de la zona principal y se accedía a él por el mismo sendero de gravilla que a otras tres viviendas idénticas. Cerca de la casa de Rivest había un edificio mucho más grande. Cuando Sean pasó por el lado se fijó en un cartel situado encima de las dos puertas frontales. Rezaba: «Cabaña número tres.» Parecía dividida en dos locales iguales. Sean observó que dos guardias uniformados y armados con pistolas Glock y MP5 salían por la puerta de la izquierda y se marchaban, supuestamente a hacer las rondas. Menudo arsenal llevaban, pero ¿para qué?

Fue en la dirección contraria y pasó por el patio trasero de la mansión, en la que había una piscina olímpica rodeada de sillas, mesas y sombrillas, una barbacoa de acero inoxidable y una chimenea de piedra. Había un grupo de personas alrededor de la chimenea, cervezas y copas de vino en mano, hablando tranquilamente. Un par de cabezas se giraron en su dirección pero nadie hizo ademán de saludarlo. Sean se fijó en una persona sentada sola que iba tomándose la cerveza pausadamente. Sean se sentó a su lado y se presentó.

Era un hombre joven y se miraba los zapatos con nerviosismo. Había conocido a Monk y trabajaba con él, dijo.

—¿Y a qué te dedicas? —preguntó Sean.

—Física molecular, especializado en… —El joven vaciló y dio un sorbo a la cerveza—. ¿Qué crees que le pasó a Monk?

—Todavía no se sabe. ¿Alguna vez te mencionó que se dedicara a algo que pudiera haber hecho que lo mataran?

—Imposible, nada de eso. Trabajaba mucho, como todos nosotros. Tiene una hija. Es un poco, bueno, especial. Superdotada, me refiero a que es capaz de hacer unas cosas con los números que ni siquiera yo sé hacer. Pero Viggie es un bicho raro. ¿Sabes qué colecciona?

—Cuéntame.

—Números.

—¿Números? ¿Cómo se coleccionan números? —preguntó Sean.

—Tiene una lista de cifras increíblemente larga que se guarda en la cabeza. Y no deja de pensar en cifras nuevas. Las clasifica mediante letras. Si le preguntas por el número «X» o el número «ZZ», siempre te responde con el mismo. Lo he comprobado. Es asombroso. Nunca he visto nada igual.

—¿Monk te habló alguna vez de Camp Peary? ¿De que quizá quisiera ir allí por algún motivo? —El hombre negó con la cabeza—. Pero estabais al corriente de su existencia, ¿verdad?

—Es difícil no estarlo, ¿no? —Unas cuantas personas de la zona de la piscina los señalaban. El joven se levantó enseguida—. Perdona, tengo que marcharme.

Sean continuó su paseo. En ese lugar no había nadie dispuesto a hablar. No obstante, si Monk Turing se había suicidado, tenía que haber un motivo. Sean estaba convencido de que, investigando lo suficiente, esa motivación acabaría aflorando.

Se detuvo cerca del edificio que tenía un depósito de agua adjunto. El cartel de ese edificio indicaba «Cabaña número dos». Cuando se acercó a la entrada delantera, un guardia armado le salió al paso y levantó la mano.

Sean le enseñó la tarjeta y le explicó quién era. El guardia la inspeccionó y luego lo observó.

—Ya he oído que iban a enviar a alguien.

—¿Conocías a Monk Turing? —preguntó Sean.

—No. Me refiero a que sé quién era, pero no se fomenta la confraternización entre los guardias y los cerebritos.

—¿Te fijaste en algún comportamiento curioso?

El guardia se echó a reír.

—Tío, esta gente está como una cabra. Tanto intelecto junto no puede ser bueno, ¿me entiendes?

Sean señaló el edificio.

—¿Y qué es la cabaña número dos?

—Por mucho que preguntes, no te lo diré. De todos modos, tampoco es que sepa gran cosa.

Sean hizo dos o tres intentos más de obtener información, pero el guardia no cedió ni un ápice.

—¿Por casualidad no sabrás dónde vivía Turing? —preguntó al final.

El guardia señaló un camino flanqueado de árboles.

—Primera a la derecha, segundo bungalow a la derecha.

—¿Su hija está viviendo ahí?

El hombre asintió.

—Con alguien de Servicios Infantiles. Y un guardia armado.

—¿Un guardia armado? —preguntó Sean

—Su padre está muerto. Hay que tomar precauciones.

—La verdad es que este sitio me parece muy bien vigilado —comentó Sean.

—Igual que Camp Peary, pero alguien consiguió matar a Monk Turing allí.

—Entonces, ¿crees que fue asesinado? ¿Que no se suicidó?

En ese momento el guardia se mostró dubitativo.

—Oye, yo no soy detective.

—¿Has hablado con el FBI y con la policía local?

—Todo el mundo ha hablado con ellos —dijo el guardia.

—¿Tienen alguna teoría?

—Si la tienen, no se han molestado en compartirla conmigo.

—¿Algún problema de seguridad con Turing? —inquirió Sean—. ¿Algún desconocido vagando por aquí?

El guardia negó con la cabeza.

—Nada de eso.

—Turing fue asesinado con su propia arma. ¿Sabías que poseía una?

—Yo tenía entendido que sólo los guardias teníamos armas.

Cuando Sean bajó por la carretera vio la hilera de bungalows más adelante. El primero se hallaba a oscuras, en el segundo —el de Monk Turing— se veía una luz encendida por la ventana delantera. Todas esas viviendas estaban construidas con ladrillo visto y parecían tener una superficie de poco más de doscientos metros cuadrados. «Bonita casa», pensó Sean. Los pequeños jardines estaban bien cuidados; las cercas de la parte delantera perfectamente pintadas. En las escaleras que conducían a la puerta principal había macetas con flores coloridas. Era como una de esas pinturas idílicas que representan una vida que no existe. Sean oyó el sonido de un piano procedente del interior. Abrió una verja y subió por el caminito que conducía al porche delantero.

Se fijó en que en un pequeño banco del porche había una pila de material deportivo. Un par de palos de golf número uno, una pelota de baloncesto, un bate y un guante de béisbol, entre otros. Sean tomó el guante; olía a cuero bien engrasado. A Turing debía de gustarle el deporte, probablemente para relajarse después de estar todo el día dándole a la cabeza.

Sean se asomó por la mosquitera. Una mujer rechoncha, vestida con bata y zapatillas, dormía en el sofá. No había ni rastro del guardia. En el fondo de la sala había un piano de media cola y una muchachita sentada a él. Tenía el pelo largo y muy rubio, y la tez, pálida. Mientras Sean estaba ahí, pasó de interpretar un tema clásico, de Rachmaninoff, pensó, a un tema de Alice Keys sin perder el compás.

Viggie Turing alzó la mirada y lo vio. No se sorprendió. Ni siquiera dejó de tocar.

—¿Qué estás haciendo aquí?

La voz sorprendió a Sean porque procedía de atrás. Se giró y vio a una mujer junto a él.

Le mostró la tarjeta.

—Soy Sean King. Estoy aquí para investigar la muerte de Monk Turing.

—Ya lo sé —dijo la mujer con sequedad—. Quiero decir qué estás haciendo aquí, en esta casa, a estas horas.

Tenía unos treinta y cinco años y medía poco más de un metro sesenta. Era pelirroja y llevaba el pelo corto, con raya al lado y un pequeño mechón que le llegaba a la nuca. Como la luz de la puerta principal estaba encendida, vio que era pecosa y que tenía los ojos de un verde lechoso. Llevaba vaqueros, mocasines negros y una camisa de pana. Tenía los labios demasiado carnosos en comparación con la delgadez de su rostro; los hombros, demasiado anchos para su cuerpo; la nariz no acababa de estar bien centrada con respecto a los ojos; el mentón, demasiado afilado en la mandíbula cuadrada. No obstante, a pesar de todas esas asimetrías, era una de las mujeres más guapas que Sean había visto en su vida.

—Estaba dando un paseo. He oído a Viggie, supongo que ella es quien está tocando el piano, y me he parado a escuchar. —Supuso que era información suficiente para permitirle a él hacer una pregunta—. ¿Y tú eres?

—Alice Chadwick.

—Es una pianista extraordinaria —comentó Sean.

Los ojos verde lechoso se clavaron en él.

—Es una niña extraordinaria en muchos aspectos. —Le puso una mano en la manga y lo apartó de la puerta—. Hablemos. Hay ciertas cosas que debes saber.

Sean sonrió.

—Eres la primera persona que conozco aquí que está dispuesta a hablar.

—Resérvate el comentario para cuando hayas oído lo que tengo que decir.