16

Era la una de la madrugada cuando Michelle volvió a oír pasos en el pasillo por encima de los leves ronquidos de Cheryl. Se vistió rápidamente y salió al pasillo descalza para seguir a la persona. Estaba prácticamente convencida de que el modo de andar se correspondía con el de Barry.

Se detuvo cuando dejó de oír las pisadas. Michelle miró en derredor. Estaba en el pasillo que conducía a la habitación de Sandy. No había creído a Barry cuando le había dicho que no la conocía. Le había dado una explicación demasiado torpe. Aguzó el oído cuando la otra persona se puso a andar otra vez.

Michelle avanzó sigilosamente barriendo con la mirada el tramo de pasillo poco iluminado que tenía por delante. Oyó que una puerta se abría y se cerraba. Michelle siguió adelante y echó un vistazo al doblar el recodo. Había una luz encendida al final del pasillo pero se apagó. Michelle se ocultó tras el muro cuando oyó el abrir y cerrar de otra puerta. Tras esperar unos cinco minutos, volvió a oír que una puerta se abría y se cerraba. Las pisadas se acercaban a ella. Buscó algún lugar donde ocultarse.

Se introdujo en una habitación vacía y se agachó junto a la puerta. Cuando la persona pasó de largo, miró por la ventanilla de la parte superior de la puerta. No era Barry. Aquel hombre era muy bajito. No lo vio bien porque llevaba sombrero y el cuello del abrigo levantado. Cuando desapareció de su vista, salió de su escondite y se planteó seguirlo o ir a ver adónde había ido. Al final se decidió por esto último. Recorrió discretamente el pasillo, dobló la esquina y prosiguió.

Al final del pasillo estaba la puerta de la farmacia. ¿Acaso era la que había oído abrirse y cerrarse? Miró a su izquierda. La habitación de Sandy también estaba allí. Miró por la ventanilla de la puerta. Sandy dormía en su cama o, por lo menos, eso parecía.

Michelle bajó la mirada hacia el suelo y se fijó en algo. Se agachó y lo recogió. Se trataba de un trozo de plástico con burbujas del que se utiliza para enviar paquetes. Se lo introdujo en el bolsillo, volvió a mirar a la dormida Sandy y regresó rápidamente a su dormitorio.

A la mañana siguiente, Michelle se despertó temprano e hizo la ronda de los pasillos. Pasó junto a la habitación de Sandy, y la mujer salió en la silla de ruedas. Sandy llevaba una gorra de béisbol de los Red Sox y desplegaba una amplia sonrisa.

—¿Qué tal la migraña? —preguntó Michelle.

—Se ha esfumado. Una buena noche de sueño reparador suele bastar. Gracias por preguntar.

—¿A qué hora tienes sesión con el loquero?

—La primera es a las once. Luego tengo una sesión de grupo después de comer. A continuación me dan las medicinas. Acto seguido viene un psicólogo a verme. Después me dan otro chute de pastillas de la felicidad y enseguida me pongo a hablar con más desconocidos. A esas alturas estoy tan colocada que todo me da igual. Les digo lo que quieren oír. Como que mi madre me dio el pecho hasta que tuve edad para ir al baile del colegio, cosas así. Se lo tragan y sin dilación escriben artículos para las revistas médicas mientras yo me parto el culo de risa.

—Creo que yo no podría hacer lo de la terapia de grupo —dijo Michelle.

Sandy dibujó un círculo perfecto con la silla de ruedas.

—Oh, es fácil. Lo único que tienes que hacer es levantarte o, en mi caso, permanecer sentada y decir: «Hola, me llamo Sandy y estoy hecha una mierda pero quiero hacer algo al respecto. Por eso estoy aquí.» Y entonces todo el mundo aplaude y te manda besos y te dice lo valiente que eres. Luego me tomo una pastilla para dormir y me dedico a sobar durante diez horas hasta que me levanto y vuelta a empezar.

—Da la impresión de que sigues la rutina de carrerilla —dijo Michelle.

—Oh, querida, ha llegado un punto en que anticipo las preguntas antes de que me las hagan. Es como jugar al gato y al ratón, sólo que todavía no se han enterado de que yo soy el gato, y ellos, el ratón.

—¿Alguna vez intentas enfrentarte a lo que realmente te deprime?

—Pues no. Entonces se complicaría demasiado la cosa. La verdad no me hará libre, sólo hará que tenga ganas de suicidarme. Así que, hasta que me saquen de aquí, yo sigo con mi pantomima —Sandy dio una palmada a las ruedas de la silla—, y Sandy sigue la corriente, mientras me vayan dando pastillas.

—¿Sientes mucho dolor?

—Cuando alguien te dice que está paralizado de cintura para abajo, piensas: «Vale, es una gran putada pero al menos no siente dolor.» Pues te equivocas por completo. Lo que no cuentan es lo mucho que duele estar paralítico. Todavía tengo en el interior del cuerpo la bala que me inutilizó las piernas. Los médicos dijeron que estaba demasiado cerca de la columna para retirarla. Así que ahí se quedó, la cabrona de nueve milímetros. Y cada año más o menos se mueve un poco. ¿Qué te parece? Yo no me puedo mover, pero la bala sí. Y la verdadera putada es que los matasanos dicen que, si se me coloca en cierto punto de la columna, a lo mejor me caigo muerta, o pierdo la sensibilidad en el resto del cuerpo y me quedo tetrapléjica. ¿Qué me dices? ¿No te parece demasiado fuerte como para siquiera mencionarlo?

—Lo siento mucho. Ahora mis problemas no me parecen tan graves —reconoció Michelle.

Sandy desestimó el comentario haciendo un gesto con la mano.

—Vamos a desayunar. Los huevos son una mierda y el beicon parece un trozo de neumático y sabe peor que eso, pero al menos el café está caliente. Venga, te echo una carrera.

Sandy se puso en marcha y Michelle, sonriente, trotó tras ella y luego agarró el manillar de la silla de ruedas e hizo un sprint por el pasillo mientras Sandy se carcajeaba.

Tras el desayuno, Michelle se reunió con Horatio Barnes.

—He vuelto a hablar con tu hermano Bill.

—¿Y qué tal está?

—Bien. De todos modos, no te ve mucho. Lo mismo puede decirse del resto de la familia.

—Todos estamos ocupados —señaló Michelle.

Horatio le tendió la carta de su madre.

—He estado en el apartamento que compartes con Sean y la he recogido. Sé que no lo has visto pero está muy bien. Me alegro de haberlo visto antes de que lo dejaras hecho una leonera, como el coche. Hablando de vertederos, ¿alguna vez se te ha pasado por la cabeza limpiar el Toyota? Más que nada para evitar la peste bubónica.

—Es verdad que tengo el coche un poco desordenado, pero yo sé dónde está todo.

—Sí, dos horas después de comer comida mexicana picante, sé qué tengo en el colon, pero eso no significa que me apetezca verlo. ¿Quieres leer la carta de tus padres? Quizá sea importante.

—Si lo fuera, se habrían puesto en contacto conmigo por otros medios.

—¿Estás en contacto con ellos?

Michelle se cruzó de brazos.

—O sea, ¿que hoy toca hablar de los padres con el psicólogo?

Horatio levantó la libreta.

—Aquí pone que tengo que preguntar.

—Hablo con mis padres —dijo Michelle.

—Pero casi nunca los visitas. Aunque no están demasiado lejos.

—Hay muchos hijos que no visitan a sus padres. Eso no quiere decir que no los quieran.

—Cierto. ¿Consideras que estás acomplejada por ser la única chica y porque tus hermanos mayores y tu padre sean policías?

—Prefiero tomármelo como una motivación sana.

—Vale —comentó Horatio—. ¿Te gusta saber que prácticamente puedes dominar físicamente a cualquier hombre con el que te cruces?

—Me gusta ser capaz de cuidarme sólita. El mundo es un lugar violento.

—Y teniendo en cuenta que has pertenecido a los cuerpos de seguridad, lo sabes por experiencia. Y los hombres son quienes cometen la gran mayoría de los actos violentos, ¿verdad?

—Hay demasiados hombres que intentan dominar con el músculo en vez de con la cabeza.

—¿Todavía quieres hacerte daño, Michelle?

—Haces los cambios de tema más alucinantes que he visto jamás.

—Me gusta tomármelos como una técnica para despertarte por si habías empezado a dormitar —apuntó Horatio.

—Para empezar, no quería hacerme daño.

—Vale, incluiré esta respuesta en la casilla correspondiente a «estoy diciendo una mentira como una casa» y pasaremos a otra cosa. ¿Cuál piensas que es el problema? ¿Y cómo crees que puedo ayudarte? —dijo Horatio, y Michelle apartó la mirada con nerviosismo—. No es una pregunta con truco, Michelle. Quiero que te recuperes. Intuyo que quieres recuperarte. Por tanto, ¿qué podemos hacer para conseguirlo?

—Estamos hablando, ya es algo, ¿no?

—Sí. Pero a este paso yo estaré muerto y enterrado y tú te alimentarás a través de una pajilla antes de que averigüemos qué es lo que te pasa. No existe ninguna norma que prohíba atacar el punto más débil.

—No sé qué quieres de mí, Horatio —espetó Michelle.

—Sinceridad, franqueza, un deseo verdadero de participar en este ejercicio que denominamos examen de conciencia. Sé qué preguntar, pero las preguntas no sirven de nada si las respuestas están vacías.

—Intento ser sincera contigo. Hazme una pregunta.

—¿Quieres a tus hermanos?

—¡Sí!

—¿Quieres a tus padres? —Michelle volvió a decir que sí, pero Horatio ladeó la cabeza al ver cómo lo decía—. ¿Estás dispuesta a hablar conmigo sobre tu infancia?

—¿Es que todos los loqueros piensan lo mismo? ¿Que todo se reduce a la mierda que soportamos en la infancia? Pues vas por mal camino.

—Pues entonces indícame la dirección correcta. Todo está en tu cabeza. Lo sabes, no tienes más que asimilarlo y armarte de valor para decírmelo.

Michelle se levantó temblando de rabia.

—¿Cómo coño te atreves a cuestionar mi valor o mi capacidad para asimilarlo? En mi lugar tú no habrías durado ni diez minutos.

—No lo dudo. Pero la respuesta a tus problemas se encuentra entre tu lóbulo frontal derecho y el izquierdo. Es una distancia de unos doce centímetros y bastante especial por el hecho de contener miles de millones de retazos de pensamientos y recuerdos que te convierten en la persona que eres. Si llegamos a la zona adecuada de tu identidad, entonces podremos llegar al punto en que nunca más vuelvas a pelearte con un tío esperando a que te mande directa al cementerio.

—¡Te he dicho que eso no es lo que pasó! —protestó Michelle.

—Y yo te contesto que no me sueltas más que gilipolleces.

Michelle cerró los puños y se puso a gritar.

—¿Quieres que te pegue?

—¿Tienes ganas de pegarme? —espetó él.

Michelle se quedó ahí de pie mirándolo enfurecida. Luego bajó las manos, se giró y salió de la habitación. Esta vez dejó la puerta abierta, quizá de forma simbólica, pensó Horatio, aunque fuera inconscientemente.

Horatio permaneció en la silla con la vista fija en la puerta.

—Estoy tirando de ti, Michelle —dijo con voz queda—. Y creo que casi hemos llegado.