Horatio Barnes aparcó la Harley en el exterior de los apartamentos de alquiler cercanos a Fairfax Corner, sacó del bolsillo las llaves del piso de Sean y Michelle, y entonces vaciló. ¿Qué debía inspeccionar primero, el apartamento o el coche? Se decidió por el Toyota Land Cruiser. Estaba estacionado cerca de la entrada del bloque de apartamentos.
Horatio abrió la puerta del copiloto con la llave.
—¡Madre mía! —fue su reacción. Sean no lo había engañado sobre lo de ponerse la vacuna del tétanos y llevar mascarilla. Las partes central y trasera estaban tan llenas que Horatio ni siquiera veía el suelo. El interior del vehículo contenía material deportivo, chocolatinas derretidas, botellas de Gatorade, porquería, comida mohosa, una caja de cartuchos de escopeta del calibre doce, ropa arrugada y un par de pesas revestidas de plástico. Horatio levantó una pesa con cierta dificultad y luego echó un vistazo a una de las revistas de artes marciales apiladas en la parte trasera.
«Bueno, consejo para el estimado pero cobarde psicólogo: no cabrees nunca a la señora porque te dará una buena patada en el culo raquítico.»
Se sentó en el asiento del medio un rato con las ventanillas bajadas y pensó en la situación. ¿Acaso estaba ante una herida de tipo A, más estrecha que las tripas de una pelota de golf? ¿El caos más absoluto y total?
Subió al apartamento del segundo piso y entró. Enseguida advirtió la influencia del carácter pulcro y ordenado de Sean y también cuál era su cuarto. En el segundo dormitorio estaban las pertenencias de Michelle apiladas de forma ordenada, la ropa colgada en el armario y nada de basura por el suelo, por la sencilla razón de que la mujer nunca había estado allí. Había una caja fuerte para armas encima del armario, donde era de suponer que Michelle guardaba la pistola.
En el balconcito se hallaba el scull de carreras de Michelle. Estaba perfectamente encerado y tenía un par de remos relucientes al lado. Horatio volvió al interior. En la mesa del pequeño recibidor había una pila de correo y le echó una ojeada. La mayoría de las cartas iban dirigidas a Sean, reenviadas desde su anterior dirección. Otras eran las típicas facturas y publicidad que recibe toda la humanidad. De todos modos había algo más: una carta dirigida a Michelle Maxwell de sus padres desde Hawai. Probablemente se tratara de unas pocas líneas para informarla de lo bien que se lo estaban pasando.
Mientras estaba en el apartamento, a Horatio se le ocurrió una idea. Llamó a Bill Maxwell a Florida. El hombre respondió al segundo ring.
—¿Llamo en mal momento? —preguntó Horatio—. Si estás inmerso en una persecución a toda velocidad, ponme a la espera y aguardaré hasta que pilles a los malos u oiga el sonido de un choque de coches.
Bill se echó a reír.
—Hoy no estoy de servicio. De hecho me estaba preparando para ir a pescar. ¿Qué pasa? ¿Cómo está Mick?
Gracias a Bill Maxwell, Horatio se había enterado rápidamente de que todos los hermanos llamaban Mick a Michelle. Era muy típico de hermanos, pensó.
—Mejorando a pasos agigantados. Oye, ¿tus padres todavía viven en Tennessee?
—Eso es. En una casa nueva que construyeron cuando papá se jubiló. Todos los hermanos colaboraron. Los jefes de policía ganan bastante dinero, pero, con tantos hijos, no pudo ahorrar mucho. Era una forma de dar las gracias.
—Pues qué detalle, Bill. ¿Ves mucho a tus padres?
—Normalmente unas cuatro o cinco veces al año. Estoy aquí abajo, en Tampa. Los vuelos son caros y Tennessee está muy lejos para ir en coche, y además tengo tres hijos.
—¿Tus otros hermanos los ven a menudo?
—Probablemente más que yo. Viven más cerca. ¿Por qué quieres saberlo?
—Intento hacerme una idea más precisa de la situación —aclaró Horatio—. ¿Y Michelle? Supongo que ve mucho a vuestros padres. Vive muy cerca, en Virginia.
—Me parece que no. Nunca he visto a Mick en casa de papá y mamá cuando he ido a visitarlos. Y hablo con mis hermanos bastante a menudo. Nunca me han comentado que la hayan visto en casa de nuestros padres.
—A lo mejor tus padres van a verla a ella —dedujo Horatio.
—Nunca ha vivido en un lugar que tenga sitio para las visitas —repuso Bill—. Lo he intentado un par de veces porque mis hijos la adoran y les parece muy guay que su tía sea olímpica y protegiera al presidente. Pero, cuando lo intenté, ella reaccionó de forma un poco rara y no llevé a los niños.
—¿Qué tipo de reacción rara?
—Siempre estaba muy ocupada. Cuando trabajaba en el Servicio Secreto lo entiendo. Pero cuando se pasó al sector privado, pensé que tendría un poco más de tiempo libre, pero parece que no.
—¿Cuándo viste a tu hermana por última vez?
—Hace unos años y fue porque asistí a un congreso de policías en Washington. Cenamos juntos. Por aquel entonces todavía trabajaba en el Servicio Secreto.
—¿Tienes la impresión de que está distanciada de la familia?
—La verdad es que no lo había pensado hasta que empezaste a hacerme estas preguntas.
—Lamento que parezca que me entrometo, Bill, pero estoy haciendo todo lo posible para que se recupere.
—Mira, lo sé. Me refiero a que es genial aunque sea un poco rara —comentó Bill.
—Rara, sí. Acabo de echarle un vistazo a su coche.
Bill se echó a reír.
—¿Has llamado ya a la unidad de enfermedades infecciosas?
—Doy por supuesto que lo has visto.
—Me llevó en el coche a cenar aquella vez que estuve en la capital. Contuve la respiración y me duché dos veces cuando regresé al hotel.
—¿Te has fijado alguna vez en si se lava las manos en exceso, si comprueba las puertas antes de salir o las sillas antes de sentarse? ¿Algo de ese estilo?
—¿Te refieres al trastorno obsesivo/compulsivo? No, no que yo recuerde.
—¿Y dijiste que a los seis años cambió? ¿Estás seguro?
—Yo había acabado la universidad y no estaba mucho en casa, pero cuando pasé allí un par de meses recuerdo que era una persona distinta. Vivían en un pueblecito a una hora al sur de Nashville.
—¿Y no podría achacarse al cambio de personalidad de una niña a medida que se hace mayor? Esas cosas pasan —explicó Horatio.
—Fue más que eso, Horatio. Mis hijos también han cambiado pero nada tan radical.
—Dices que pasó de extrovertida a retraída. De sociable a tímida. De confiada a suspicaz. ¿Y solía llorar?
—Sólo de noche.
—¿Y se volvió dejada con sus cosas?
—Recuerdo que sobre todo era el suelo de su habitación. Antes lo tenía limpio como una patena. Luego, de la noche a la mañana, había trastos por todas partes. La alfombra ni siquiera se veía. Siempre lo achaqué a que era una diablilla independiente.
—Eso explicaría ciertas cosas, Bill, pero no todas las que veo. Y en mi campo, cuando las cosas son inexplicables, tengo que descubrir el porqué, porque en algún lugar, y quizás esté muy escondido, existe una explicación. —Horatio hizo una pausa—. Bueno, me alegro de que estés a unos mil quinientos kilómetros de distancia por la siguiente pregunta que voy a hacerte.
—Mick nunca fue víctima de abusos —se adelantó Bill.
—Veo que te lo has planteado.
—Soy policía. He visto a niños víctimas de abusos, algunas situaciones realmente dantescas, y Michelle nunca fue así. Nunca mostró ninguna de esas señales. Y papá nunca habría… me refiero… que no era de esos. Y como era policía tampoco es que pasara mucho tiempo en casa. Voy a decirte una cosa, quiero a mi viejo, pero si por un instante hubiera sospechado que pasaba algo de eso, habría hecho algo al respecto. No decidí ser policía para ser de los que se dedican a mirar para otro lado.
—Estoy seguro de ello, Bill. Pero ¿tus padres encontraron alguna explicación para el cambio que ella experimentó? ¿Alguna vez la llevaron a un terapeuta?
—No que yo sepa —dijo Bill—. Me refiero a que no es que se dedicara a tener rabietas constantemente o a descuartizar animalitos. Además, en aquella época no era tan normal recurrir al psicólogo ni dar tranquilizantes a los niños si eran incapaces de parar quietos diez minutos; y no te lo tomes a mal, doctor.
—Oye, conozco a un montón de psiquiatras a quienes sería más apropiado llamar farmacéuticos. ¿Alguna vez hablas con tus padres de Michelle?
—Creo que todos hemos decidido dejar que haga su vida. Si alguna vez quiere reincorporarse a la familia, nosotros encantados.
—¿Y no les has contado su situación actual?
—No. Si Mick no quiere que lo sepan, no me corresponde contárselo. Además, ¿crees que quiero cabrear a una cinturón negro olímpica, por muy hermana mía que sea?
—A mí también me da miedo. ¿Se te ocurre algo más que pudiera ayudarme?
—Devuélveme a mi hermana pequeña, Horatio. Si lo consigues, tendrás a un amigo de por vida en Tampa.