A los ojos de Sean la enorme mansión de piedra y ladrillo tenía por lo menos sesenta metros de frente y se alzaba tres plantas hacia el cielo plomizo. Combinaba varios estilos arquitectónicos con, al menos, ocho chimeneas a la vista, un pabellón acristalado al más puro estilo inglés, ventanas de dos hojas, una galería de estilo toscano, ventanas de cuarterones, una torre de inspiración asiática y un ala abovedada con chapa de cobre. Según Joan, el constructor había sido Isaac Ranee Peterman, que había hecho fortuna en la industria cárnica. Había bautizado el lugar en honor a su hija Gwendolyn, cuyo nombre seguía presente en las columnas de la entrada. Sean pensó que el nombre no podía haber resultado más inapropiado, ya que Gwendolyn parecía una fortaleza demasiado trajeada y aquejada de una crisis de identidad.
Delante había una zona de aparcamiento adoquinada, y el Hummer traspasó las puertas vigiladas por un guardia uniformado y ocupó una plaza vacía al lado de un reluciente Mercedes descapotable de color negro.
Al cabo de unos minutos, el equipaje de Sean estaba en su habitación y él se hallaba sentado solo en el despacho de Champ Pollion, máximo responsable de Babbage Town. La estancia estaba repleta de libros, ordenadores portátiles, gráficos, aparatos electrónicos y copias impresas que contenían símbolos y fórmulas que Sean, con tan sólo mirarlas, sabía que nunca sería capaz de descifrar. Detrás de la puerta Sean vio que había una chaqueta blanca de artes marciales y pantalones con un cinturón negro. «O sea, un genio con manos letales. Perfecto.»
La puerta se abrió al cabo de unos instantes y apareció Champ Pollion. Todavía no había cumplido los cuarenta y era tan alto como Sean, pero más delgado. Tenía unas cuantas canas en la coronilla de su pelo castaño, que llevaba cuidadosamente peinado a un lado. Vestía pantalones caqui, una americana de tweed con coderas de piel, camisa blanca de botones, jersey de cuello de pico y pajarita de cachemira. A Sean no le habría extrañado lo más mínimo que el hombre llevara una pipa entre las manos para completar su imagen de intelectual de los años cuarenta.
El hombre se sentó tras el escritorio, se recostó, puso los mocasines rosados del 43 encima de la mesa cubierta de libros y miró ansioso a Sean.
—Soy Champ Pollion, y tú, Sean King. —Sean asintió—. ¿Te apetece un café?
—Sí, gracias.
Champ pidió el café y luego se recostó en el asiento.
—Entonces, ¿el FBI está implicado en el caso? —preguntó Sean.
Champ asintió.
—A nadie le gusta que la policía y el FBI ronden por aquí.
—¿Y Turing fue encontrado en un terreno de la CIA?
—¿Por qué demonios habría ido Monk allí? Por el amor de Dios, esos hombres van armados.
—Vosotros también tenéis a hombres armados aquí —señaló Sean.
—Si por mí fuera, no irían armados. Pero yo me limito a gestionar Babbage Town, o sea que no me corresponde decidirlo.
—¿Y aquí por qué necesitáis guardias?
—El trabajo que realizamos aquí tiene, potencialmente, una gran aplicación comercial. Estamos inmersos en una especie de carrera contrarreloj. A otras personas del mundo les encantaría llevarnos la delantera. Por eso tenemos guardias. Por todas partes. —Hizo un gesto distraído con la mano—. Por todas partes.
—¿La CIA ya ha estado aquí?
—Bueno, los espías no suelen aparecer y decir «Hola, somos de la CIA, cuéntame todo lo que sabes o te mataremos». —Champ se sacó del bolsillo de la americana lo que parecía un fino tubo de cristal.
—¿Acabas de venir del laboratorio? —preguntó Sean.
Champ se mostró suspicaz.
—¿Porqué?
—Por lo que tienes en la mano. Parece un gotero enorme, aunque seguro que tiene un nombre más técnico.
—Esta cosita bien podría ser el mayor invento del mundo, por delante incluso del teléfono de Bell o la bombilla de Edison.
Sean estaba asombrado.
—¿Qué demonios es?
—Podría ser el ordenador no clásico más rápido de la historia si conseguimos que el dichoso aparatejo aproveche su enorme potencial. Esto no es un prototipo, por supuesto, sino un modelo conceptual. Volvamos a lo ocurrido aquí. Últimamente ha pasado mucha gente por Babbage Town. Incluyendo a la policía local, personificada en un viejo ceporro renqueante con un sombrero Stetson llamado Merkle Hayes que dice «Cielo santo» continuamente, y varios miembros fornidos del susodicho FBI. —Dejó el tubo en la mesa y miró a Sean—. ¿Sabes lo que pienso?
—¿Qué?
—Creo que se trata de una conspiración a gran escala. Sin contar con la CIA. Sería demasiado obvio incluirlos, ¿no? No, creo que tiene que ver con el complejo militar/industrial sobre el que el presidente Eisenhower advirtió al país antes de dejar el cargo.
Sean intentó disimular su escepticismo.
—¿Y qué relación tiene eso con el cadáver de Monk Turing en Camp Peary?
—Pues que justo al lado de Camp Peary está el centro de armamento naval. Y resulta que Camp Peary había pertenecido a la Armada.
—¿Los proyectos en los que trabajáis aquí tienen aplicaciones militares?
—Me temo que no puedo contestar.
—Pero ¿no trabajáis para el gobierno? —preguntó Sean.
—¿Esto te parece una instalación del gobierno? —espetó con sequedad.
—Quizá. —Sean lanzó una mirada al uniforme de artes marciales de la puerta—. ¿Kárate? ¿Kung-fu?
—Taekwondo. Mi padre me hizo empezar a practicarlo cuando entré en el instituto.
—¿A él le gustaban las artes marciales?
—No, me hizo practicar para que pudiera defenderme en el colegio. Quizá te sorprenda saber que yo era una especie de empollón, King. Y si hay algo que los quinceañeros odian, sobre todo los quinceañeros cuyo cuello tiene unas medidas muy superiores a su cociente intelectual, es un empollón. —Champ consultó su reloj y luego cogió unos papeles del escritorio.
Sean se dio cuenta y se apresuró a intervenir.
—Tendré que repasar los detalles del caso. Si no te apetece vomitarlos otra vez, tengo la opción de hablar con Len Rivest.
En ese momento, una mujer baja y rechoncha de pelo cano entró con la bandeja del café. Les tendió las tazas, azúcar y cucharas.
—Doris, ¿te importaría decirle a Len Rivest que se reúna con nosotros? —dijo Champ.
Cuando ella se hubo marchado, Sean se volvió hacia Champ.
—Mientras esperamos, sin revelar información confidencial, ¿qué es exactamente Babbage Town? El chófer no ha sabido explicármelo demasiado bien. —Champ no parecía demasiado dispuesto a responder—. Ponme en contexto, Champ, eso es todo.
—¿Has oído hablar alguna vez de Charles Babbage?
—No —dijo Sean.
—Tuvo un papel fundamental en el desarrollo del proyecto de los ordenadores modernos; lo cual no es moco de pavo teniendo en cuenta que nació en 1791. También inventó el velocímetro. Como amante de la estadística elaboró una serie de tablas de mortalidad, una herramienta de lo más común para las compañías de seguros actuales. Y cuando envías una carta, utilizas la tarifa postal que Babbage ideó. Pero en mi opinión, lo más increíble del trabajo de Charles Babbage fue descifrar la clave polialfabética de Vigenère, que había sobrevivido a todos los intentos de descifrado durante casi tres siglos.
—¿La clave polialfabética de Vigenère?
Champ asintió.
—Blaise de Vigenère era un diplomático francés que elaboró la clave en el siglo XVI. Se llamó polialfabética porque utilizaba distintos alfabetos en vez de uno solo. Sin embargo, permaneció inutilizada durante casi doscientos años porque todo el mundo pensaba que era demasiado compleja, resultaba inexpugnable al análisis de frecuencias. ¿Sabes lo que es el análisis de frecuencias?
—Me suena —respondió Sean, lentamente.
—Era el santo grial de la comunidad, «revelacódigos» primigenia. Los árabes lo inventaron en el siglo IX. Ahora el análisis de frecuencias es exactamente lo que dice su nombre. Se analiza la frecuencia con la que ciertas letras aparecen en un escrito. En inglés la letra e es la más habitual con diferencia, seguida de la t y de la a. Eso resulta sumamente útil para decodificar claves, o al menos lo era. Hoy en día, el descifrado se basa en la longitud de las claves de números secretos y en la potencia y velocidad de los ordenadores para descomponer esas claves. Ha quedado desprovisto de todo el romanticismo lingüístico.
»Hace mil años la clave de sustitución se consideraba indescifrable. No obstante, los árabes consiguieron descubrirla y dieron ventaja a los analistas de cifrado con respecto a los encriptadores, durante siglos. Por eso la clave de Vigenère fue tan revolucionaria, porque el análisis de frecuencias resultaba inútil para descifrarla. —Sean se sentía un tanto incómodo ante la larga clase de historia—. Disculpa, King, pero prometo que al final llegaremos a lo que quiero contarte.
—No, si me parece muy interesante —dijo Sean, reprimiendo un bostezo.
—Como he dicho, el análisis de frecuencia resultaba inútil con el monstruo de Vigenère, por lo astuto y original de su diseño. No obstante, el viejo Charlie Babbage consiguió atravesarle el corazón numérico con un cuchillo.
—¿Cómo? —preguntó Sean.
—Lo abordó desde un ángulo que era totalmente novedoso y, por consiguiente, estableció el estándar de varias generaciones de analistas de cifrado. Sin embargo, no recibió ningún reconocimiento por ello porque nunca se molestó en publicar sus hallazgos.
—¿Y cómo salió a la luz el descubrimiento de Babbage? —indagó Sean.
—Cuando los estudiosos repasaron sus notas en el siglo XX, mucho después de su muerte, determinaron que había sido el primero en conseguirlo. Y seguía vigente, a eso voy. Bauticé este lugar como Babbage Town en homenaje a un hombre con un cerebro privilegiado pero con muy poca capacidad para la autopromoción. Sin embargo, si aquí conseguimos nuestros objetivos, no dudes de que lo proclamaremos a los cuatro vientos. —Champ sonrió—. En cuanto obtengamos todas las patentes necesarias que garanticen que seremos extraordinariamente ricos cuando se inicie la explotación comercial de nuestros distintos inventos.
—O sea, ¿que te llevarás una parte del pastel?
—De lo contrario no estaría aquí. De todos modos, aunque no ganemos una fortuna, el trabajo resulta estimulante.
—¿Y quién es el dueño de Babbage Town?
La puerta se abrió y apareció un hombre bajito y rechoncho de poco más de cincuenta años vestido con un traje de dos piezas y una corbata discreta. Llevaba el pelo cano engominado y tenía los ojos azules y muy vivos. Miró a Sean y luego a Champ.
—Len, Sean King -dijo Champ.
Tras lo cual, Champ cogió su ingenioso tubito de cristal de ordenador, por mucho que fuera poco clásico y ni siquiera un prototipo, y se marchó. Entonces Sean se dio perfecta cuenta de que el hombre había hablado mucho pero no le había revelado nada.