Mientras Sean trabajaba en la investigación, Michelle estaba empeñada en investigar por su cuenta. Cogió una bandeja en la cafetería y se acercó a la mesa en la que comía la mujer de la silla de ruedas. Michelle se sentó a su lado y abrió la botella de agua. Lanzó una mirada a la señora.
—Me llamo Michelle.
—Sandy —se presentó la mujer—. ¿Por qué estás aquí?
—Se supone que tengo tendencias suicidas —espetó Michelle sin miramientos.
La mujer se animó.
—Yo también, durante años, pero se acaba superando. Bueno, supongo que sí a no ser que realmente te suicides.
Michelle recorrió a la mujer con la mirada. Tenía cuarenta y muchos años, el pelo rubio teñido peinado con gran esmero, bonitos pómulos, unos ojos color avellana bien vivos y pecho generoso. El maquillaje y la manicura eran impecables. Aunque no llevaba más que unos pantalones caqui, zapatillas de deporte y un jersey violeta de cuello de pico, sus modales transmitían la seguridad de una mujer acostumbrada a los lujos. Tenía un marcado acento sureño.
—¿Y tú por qué estás aquí? —preguntó Michelle.
—Depresión, ¿qué va a ser si no? Mi psiquiatra dice que todo el mundo está deprimido. Pero yo no me lo creo. Si todo el mundo se sintiera como yo… vamos, que no me lo creo.
—Yo te veo bien.
—Creo que tengo un desequilibrio químico. Me refiero a que hoy en día todo el mundo lo achaca a eso. Pero luego, de repente, me quedo sin energía. A ti también te veo bien. ¿Seguro que no estás aquí de timo?
—He oído hablar de los timos cuando se trata de lesiones físicas —comentó Michelle.
—Las personas que van a juicio y declaran algún trastorno emocional o trauma mental salen airosas si acaban en un sitio como este. Te dan cama, tres comidas al día y todas las medicinas que quieras. Para algunos esto es el nirvana. Luego el loquero declara que nunca más tendrán un orgasmo o que si salen de casa se desmayan y, ya está, consiguen una resolución de lo más ventajosa.
—Menudo chanchullo.
—Oh, no digo que no haya un montón de gente realmente jodida —añadió Sandy—. Yo soy una de ellas.
Michelle le miró las piernas.
—¿Un accidente?
—Una bala de nueve milímetros de una Glock me impactó en la columna —relató impasible—. Parálisis instantánea e irreversible y, en una milésima de segundo, la extrovertida y atlética Sandy se convirtió en una pobre lisiada.
—Dios mío —exclamó Michelle—. ¿Cómo fue eso?
—Estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado.
—¿Por eso quisiste suicidarte? ¿Porque estabas paralítica?
—Fui capaz de sobrellevar la parálisis. Otras putadas me resultaron más difíciles de asumir —admitió Sandy.
—¿Qué otras putadas? —preguntó Michelle.
—No quiero entrar en eso. ¿Crees que estás mejorando?
Michelle se encogió de hombros.
—Creo que es demasiado pronto para decirlo. Físicamente me siento bien.
—Bueno, eres joven y guapa, así que en cuanto se te curen las heridas estarás preparada para tomar las riendas de tu vida.
—¿A qué te refieres con eso de tomar las riendas?
—Búscate a un hombre con dinero y deja que cuide de ti —dijo Sandy—. Utiliza tu físico, nena, porque Dios te lo dio para eso. Y recuerda una cosa: ponlo todo a nombre de los dos y con cláusula de repartición. No te tragues eso de que «su dinero es su dinero».
—Hablas como si lo supieras por experiencia —comentó Michelle.
Sandy se estremeció.
—Ojalá dejaran fumar aquí, pero dicen que la nicotina es una sustancia adictiva. Yo les digo que me den mis pitillos y me dejen en paz.
—Pero estás aquí porque quieres, ¿no? —preguntó Michelle.
—Oh, todos queremos estar aquí, nena. —Sonrió y se introdujo dos trozos de espárrago cuidadosamente en la boca.
Barry pasó por ahí ayudando a un joven.
Michelle le dedicó un asentimiento de cabeza.
—¿Conoces a Barry? ¿El auxiliar?
Sandy lo observó unos instantes.
—No lo conozco pero es fácil saber de qué pie cojea.
—¿Dónde tienes tu casa?
—Sin duda no donde tengo el corazón, querida. Tengo que irme, noto que me está empezando la migraña y no me gusta que la gente me vea en ese estado. Si así fuera, quizá cambiarías la buena opinión que tienes de la querida Sandy.
Se marchó rápidamente en la silla de ruedas y Michelle se quedó contemplando su comida.
Después del almuerzo, Michelle dio un paseo que la llevó cerca de la habitación de Sandy. Cuando pasó lentamente por delante, miró por el recuadro de plexiglás de la puerta de la mujer. Sandy estaba dormida en su habitación individual. Michelle continuó pasillo abajo hasta llegar a la puerta de la farmacia, cerrada con llave. Miró por la ventana enrejada y vio a un hombre bajito y medio calvo con bata blanca que administraba una receta. Michelle sonrió cuando el hombre alzó la mirada y la vio. Le dio la espalda y continuó trabajando.
«Bueno, te tacho de mi lista de felicitaciones de Navidad», se dijo Michelle.
—¿Otra vez dando vueltas? —dijo una voz.
Michelle se giró rápidamente y se encontró con la mirada fija de Barry.
—¿Qué otra cosa se puede hacer aquí? —respondió.
—Se me ocurren unas cuantas cosas. Tienes mejor aspecto. Estás recuperando esos fabulosos pómulos.
—Gracias —se limitó a decir Michelle.
—A la hora del almuerzo te he visto hablando con Sandy —comentó.
—Es una señora agradable.
—Yo me andaría con cuidado con ella —comentó Barry.
—Oh, ¿la conoces bien?
—Digamos que conozco a gente como ella. Pueden causar problemas. Tú no quieres meterte en problemas, ¿verdad?
—Nunca busco problemas —mintió Michelle.
—Buena chica —dijo él con condescendencia—. Mira, cualquier cosa que necesites, no dudes en pedírmela.
—¿Cualquier cosa como qué?
Barry pareció sorprendido por la pregunta, a la vez que divertido.
—Cualquier cosa quiere decir cualquier cosa. —Barry miró a su alrededor y se le acercó—. Quiero decir que aquí una tía buena como tú se siente muy sola.
—Nunca me siento tan sola —espetó antes de largarse. Sin duda Sandy no se había equivocado sobre el pie del que cojeaba.
Más tarde, ese mismo día, Horatio Barnes estaba sentado frente a Michelle.
—¿Hoy no hay grabadora? —observó ella.
Horatio se dio un golpecito en la cabeza.
—Hoy he tomado vitaminas y lo tengo todo aquí arriba. Por cierto, he hablado con tu hermano.
Michelle se inclinó hacia delante con expresión ansiosa.
—¿Qué le has contado?
—Lo suficiente para que hablara —dijo el psicólogo.
—¿Le has contado lo del bar?
—¿Por qué iba a contarle que fuiste a un bar para emborracharte y que, por casualidad, te enzarzaste en una pelea con el increíble Hulk?
—Deja de tocarme las pelotas, Barnes. ¿Se lo contaste?
—La verdad es que me interesaba más lo que pudiera decirme sobre ti. —Pasó unas páginas de la libreta—. Me dijo que eras una máquina, con energía ilimitada y un empuje que dejaba en ridículo al resto de la familia. Un huracán andante y parlante, fue su descripción. Seguro que lo ha dicho con mucho cariño.
—Bill es un exagerado.
—Creo que tiene toda la razón. Pero también añadió algo interesante —comentó Horatio.
—¿El qué?
—¿Te atreves a adivinarlo?
—Mira, ¿quién está haciendo jueguecitos ahora? ¡Suéltalo!
—Me dijo que cuando eras pequeña eras la niña más ordenada del mundo. Cada cosa en su sitio. Que solían reírse de ti. Pero que un día, ¡patapam!, cambio total de personalidad.
—¿Y eso es tan importante? Se me pasó la obsesión. Ahora soy una dejada.
—Tienes razón; son cosas que pasan, pero no de repente a los seis años. Si te hubiera pasado en la adolescencia, no me habría extrañado lo más mínimo. Tenemos un cromosoma que se desbarata a los trece años. Nos ordena vivir rodeados de mierda mientras soportamos todas las amenazas imaginables de nuestros padres para que limpiemos.
—Fue hace mucho tiempo. ¿Qué más da?
—Para nuestros propósitos —reflexionó el psicólogo— el intervalo de tiempo no importa demasiado. Lo que sí importa es lo que te pasaba por la cabeza en aquella época.
—¿Sabes? No hemos llegado a hablar de mi relación con un hombre que mató a varias personas. No soy psiquiatra, pero ¿no te parece que eso podría tener cierta relación con el motivo por el que estoy hecha polvo?
—De acuerdo, hablemos de él.
Michelle se recostó en el asiento y empezó a masajearse los muslos con los puños.
—La verdad es que no hay gran cosa que contar. Era guapo y amable, artista consumado y atleta increíble con una historia interesante. Me hacía sentir bien conmigo misma. Se llevaba mal con su mujer e intentaba superarlo —dijo—. De hecho, lo único malo de él era que resultó ser asesino múltiple.
—¿Y te cuesta creer que un hombre de esa calaña te engañara tan fácilmente?
—Resulta que nunca me había pasado algo así.
—Debes tener en cuenta que los asesinos en serie tienen fama de ser grandes impostores; forma parte del perfil psicológico que los convierte en quienes son y les permite aprovecharse de sus víctimas gracias a ello. Ted Bundy suele considerarse el máximo exponente de esta teoría.
—Vaya, gracias, ahora me siento mucho mejor.
—¿Y por ese incidente tiras por la borda años de éxitos profesionales y buen olfato? ¿Te parece razonable?
—Me da igual que sea razonable o no, yo me siento como me siento —dijo Michelle.
—¿Crees que lo amabas?
Michelle reflexionó al respecto.
—Creo que podría haberlo querido con el tiempo. Y cada vez que lo pienso, me entran ganas de cortarme las venas. El cabrón intentó matarme y lo habría conseguido si Sean no hubiera estado allí.
—Sean acudió al rescate. De lo cual, sin duda, estuviste muy agradecida.
—Por supuesto que sí.
—Tengo entendido que, mientras tú tenías esa relación, Sean salía con una mujer, ¿no? —dijo Horatio.
—Ya es mayorcito, puede hacer lo que le dé la gana —respondió Michelle con apatía.
—Por lo que me ha dicho, su relación también resultó ser un gran error.
—No me digas…
—¿Crees que Sean es un hombre listo?
—Uno de los más listos que conozco —concedió Michelle.
—Pero a él también lo engañaron.
—Pero él se dio cuenta; yo en cambio estaba en las nubes.
—¿Cómo te sentías con respecto a la relación de Sean con esa mujer? —preguntó Horatio.
—Ya he dicho que es mayorcito.
—No es eso lo que te he preguntado, Michelle.
—Me sentó mal, ¿vale? —soltó ella—. ¿Estás contento?
—¿Mal porque la prefirió a ella en vez de a ti?
Michelle entornó los ojos.
—Tener tacto no es una de tus principales virtudes, ¿verdad que no?
—Supongamos que no. Pero ¿eso es lo que tú sentías?
—Creo que sentía que él estaba haciendo el ridículo.
—¿Porqué?
—Era una arpía. Estaba desesperada por echarle el guante. Y ella también era una asesina, aunque nunca pudimos demostrarlo.
—O sea, ¿que sospechaste que era una asesina en la época en que salía con Sean?
Michelle vaciló.
—No, no lo sospeché. Tenía algo que no me gustaba.
—O sea que tu instinto te dio la razón.
Michelle se recostó en el asiento.
—Supongo que sí. La verdad es que nunca me lo he planteado.
—Pues por eso estoy aquí, para ayudarte a pensar en esas cosas. Y los pacientes suelen intervenir en el proceso de curación quizá sin percatarse.
—¿Cómo es eso? —preguntó Michelle.
—Igual que cuando fuiste a ese bar. Una parte de ti buscaba alguien a quien hacer daño, quizás incluso matar. Pero otra parte de ti buscaba a alguien que te castigara, te matara. La consecuencia fue que te llevaste una buena paliza pero no moriste, y creo que realmente no tenías intención de hacerlo.
—¿Cómo es que estás tan seguro? —preguntó ella con tono burlón.
—Porque las personas que realmente quieren morirse emplean métodos que son básicamente infalibles. —Indicó las posibilidades con los dedos—. Un disparo en la cabeza, ahorcarse, meter la cabeza en el horno con el gas encendido o ingestión de veneno. Esas personas no quieren ayuda, quieren morir y casi siempre lo consiguen. Tú no te moriste porque no lo deseabas realmente.
—Supongamos que tienes razón, ¿y ahora qué?
—Ahora quiero hablar de Michelle Maxwell cuando tenía seis años.
—¡Vete a la mierda! —Michelle salió enfadada de la habitación y dio un portazo.
Horatio puso el tapón del bolígrafo y sonrió satisfecho.
—Por fin vamos por buen camino.