A Sean no le quedaba más remedio que reconocer que la mujer tenía buen aspecto. Bueno y letal. El peinado y el maquillaje, inmaculados. El vestido, corto y ceñido; los tacones, altos y finos, que dejaban su cuerpo menudo a sólo veinte centímetros de su casi metro noventa. Tenía las piernas esbeltas y bien contorneadas; el pecho, voluminoso pero suave y natural, lo sabía por experiencia. Sí, estaba muy bien, de hecho mejor que bien, impresionante, en realidad. Pero no sentía absolutamente nada por ella.
Joan Dillinger pareció intuirlo y rápidamente le hizo una seña para que se sentara en un sillón. Ella se sentó en una silla a su lado y sirvió café.
—Hace tiempo que no nos veíamos —dijo Joan con simpatía—. ¿Has pillado a algún otro asesino múltiple?
—Esta semana no —repuso, intentando esbozar una sonrisa mientras se ponía azúcar en el café.
—¿Qué tal está esa chiquilla repugnante con la que te liaste? ¿Mildred, no?
—Se llama Michelle —respondió—. Y está bien, gracias por preguntar.
—¿Y seguís trabajando juntos?
—Sí.
—Pues debe de ser muy buena con las intrigas y el misterio, porque ahora mismo no la veo.
Sean empezó a sospechar. ¿Acaso Joan se había enterado de lo que le había ocurrido a Michelle? Sin duda habría encajado con su personalidad controladora.
—Hoy está ocupada —dijo Sean como si nada—. Como te he contado por teléfono, acabamos de mudarnos otra vez aquí y me preguntaba si tenías algo de trabajo para pasarnos como free lance.
Joan dejó el café, se levantó y empezó a caminar por la estancia. Sean no acababa de entender por qué lo hacía, pero quizá fuera para alardear de cuerpo un poco más. Joan Dillinger era una mujer compleja que podía llegar a ser de lo más transparente en cuestiones relacionadas con el sexo o las relaciones personales. De hecho, tenía la clara sospecha de que utilizaba lo primero como sustituto de lo segundo.
—A ver si me queda claro. ¿Quieres que te pase algo de trabajo free lance aunque dispongo de una empresa entera de investigadores curtidos para encargarse de cualquier asunto que se me presente? ¿Y cuánto tiempo hace que no sé nada de ti? ¿Más de un año?
—Parecía más adecuado guardar las distancias —dijo Sean.
Joan endureció la expresión.
—No me estás poniendo las cosas fáciles para que te ayude, Sean.
—Si no tienes nada, ¿por qué me has hecho venir?
Joan se sentó al borde del escritorio y cruzó las piernas.
—No sé. A lo mejor es que me gusta mirarte.
Sean se levantó y se acercó a ella.
—Joan, de verdad que necesito trabajo. Si no tienes nada que pasarme, vale. No te entretendré más. —Sean dejó el café y se giró para marcharse.
Entonces, Joan lo agarró del brazo.
—Espera, grandullón. Tienes que dejar que las chicas se hagan rogar. Es lo mínimo. —Joan se sentó tras el escritorio en plan profesional mientras le tendía un contrato legal—. Dedica unos minutos a leer esto. Al fin y al cabo sé que eres abogado.
—¿Cuánto es la compensación?
—Tarifa estándar para este tipo de trabajo, dietas razonables por los gastos y una buena prima si lo resuelves. —Lo repasó con la mirada—. Te veo más delgado.
—He hecho régimen —dijo con aire distraído mientras leía el contrato. Lo firmó y se lo devolvió—. ¿Me enseñas el caso?
—¿Qué te parece si te invito a almorzar y lo hablamos? Tengo unas cuantas ideas y tú tienes que firmar otros documentos. Tu socia tendrá que firmarlos también.
Sean se puso tenso.
—Bueno, la cuestión es que no trabajará conmigo en este caso.
Joan dio golpecitos con el boli en el cartapacio.
—¿Está liada con otra cosa nuestra querida Mildred?
—Sí, Michelle está con otra cosa.
Mientras comían en Morton’s Stakehouse hablaron del caso, aunque Sean estaba más centrado en la comida.
—Ya no estás a régimen, ¿no? —comentó Joan al ver la voracidad con la que comía.
Sean se rio avergonzado.
—Supongo que estaba más hambriento de lo que pensaba.
—Ojalá fuera verdad —repuso ella sardónicamente—. Bueno, este es el caso. A lo mejor acaba resultando todo un reto. Una muerte sospechosa. El hombre se llama Monk Turing. Lo encontraron en una finca propiedad de la CIA cerca de Williamsburg, Virginia. Homicidio o suicidio. Tienes que averiguar de qué se trata, por qué y, si fue un homicidio, quién lo mató.
—¿Turing trabajaba para la CIA?
—No. ¿Has oído hablar alguna vez de un lugar llamado Babbage Town?
Sean meneó la cabeza.
—¿Qué es?
—Me lo han descrito como una especie de lugar de encuentro de cerebros cuyas aplicaciones comerciales son potencialmente inmensas. Turing trabajaba allí de físico. Dado que la CIA está implicada y el FBI investiga el homicidio porque se produjo en una propiedad federal, se trata de un asunto delicado. Aquí tengo a unos cuantos veteranos que podrían hacer el trabajo, pero no estoy convencida de que sean tan buenos como tú.
—Gracias por el voto de confianza —dijo Sean—. ¿Quién es nuestro cliente?
—La gente de Babbage Town.
—¿Y quiénes son?
—Tendrás que averiguarlo también —dijo Joan—. Si puedes. ¿Aceptas?
—¿Has hablado de una prima?
Joan sonrió y le dio una palmadita en la mano.
—¿Te refieres a una prima en efectivo o a servicios profesionales?
—Empecemos por el dinero.
—Nuestra política es dividir la prima con los agentes de campo principales en una proporción de sesenta/cuarenta. —Ladeó la cabeza—. Lo mismo que la última vez, Sean. Lo que pasa es que te negaste a aceptar el dinero al que tenías todo el derecho y permitiste que me lo quedara. La verdad es que nunca he entendido por qué lo hiciste.
—Digamos que me pareció que era mejor para los dos. ¿No dijiste que ibas a emplear ese dinero para retirarte?
—Desgraciadamente me descontrolé con los gastos. Así que sigo al pie del cañón.
—O sea que, si resolvemos este caso, ¿cuánto me toca más o menos?
—Es difícil saberlo porque depende de distintas variables. Pero por supuesto será una buena tajada. —Lo miró de arriba abajo—. Imagino que dejarás de estar tan delgado. —Sean se recostó en el asiento y tomó otro bocado de puré de patatas—. Entonces, ¿te interesa? —preguntó Joan.
Sean tomó el voluminoso expediente.
—Gracias por la comida y gracias por el trabajo.
—Me encargaré de los preparativos para el viaje. ¿En un par de días te parece bien?
—De acuerdo. Necesitaré algún tiempo para zanjar algunos asuntos.
—¿Como despedirte de Mildred?
Antes de que tuviera tiempo de responder, Joan le entregó un sobre. Sean la miró con expresión inquisidora.
—Un adelanto de las dietas. Supongo que lo necesitas.
Sean contempló el cheque antes de guardárselo en el bolsillo.
—Te debo una, Joan.
«Espero que sea verdad», se dijo ella mientras Sean se marchaba.