Al caer la tarde, Sean se sentó con Michelle en el motel.
—Mira —empezó a decirle—. El tío al que diste una paliza ha presentado una denuncia por agresión. Puedo conseguir que la retire sin que tengas que ir a juicio, pero sé que el juez va a pedirte algo a cambio.
Michelle estaba acurrucada delante de él.
—¿Como qué?
—Tratamiento psiquiátrico. Horatio conoce un sitio al que podrías ir.
Michelle lo miró de hito en hito y preguntó:
—¿Piensas que estoy loca?
—Lo que yo pienso no importa. Si quieres que te juzguen por agresión y pasarte algún tiempo en otro tipo de centro, adelante. Pero si aceptas voluntariamente el ingreso, los cargos se retiran. Es un acuerdo conseguido mediante soborno. —Rezó para sus adentros para que Michelle nunca llegara a enterarse de que todo eso era una sarta de mentiras.
Por suerte, Michelle aceptó ingresar en el centro. También firmó una autorización para que informaran a Sean de su tratamiento y progresos. Ahora lo único que Horatio Barnes tenía que hacer era utilizar su varita mágica de psicólogo.
—Pero no esperes milagros de un día para otro —le advirtió el psicólogo a Sean al día siguiente en una cafetería—. Estas cosas son lentas. Y ella tiene una personalidad frágil.
—Nunca pensé que fuera frágil.
—Por fuera no, pero por dentro me parece que la dinámica es totalmente distinta. Tiene una personalidad competitiva clásica, con instintos claramente obsesivos. Me dijo que hacía deporte varias horas al día. ¿Es verdad?
Sean asintió.
—Una costumbre de lo más molesta, pero ahora la verdad es que la echo de menos.
—¿Está también obsesionada por el orden? Lo cierto es que no quiso decirme nada al respecto.
Sean estuvo a punto de escupir el café que tenía en la boca.
—No me harías esa pregunta si hubieras visto alguna vez cómo tiene el coche por dentro. Es de lo más dejada y no hace más que amontonar trastos.
—¿Y es la menor de cinco hermanos y la única chica?
—Sí —dijo Sean—. Y su padre era jefe de policía en Tennessee y todos sus hermanos son policías.
—Es difícil estar a la altura de esas circunstancias. Quizá demasiado. Si yo fuera de la familia me habrían detenido unas veinte veces antes de acabar la carrera.
Sean sonrió.
—¿Eras delincuente habitual o qué?
—Oye, tío, eran los años sesenta —dijo Horatio—. Todos los menores de treinta éramos delincuentes habituales.
—Todavía no me he puesto en contacto con sus padres. No quería que se enteraran de esto.
—¿Dónde están?
—Sus padres están en Hawai pasando una segunda luna de miel. Hablé con su hermano mayor, Bill Maxwell. Es policía estatal en Florida. Le conté parte de lo ocurrido. Quería venir, pero le dije que esperara un poco. ¿Se pondrá mejor? —preguntó Sean, bruscamente.
—Sé lo que quieres oír, pero en realidad depende de ella.
Más tarde ese mismo día, Sean visitó a Michelle en la habitación de la clínica. Llevaba unos vaqueros, zapatillas de deporte, una sudadera holgada y el pelo recogido en una cola de caballo.
Se sentó en una silla delante de ella y le tomó la mano.
—Te pondrás mejor. Estás en el sitio adecuado para ponerte mejor.
Quizá se equivocara, pero le pareció que le apretaba la mano a modo de respuesta. Él inmediatamente le devolvió el apretón.
Esa noche, Sean fue a un cajero automático y casi le entró la risa al ver el saldo de la cuenta. Las primeras facturas de la clínica privada eran exorbitantes y, por desgracia, el seguro de Michelle no las cubría. Ya había extraído dinero de su plan de pensiones y cobrado una vieja póliza de seguros, pero no había trabajado ni un solo día desde que Michelle acabara apaleada y ahora se encontraba en una situación crítica.
Probó con todos sus contactos, pero nadie tenía nada que ofrecerle. Los trabajos de investigador más lucrativos de Washington exigían autorizaciones de seguridad de alto nivel de las que Sean había dispuesto pero que ya no tenía. Y conseguirlas de nuevo era un proceso muy lento. Se ciñó el cinturón un poco más y siguió telefoneando y llamando a puertas.
Al final, cuando se le agotaron las opciones, decidió hacer algo que se había prometido no hacer jamás. Llamó a Joan Dillinger, exagente del Servicio Secreto y actual vicepresidenta de una gran empresa de investigación privada. Por desgracia, también era su examante.
Joan respondió a la llamada.
—Por supuesto, Sean. Quedemos mañana para almorzar. Estoy convencida de que encontraremos algo para hacer juntos tú y yo.
Colgó el teléfono y miró por la ventana de la cutre habitación de motel que ya ni siquiera podía costearse.
—Me temía que iba a decir eso —farfulló.