En general, se considera que existen cuatro formas de pasar a mejor vida: morir por causas naturales, incluyendo las enfermedades; morir en un accidente; morir por obra de otra persona, o morir por decisión propia. Sin embargo, los habitantes de Washington D. C. tienen una quinta posibilidad para irse al otro barrio: la muerte política. Puede sobrevenir a raíz de diferentes circunstancias: retozar en una fuente pública con una bailarina de striptease que no sea la propia esposa; embolsarse fajos de billetes en los pantalones sin saber que quien paga pertenece ni más ni menos que al FBI, o encubrir un robo chapucero siendo el inquilino de la Casa Blanca.
Michelle Maxwell recorría con paso impetuoso la calzada de la capital de la nación, pero, como no se dedicaba a la política, esa quinta posibilidad de muerte no la afectaba. De hecho, había decidido con firmeza emborracharse para olvidar parte de sus recuerdos a la mañana siguiente. Quería olvidar muchas cosas, se sentía obligada a hacerlo.
Michelle cruzó la calle, empujó la puerta del bar, que lucía impactos de bala, y entró. La asaltó una gran cantidad de humo que, en parte, era de cigarrillos. Los otros aromas eran emanaciones de sustancias que mantenían a la DEA, el departamento estadounidense antidroga, alerta y ocupado.
La música ensordecedora ahogaba cualquier otro sonido y seguro que en pocos años proporcionaría un negocio bien lucrativo a todo un ejército de otorrinos. Mientras los vasos y las botellas tintineaban, un trío de mujeres actuaba mecánicamente en la pista de baile. Entretanto, un par de camareras hacían malabarismos con las bandejas y los malos modales, dispuestas en todo momento a dar un tortazo a quien intentara tocarles el culo.
La clientela del bar se fijó enseguida en Michelle, la única mujer blanca del local esa noche, y probablemente cualquier otra. Ella les dedicó una mirada suficientemente desafiante como para que volvieran a centrarse en sus bebidas y conversaciones. Esa situación podía cambiar porque Michelle Maxwell era alta y muy atractiva. Lo que no sabían los demás era que podía resultar tan peligrosa como una terrorista suicida y que buscaba cualquier excusa para partirle la boca de una patada a quien fuera.
Michelle encontró una mesa esquinera al fondo y se acomodó en el exiguo espacio a saborear lentamente la primera bebida de la noche. Una hora después y con muchas copas en el cuerpo, la ira empezó a embargarla. Daba la impresión de que las pupilas se le iban secando y endureciendo, mientras que el resto del globo ocular adoptaba el tono rojo de la sangre. Alzó un dedo cuando pasó la camarera, que sació su sed por última vez. En esos momentos lo único que Michelle deseaba era un blanco para descargar la cólera que se había apoderado de cada centímetro de su ser.
Tragó la última gota de alcohol, se puso en pie y se apartó la melena oscura de la cara. Michelle escudriñó el local en busca del afortunado. Se trataba de una técnica que el Servicio Secreto le había enseñado de forma machacona, hasta que ese instinto de observación se había convertido en la única forma de mirar a alguien o algo.
Michelle no tardó demasiado en encontrar al hombre de su pesadilla hecho realidad. Le sacaba una cabeza a todos los demás. Una cabeza marrón chocolate, calva y de una lisura hermosa, con una hilera de aros de oro en cada uno de los gruesos lóbulos de la oreja. Tenía una espalda imponente. Vestía unos pantalones holgados de camuflaje, botas militares negras y una camiseta verde del ejército que le permitía lucir los músculos nudosos de los brazos. Estaba tomándose una cerveza, moviendo la enorme cabeza al ritmo de la música, siguiendo con los labios las letras indecentes cuyo significado era imposible discernir. No cabía la menor duda de que aquel era su hombre.
Michelle apartó a un tipo que se le colocó delante, se acercó a la montaña viviente y le dio un golpecito en el hombro. Le pareció estar tocando un bloque de granito; le iba perfecto. Esa noche Michelle Maxwell iba a matar a un hombre. A ese hombre, de hecho.
Él se giró, se quitó el cigarrillo de los labios y dio un sorbo a la cerveza, cuya jarra quedaba prácticamente oculta en su mano de oso.
«El tamaño sí importa», se recordó Michelle.
—¿Qué pasa, nena? —preguntó él mientras exhalaba una voluta de humo hacia el techo y apartaba la mirada de ella.
«Mal hecho, guapo.» Michelle le propinó un puntapié directo a la mandíbula y él se tambaleó hacia atrás y derribó a dos hombres menos fornidos. Tenía la mandíbula tan dura que Michelle notó el dolor del impacto desde la punta del pie hasta la pelvis.
Él le lanzó la jarra y falló, pero la contundente patada directa de ella no lo hizo. El gigante se agachó porque le faltaba aire. Acto seguido, Michelle le propinó un despiadado puntapié en la cabeza, tan fuerte que casi oyó cómo le crujían las vértebras por encima de la música apocalíptica. Cayó hacia atrás con una mano pegada a la cabeza ensangrentada y los ojos abiertos como platos por el pánico que le infundían el poderío brutal, la velocidad y la precisión de su atacante.
Michelle observó con toda tranquilidad los dos lados del cuello grueso y tembloroso del individuo. ¿Dónde podía golpear a continuación? ¿La trémula yugular? ¿La carótida gruesa como un lápiz? ¿O tal vez el tórax para producirle un paro cardiaco fatal? No obstante, el hombre no parecía tener muchas ganas de pelea.
«Venga ya, grandullón, no me decepciones. He venido desde muy lejos», pensó.
La gente había despejado la zona, menos una mujer que salió disparada de la pista de baile gritando el mote de su hombre. Dirigió un puño regordete a la cabeza de Michelle, quien esquivó el golpe hábilmente, la agarró por el brazo, se lo retorció en la espalda y le dio un empujón. La mujer cayó hacia atrás y derribó una mesa y a dos clientes que se encontraban allí sentados.
Michelle se giró para enfrentarse al novio, que estaba agachado jadeando y agarrándose la tripa. De repente la embistió. Michelle detuvo la arremetida con una patada demoledora en la cara, seguida de un codazo que le machacó las costillas. Culminó el contraataque con una patada lateral de alta precisión que le partió un buen trozo del cartílago de la rodilla izquierda. El hombretón, gritando de dolor, se desplomó en el suelo. La pelea se había convertido en una carnicería. Los espectadores silenciosos dieron un paso atrás de forma colectiva, incapaces de creer que David le estuviera dando una paliza de muerte a Goliat.
El camarero ya había llamado a la policía. En un local como ese, el 911 era el único número de marcación rápida aparte del del abogado. De todos modos, tal como pintaba la situación, era poco probable que llegaran a tiempo.
El grandullón consiguió ponerse en pie con la pierna sana, aunque tenía la cara ensangrentada. El odio que despedía su mirada resultaba de lo más elocuente: una de dos, o Michelle lo mataba o él la mataría a ella.
Michelle había visto esa misma expresión en los rostros de todos los hijos de puta cuyo ego había machacado, y la lista era increíblemente larga. Pero se trataba de la primera vez que era ella quien empezaba la pelea. Normalmente se producían cuando un mamón corto de entendederas intentaba ligársela y no captaba las indirectas que ella le dedicaba. Entonces se plantaba para defenderse y los hombres caían como moscas con la huella de la bota de Michelle en sus cabezas de chorlito.
La navaja salida del bolsillo trasero del gigante rozó a Michelle. La decepcionaron el arma elegida y la debilidad del golpe. Mandó la navaja por los aires con una patada precisa que le rompió el dedo al hombre.
Fue retrocediendo hasta que tocó la barra con la espalda. En esos momentos no parecía tan corpulento. Michelle era tan rápida y hábil que la mayor envergadura y musculatura del hombre resultaban inútiles.
Michelle sabía que podía matarlo con un golpe más: la columna partida, una arteria reventada, cualquiera de esas dos opciones bastaba para mandarlo al otro barrio. Y a juzgar por su expresión, él era perfectamente consciente de ello. Sí, Michelle podía matarlo y quizás así derrotar los demonios de su interior.
Y entonces en el cerebro de Michelle se activó algo tan fuerte que estuvo a punto de hacerle depositar todo el alcohol consumido en el suelo rayado. Quizá por primera vez en muchos años veía las cosas como había que verlas. Fue sorprendente lo rápido que tomó la decisión. Y cuando la hubo tomado, no se lo pensó dos veces. Recuperó lo que había dominado su vida: Michelle Maxwell actuaba movida por el impulso.
El hombre le lanzó un puñetazo desganado y Michelle lo esquivó con facilidad. Entonces se dispuso a darle otra patada, esta vez en la entrepierna, pero él consiguió agarrarle el muslo con su mano enorme. Alentado por haber sido capaz de capturar a su esquiva presa, la levantó y la arrojó por encima de la barra, a un estante de botellas de vino y licores. La multitud, encantada con el nuevo rumbo que había tomado la situación, empezó a canturrear: «Mátala, mátala.»
El camarero gritó enojado al ver las existencias derramadas por el suelo, pero se calló cuando el grandullón se acercó a la barra y lo tumbó con un puñetazo perverso de abajo arriba. Acto seguido levantó a Michelle y le golpeó dos veces la cabeza contra el espejo que colgaba encima de las botellas derribadas e hizo añicos el cristal y quizá también el cráneo de ella. Encolerizado, le dio un fuerte rodillazo en el vientre y luego la arrojó hacia la multitud situada al otro lado de la barra. Michelle aterrizó en el suelo y se quedó ahí tirada con el rostro ensangrentado y el cuerpo tembloroso.
La multitud retrocedió de un salto cuando las enormes botas del 46 del hombre aterrizaron junto a la cabeza de Michelle. La agarró por el pelo y la levantó tal cual, como si fuera un yoyó. Observó el cuerpo postrado de Michelle como si estuviera decidiendo dónde asestarle el siguiente golpe.
—¡En la cara. En la puta cara, Rodney! Déjasela hecha un cromo —gritó su mujer, que se había levantado del suelo e intentaba quitarse del vestido las manchas de cerveza, vino y porquerías varias.
Rodney asintió y echó el formidable puño hacia atrás.
—¡En la puta cara, Rodney! —volvió a gritar su mujer.
—¡Mátala! —aulló la multitud con un poco menos de entusiasmo, porque presentía que la pelea estaba a punto de acabar y podía volver a beber y a fumar.
Michelle movió el brazo tan rápido que Rodney pareció no darse cuenta de que lo había golpeado en el riñon hasta que el cerebro le comunicó que sentía un dolor atroz. El grito de furia que profirió ahogó la música que seguía retumbando en el bar. Acto seguido, él le golpeó la cabeza, le hizo saltar un diente y luego volvió a golpearla de tal forma que le salía sangre por la nariz y por la boca a borbotones. El grandullón de Rodney iba a abalanzarse sobre su presa de nuevo cuando los agentes de policía derribaron la puerta, pistola en mano, en busca de cualquier motivo para empezar a disparar.
Michelle ni siquiera se dio cuenta de que entraban, le salvaban la vida y luego la detenían. Justo después de encajar el segundo golpe había empezado a perder la consciencia y no parecía tener intención de recuperarla.
Antes de desmayarse por completo, Michelle tuvo un último pensamiento bien sencillo: «Adiós, Sean.»