Sin se apoyó en el mueble bar para estudiar el plano en silencio mientras Kat y Damien tomaban notas a su lado. Seguro que había algún modo de arreglar las cosas sin que murieran todos.
Eso sí, ¡ni zorra idea de cuál era!
Por muchas vueltas que le diera a la situación, solo veía un baño de sangre. Lo presentía. Todos los escenarios, todos los planes que se le ocurrían acababan con ellos convertidos en merienda.
Seguro que se le estaba escapando algo…
Ladeó la cabeza cuando se le ocurrió algo nuevo. Miró el plano con el ceño fruncido y se acercó al darse cuenta de lo que había pasado por alto.
—¿Dónde está la cerradura?
Kat levantó la vista de la libreta.
—¿Qué cerradura?
—El mecanismo, una especie de temporizador, que hay que detener para que las Dimme sigan encerradas. Zakar lo detuvo la última vez. Debería estar cerca de ellas, en una cadena, pero no la veo.
Kat se levantó para examinar el plano.
—¿Cómo es la cerradura?
—Es sumeria.
Lo miró con sorna.
—No la veo.
—Esto sí que es una putada —dijo él—. Sin cerradura no podemos detenerlas.
Kat abrió los ojos como platos.
Y él notó que se le erizaba el vello de la nuca al sentir una presencia detrás. Se dio la vuelta, listo para la lucha, pero se encontró con Xypher, cuyo aspecto ponía de manifiesto que le habían dado una buena tunda.
—¿Qué te ha pasado?
El skoti resopló.
—Me han vuelto a confundir con un saco de boxeo. —Se limpió la sangre de los labios al tiempo que se acercaba al plano—. Tu hermano acaba de firmar su sentencia de muerte para sacarme del atolladero.
A Sin se le cayó el alma a los pies.
—¿Cómo?
Xypher asintió con la cabeza.
—Tenemos que sacarlo de ahí ahora mismo. Kessar tiene pensado ofrecérselo de sacrificio a las Dimme… Eso si no lo mata antes por haberme ayudado a escapar.
Por mucho que le doliera, una parte de su ser se alegraba de saber que no habían convertido a su hermano por completo. Todavía intentaba hacer lo correcto.
—Zakar también quería que te dijera que el Cetro está en la casa. Espero que tú sepas lo que significa, porque yo no tengo ni idea.
Meneó la cabeza mientras lo pensaba. No, él tampoco sabía… Al menos al principio.
—Un momento… El Cetro. —Dio media vuelta y se dirigió a su dormitorio.
Sabía que Kat lo seguía, pero no le prestó atención mientras abría el armario y la cámara de seguridad.
Sacó varios pergaminos de sus cajas y los extendió sobre la cama.
Kat hizo una mueca.
—¿Qué haces?
—¿Sabes leer sumerio?
—Lo tengo un poco oxidado, pero se me daba bien.
Le tendió un pergamino.
—Buscamos cualquier referencia al Cetro del Tiempo.
La oyó resoplar.
—El Cetro del Tiempo, la Luna Abandonada, la Estela del Destino… Mira que os gustan los nombrecitos rebuscados a los sumerios…
La miró con sorna.
—No me pidieron opinión cuando le pusieron los nombres.
—Me alegro, porque mi opinión sobre tu inteligencia habría disminuido bastante si lo hubieran hecho. —Se dejó caer sobre él con gesto juguetón antes de apartarlo de un empujoncito.
Sin contuvo el impulso de echarse a reír y señaló el escritorio con un gesto de la barbilla.
—Mueve el culo y empieza a leer antes de que te dé con mi Cetro del Tiempo.
Kat le lanzó una mirada picarona.
—Se me ocurren mejores cosas que hacer con tu cetro, guapo.
—¡Por todos los dioses, pero qué bajo hemos caído! —exclamó él con un gemido—. Me rindo. Me retiro antes de que pierda todas las neuronas.
—Vale, chuparrisas. Me llevaré mi pergamino para jugar yo solita.
—¿Chuparrisas? ¿De qué estás hablando?
—Pues eso, que chupas las risas como un vampiro chuparía la sangre.
Meneó la cabeza al escucharla.
—Tienes un vocabulario interesantísimo.
—Sí, pero no me negarás que es muy creativo. A diferencia de ese Cetro del Tiempo tan original.
Decidió no hacerle caso y extendió el primer pergamino, que procedió a leer.
Xypher también se unió en la búsqueda de alguna referencia. El tiempo pareció eternizarse mientras leían sin encontrar ninguna pista. Se le había olvidado lo retorcidos y aburridos que podían ser sus compatriotas.
¡Joder, lo que podría haber hecho un buen editor con las historia de Gilgamesh…!, pensó.
Estaba a punto de darse por vencido cuando Xypher levantó la vista del pergamino que estaba leyendo.
—Lo tengo. —Lo sostuvo en alto para enseñarles la imagen del Cetro. Parecía una daga de hoja curva.
Le quitó el pergamino de las manos para observarlo de cerca. Recordaba vagamente haber visto ese objeto.
—Ahora la pregunta es: ¿en qué casa la dejó?
Xypher se encogió de hombros.
—Dijo que tú lo sabrías.
Y en ese instante lo comprendió. Era una genialidad, y también el único lugar al que se habría referido Zakar.
—La tumba de Ishtar.
Kat se quedó blanca.
—¿Cómo dices?
Sin dejó el pergamino a un lado, descompuesto por la idea de tener que volver a ese lugar.
—Es el único lugar seguro. A ningún gallu se le ocurriría ir allí y además está escondida… Ni el arqueólogo más persistente podría encontrarla. Zakar debió de ocultar el Cetro allí después de encerrar a las Dimme. Es el único lugar que tiene sentido —dijo, retrocediendo con la intención de marcharse.
—Espera —dijo Kat al tiempo que le cogía la mano—. Voy contigo.
Meneó la cabeza.
—Kat… —replicó, conmovido y a la vez preocupado por su expresión seria y decidida.
—No te conviene ir solo.
Habría rebatido su opinión, pero sabía que estaba en lo cierto. Ese era el último lugar al que querría ir sin ella.
—Gracias.
La cogió de la mano y entrelazó sus dedos.
Kat inclinó la cabeza antes de que él los teletransportara a la zona más recóndita del Sahara, en una gruta escondida bajo las dunas movedizas y protegida por un hechizo que jamás permitiría que los ojos de un mortal vieran su contenido.
Fue allí donde llevó a su hija para que reposara y donde Ishtar había dormido en paz, una paz que él había sido incapaz de encontrar. Al menos hasta que Kat entró en su vida y la puso patas arriba.
Kat titubeó cuando se materializaron en la oscura caverna. Escuchaba el sonido de los roedores y de los insectos al huir de los recién llegados. Se estremeció, deseando que no se acercaran.
Vio que Sin levantaba la mano por encima de su cabeza y hacía aparecer una antorcha para que iluminara sus pasos. El alivio la inundó al instante al no ver criaturas repugnantes, ni acercándose a ellos ni alejándose. Detestaba los insectos y los roedores con todas sus fuerzas.
Lo que la dejó alucinada fue la belleza del lugar. Las paredes que los rodeaban estaban cubiertas por frescos con niños jugando con el agua de las fuentes y de cervatillos corriendo por el bosque. De una fuente de oro macizo emplazada en un rincón le llegaba el borboteo incesante del agua. Había un cuervo a un lado y en el otro una niñita que se miraba en el agua para contemplar su propio reflejo.
—¡Qué preciosidad!
Sin tragó saliva y sintió el agónico dolor que lo consumía.
—A Ishtar le encantaba jugar en las fuentes y también con los animales cuando era pequeña.
Sin se detuvo junto a la imagen de una niña que tenía una mariposa en el hombro mientras le daba de comer a un cervatillo con una mano y a un chacal con la otra. Acto seguido, lo vio extender la mano sobre la niña con los ojos llenos de lágrimas.
—Un día, cuando tenía cuatro años, me la encontré así. Me miró con sus preciosos ojos azules y me dijo: «No te preocupes, papá, no voy a hacerles daño».
Lo abrazó y lo acunó con los ojos llenos de lágrimas, conmovida por su sufrimiento.
—¿No era tu hija de verdad?
—A mí me daba igual. Siempre la consideré hija mía en mi corazón.
—Lo sé.
Sin carraspeó y le pasó un brazo por los hombros.
—Nunca supe quién fue su verdadero padre. Ningal se negó a decírmelo. Y sus amantes se podían contar a cientos. Podría haber sido cualquiera.
Sin embargo, nunca había culpado a Ishtar. La había querido a pesar de todo, y eso hizo que ella lo quisiera todavía más.
—No sé por qué Ningal me odiaba tanto. Hice todo lo que estuvo en mi mano para que lo nuestro funcionara, pero era imposible complacerla. Era como si quisiera hacerme daño.
En ese momento Kat sintió un escalofrío al caer en la cuenta de algo. De hecho, tuvo que morderse la lengua para no decir lo que estaba pensando. Porque teniendo en cuenta lo que acababa de decirle, se preguntó si Ishtar no sería su hija después de todo. ¡Qué crueldad mentirle y decirle que no era el padre de su propia hija…!
Ningal no podía haber sido tan cruel. Pero allí, en brazos de Sin, supo la verdad. Ese habría sido el golpe definitivo y estaba convencida de que Ningal se lo había asestado con mucho gusto.
Sin se apartó de ella y enfiló una estrecha galería que conducía a otra estancia. En cuanto entró, las antorchas iluminaron el lugar. El fuego creó sombras en formas de niños que jugaban y cervatillos que corrían.
El esplendor la dejó boquiabierta. Las paredes estaban cubiertas de oro. Había esmeraldas y diamantes incrustados para formar la hierba sobre la que jugaban los niños. Y en el centro estaba el sarcófago con forma de templete. Era una preciosidad.
La tapa era una reproducción del rostro de Ishtar, con dos zafiros perfectos por ojos. Vio el parecido con Sin al instante. No se había equivocado con respecto a la maldad de Ningal, aunque seguía sin comprender cómo era posible que alguien fuese tan cruel. ¿Por qué se había ensañado Ningal de esa manera con la persona que debería haber sido lo más importante para ella? Era incomprensible.
Vio que Sin se detenía delante del sarcófago y que colocaba la mano sobre el rostro de Ishtar. Su agónica expresión la conmovió. La idea de abrir la tumba de su hija lo destrozaba.
Quería evitarle más dolor.
—¿Quieres que lo busque yo?
—No —se apresuró a responder él con voz grave—. Nunca le gustó que la tocaran los desconocidos. Era muy tímida. —Con expresión reservada cerró los ojos y apartó la tapa, que se sacudió ligeramente antes de moverse. El sonido de la piedra al deslizarse resonó por la caverna.
Se acercó a la tumba y jadeó al ver a Ishtar. Al ser una diosa, su cuerpo no se había descompuesto. Estaba tan perfecta como el día que murió. Con los ojos cerrados parecía estar dormida, y una parte de ella quería que se despertase y los mirara. Se preguntó si Sin estaría pensando lo mismo.
Ishtar llevaba una túnica escarlata, con el dobladillo adornado con rubíes que resaltaban su piel morena. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho y cubiertas por guantes de oro. Y bajo ellas estaba el Cetro del Destino. Tenía la forma de un cuervo y también estaba hecho de oro con incrustaciones de piedras preciosas.
Miró a Sin.
—Es preciosa.
—Lo sé. —Extendió el brazo para sacar el Cetro de debajo de las manos de Ishtar. En cuanto tocó la piel de su hija, una solitaria lágrima se le escapó por el rabillo del ojo—. La echo muchísimo de menos —susurró. Levantó la vista para mirarla—. No quiero verte así, Katra. ¿Lo comprendes?
Asintió con la cabeza, sin poder hablar por la emoción que la embargaba. Ella tampoco quería enterrarlo.
—Lo mismo digo, tío. Porque si te pasa algo, me voy a mosquear mucho.
Sin no volvió a hablar hasta que hubo cerrado el sarcófago y tuvo el Cetro en la mano.
—Tenemos la llave.
—Ahora nos hace falta la cerradura.
—Y un milagro.
Kessar estaba junto a la cerradura con Neti a su espalda. Alto, delgado y ataviado con un traje marrón, Neti había sido una de sus mejores conversiones. El que fuera guardián del Inframundo sumerio trabajaba para él, aunque lo mantenía separado del resto.
—Es retorcido, amo.
Cuánta razón llevaba el comentario. Era el amo y también era retorcido. Se echó a reír mientras se acariciaba el mentón. Había incrustado la cerradura que mantendría encerradas a las Dimme en el pecho de Zakar. La única manera de que Sin salvara el mundo sería matando a su gemelo.
Saboreó la imagen de Sin arrancándole el corazón a Zakar para salvar a la Humanidad.
Una imagen sublime que solo se vería superada si en el lugar de Zakar estuviera la mujer con la cerradura incrustada en el pecho. Pero eso habría sido una temeridad, porque su muerte podría echarles encima a un ejército de carontes.
No, eso era muchísimo mejor. Sería como matar a Sin, pero más doloroso todavía.
Dio un paso hacia delante y ladeó la cabeza mientras observaba a Zakar, que lloraba por el dolor de haberle abierto el pecho. La cadena que conducía a la tumba de las Dimme le salía por la espalda.
Sonrió al ver su sufrimiento.
—¿Cómo era ese dicho humano que aprendí anoche? Ah, sí. Unas veces estás arriba y otras, abajo. —Chasqueó la lengua—. Supongo que a ti te ha tocado estar abajo, ¿no?
Zakar temblaba de arriba abajo, pero levantó la cabeza para fulminarlo con la mirada.
—¡Vete a tomar por culo!
—No, gracias. Me gustan las mujeres. —Se apartó cuando Zakar intentó escupirle—. Los dioses os creéis tan superiores al resto… Pero lloráis, escupís y suplicáis clemencia como todo el mundo. Tenéis la misma dignidad que un vagabundo harapiento. —Lo agarró del pelo y tiró con fuerza—. Estoy impaciente por verte morir.
Zakar jadeó por culpa del dolor y eso lo puso a cien.
Kessar retrocedió un paso. Necesitaba pasar un rato con una mujer.
—Neti, no le quites el ojo de encima. Volveré enseguida para seguir jugando con él.
Sin y Katra acababan de regresar al ático cuando el Cetro comenzó a brillar. Un segundo después, una especie de terremoto sacudió el casino.
—¿¡Qué co…!? —exclamó Damien, que dejó la frase a medias al ver que varios cuadros se cayeron al suelo—. ¿Más pruebas nucleares?
Sin meneó la cabeza, consumido por un mal presagio.
—No, esto es distinto. —Miró a Kat para comprobar si ella sentía lo mismo.
—No sé qué ha sido —admitió ella, asustada—. Pero no me gusta ni un pelo.
Kish se apartó de la pared.
—A lo mejor es el terremoto que llevan siglos anunciando para Las Vegas.
—Es posible… —Pero el Cetro seguía brillando y había comenzado a emitir una especie de zumbido—. Algo no va bien.
De repente, un haz de luz brotó del Cetro e iluminó la zona situada frente a él. Una mujer alta y de pelo oscuro, ataviada con una antigua túnica marrón, apareció en el otro extremo del haz. No tenía la menor idea de quién era…
—El sello se ha debilitado —dijo la mujer en sumerio—. Las Dimme se liberarán en seis marcas. El portador del Cetro debe volver a sellar su tumba…
—¿Seis marcas? —dijo Damien—. ¿Qué coño es eso?
—Dos horas —respondieron Kat y él al unísono.
Kat lo miró.
—Creía que teníamos un par de semanas…
—Y yo —replicó él con voz gruñona—. Ha sucedido algo que ha acelerado la cuenta atrás.
Damien puso cara de payaso.
—¡Maravilloso! ¡Supercalifragilisticoespialidoso! ¡Qué día más estupendo!
Kat suspiró.
—Adiós a la planificación, ¿no?
Sin atravesó el plano que había creado Kat para coger la última espada que podría matar a los gallu sin dificultades.
—Tenemos que reunir a todos los que podamos.
Damien resopló.
—Esto… Jefe, siento aguarte la fiesta, pero creo que ya estamos todos aquí.
Esas palabras hicieron que mirara a Simi, Xirena, Damien, Kat, Kish y Xypher. Menuda panda de defensores. Pero eran lo único con lo que contaba el mundo.
—En ese caso vamos a tener que armarnos hasta los dientes.
Damien se santiguó.
—Dios te salve María, llena eres de gracia…
—¿Qué haces? —preguntó Kish—. No eres católico.
—Sí, pero ahora mismo me siento muy religioso y me ha parecido una buena idea.
Sin puso los ojos en blanco antes de mirar a Simi y a Xirena.
—Vosotras dos sois nuestros blindados. —Miró a los demás—. Tenemos que protegerlas para que no las sobrepasen y las aniquilen. Si las perdemos, nadie podrá ayudarnos.
Kat frunció el ceño.
—Espera. Tengo una idea… Empezad a coger armas sin mí. Vuelvo enseguida.
Abrió la boca para discutir con ella, pero antes de que pudiera hablar ya había desaparecido.
Kat se teletransportó al Olimpo, a la terraza de su madre. Por suerte, Aquerón estaba sentado allí, más aburrido que una ostra.
Su padre la miró con expresión gélida.
—¿Se han liberado ya las Dimme?
La pregunta la dejó pasmada.
—¿Cómo sabes…?
—He sentido la vibración. La misma que sentí la otra vez cuando estuvieron a punto de liberarse. Y la pregunta que te haces ahora mismo tiene que contestártela Artemisa. No puedo salir de aquí hasta que ella me deje.
Menuda mierda, pensó ella.
—Estás de broma.
—Nunca bromeo cuando se refiere a Artemisa. Le prometí que me sentaría aquí sin hacer nada, y aquí estoy. Como un perrito faldero muy grande. La verdad es que preferiría darme cabezazos con una valla electrificada… creo que sería igual de divertido.
—¿Dónde está? —le preguntó entre dientes.
—Sigue con su padre.
Echó la cabeza hacia atrás y soltó un taco mirando el techo. Detestaba tener que ir a ese lugar en concreto.
—Vale. Tú quédate aquí mientras yo voy a hablar con ella.
Aquerón se echó a reír.
—Buena suerte.
Se teletransportó justo fuera de la sala de recepción del templo de Zeus, donde los dioses se reunían para divertirse. Se mantuvo oculta entre las sombras mientras analizaba la situación. Apolo estaba a la derecha con Ares y Deméter mientras que Atenea estaba sentada con Afrodita y Niké. Hades estaba en un rincón con Perséfone y Zeus se reía de algo que había dicho Hermes.
Por suerte, Artemisa estaba sola, bebiendo de un cáliz con dos asas. La música flotaba en el aire mientras el resto de los dioses retozaban, bailaban y reían.
Con todo el sigilo del que fue capaz, se acercó a su madre, que dio un respingo al darse cuenta de su presencia.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Artemisa de malos modos.
—Tengo que hablar contigo.
Artemisa miró a su alrededor con nerviosismo.
—Es un mal momento.
No tienes ni idea, pensó ella.
—Es muy importante que hable contigo. Ahora.
—Katra…
—Por favor.
Su madre la fulminó con la mirada antes de apartarse de la mesa y conducirla a los jardines.
—¿Qué pasa?
—Necesito que liberes a Aquerón.
Artemisa soltó una carcajada antes de responder:
—No.
—Matisera, por favor. Las Dimme están a punto de liberarse, pero él podría ayudarme a disponer de más demonios carontes y…
—¿¡Te has vuelto loca!? —bramó su madre—. ¿Es que no has visto lo que pasa cuando los carontes andan sueltos? No, no lo has visto porque sigues viva. Son como una plaga de langostas con los dientes de una piraña. Es imposible detenerlos.
—Pero Aquerón podría controlarlos.
—Y también podría acabar muerto, y eso no lo permitiré nunca.
—¿Y yo qué?
—Estarás bien.
La respuesta la dejó alucinada, pero no pensaba echarse atrás.
—Necesito su ayuda.
Artemisa agitó la mano para restarle importancia al asunto.
—Deja a los humanos a su suerte, no te preocupes por ellos. Siempre podemos hacer más.
Y con eso, Artemisa regresó al banquete.
Se quedó allí boquiabierta. No daba crédito a lo que acababa de decir su madre. «Siempre podemos hacer más.»
¿Por qué le sorprendía? ¿Cómo era posible que hubiera esperado otra respuesta? Era de cajón que su madre no se levantaría un día convertida en la Madre Teresa de Calcuta.
Disgustada, se teletransportó de vuelta al ático de Sin, que la miró expectante.
Levantó la mano para que no dijera nada.
—Ni me preguntes.
—¿La respuesta típica de Artemisa?
—Te he dicho que ni me preguntes.
Con el alma en los pies, se acercó a las armas que Sin había dispuesto en su cama y cogió un pequeño arco con el que le habría encantado atravesar el pérfido corazón de su madre.
En cuanto lo levantó, un brillante haz de luz iluminó la habitación. Se giró, lista para enfrentarse a lo que fuera.
Pero vio a Deimos… y a otros quince Dolofoni.
Ni la aparición de su abuela la habría sorprendido más.
Sin retrocedió con expresión recelosa.
—¿A qué viene esto?
—Somos los refuerzos —explicó Deimos, taladrándola con esos ojos oscuros y fríos—. He escuchado lo que le dijiste a Artemisa… y su respuesta. No todos somos iguales.
Una de las mujeres sonrió.
—Además, luchar es lo que mejor se nos da.
Sin lo meditó un momento antes de tenderle la mano a Deimos.
—Bienvenido a la guerra.
Deimos inclinó la cabeza antes de estrecharle la mano.
—Para que conste, esto no significa que me caigas bien.
—Lo mismo digo.
Sin los guió hasta el plano de Kat para enseñarles la distribución de las cavernas, y en ese momento aparecieron D’Alerian, M’Adoc y M’Ordant. Su presencia la descolocó mucho más que la de Deimos.
—¿Tenéis sitio para tres más? —le preguntó M’Adoc a Sin.
—Claro —respondió él—. Siempre nos vendrá bien tener más madera para la pira.
Kish resopló.
—Yo también quiero que conste en acta que no ardo muy bien.
Xirena le alborotó el pelo.
—Créeme, humano, todos ardéis bien.
—Es verdad —añadió Simi—. Simi sabe tostarlos hasta que quedan extracrujientes.
Kish suspiró.
—Qué bonito…
Sin se desentendió de las pullas y repasó el plan.
—Las buenas noticias son que no tienen tiempo para reunir a todos los sacrificios humanos. Espero que ignoren que han acelerado la cuenta atrás.
Damien hizo una mueca.
—¿Qué pasa si lo han hecho a propósito?
—Seamos positivos, si no te importa —dijo Kat con la misma voz que pondría una maestra de guardería—. Finjamos que todos vamos a sobrevivir.
Kish sonrió.
—Estoy con Kat. Me gusta su plan. Mucho.
Después de fulminar con la mirada a su ayudante, Sin dio unas palmadas para llamar la atención de los presentes.
—Muy bien, chicos. Vamos a una fiesta en la que no nos quieren. ¿Sabe todo el mundo lo que tiene que hacer?
—No tengo ni idea —contestó Kish con voz cantarina—. Pero estoy seguro de que me espera el desmembramiento y la muerte, seguido todo de una lluvia de entrañas y piel arrancada.
—Así me gusta, con optimismo… —replicó Damien con una carcajada.
—A ver si te ríes tanto cuando te saquen a plena luz del día.
—Creo que podré soportarlo.
Damien dio un paso adelante, pero Sin lo detuvo.
—Vas a tener que quedarte atrás.
Damien lo fulminó con la mirada.
—¡Y una mierda!
—No —insistió él con determinación—. Kish tiene razón. Es de día. Y no estoy dispuesto a correr el riesgo.
Damien se negó a claudicar.
—Estaremos bajo tierra.
—Y haciendo un montón de agujeros en las galerías. Si alguien da en el sitio justo, la luz del sol entrará y tendremos a un Damien muy muerto.
Un tic nervioso apareció en el mentón del daimon, pero acabó cediendo.
—Vale, pero cuando te pateen el culo, recuerda que yo intenté salvártelo.
Sin le dio una palmada en la espalda antes de mirar a los miembros del equipo.
—Ojalá se me ocurriera un discurso que elevara la moral. Algo con lo que enviaros a la batalla, pero cuando os miro…
—Solo veo a gente que está a puntito de morir —concluyó Kish.
Kat soltó una carcajada.
—Eso lo resume todo. Pero si vamos a palmarla, al menos nos llevaremos a unos cuantos por delante. —Se acercó a él y le cogió la mano—. No estás solo, cariño.
Le devolvió el apretón.
—Gracias a todos por haber venido. Tal vez la Humanidad no esté al tanto, pero sé que os lo agradecen. Y ahora… a matar demonios.