Kat se materializó en la habitación de Simi para asegurarse de que los demonios estaban bien, sobre todo Simi. Ignoraba si tenía mucha amistad con Kytara, pero sabía por experiencia que Simi se tomaba la muerte de sus amigos bastante mal. Un detalle que debería haber tenido en cuenta antes de enviarla al Olimpo con el cuerpo de Kytara.
Sin embargo, tan pronto como la vio se dio cuenta de que se había preocupado en vano. Xirena había utilizado el servicio de habitaciones y las dos estaban dando buena cuenta de la comida.
—Las peleas dan mucha hambre —explicó Xirena entre bocado y bocado a una hamburguesa.
La explicación fue más que suficiente para ella, poco dispuesta a ahondar en el tema. Lo importante era que las dos estaban ocupadas y que Simi no parecía marcada por lo sucedido.
Las dejó que siguieran con lo suyo y se fue al ático de Sin. Lo encontró tendido en la cama, completamente vestido. Daba la sensación de que se había echado para descansar un momento, pero que el agotamiento lo había vencido. Se compadeció de él. Los dos últimos días habían sido un calvario.
Pobrecito.
Lo desnudó usando los pocos poderes que tenía para que estuviera más cómodo y se mordió el labio al verlo desnudo. El suyo era uno de los mejores cuerpos masculinos que había visto en la vida. Estaba para comérselo, desde los anchos hombros cubiertos de cicatrices hasta los marcados abdominales. Y le costó la misma vida no inclinarse para darle un bocadito en algún sitio. Sí… hacía honor a su nombre, era tan tentador como el pecado.
Contuvo una carcajada por el chiste tan malo que acababa de hacer antes de acariciarle el pelo, suave como la seda.
—¿Cómo te ha ido?
La pregunta, pronunciada con esa voz tan ronca, la sobresaltó.
—Creía que estabas dormido.
—Lo estaba hasta que me tocaste. —Bostezó y se giró para ponerse de espaldas.
Kat enarcó una ceja al ver que otra parte de su cuerpo también se había despertado.
—¿Estás seguro de que no eres Príapo?
Sin resopló, pero no hizo ademán alguno por taparse.
—Lo último que supe de ese imbécil es que estaba atrapado en un libro, condenado a ser un esclavo sexual para las mujeres. No, definitivamente no soy Príapo. Al parecer, solo soy capaz de satisfacer a una mujer en concreto —le dijo con una mirada muy elocuente.
La expresión de su rostro alentó sus esperanzas.
—¿Eso significa que me has perdonado?
Sin se mordió la lengua para no decir lo que pensaba: Ojalá pudiera seguir enfadado contigo. Tenía las palabras en la punta de la lengua, pero no se atrevió a pronunciarlas. Lo único que le hacía falta era que descubriese el poder que ejercía sobre él. Estaba seguro de que eso solo le daría otro disgusto, y de los gordos.
—Es posible —susurró mientras ella se inclinaba para darle un beso muy tierno en los labios.
—Lo de antes lo dije muy en serio. Nunca volveré a hacerte daño, Sin.
—Y yo quiero creerte. Sé que lo dijiste muy en serio, pero la experiencia no me ha enseñado a confiar en los demás.
Kat meneó la cabeza y comenzó a dejarle una lluvia de besos en el torso, en dirección descendente.
Sin contuvo el aliento, mareado por el roce abrasador de sus labios en la piel. No había nada mejor que tenerla a su lado, acariciándolo de esa forma. Por eso era tan peligrosa. Porque la deseaba con todas sus fuerzas, y cuando la gente deseaba algo con tanto afán, cometía errores muy estúpidos.
Pero, a pesar de saberlo, la miró hipnotizado mientras seguía descendiendo por su cuerpo. Cuando una de sus manos se cerró en torno a su miembro, supo que estaba perdido. Atrapado por los sentimientos que despertaba en él cuando hacían el amor.
Arqueó la espalda cuando lo tomó en la boca. Con el corazón desbocado, se incorporó un poco y le aferró la cabeza con las manos. Aunque en esos momentos estuviera en la gloria, no podía evitar preguntarse cuándo llegaría el infierno.
Todas las mujeres que habían pasado por su vida le habían enseñado alguna lección vital. Su madre, el odio. Su hija, el amor. Artemisa, la traición.
¿Qué le enseñaría Katra cuando todo hubiera acabado? Eso era lo que lo tenía aterrorizado. Le había entregado un trocito de su corazón que jamás le había entregado a nadie.
Y tenía el poder de destruirlo.
Kat gimió en cuanto probó su sabor y vio que la miraba con los ojos entrecerrados por el placer. Iba un poco a ciegas, pero como él parecía estar disfrutando, no le importó nada más. Quería que confiara en ella aunque no lo mereciera y quería compensarlo por lo que le había hecho.
Si es que había compensación posible.
El miedo a entregarse por completo a un hombre, a permitir que alguno se le acercara, había sido siempre una constante en su vida; y en ese instante se preguntó cómo era posible que Sin se hubiera ganado su corazón con tanta facilidad. ¿Qué tenía que la afectaba de esa manera tan poderosa, que le hacía desear hacer cualquier cosa con tal de complacerlo?
Era una locura, pero así eran las cosas. No podía negarlo. No podía negar la felicidad que sentía con algo tan simple como una sonrisa suya.
Su mirada la abrasó mientras la instaba a incorporarse para besarla en los labios. Acto seguido, rodó hasta dejarla de espaldas en el colchón y colocarse encima de ella. Percibía una especie de desesperación en él, un anhelo inexplicable.
Sin embargo, cuando la penetró solo percibió en él lo mismo que ella sentía: amor. Y fue increíble.
Hicieron el amor con frenesí. Kat le acarició la espalda mientras alzaba las caderas para recibir sus envites cada vez más hondo. El deseo que sentía por él parecía tan voraz como el suyo, y eso lo dejó pasmado. Sí, evidentemente había disfrutado de otras amantes mucho más experimentadas y de otras tan dispuestas que casi lo habían violado. No obstante, nada de eso se parecía a lo que había encontrado con Kat. Porque no eran dos personas que satisfacían una necesidad básica. Eran dos personas que se querían.
Ella lo quería. Eso le había dicho. Ninguna mujer se lo había dicho antes. Ninguna. Le resultaba muy difícil de asimilar, pero estaba desesperado por creerla.
Un sinfín de sueños que creía haber desterrado hacía siglos surgió de repente de algún lugar desconocido de su corazón, despertando en él una arrolladora oleada de ternura. Ansiaba tener un futuro con ella.
Una familia.
La idea lo sobresaltó hasta tal punto que salió de ella un instante. ¿Una familia? ¿En qué estaba pensando? Eso sería lo más absurdo del mundo.
No obstante, se preguntó cómo sería un hijo de ambos. ¿Rubio como su madre o moreno como él? ¿Sería un bebé con poderes? Aunque lo más importante era que sería parte de él y parte de ella.
¡Uf, parezco una vieja pensando en estas cosas!, se reprendió.
Antes de que se diera cuenta estaría haciendo mantelitos de ganchillo y recortando cupones de descuento.
O, peor aún, llevaría una bata rosa con zapatillas de andar por casa, de esas de pelito.
Kat notó que las caricias de Sin cambiaban y se volvían mucho más tiernas, cosa que la derritió. Lo besó con pasión mientras se hundía en ella. Eso era lo que quería. Lo que necesitaba. El amor era algo desconocido para ella hasta que Sin apareció en su vida y no se imaginaba sintiendo nada parecido por otro hombre.
Quería pasar la eternidad abrazándolo. Quería mantenerlo cerca y protegerlo de cualquiera que pudiera hacerle daño.
Sintió un cosquilleo al mismo tiempo que todos sus sentidos se agudizaban, y experimentó un orgasmo cegador. Echó la cabeza hacia atrás y gritó de placer. Sin siguió moviéndose un poco más, pero acabó acompañándola hasta el paraíso. Se desplomó sobre ella y la abrazó con fuerza. Sentía los fuertes latidos de su corazón en el pecho y el roce de su aliento en el cuello le hacía cosquillas.
—Creo que me has roto algo —le susurró ella al oído.
—¿Cómo dices?
—Es que no siento las piernas y no tengo ganas de salir de esta cama nunca más.
Sin soltó una carcajada.
—¿Puedo dormir aquí arriba?
—Mmmm, pues no. Esa posición es mía. Tú pesas mucho.
Lo escuchó jadear con fingida indignación.
—¿Que peso mucho? Por si no lo sabes…
—Mides dos metros. Y tus huesos ya de por sí pesan una tonelada.
—¿Y tú?
—Yo también peso, pero quiero estar arriba.
Sin le mordisqueó los labios.
—Vale. En ese caso haremos un trato… puedes ponerte encima siempre que te apetezca. —Dicho lo cual, rodó y la llevó consigo para dejarla sobre él.
Kat sonrió, aunque acabó acomodándose a su lado.
—Ah, sí. Así estamos genial. —Le puso una mano en el pecho, extendió los dedos y se limitó a disfrutar del tacto de su piel en la palma.
Sin no podía respirar por culpa de la cercanía de Kat, que estaba pegada a él mientras le contaba lo que había pasado con Xypher y el trato al que había llegado con Hades. Su olor lo embriagaba y, para su sorpresa, descubrió que se le estaba poniendo dura otra vez.
¿Cómo era posible? Sin embargo, a las pruebas se remitía. Alguna parte desconocida de su cuerpo la necesitaba más que el aire que respiraba.
Katra ejercía un poder sobre él que de momento le resultaba incomprensible. Sin embargo, no lo cambiaría por nada del mundo. Cuando se colocó sobre él para alimentarse, sintió un vínculo especial con ella. Era como si compartieran mucho más que la sangre. Como si estuvieran compartiendo el alma.
Siguió allí tendido, disfrutando de su olor y de su cuerpo, y se quedó dormido sin darse cuenta.
Saciada en todos los aspectos, Kat sonrió cuando escuchó el suave ronquido de Sin. Le resultaba tan reconfortante que no tardó en quedarse dormida arrullada por su respiración. No obstante, a diferencia de lo maravilloso que había sido compartir su sangre con él y reponer fuerzas, sus sueños estuvieron plagados de pesadillas.
Lo único que veía eran demonios que la perseguían. Solo escuchaba la voz de Kessar ordenándoles a las Dimme que los mataran.
Ojalá tuviera la certeza de que era solo un sueño y no una premonición.
Se despertó sola en la cama. Estuvo a punto de entristecerse porque echaba de menos el calor y la presencia de Sin.
Al menos hasta que lo escuchó trastear en el salón. Sonriendo, cogió su camisa de la cama y se la puso sin abotonar, con la esperanza de atraerlo otra vez al dormitorio.
Abrió la puerta y sonrió al verlo inclinado sobre el mueble bar. Se mordió el labio y comenzó a acercarse con mucho sigilo… hasta que él se enderezó.
En ese momento vio que no era tan alto ni tan ancho de hombros y soltó un chillido al comprender que no era Sin. Kish se volvió con el ceño fruncido y jadeó al verla casi desnuda.
Avergonzada hasta lo más profundo del alma, regresó a la carrera a la seguridad del dormitorio y cerró dando un portazo.
—Kat —lo escuchó llamarla desde el otro lado de la puerta—. Tranquila. No he visto nada, de verdad.
—Sí, claro.
—Vale, a ver… Nunca admitiré haber visto algo. Por favor, no se lo digas a Sin o me sacará los ojos. ¿Vale? Es un secreto entre los dos. Te lo juro.
Kat gruñó mientras buscaba su ropa y se vestía. De repente, recordó que podría haber usado sus poderes para hacerlo, pero estaba tan alterada que no sabía ni lo que hacía.
—¿Qué haces aquí?
—Estoy limpiando. Sin no quiere que entren los del servicio de limpieza. No se fía.
—No se fía de nadie —replicó ella al tiempo que abría la puerta.
—Cierto. Te estaba calentando el desayuno. Sin me ha dicho que me arrancará las pelotas si no te cuido bien. Y como resulta que me gusta tenerlas pegadas al cuerpo, estoy intentando tratarte estupendamente, desde un punto de vista platónico, claro.
Era un tío bastante raro, pero divertido.
—¿Dónde está Sin?
—Abajo, planeando la destrucción de los gallu con Damien. Me dijo que necesitabas descansar y que no te molestara. No te he molestado, ¿verdad?
—No hasta hace un segundo.
Kish la miró, angustiado.
—Vas a decirle que me mate, ¿verdad?
Se lo pensó… en serio. Pero al final decidió que no era tan cruel.
—No.
El ayudante de Sin soltó un suspiro aliviado mientras regresaba al mueble bar.
—Como no sabía lo que te gustaba, he pedido un poco de todo. Tortitas de queso, tostadas francesas, huevos preparados de nueve formas distintas, rosquillas… lo que te apetezca está aquí o lo tendrás aquí en un santiamén. Lo que no te comas, se lo llevaremos a los demonios.
Sonrió en contra de su voluntad al escucharlo.
—Estoy segura de que te lo agradecerán.
—No lo sabes muy bien. El personal de la cocina está loco por todo lo que están pidiendo. Hemos tenido que contratar cocineros de otros casinos y de otros restaurantes solo para ellas.
Pasó al lado de Kish entre carcajadas y cogió una tostada.
—Me apetecen huevos revueltos, beicon y tostadas. Y un vaso de zumo.
—Genial. Siéntate aquí —dijo, indicándole uno de los taburetes—, y yo me encargo de todo. —Señaló la tostada que tenía en la mano y preguntó—: ¿Mermelada, confitura o mantequilla?
—Nada gracias, me gusta sola.
Kish alzó los pulgares.
—Por mí, estupendo.
Kat le dio un mordisco al pan mientras lo observaba preparar un plato con lo que le había pedido y se preguntó qué habría llevado a un tío tan raro a trabajar con Sin.
—¿Cuánto tiempo llevas con Sin?
Kish se encogió de hombros.
—Unos cuantos miles de años, siglo arriba o siglo abajo.
La inesperada respuesta estuvo a punto de hacer que se ahogara, porque había supuesto que era humano. Obviamente, no lo era.
—¡Venga ya! ¿En serio?
—Por eso confía en mí. —Dejó el plato frente a ella antes de colocar los cubiertos y la servilleta de lino.
—Pero eres humano, ¿no?
Lo vio asentir con la cabeza.
—Soy humano… menos por las mañanas cuando me levanto. No me aguanto ni yo.
En circunstancias normales el comentario le habría hecho gracia, pero en ese momento tenía un misterio que resolver, de modo que no le prestó atención.
—Pero si eres humano…
—¿Cómo es que estoy vivo? —Le sonrió y le guiñó un ojo—. También leo la mente.
Sí, tírate otra…, pensó ella.
Antes de que contestara, Kish limpió lo que había derramado mientras le servía los huevos revueltos.
—Resulta que en el pasado le entregué mi alma a un demonio a cambio de riqueza e inmortalidad. —La miró a los ojos y Kat se percató de la admiración y de la gratitud que sentía por su jefe—. Sin me salvó.
—¿Cómo?
Kish se encogió de hombros.
—Nunca le he preguntado por los detalles. Me daba miedo descubrir lo que le había costado. Lo único que sé es que me liberó y que desde entonces estoy a su lado. Haría cualquier cosa por él. Lo que fuera.
Lo entendía a la perfección y lo admiraba por su lealtad. El tiempo que llevaba en el mundo le había permitido descubrir que la mayoría de la gente solía revolverse contra aquellos que los habían ayudado a las primeras de cambio y sin motivo aparente. La presencia de Kish y el hecho de que reconociera la deuda que tenía con Sin pese a todo el tiempo transcurrido decía mucho de él.
—¿Cómo lo conociste?
Un brillo socarrón apareció en sus ojos mientras tapaba la comida que había sobrado.
—Igual que Damien. Intenté matarlo.
Estuvo a punto de atragantarse con los huevos. Esa no era la respuesta que había esperado escuchar.
—¿Y te perdonó la vida?
—Raro, ¿verdad? —Kish soltó una carcajada antes de seguir hablando—. La vida de Sin está rodeada de muerte por todos los lados. Lo creas o no, salva a todo el que puede, siempre que puede. Mi demonio todavía no me había mordido, así que pudo liberarme. La mayoría de la gente, y digo «gente» por decir algo, que trabaja abajo le debe la vida a Sin de una forma o de otra.
¡Vaya!, pensó, la compasión de Sin era sorprendente, sobre todo teniendo en cuenta su afán de mantener las distancias con los demás. Y también las traiciones que había padecido. El hecho de que todavía pudiera ayudar a los demás…
Era un hombre increíble y eso hacía que lo quisiera aún más.
Bebió un poco de zumo antes de volver a hablar.
—Pero ¿cómo es posible que sigas vivo?
—Sin era el dios del calendario. Aunque Artemisa le quitó la mayoría de sus poderes, le quedaron algunos, como este que te digo, claro que solo lo conserva en parte. Gracias a él puede detener el proceso de envejecimiento. No es tan efectivo como lo habría sido cuando era un dios sumerio, pero es suficiente para mantenerme con vida y sin envejecer.
Ese sí que era un poder estupendo que tener a mano, pensó.
—¿Por qué no hizo lo mismo con Damien?
—No pudo. Lo intentó una vez y estuvo a punto de matarlo. Damien está maldito. Una maldición es harina de otro costal, y los poderes de Sin no pueden hacer nada contra ella.
—Pero a ti te salvó la vida —reiteró con el corazón derretido—. Debiste de ser un buen hombre.
Kish resopló al escucharla.
—Era lo peor de lo peor. Un mentiroso y un ladrón, capaz de rebanarle el pescuezo a cualquiera por dinero, ya fuera hombre, mujer o niño. Me daba igual. No estoy orgulloso de lo que fui. Merecía que Sin me hubiera dejado morir. —Alzó la vista y la miró con incertidumbre—. Nunca he podido comprender por qué me salvó. Bien saben los dioses que no lo merecía. No supe lo que era la compasión hasta que él me dejó vivir.
Cuanto más averiguaba sobre Sin, más la sorprendía. Y quería comprender exactamente por qué le salvó la vida a su ayudante. Así que extendió un brazo y lo tocó. Al instante, vio justo el momento preciso.
Kish estaba ensangrentado en el suelo y Sin lo observaba mientras jugueteaba con el puñal con el que había intentado matarlo poco antes.
—Hazlo —masculló Kish.
Sin lo levantó del suelo agarrándolo por la túnica y lo sostuvo en el aire para mirarlo a los ojos. En ese momento fue cuando vio la vida que Kish había sufrido. El terror. El dolor. Era un esclavo fugado y lo único que había ansiado siempre eran la libertad y un poco de comodidad. Algo por lo que no tuviera que luchar. Ese anhelo reverberó en el alma de Sin. Él comprendía muy bien lo que podía llegar a significar algo tan aparentemente tonto.
De modo que volvió a dejarlo en el suelo.
—La vida tiene el valor que cada uno le da. Si te mato ahora mismo, la tuya habrá sido inútil y nadie te llorará. ¿Eso es lo que quieres?
Kish lo miró con cara de asco.
—Mi vida no es mía. No significa nada para mí.
—Entonces no significa nada para nadie. —Sin lo miró con los ojos entrecerrados—. Pero si te dieran otra oportunidad para vivir tu vida, ¿seguiría siendo despreciable?
—No entiendo de acertijos. Solo soy un esclavo.
—Esclavo o amo, da igual. El caso es que no eres idiota. La pregunta es muy sencilla. Si te perdono la vida, ¿volverás a desaprovecharla o lucharás para que merezca la pena?
Kish no contestó, pero lo miró con esperanza y eso bastó. De modo que Sin le perdonó la vida.
Kat le soltó el brazo y sonrió al sentir la calidez que la había invadido.
Kish resopló, indignado.
—No sé si sabes que es de mala educación espiar de esa manera sin pedir permiso. Además de una desconsideración, claro.
—Lo siento. Pero quería averiguar cómo fue.
Sin embargo, Kish no parecía aplacado en absoluto.
—¿Y ese es motivo para que hurgues en mi pasado y en mis emociones?
—Vale, lo siento. Lo pillo. Maldita sea, eres igualito que Sin. Te prometo que nunca volveré a hacerlo.
—Me alegro, porque no me gusta. ¿Cómo te sentirías si de repente yo metiera la nariz en tu pasado sin preguntarte primero?
—Kish…
Él se alejó con cara de enfado.
—Solo estoy diciendo que deberías controlar ese poder. Nada más.
—Está controlado —le dijo al tiempo que levantaba las manos en un gesto de rendición—. Y ahora deja el tema o le digo a Sin que me has visto desnuda.
La amenaza hizo que la cara de enfado desapareciera al instante.
—No volveré a sacar el tema en la vida. Mmm, espera un momento. ¿Qué tema? Tengo alzheimer. No sé nada de nada. —Corrió hacia la comida y levantó una de las tapaderas de las bandejas—. ¿Quieres esto o se lo llevo a los demonios?
—Llévaselo.
Kish salió pitando hacia la habitación de Simi con el carrito de la comida. Iba a tal velocidad que solo faltó que las ruedas echaran humo.
Kat soltó una carcajada al ver las prisas que llevaba y siguió desayunando. Cuando acabó, se dio una ducha y se vistió para bajar en busca de Sin, que supuestamente estaba en el despacho de Damien. No obstante, al llegar se encontró solo con el gerente sentado tras su escritorio y hablando por el móvil.
Colgó nada más verla.
—No quería interrumpir —le dijo con timidez.
Él le restó importancia con un gesto de la mano.
—No has interrumpido. Solo estaba despotricando.
—¿Sobre?
—La familia de Sin, que pensaban que podían encerrar y controlar a todos esos demonios.
Sí, era para ponerlos a caldo.
—Yo también despotrico muchas veces contra mi propia familia. Pero en vez de demonios, en mi familia sobra carácter.
Damien se llevó las manos a la nuca y se apoyó en el respaldo del sillón para observarla con una sonrisa torcida.
—¿De verdad has mandado un skoti a espiar a los gallu?
—¿Se te ocurre algo mejor?
—Pues no, la verdad. Mi brillante idea solo sirvió para que hiciera el canelo. No quiero volver a sufrir una humillación semejante. Lo entiendes, ¿verdad?
Al menos se lo había tomado con sentido del humor. Kat echó un vistazo por el despacho, que estaba decorado con carteles de películas y figurillas de famosos personajes de ficción. Parecía un tío normal y simpático, aunque fuera letal. Y se alimentaba de almas humanas.
—¿Sabes lo desconcertante que me resulta mantener una conversación con un daimon?
—Más o menos igual que a mí lo de trabajar para un Cazador Oscuro. Pero al final te acabas acostumbrando.
—Eso parece.
Damien se enderezó en el sillón.
—No queda otra, si queremos sobrevivir.
—Supongo. Y hablando de sobrevivir, ¿has visto a Sin?
Damien enderezó un montón de archivadores apilados en el escritorio.
—Se fue hace un rato, ¿por qué?
—Por curiosidad. ¿Sabes adónde ha ido?
El daimon se encogió de hombros.
—Estábamos hablando de la agenda de la semana próxima y de repente le dio la sensación esa rara que le da cada vez que un grupo de gallu se libera. Me dijo que me quedara aquí y que ya volvería.
La respuesta le resultó sorprendente.
—¿Y lo dejaste ir solo?
Damien la miró como si fuera tonta.
—Bueno, teniendo en cuenta la zona horaria en la que estamos y que ahí afuera brilla el sol, pues sí. Un daimon achicharrado sería de poca ayuda. A mí no me haría gracia y a mi sastre, tampoco.
Lo miró con los ojos entrecerrados.
—Damien…
—Kat… —replicó él, usando el mismo tono impaciente—. ¿Qué?
—¿Por qué no has subido a decirme que ha salido solo?
—Porque es lo que suele hacer. Y no se me ocurrió, la verdad. Pero ahora que estás aquí me aseguraré de mantenerte al tanto de todo lo que haga. Así podrás cortarle el filete cuando cenéis, atarle los cordones de los zapatos y llevarlo a hacer pipí.
No tenía muy claro si el comentario era irritante o gracioso.
—Te juro que no pensaba encontrar a alguien que estuviera a la altura de mi sarcasmo. Todavía no lo he encontrado, pero a ti te falta muy poco.
Damien sonrió.
—Lo tomaré como un cumplido. —Se puso en pie y cogió la chaqueta del respaldo del sillón—. Y ahora si me disculpas, tengo que hacer las rondas en el casino. Hasta luego.
Meneó la cabeza cuando la dejó sola en el despacho. Sintió el impulso infantil de encender su ordenador y borrarle unos cuantos archivos, pero eso sería caer muy bajo.
De momento.
Además, tenía a un dios depuesto al que localizar. Cerró los ojos y usó sus poderes para encontrarlo. Una vez que lo hizo, se teletransportó y se materializó a su lado. O mejor, a su espalda. Tenía a un tío inmovilizado en el suelo y estaba dándole hasta en el carnet de identidad. No se dio cuenta de que era un gallu hasta que se acercó un poco. De todas formas, Sin lo estaba golpeando con saña.
Ese era el loco que había visto en Central Park.
—¡Sin! —exclamó, intentando llamar su atención—. Mátalo y ya está.
Sin le asestó un último puñetazo antes de obedecerla. Cuando se volvió para mirarla, la expresión de su rostro era tan feroz que la asustó de verdad. Lo observó quemar al demonio con evidente alegría.
La primera vez que lo vio lo creyó un animal por hacer algo así. Pero había descubierto lo suficiente sobre él como para saber que no hacía las cosas sin motivo.
—¿Qué ha pasado?
—Estaba rondando una guardería.
La respuesta la descompuso. Con razón lo había golpeado de una forma tan brutal.
—Pero lo atrapaste a tiempo, ¿no?
—Por los pelos. Si llego a aparecer un segundo después… —Meneó la cabeza—. Ya te digo que ha sido por los pelos. He estado demasiado pendiente de ti, de tu bienestar. No estaba en lo que tenía que estar. No puedo permitirme ese tipo de distracciones. ¡Por los dioses! ¿Te imaginas lo que podría haberle hecho a una niña?
El miedo la dejó helada.
—¿Qué estás diciendo?
Esos ojos dorados la dejaron petrificada.
—Necesito que vuelvas al Olimpo y que te quedes allí hasta que todo esto acabe.
La simple idea bastó para que echara humo por las orejas. ¿¡Cómo se atrevía siquiera a sugerir algo así!?
—¡Ni hablar!
No obstante, Sin no dio su brazo a torcer.
—¿Es que no lo entiendes? —le preguntó entre dientes—. Esto no es un juego. Estamos jugando con la vida de la gente. Con la vida de los niños. No merecen morir por nuestra culpa.
Lo entendía perfectamente, pero que se enfrentara solo a los gallu era una locura.
—No puedes hacerlo solo.
—Mentira. Llevo solo desde que el mundo es mundo. He estado luchando a solas contra los gallu y me ha ido de puta madre. Hazme caso, tienes que irte.
No. Ni de coña.
—Sin, no puedes tirar lo nuestro por la borda por algo que podría haber pasado. Llegaste a tiempo. Tienes que confiar en eso.
—¿Y si no hubiera llegado a tiempo? ¿Qué les habrías dicho a sus padres, eh? «Lo siento, no llegué a tiempo para salvar a su hija, porque estaba echando un polvo mañanero.»
La crudeza de sus palabras la dejó pasmada, y comprendió que había algo mucho más profundo que el hecho de haber llegado en el último momento.
—¿Qué es lo que te preocupa de verdad?
La expresión de Sin se volvió inescrutable.
—No sé de qué estás hablando.
—Sí que lo sabes. Sabes muy bien de qué estoy hablando. Hay otra cosa que te afecta mucho más que el hecho de haber llegado por los pelos. ¿Qué es?
Sin no quería sentir el dolor que comenzaba a embargarlo. Quería seguir enfadado. La ira era más fácil de manejar.
La culpa, el remordimiento, la angustia, la soledad… eran otro cantar, algo de lo que se desharía sin pensárselo dos veces. Eran las emociones que debilitaban a un hombre.
Sin embargo, cuando la miró las sintió todas de golpe y no supo cómo librarse de ellas sin apartar también a Kat de su lado.
—Atraparon a mi hermano porque yo estaba ocupado contigo, Katra. Tu bienestar me preocupaba más que el suyo. Y ahora he estado a punto de dejar que uno de ellos se acerque a una niña. No puedo vivir así. No puedo. Necesito estar concentrado. No puedo permitirme tener una debilidad, de ningún tipo.
—¿Debilidad? —repitió ella con voz herida, desgarrándolo por dentro—. Puedo darte una paliza en el momento que me dé la gana, ¿sabes?
En parte quería tirar de ella para abrazarla con fuerza, pero racionalmente sabía que no podía hacerlo. Era un peligro para él, y no podía perderla. Había abrazado a su hija mientras la vida la abandonaba. Se negaba a revivir ese dolor con Kat. Su muerte lo destrozaría.
—Te mordieron en una pelea en la que a mí ni siquiera me arañaron. ¿Te acuerdas? Estuviste a punto de convertirte en uno de ellos.
—Vale —soltó, levantando las manos—, cometí un error. Se me olvidó lo del mordisco con todo el follón de salvar a Zakar. Lo reconozco. Soy culpable. Castígame. Me lo merezco.
—Estás simplificando el asunto, y no tiene nada de sencillo. No puedo permitirme ningún error, y el preocuparme por ti me hace ser descuidado. Les deja un resquicio para matarnos a los dos.
Kat se calmó un poco y le lanzó una mirada muy seria.
—No soy Ishtar, Sin. No acabarán conmigo.
Quería confiar en ella, pero no podía.
—Ya han estado a punto de hacerlo.
—Me ha servido de advertencia. He aprendido la lección. No volverá a pasar.
Sabía que lo decía en serio y quería extender un brazo para acariciarla. Sin embargo, no podía. Un solo roce y su determinación flaquearía.
—Ahora entiendes mi punto de vista. No podría enterrarte ni quemarte y no voy a poner en riesgo a nadie más. Hasta aquí hemos llegado, Katra. Quiero que te vayas y que te lleves a tus demonios.
Kat hizo un mohín mientras sopesaba la idea de despedazarlo por su terquedad. ¿Por qué tenía la cabeza tan dura?
—¿Irme y dejarte solo con los gallu? ¿No es un plan un poco absurdo? Si no me quieres, vale. Soy una mujer adulta, puedo soportarlo. Pero quédate con Simi y con Xirena. Son lo único que los gallu no pueden tocar. Deja que te cubran las espaldas y que te protejan… Por favor.
—Vale. Si eso te hace feliz, que se queden. Y ahora te quiero lejos de aquí.
Furiosa y derrotada, levantó las manos. La actitud de Sin y su tono de voz dejaban bien claro que no iba a permitirle que se quedara.
Tal vez recapacitara si le daba un poco de espacio. Claro que, conociéndolo, lo dudaba mucho.
—Como quieras. Sigue haciéndote el machote todo lo que quieras. Me largo.
Sin la observó desvanecerse. Le ardía la garganta y ansiaba gritar su nombre para que regresara, pero no pensaba hacerlo.
No podía hacerlo, se corrigió.
Era una distracción. Más aún, era una debilidad que no podía permitirse. Le había tocado enterrar a todos los seres queridos que había tenido en la vida.
Y se negaba a perderla también. Mejor sufrir un poco en ese momento y saber que estaba viva, que permitirle que se quedara y verla morir.
Kat lo superaría, lo mismo que él.
Kat abrió de un empujón la puerta de la sala del trono de su madre, echando humo por las orejas.
—¡Matisera! —la llamó.
Necesitaba a su madre. No sabía muy bien por qué. Artemisa no era la más cariñosa ni la más compasiva de las mujeres. Sin embargo, necesitaba el consuelo que suponía su presencia.
Pero Artemisa no apareció.
Aquerón salió del dormitorio y la miró con curiosidad.
—¿Algo va mal?
En parte ansiaba correr hacia sus brazos para que la consolara, pero otra parte de sí misma quería mantener las distancias. En ese preciso momento le recordaba demasiado a Sin.
—¿Dónde está Artemisa?
Aquerón usó el pulgar para señalar por encima de su hombro.
—En la casa grande de la colina. Es imposible pasarla por alto. Hortera y exagerada para compensar algún complejo de inferioridad. Zeus está de fiesta, y Artemisa ha ido de visita.
Cómo no. Dada la suerte que tenía últimamente, seguro que su madre tardaba horas en volver.
Aquerón se acercó a ella.
—¿Puedo ayudarte en algo?
—No —respondió malhumorada—. Eres un hombre y ahora mismo os odio a todos.
—Me parece estupendo —replicó él mientras retrocedía unos pasos—. Puesto que es evidente que mi presencia te molesta, me llevaré mi masculinidad a la terraza, así que ya sabes dónde estoy si te ves capaz de superar mi obvio defectillo de nacimiento.
Lo miró con muy mala leche. Era típico de un hombre quitarle hierro al asunto cuando era algo tan hiriente. Por eso precisamente los odiaba en general en ese momento.
Su padre salió a la terraza y se sentó en la balaustrada con la espalda apoyada en una columna. La parte de sí misma que seguía enfadada quería salir, darle un empujón y verlo despatarrado en el jardín. Y aunque la imagen le resultó graciosa hasta cierto punto, sabía que no podía hacerlo. En realidad, no estaba enfadada con él.
Lo que quería era aplastar a Sin.
Incapaz de soportarlo, salió.
Aquerón se volvió para mirarla con una ceja enarcada.
—¿Por qué sois tan cerdos todos los hombres? —preguntó ella mientras cruzaba los brazos por delante del pecho—. Y mira que lo sabía de antemano, pero aun sabiéndolo, voy y me enamoro tontamente de uno. ¿Por qué? ¿Por qué soy tan masoquista? Desnudas tu alma delante de un hombre ¿y qué recibes a cambio? «Nena, ¿puedes cambiar de canal?» —dijo, fingiendo una voz masculina—. Sois unos insensibles que solo os preocupáis por vosotros mismos.
Aquerón imitó su pose y también cruzó los brazos por delante del pecho.
—¿Quieres mi opinión o prefieres despotricar a gusto para desahogarte?
—¡Las dos cosas!
—Vale, de acuerdo, tú sigue despotricando. Cuando acabes, ya comento.
¿Por qué tenía que ser tan razonable el puñetero? Sus palabras aplacaron en parte el enfado, de modo que decidió dejarlo hablar.
—No, vamos, suéltalo ya. Si tienes algo que decir, adelante.
—Antes de nada, esto no es un problema de tensión masculina/femenina. Es un problema emocional. Dices que los hombres somos insensibles, vale. Pues deberías ver a las mujeres desde mi punto de vista. Te juro que algunas son un glaciar ártico. En serio, mi opinión al respecto no iba a gustarte ni un pelo. Es más, como hombre que soy, si alguna vez se me ocurriera ir por ahí y tocarle el pecho a una mujer, me arrestarían. ¿Sabes cuántas me han tocado el paquete porque les ha dado la gana?
—¡Papá!
—Lo siento, pero es cierto. Las mujeres son tan propensas a utilizar a los hombres como los hombres lo son a utilizarlas a ellas. No es justo juzgar al conjunto por lo que unos cuantos o unas cuantas gilipollas hayan hecho. Y ahora, ¿qué te ha hecho Sin para que odies al género masculino en general?
—No se trata solo de Sin —contestó a la defensiva—. Mira lo que el abuelo le hizo a la abuela y lo que… —Se interrumpió y se mordió la lengua justo a tiempo para no soltar lo siguiente.
—Lo que yo le he hecho a tu madre.
¡Maldita sea!, pensó. Lo había adivinado. Inclinó la cabeza, avergonzada y un poco resentida.
—No quería decirlo así tal cual.
—No te disculpes. Lo has pensado y lo he escuchado alto y claro.
¡Uf, se le había olvidado que tenía ese poder!
—Lo siento.
—Mentira, no lo sientes —la contradijo con una sonrisa comprensiva—. Siempre lo has pensado. Ten presente que has heredado de mí esa capacidad para leerle la mente a la gente y para interpretar sus emociones.
La verdad, en ese momento dicha capacidad la sacaba de sus casillas. Con razón el pobre Kish se había puesto hecho una fiera.
—¿Yo también soy tan insoportable cuando lo hago?
—Posiblemente.
—Normal que la gente se moleste tanto conmigo.
—Estoy seguro de que te perdonan pronto.
Pues no, pero no quería discutir con él. Aquerón se inclinó y la atravesó con una mirada penetrante.
—Por cierto, yo no le he hecho nada a tu madre.
—La sedujiste.
—Solo la besé, y te juro que mi intención no era que me deseara. En realidad, esperaba que me matara por el atrevimiento.
Su confesión la sorprendió, porque era radicalmente distinta a la versión que Artemisa ofrecía de los hechos.
—¿Cómo dices?
Lo vio asentir con la cabeza y percibió su sinceridad.
—Jamás he intentado seducir a una mujer, y lo digo en serio. Me he pasado la vida intentando que la gente no me manosee. Así que, antes de culparme por haber seducido a tu madre para después dejarla tirada, entérate mejor de las cosas. La besé una vez, esperando que me matara, pero luego ella comenzó a perseguirme.
Era difícil asimilar lo que le estaba diciendo, pero tenía cierta lógica.
—En cuanto a mis padres… —siguió Ash—, las cosas se torcieron entre ellos desde el principio, pero eso no tiene nada que ver contigo ni conmigo. Y mucho menos con tu relación con Sin, a menos que tú lo quieras ver de ese modo. No lo hagas. Tus problemas con Sin son muy simples. Él está asustado y tú lo estás presionando con la intención de que dé un paso para el que no está preparado.
—Pero me dijiste que fuera a buscarlo. Y eso he hecho.
—¿Y le pediste perdón?
—Sí.
—En ese caso dale tiempo, Katra. Cuando te has pasado toda la vida sintiéndote traicionado por todos los que te rodean, es difícil confiar en alguien. Sin tiene miedo del amor.
No lo entendía.
—¿Cómo es posible que alguien tenga miedo del amor?
—¿Por qué no? —preguntó Ash a su vez con cara espantada—. Cuando quieres a alguien, cuando lo quieres de verdad, ya sea un amigo o un amante, desnudas tu alma. Le entregas una parte de ti que no le has dado a nadie y le dejas ver una parte de tu persona que solo él o ella puede herir. Prácticamente le das el cuchillo y el mapa con los puntos exactos para que corte en el sitio preciso de tu corazón y de tu alma. Y cuando ataca, te deja lisiado. Te destroza el corazón. Te deja desnudo, expuesto, y te preguntas qué has hecho para provocar tanta rabia cuando lo único que querías era amar a esa persona. Te preguntas qué es lo que haces mal para que nadie confíe en ti, para que nadie te ame. Si pasa una vez, es malo. Pero si se repite… ¿te parece que no es para asustarse?
Tragó saliva para librarse del nudo que tenía en la garganta después de escuchar el sufrimiento que su padre llevaba dentro. Con los ojos llenos de lágrimas, se acercó a él y lo abrazó.
Ash era incapaz de respirar mientras sentía los brazos de su hija a su alrededor. Solo Simi lo abrazaba de esa forma. Sin exigencias y sin esperar nada a cambio. Solo para consolarlo.
Y eso significaba mucho para él.
—Te quiero, papá. Nunca te haré daño conscientemente.
Cerró los ojos, conmovido por sus palabras.
—Lo sé, nena. Dale a Sin un poco de espacio para que pueda aclarar sus ideas y dejar atrás su pasado.
—¿Y si no lo hace?
—Lo sacaré a la calle y le daré una paliza por haber hecho llorar a mi niña.
Kat soltó una carcajada entre lágrimas y se apartó de él.
—¿De verdad?
—Por supuesto. Caeré sobre él con todo el peso de un dios atlante mosqueado, y tú sabes muy bien lo que un dios atlante mosqueado es capaz de hacer. A su lado, Hannibal Lecter es un pelele.
Kat sonrió y se sorbió la nariz.
—Que sepas que te tomo la palabra.
—Como quieras. Estoy encantado de ir por la vida repartiendo leches.
Además de gustarle la idea, a Kat no le costaba trabajo imaginárselo. Se limpió las lágrimas y cambió de tema de forma radical al preguntarle:
—¿Qué haces cuando mamá te deja solo como ahora?
Se encogió de hombros.
—Escribo novelas románticas.
Su respuesta fue tan rápida, concisa e inesperada que la dejó alucinada.
—¿De verdad?
—¡Qué va! —Le guiñó un ojo—. No tengo tanto talento y no entiendo de romanticismo. Es que quería ver tu reacción.
¡Ja, ja!, pensó. No sabía si podría acostumbrarse a su sentido del humor algún día.
—¿Y qué haces? En serio.
—Nada. De verdad. Me aburro como una ostra. Artemisa no me deja traer nada. Nada de guitarras. Ni de dibujos animados. Algunas veces me traigo algún libro de extranjis para verla subirse por las paredes cuando lo descubre.
No lo entendía. ¿Por qué era su madre tan cruel?
—¿Por qué no te deja traer nada?
—Porque no tolera ninguna distracción. Mi parte del trato es estar a su disposición total y absoluta. Así que tengo que esperarla sin hacer nada. Es una demostración más de poder. Una pequeña victoria de la que presumir.
—¿Por qué se lo permites?
La expresión que apareció en esos turbulentos ojos plateados le provocó un escalofrío.
—Por la misma razón por la que Sin se niega a morir. En la Tierra hay seis mil millones de personas que necesitan que alguien las proteja de ciertas cosas mucho más peligrosas que el cobrador del frac o el hombre del saco. Ciertas cosas que ni una pistola podría parar. Mientras sus vidas estén en juego, ¿qué importancia tiene una humillación más en mi vida? Además, ya estoy acostumbrado.
Un gesto muy altruista del que ella no se creía capaz.
—Sí, pero eres un dios del destino. ¿No puedes cambiarlo?
—Katra, estás pensando como una niña. Las cosas que parecen sencillas rara vez lo son. Voy a ponerte un ejemplo para que lo entiendas. Imagina que un mecánico se pone a arreglar un carburador y sin querer hace un agujero en el radiador que agrava el problema. En la Tierra todo está conectado. A veces es fácil ver dicha conexión entre las personas, pero en la mayoría de los casos es muy complicado. Si haces un cambio significativo, se corre el riesgo de alterar la Humanidad en su conjunto. Tu caso, por ejemplo. Si te hubiera impedido quitarle los poderes a Sin, no se habría convertido en el hombre que es ahora. Habría sido tan insensible como tu madre.
—Pero su panteón habría sobrevivido.
—¿Estás segura? El destino nunca es tan sencillo. No sigue una línea recta y cuanto más lo tergiversas, más te complicas la existencia. El destino es implacable. Sin habría perdido sus poderes de alguna otra forma, en otro lugar y en otra época. Y quienquiera que se los arrebatara podría haberlo matado. De haber muerto, el mundo habría llegado a su fin o los gallu habrían sido liberados y habrían campado a sus anchas. Las posibilidades son infinitas.
—Pero si el destino es implacable… si está fijado, ¿cómo es posible que las posibilidades sean infinitas? —Era una cuestión que siempre le había costado asimilar.
—El destino solo tiene fijados ciertos acontecimientos. Pero no el resultado de dichos acontecimientos. Estaba escrito que Sin perdiera su condición de dios, pero no cómo iba a pasar ni lo que sucedería a continuación. Eso depende del libre albedrío, una variable peliaguda que pone tantas cosas en movimiento que nadie, ni siquiera yo, puede controlar.
—No lo entiendo.
Ash respiró hondo mientras le frotaba el brazo para reconfortarla.
—Otro ejemplo. Cuando conocí a Nick Gautier, estaba escrito que se casaría a los treinta años y que tendría un montón de hijos. A medida que nos fuimos haciendo amigos, perdí la capacidad de ver su futuro. Y entonces, en un momento de cólera, cambié su destino al decirle que debería suicidarse. No lo dije en serio, pero como soy un dios del destino, ese tipo de comentario acaba convirtiéndose en una sentencia. El destino alineó las circunstancias de modo que lo llevaran a plantearse el suicidio. La mujer con la que iba a casarse murió en su tienda. Un daimon mató a su madre y Nick se pegó un tiro al lado de su cadáver. No debería haberle dicho lo que le dije, pero el libre albedrío me llevó a hacerlo. El libre albedrío debería haber hecho que Nick intentara vengarse de los daimons matando alguno y no suicidándose. Sin embargo, como yo dije lo que dije y soy quien soy, mi sentencia de que se suicidara pesó más que su fuerza de voluntad y no le dejó otra salida. Yo le quité la capacidad de decidir libremente y por mi culpa murió su madre. ¿Lo entiendes?
Comenzaba a hacerlo, pero todavía estaba el asunto del destino original de Nick.
—Pero si el destino es implacable, Nick debería encontrar a alguien con quien casarse y tener un montón de hijos, ¿no?
—Debería ser así, sí. Pero como forcé su libre albedrío, alteré su destino para siempre. Su futuro ya no está escrito y su libre albedrío lo llevará por un camino que no puedo ver. Lo que sé es que sus futuras acciones afectarán las vidas de ciertas personas a las que quiero mucho, y cualquier cosa que les pase será responsabilidad mía por haber sido un imbécil. No seas imbécil, Katra. Nunca hables guiada por la furia, y no intentes imponerle tu voluntad a nadie. Así nunca encontrarás la paz.
Comprendió a lo que se refería. Su madre llevaba siglos intentando imponerle su voluntad a su padre. Su abuelo, Arcón, había intentado imponerle su voluntad a su abuela. Y en ambos casos el resultado había sido desastroso para todos los involucrados. Por mucho que quisiera seguir al lado de Sin, no encontrarían la felicidad a menos que él también lo quisiera.
—Lo entiendo.
—Muy bien. Ese es el primer paso.
Si él lo decía… Por su parte, lo único que tenía claro era lo doloroso que resultaba hacer lo correcto cuando lo que quería era obligar a Sin a seguir con ella. Miró a su padre y meneó la cabeza.
—Eres muy sabio.
Él se echó a reír.
—Solo cuando se trata de los demás. Es fácil dar con la solución a sus problemas. Ver la viga en el ojo propio es bastante más complicado.
—En fin, pues te lo agradezco. Mucho. —Le dio un beso en la mejilla y lo dejó en la terraza.
Para llegar hasta su dormitorio tenía que atravesar el dormitorio común donde dormían las demás korai que servían a Artemisa. El suyo estaba al fondo, a la izquierda.
Le daría a Sin el espacio que necesitaba para que decidiera lo que quería hacer con su vida. No lo atosigaría. Dejaría que fuese él quien la buscara. Era la única forma.
Se acercó a la ventana para descorrer las cortinas y dejar que entrara la luz del sol, pero escuchó algo a su espalda. Se volvió justo cuando Xypher se materializaba en el centro de su dormitorio.
Su expresión era cruel y feroz mientras arrastraba por el suelo a un gallu, en su forma demoníaca. Lo tenía agarrado por el cuello y la criatura no paraba de patear y chillar, exigiendo que lo soltara. Xypher estaba cubierto de sangre y tenía el lado izquierdo de la cara lleno de arañazos.
Sin embargo, parecía ajeno a todo eso mientras caminaba hacia ella.
Tan pronto como estuvo cerca, le arrojó el demonio a los pies. El gallu hizo intento de levantarse, pero él se lo impidió de una patada.
—He encontrado a esta mierda intentando comerse a una mujer al lado de una charcutería. Creí que podía sacarle información y, efectivamente, no me equivoqué. —Agarró al demonio del pelo y le levantó la cabeza para que Kat le viera la cara—. Dile aquí a la señora dónde tiene Kessar la Estela del Destino.
—La lleva al cuello. No deja que nadie se acerque.
—¿Y dónde tiene a Zakar?
—Clavado en la pared de la sala del trono.
Xypher dejó que el demonio cayera al suelo.
—¿Te parece bien? ¿Puedo matarlo ya?
Kat observó las heridas del skoti, que no paraban de sangrar.
—¿Y tú no te transformas?
Xypher soltó una amarga carcajada.
—Estoy muerto. No puedo transformarme si no tengo pulso.
Eso la tranquilizó… en cierta forma.
—¿Puedo matarlo ya?
Titubeó, aunque no sabía por qué. Miró al demonio, que estaba indefenso en el suelo… Una cosa era matarlo en una pelea y otra muy distinta cuando ya estaba derrotado, por muy demonio que fuera. De algún modo le parecía que estaba mal.
—¿Qué te pasa? ¿Y esa debilidad? —masculló Xypher al ver que no respondía—. No me digas que quieres que le perdone la vida a este patético animal, cuando él no te demostraría compasión alguna. Hazme caso, es mejor cortarle la cabeza a una cobra antes de que ataque.
—Una cobra no puede luchar contra su naturaleza. ¿Por qué castigarlo cuando lo único que hace es precisamente aquello por lo que los dioses lo crearon?
Xypher puso los ojos en blanco.
—¿Vamos a ponernos filosóficos o quieres que le pida perdón al gallu con un besito? ¿Quieres que lo suelte para ver si se lanza a por ti y te degüella de un bocado?
Tenía razón. No era momento para mostrarse compasiva, sobre todo después de haber sido testigo de lo que los gallu eran capaces. No demostraban compasión ni clemencia. Sin embargo, eso no significaba que tuviera que rebajarse a su nivel.
—Que sea una muerte rápida.
—Sí, majestad —replicó el skoti con una voz ponzoñosa y sarcástica—. Me aseguraré de usar una hoja bien afilada.
—El sarcasmo sobra.
—Y tu corazoncito también.
Lo miró con los ojos entrecerrados.
—Recuerda que fue mi corazoncito lo que te dio la oportunidad de volver a ser libre.
La expresión del skoti se tornó inescrutable.
—Majestad, fue precisamente un corazoncito lo que me llevó al lugar donde me encontraste. La persona que estaba intentando proteger cuando me atraparon no me dio ni siquiera las gracias. La muy puta estaba utilizándome. Así que, hazme caso, deshazte de la vena compasiva. Ya me lo agradecerás. —Y con eso se esfumó.
Se quedó donde estaba un rato mientras esas palabras resonaban en sus oídos. Llegó a preguntarse si Xypher tendría razón. La traición parecía ser un gran defecto de la Humanidad.
Al menos los gallu no fingían. Se limitaban a ser lo que eran: demonios. Siempre se sabía qué se podía esperar de ellos. No fingían ser humanos ni daban puñaladas traperas. Iban directos al cuello desde el principio.
Casi los respetaba por ello. Tal vez fueran una forma de vida superior después de todo. La traición no era un rasgo inherente a su naturaleza.
Y con esa conclusión llegó otra aún más aterradora: Sin sabía cómo matarla. Le había confesado un secreto que ni siquiera su madre sabía.
¿Y si la ternura que le había demostrado solo era una treta para ganarse su confianza y después traicionarla? Imposible.
Pero le arrebaté sus poderes, se recordó.
Llevaba siglos intentando matar a Artemisa porque la consideraba culpable, pero acababa de descubrir que su madre era inocente y que lo había hecho ella.
Eso es una tontería, estoy exagerando, se dijo.
Pero era muy probable…
—Ya vale, Kat. Sin no te haría daño nunca.
No lo haría, y se negaba a seguir pensando en esas tonterías. En ese momento Sin estaba herido y confundido. Como ella.
No permitiría que esos temores infundados destruyeran lo que habían encontrado juntos.
¿Y qué es lo que habéis encontrado? Te ha dicho que te largaras, insistió su cabeza.
¡Uf, cómo odiaba a la voz de su conciencia!
—No voy a escucharte. Quiero a Sin y no voy a renunciar a él así como así.
Ojalá él pensara lo mismo. Si no, acabaría matándola.