15

Kat intentó salir de debajo de Sin, pero él se lo impidió.

—No te muevas —le susurró al oído entre dientes antes de apartarse y levantarse de un salto para enfrentarse a lo que fuera que lo hubiera tirado contra ella.

Seguramente debería hacerle caso…, pensó ella.

Sin embargo, no tenía por costumbre hacerle caso a nadie. De modo que se levantó. Y al instante deseó haberlo obedecido.

Kessar estaba en la habitación con otros seis demonios. Eso bastó para que se le helara la sangre en las venas. Pero lo peor no era eso, sino que volvían a tener a Zakar encadenado y, para colmo, Kytara estaba muerta en el suelo a escasa distancia.

Se le llenaron los ojos de lágrimas mientras contemplaba el cuerpo sin vida de su amiga. Daba la sensación de que hubieran intentado despedazarla. Literalmente. La dantesca escena que tenía delante y el dolor que sentía le provocaron una arcada. ¿Cómo habían podido hacer algo así?

Sin estaba de pie, intentando luchar contra los demonios… Pero no podía, sus esfuerzos se quedaban en eso: en el intento. Saltaba a la vista que algo le pasaba a sus poderes.

Furiosa por lo que habían hecho, intentó lanzarle una descarga astral a Kessar, pero en ese momento se dio cuenta de lo que le pasaba a Sin. Porque ella tampoco tenía sus poderes. Algo los anulaba.

—Tiene la Estela —masculló Sin al tiempo que hacía chocar a dos demonios.

Vale, eso lo explica todo, pensó, pero no le servía de nada. La Estela les estaba robando los poderes. Genial. Estupendo. Con razón los demonios habían podido atrapar a Zakar y matar a Kytara.

Kessar soltó una carcajada antes de echar a andar hacia ella con paso decidido y letal.

Para su más absoluta sorpresa, Sin se interpuso entre ellos. Kessar le lanzó un puñetazo, pero Sin lo esquivó de un salto y lo golpeó en el pecho con fuerza. No obstante, el demonio ni se inmutó y sorprendentemente le dio una patada tan fuerte que lo levantó del suelo.

—¡Simi! —gritó ella a todo pulmón. Era hora de acabar con todo aquello.

Simi y Xirena aparecieron al instante.

—¿Qué pasa? —preguntó Simi, pero luego vio a los gallu.

Simi y Xirena adoptaron su forma demoníaca al punto. Al verlas, Kat retrocedió un paso… Era la primera vez que veía a Simi en su forma demoníaca. Tenía la piel de un rojo sangre y los labios, el pelo, las alas y las garras de color negro. Vio cómo se abalanzaba sobre el gallu que tenía más cerca y lo degollaba de un zarpazo.

Volvió la cara para no ver la espantosa escena.

Kessar apuntó a Simi con la Estela y comenzó a murmurar en sumerio.

Xirena se echó a reír.

—No somos dioses, gilipollas. Somos demonios. Esa cosa no nos afecta. —Se fue a por él.

Kessar se apartó, cogió la cadena que ataba a Zakar y se desvaneció llevándoselo con él.

—¡No! —gritó Sin, que intentó sin éxito darles alcance antes de que desaparecieran.

Y no tenía sus poderes para seguirlos.

Kat sintió en sus carnes el dolor que vio en el rostro de Sin cuando la miró mientras Simi y Xirena terminaban con los demonios que se estaban «comiendo». Nunca había visto a un hombre más destrozado.

—Lo siento —murmuró.

Su semblante siguió siendo despiadado mientras se acercaba a ella. En sus ojos solo se veía una inmensa agonía.

—Parece que no sabes decir otra cosa.

—Pero lo digo de todo corazón.

La miró con una mueca burlona.

—La sinceridad no nos sirve de mucha ayuda, ¿no te parece?

No, no lo hace, ni tampoco va a devolverle la vida a Kytara, pensó ella. ¿Cómo habían conseguido matarla? No tenía sentido.

—¿Qué ha pasado?

Lo escuchó suspirar con cansancio al tiempo que se limpiaba la sangre que tenía en la ceja izquierda.

—Cuando regresé, Kessar ya tenía encadenado a Zakar y sostenía la Estela en la mano. —Señaló a Kytara—. Debió de usar la Estela para quitarle los poderes. Ya estaba muerta cuando llegué.

—¿Cómo ha conseguido la Estela?

—No tengo ni zorra idea. La guardaba en mi cámara de seguridad.

Aquello era espantoso. Se tapó los ojos con una mano, presa de la culpa y del dolor. Todo era culpa suya. Todo.

De no ser por ella, Sin aún tendría sus poderes divinos y el mundo no estaría en peligro.

Kytara seguiría viva…

¿Cómo podía empezar a reparar siquiera todo el daño que había hecho? Todo estaba desmoronándose porque ella tomó una decisión equivocada siglos atrás. Se le cayó el alma a los pies al intentar imaginarse qué pasaría cuando las Dimme atacaran.

—Estamos perdidos, ¿verdad?

—Sí —respondió él con voz grave—, estamos perdidos. Si te quedan cosas por hacer antes de que llegue el día de la aniquilación, te sugiero que las hagas ya.

Todavía en forma demoníaca, Simi se acercó a ellos encantadísima de la vida.

—¿Puedo comerme a la zorra odiosa?

—Me temo que la única zorra odiosa que anda por aquí soy yo —susurró ella, resignada.

Simi negó con la cabeza.

—Akra Kat no es una zorra. Siempre es buena con Simi.

—Pero no fui buena con Sin. —Se acercó a él muy despacio, esperando que comprendiera hasta qué punto se sentía culpable—. Sé que no me crees, pero siento muchísimo todo esto. Más de lo que te imaginas.

La expresión de Sin era fría.

—Bonitas palabras, pero no cambian nada, ¿o sí? —Se acercó al cuerpo de Kytara, le cerró los ojos y la cubrió con una manta—. Creo que deberías llevar su cuerpo al Olimpo. Es lo menos que podemos hacer por ella.

Eso la desconcertó.

—¿No tenemos que quemarla?

Lo vio menear la cabeza.

—No. Se han limitado a matarla. No he visto marcas de mordiscos. Supongo que no querían convertirla.

No terminaba de creérselo, dado que Kessar y sus secuaces parecían empeñados en convertir a todo aquel que se pusiera a su alcance. Seguro que un dios onírico habría sido un gran fichaje. Claro que los actos de ese demonio no tenían el menor sentido.

¿Cómo se han podido torcer tanto las cosas?, se preguntó.

Frunció el ceño al ver que Simi y Xirena retomaban su forma más humana y suspiró.

—¿Por qué no llamaste a Simi y a Xirena en cuanto viste a los gallu?

—Bueno, no sé, posiblemente no me acordé de ellas porque me teletransporté en mitad de una pelea e intenté liberar a mi hermano mientras esperaba que Kytara estuviera herida y no muerta. Siento mucho haber estado tan ocupado intentando que no me mataran como para pensar en los demonios que estaban al otro lado del pasillo.

Kat se mordió la lengua para no soltarle una fresca. Sin estaba sufriendo. La situación no era fácil para ninguno de ellos, y añadir otro comentario sarcástico solo conseguiría alejarlo más de ella.

—¿Hemos perdido los poderes para siempre?

—No. A menos que tengan un transmisor —dijo, lanzándole una mirada elocuente— que nos deje secos. Recuperaremos los poderes. Creo que ese capullo está jugando con nosotros.

Ella no era de la misma opinión.

—No, creo que les tenía miedo a Simi y a Xirena.

—Porque le podían arrancar el corazón y, tal como acabamos de enterarnos, son inmunes a la Estela.

—Lo que nos da ventaja.

—Siempre que no sean muchos, sí. Pero en cuanto abran la puerta y dejen salir a toda la troupe, nuestros carontes estarán muertos.

Xirena puso los ojos como platos.

—Esto… No me gusta la muerte. La muerte es mala.

Simi asintió la cabeza para darle la razón.

—El akri de Simi se pondría muy triste si Simi muriera. Y a Simi tampoco le haría gracia.

—Ni a mí —les aseguró ella—. No os preocupéis. No dejaremos que os coman.

Sin plegó el sofá. Sus ademanes distraídos pusieron de manifiesto que estaba buscando una solución. Al cabo de un rato la miró a los ojos.

—¿Alguna posibilidad de que tu abuelita deje sueltos a algunos demonios más?

—No lo sé. Demasiados carontes fuera de Kalosis sin Apolimia para controlarlos sería lo mismo que tener a los gallu campando a sus anchas. Creo que solo cambiaríamos la naturaleza del destructor de la raza humana.

—Cómo no —gruñó Sin—. Ahora tienen a la Luna Abandonada y la Estela que encontré para ellos y nosotros no tenemos poderes mientras siga en su poder. Si los atacamos, nos dejarán secos. Casi es mejor pegarme un tiro y acabar con el sufrimiento antes de que me conviertan.

El arranque melodramático hizo que Kat pusiera los ojos en blanco.

—No tires la toalla todavía. La lucha no se acaba hasta que liberen a las Dimme, ¿no?

Lo oyó resoplar.

—Perdona que no tenga muchos ánimos y esperanzas en este preciso momento. Al fin y al cabo, la persona en quien creía que podía confiar fue quien me dio la peor puñalada.

Tuvo que cerrar los puños para no abofetearlo. Su primer impulso fue responderle en consecuencia. Pero conforme abría la boca para replicarle, recordó las palabras de Aquerón:

«Lo que sí sé, Katra, es que podría haberle perdonado la primera traición, a pesar de lo dolorosa que fue, si me hubiera pedido perdón de verdad. Si me hubiera prometido que jamás volvería a hacerme daño, habría dado mi vida por ella. En cambio, se dejó llevar por el orgullo. Estaba más interesada en castigarme por la supuesta humillación que había sufrido que en el futuro que podríamos haber tenido juntos».

Esas palabras le hicieron morderse la lengua. No quería cometer el mismo error que su madre. Había cometido una injusticia con Sin y los dos lo sabían.

Inspiró hondo para armarse de paciencia y se giró hacia Simi.

—¿Simi? —dijo en voz baja—. ¿Podrías llevar el cuerpo de Kytara al Olimpo? Entrégaselo a M’Adoc.

Simi asintió con la cabeza antes de darle un abrazo.

—No estés triste, akra Kat. Simi y Xirena se comerán a todos los demonios gallu y arreglarán las cosas. Ya lo verás.

Le sonrió a las dos.

—Sé que lo haréis, Simi. Gracias.

Cuando Simi se acercó para recoger el cuerpo de Kytara, Xirena se quedó sin saber qué hacer.

—Te espero en nuestra habitación —dijo el demonio antes de desvanecerse un segundo antes de que Simi lo hiciera.

Sin se acercó al mueble bar para servirse una copa.

—¿Por qué no te vas con ellas? No hace falta que te quedes.

Lo siguió al otro lado de la barra.

—No te vas a librar de mí tan fácilmente.

Sin dejó el vaso en la barra con un golpe tan fuerte que estuvo a punto de romperlo.

—No me presiones, Kat. Estoy tan enfadado contigo ahora mismo que la única emoción que la supera es mi deseo de matar a Kessar. Como no puedo ponerle las manos encima, es posible que me conforme contigo. —Se llenó el vaso hasta arriba.

—Solo quiero hacerte comprender cuánto siento lo que os hice a ti y a tu familia. Si bastara con ponerme un cilicio para compensarte, lo haría. Todos los dioses habidos y por haber saben que me encantaría poder retroceder en el tiempo y devolverte tus poderes. Te los mereces. Pero no puedo hacerlo. —Vio que Sin hacía ademán de marcharse, pero no estaba dispuesta a que se fuera sin más. Furiosa por su desdén, lo obligó a darse la vuelta y lo besó—. Te quiero, Sin. Solo quería que lo supieras.

Sin se quedó de piedra tanto por sus gestos como por su declaración. No podía moverse. Solo atinaba a contemplar la expresión tierna de su cara. La sinceridad. No obstante y al mismo tiempo, escuchó las risas y las burlas de su esposa en la cabeza: «Eres incompetente como dios, como amante, como hombre…».

Lo único que siempre se le había dado bien era matar. Sin embargo, Kat le hacía sentir que tenía más habilidades. Lo hacía sentirse importante. Lo hacía sentirse valorado.

Y eso fue lo que hizo añicos su reticencia.

—Conseguiremos ganar esta batalla y también salvaremos a tu hermano —dijo ella al tiempo que le colocaba una mano en la mejilla—. Te lo prometo. Nunca más te volveré a hacer daño. Jamás te traicionaré. Te lo juro por mi vida, pasada y futura. Puedes confiar en mí, Sin.

Tragó saliva cuando las emociones amenazaron con desbordarlo. Quería alejarse de ella, pero no podía. Ya era demasiado tarde para eso.

—No me decepciones, Kat. No creo que pueda recuperarme si lo haces.

A Kat se le llenaron los ojos de lágrimas al escuchar esas palabras. No le había dicho que la quería, pero era un buen comienzo. No se había reído de ella ni la había echado del ático.

Le había dado la promesa de una relación. La oportunidad de recuperar la confianza que se había visto truncada. No podía esperar nada más.

—Te doy mi palabra, Sin.

Sin agachó la cabeza para darle un delicadísimo beso en los labios. A pesar de todo, le provocó un escalofrío y la excitó, de modo que enterró los dedos en su pelo y lo mantuvo cerca para poder acariciarle la mejilla con la suya. El olor de su piel la puso a mil. Llevaba toda la vida esperando esa cercanía. Era maravilloso tenerlo entre sus brazos.

No quería ser como su madre. No quería perderlo. No quería vivir con el recuerdo de lo que habían tenido a sabiendas de que lo había perdido por su propia estupidez.

Por primera vez en su vida, veía con claridad meridiana la relación de Artemisa con su padre. Era una tragedia que no quería repetir.

Acarició un mechón de su pelo entre los dedos al darse cuenta de lo mucho que lo quería. No solo deseaba su cuerpo, que estaba para comérselo, sino al hombre que era.

—Vamos a ganar esta batalla.

—Cuando te escucho decirlo casi me lo creo.

Se apartó de él con una sonrisa.

—Bueno, ¿qué hay que hacer?

Lo vio tomar una honda bocanada de aire antes de responder:

—Primero: no morir. Segundo: no dejar que nos muerdan.

—¿Y qué más? —Esperaba que hubiera algo más.

—Darles una paliza —contestó él sin más.

—Buen plan. Un poco parco en detalles.

—Ahora que lo dices… —replicó él con una sonrisa perversa.

Soltó una carcajada al ver su actitud juguetona que sería contagiosa de no ser por que sus vidas pendían de un hilo.

—He llegado a la conclusión de que los detalles no son malos en situaciones como esta. Que sepas que los planes pueden ser tus amigos.

—¿De verdad? Pues yo creo que los grandes planes siempre son un estorbo. Es mejor tomárselo con calma e improvisar sobre la marcha.

—Así que «tomárselo con calma»… —repitió ella al tiempo que cogía el vaso y lo apuraba de un trago—. ¿Así es como piensas enfrentarte a esto?

Se apartó de ella con un suspiro y su rostro perdió todo rastro de buen humor.

—No. Tenemos una bomba a punto de explotar entre las manos y mucho que hacer. El primer paso es…

—Liberar a tu hermano.

Lo vio negar con la cabeza.

—Primero tenemos que hacernos con la Estela.

—¿Vas a dejar a Zakar en sus manos?

Lo vio dar un respingo como si la mera idea lo asqueara.

—No es lo que preferiría, pero ahora que saben que podemos llegar hasta él, lo estarán vigilando con más celo que antes. Y si tienen la Estela cuando vayamos a buscarlo…

—La paliza nos la llevaremos nosotros.

—Tú lo has dicho. Tenemos que recuperar la Estela. La pregunta es cómo.

Meditó la respuesta un instante. No podían plantarse allí y exigir que se la devolvieran. Ni siquiera sabían dónde estaba. Necesitaban a un infiltrado.

—¿Tiene Kessar alguna debilidad? —preguntó ella.

—Ninguna que yo conozca.

¿Por qué no le sorprendía? Sencillo, porque de haber conocido alguna debilidad, a esas alturas ya la habría explotado.

—En fin, es posible que conozca a alguien que pueda averiguarlo. Ahora vuelvo.

Sin la miró con el ceño fruncido.

—¿Adónde vas?

—A la Isla del Retiro. Quédate aquí y descansa, que yo vuelvo enseguida.

—¿Seguro que no quieres que te acompañe? —Daba la sensación de que tenía miedo por ella.

—Sí. Tengo que hacerlo sola.

—Ten cuidado.

Conmovida por su preocupación, asintió con la cabeza antes de intentar teletransportarse. No llegó muy lejos.

—Es por la Estela —le recordó Sin cuando ella soltó un gruñido frustrado—. Sigues sin poderes.

El gruñido se convirtió en un grito.

—Esto es un poco frustrante.

Sin se colocó detrás de ella, que cerró los ojos al sentir el calor de su cuerpo. Tenía algo que siempre conseguía excitarla. Su olor, su presencia… Él en conjunto le provocaba una poderosa oleada de deseo. Acto seguido, la aferró por las caderas e inclinó la cabeza para susurrarle al oído. En cuanto escuchó las melodiosas palabras sumerias, sintió que el poder fluía desde sus manos y la inundaba. La sensación le provocó un delicioso escalofrío desde la base de la espalda hasta la nuca, donde le dejó un cosquilleo.

—¿Qué haces?

—Prestarte los poderes que me quedan.

Esas palabras le llenaron los ojos de lágrimas y le provocaron un nudo en la garganta.

—¿Vas a confiar en mí?

Tenía sus labios tan cerca de la mejilla que le hicieron cosquillas al hablar.

—Me pediste otra oportunidad. Estoy haciendo todo lo posible por concedértela.

No me falles.

Aunque no había pronunciado esas palabras, las sintió en su corazón.

—No te fallaré —susurró un segundo antes de que sus debilitados poderes se fundieran y le permitieran teletransportarse a la sala donde Simi había llevado a Kytara. Sin embargo, Simi no estaba por ningún sitio, por lo que supuso que había regresado a Las Vegas.

Con las emociones a flor de piel, se detuvo en una esquina para recuperar la compostura. D’Alerian, M’Adoc y M’Ordant estaban de espaldas a ella. Desde donde se encontraba, los dioses oníricos parecían casi idénticos. D’Alerian tenía una larga melena negra, pero M’Ordant lo llevaba corto al igual que M’Adoc, aunque este último lo tenía rizado. Los tres iban vestidos de negro y estaban hablando en voz baja.

M’Ordant agitó la mano y cubrió el cuerpo de Kytara con una sábana de seda.

—Es inquietante pensar que los gallu tienen este poder. Creía que nos habíamos librado de esos cabrones hacía siglos.

D’Alerian meneó la cabeza.

—Solo en el plano humano. Sus dioses eran muy listos y los escondieron muy bien a nuestros ojos.

Carraspeó para hacerles saber que no estaban solos. Los tres se giraron hacia ella con expresiones serias que desaparecieron al darse cuenta de que era ella y no otro dios.

Se acercó a ellos.

—Siento haber escuchado a hurtadillas.

M’Adoc no parecía dispuesto a perdonarla.

—¿Llevas mucho tiempo ahí?

—No. He llegado cuando hablabais de lo inquietante que era esto. Y estoy de acuerdo.

A diferencia de lo que ocurría con M’Adoc, la expresión de D’Alerian era completamente inexpresiva.

—¿Qué te trae hasta aquí, Katra? ¿Es que Artemisa quiere que atormentemos a alguien?

Ese solía ser el motivo por el que los buscaba.

—No, no es eso. Necesito saber si alguno de vosotros ha visitado los sueños de algún gallu. Y más concretamente si ha estado algún Cazador Onírico en los sueños de Kessar.

El rostro de D’Alerian siguió completamente impasible.

—¿Por qué iba un Óneiroi a…?

—No hablo de un Óneiroi —lo interrumpió ella—. No busco a alguien que hubiera ayudado a sanar a los gallu. Busco a un skoti brutal. Alguien que sepa qué es lo que aterra de verdad a Kessar.

Los tres se miraron sin comprender.

M’Adoc cruzó los brazos por delante del pecho.

—Solo hay dos que encajen en esa descripción. Solin o Xypher.

—Xypher —dijeron los otros dos a la vez.

M’Ordant imitó la postura de M’Adoc.

—Por muy cruel que sea, a Solin le tiran más las mujeres y el sexo. No asusta a nadie a menos que sea para echar a un Óneiroi de un sueño.

D’Alerian le dio la razón.

—Xypher sí está enganchado al miedo, desde el principio. Pero es un renegado. Ni siquiera nosotros podemos controlarlo.

Xypher parecía el tío que ella necesitaba.

—Genial. ¿Dónde está?

—En el Tártaro —respondió M’Adoc con frialdad—. Nos vimos obligados a matarlo, de modo que ahora se pasará la eternidad siendo castigado por sus crímenes.

La cosa mejora por momentos, pensó.

—¿Lo matasteis?

M’Adoc asintió con la cabeza.

—Permíteme repetir que es un renegado. Es la encarnación del miedo de la gente a quedarse dormida. Pero si alguien sabe lo que acojona a un demonio, es precisamente él.

—Genial. —Enfatizó la palabra todo lo que pudo—. Me muero por conocerlo. ¿Podría alguno de vosotros mandarme al reino de Hades?

M’Adoc frunció el ceño.

—¿No puedes ir tú sola?

—Ando un poco baja de batería ahora mismo y agradecería el empujoncito.

D’Alerian chasqueó los dedos y de inmediato se encontró en uno de los lugares en los que prefería no estar. El Inframundo. Un sitio escalofriante. De esos que provocaban escalofríos en la espalda y el impulso de mirar por encima del hombro por si algo o alguien tenía ganas de comer. Había un montón de criaturas desagradables que consideraban ese sitio su hogar.

Aunque no todo era malo. Los Campos Elíseos eran muy agradables. Eran el paraíso al que iban las almas decentes para pasar la eternidad en una felicidad absoluta. Ojalá Xypher hubiera estado allí. En cambio, tenía que estar en el peor sitio de todos. El Tártaro. Allí enviaban a los seres malvados para recibir su castigo. No había luz. Ni risas. Nada bonito ni agradable.

Estaba todo oscuro y lleno de dolor. La zona estaba repleta de cavernas y celdas en las que resonaban gritos agónicos, chillidos que buscaban clemencia. Los ocupantes solían estar tan mal que ni sus madres los reconocerían, y la disposición de las cuevas era un complicado laberinto.

Sin ayuda sería incapaz de encontrar a Xypher.

—¡Eris! —gritó, llamando a la diosa de la discordia… a la que normalmente evitaba como a la peste. La última vez que estuvieron juntas, acabaron en una batalla de descargas astrales que solo terminó cuando Zeus intervino para mandarlas a sus respectivas habitaciones durante toda una década.

Eris se materializó frente a ella con cara de pocos amigos. Ataviada con un vestido negro, estaba más pálida que un fantasma. Llevaba el pelo recogido en una coleta desde la cual sus rizos negros caían hasta rozarle las caderas. Era tan hermosa como Afrodita, pero también era la diosa más malvada de todas.

—¿Has llamado, asquerosa?

Inspiró hondo para no responder al insulto. Como diosa de la discordia que era, Eris tenía la costumbre de enzarzarse en peleas.

—Necesito encontrar a un recluso y estoy segura de que tú me llevarás directa hasta él.

La diosa enarcó una ceja.

—¿En serio? ¿Por qué estás tan segura?

Echó un vistazo al entorno tan lúgubre antes de contestar:

—Porque sé que te encanta torturar a la gente. Cada vez que Ares se está tirando a alguien, sé que vienes aquí a jugar.

Eris levantó la barbilla en actitud desafiante y entrecerró los ojos.

—¿Quién te lo ha dicho? ¿Perséfone?

—Da igual quién me lo haya dicho. El asunto es que necesito que me ayudes.

—¿Y qué me darás a cambio?

No te daré una paliza, pensó. Ojalá pudiera decirlo en voz alta.

—Mmm… Supongo que podría seguir manteniendo el secreto de que fuiste tú quien le contó a Hera la aventurilla que tuvo Zeus con esa modelo neoyorquina el otoño pasado.

La diosa se quedó blanca, sin rastro de su anterior altivez.

—¿Cómo lo sabes?

—Al contrario que tú, tengo amigos por todos los sitios a quienes les encanta cotillear. En fin, ¿vas a ayudarme o no?

Eris resopló con furia.

—Si algu…

Levantó la mano para interrumpirla.

—No pierdas el tiempo con amenazas. Si haces algo para cabrearme, te obligaré a tragarte esa manzanita dorada que te encanta tirarle a la gente. Ahora llévame hasta el antiguo skoti llamado Xypher.

Un brillo malicioso iluminó los ojos oscuros de la diosa de la discordia.

—Te gusta el peligro, ¿no? Pero para que nadie diga que no soy justa, te advierto que es un animal.

—Genial… Llévame hasta él.

Eris sonrió con sorna antes de que ambas desaparecieran. Se materializaron en el interior de una pequeña gruta. Kat apenas veía, pero sí escuchaba el ruido constante de algo en movimiento. No sabía muy bien qué era.

Al menos no lo supo hasta que Eris chasqueó los dedos y se hizo la luz.

Dio un respingo al ver a un hombre en el suelo con la espalda cubierta de latigazos y sangre. El ruido que había escuchado era el del látigo que empuñaba un esqueleto junto al hombre, mientras lo golpeaba sin descanso.

Con un rugido, el hombre se giró y agarró el látigo, pero este se desintegró en su mano. Otro volvió a aparecer al instante en la mano del esqueleto, que continuó con los azotes.

Eris chasqueó la lengua.

—Hola, Xypher… ¿Quieres jugar con tu prima Eris?

—Vete a la mierda, zorra.

—¡Huy! —exclamó Eris, que frunció la nariz—, ya veo que estás juguetón esta mañana. ¿Quieres que me una al grupo?

—Eris —dijo ella en voz baja—, déjanos.

La diosa hizo un puchero que un niño malcriado habría envidiado antes de desaparecer.

Kat se acercó a Xypher mientras él intentaba coger el látigo de nuevo, pero sucedió lo mismo que la vez anterior. Vio, y sintió, lo frustrado que se sentía, lo mucho que le dolía. Cada golpe resonaba por todo su cuerpo, pero él se negaba a gritar.

Cerró los ojos e hizo acopio de todo el poder que le fue posible. La esfora fue calentándose contra su pecho a medida que deseaba que el esqueleto desapareciera de la estancia.

Para su sorpresa, funcionó.

Xypher, que estaba vestido con unos pantalones de cuero negro, volvió la cabeza para fulminarla con la mirada. El odio que irradiaban sus ojos la atravesó mientras lo observaba levantarse muy despacio.

—Empieza ya, zorra.

Su rabia la desconcertó.

—¿Cómo dices?

—Que empieces con la tortura que tengas planeada. Estoy listo.

La idea de que solo esperase torturas de un visitante le formó un nudo en el estómago.

—No he venido para castigarte.

—Sí, claro…

—De verdad.

—¿Y para qué has venido? ¿Para pasar el rato?

—Quiero información.

Lo escuchó soltar una carcajada amarga.

—Dado que llevo siglos metido en este agujero apestoso, me cuesta creerte. Ni siquiera sé en qué año estamos, ¿qué clase de información podría tener que te fuera útil?

—Me han dicho que eres un skoti fóbico. Necesito que me digas si has estado en los sueños de los demonios.

Lo vio titubear antes de decir:

—¿Y qué si lo he hecho?

—Necesito saber a qué le tienen pánico.

Nada más decirlo se materializaron dos esqueletos… con sendos látigos de púas en las manos. Ella dio un respingo y Xypher retrocedió con la vista clavada en los recién llegados. Podría ordenarles que se fueran, pero no tenía autoridad en ese reino y necesitaba conservar los pocos poderes que le quedaban hasta que desaparecieran los efectos de la Estela.

Cuando el primer esqueleto hizo restallar el látigo, Xypher lo esquivó, pero no le sirvió de nada. Del techo brotaron unas gruesas raíces que se enroscaron en sus brazos. Xypher se debatió cuanto pudo, pero al final las raíces consiguieron levantarlo del suelo y dejarlo expuesto para la flagelación. El skoti soltó un taco con un rugido y la cabeza hacia atrás y se tensó justo antes de que los esqueletos lo azotaran a la vez. Intentó darles una patada, pero no lo consiguió. Al final levantó la cabeza para mirarla.

—Si quieres mi ayuda, sácame de aquí.

—No puedo hacerlo.

—Pues yo no puedo decirte nada. —Siseó cuando lo golpearon de nuevo.

Asqueada, se apartó para no ver lo que hacían. Xypher tenía razón, no podía dejarlo así. Era cruel. Demasiado cruel incluso para ese sitio. No sabía lo que había hecho, pero seguro que no se merecía ese tipo de castigo.

Muy bien, se dijo, pensaría en verde e intentaría negociar.

—¿Hades?

El dios apareció delante de ella. Hades era alto, atlético y guapísimo. Se percató de lo bien que le sentaba la melena ondulada mientras la miraba con expresión burlona.

—¿Otra vez tú? ¿Es que no tienes nada mejor que hacer que poner a prueba mi paciencia?

Lo miró con el ceño fruncido.

—Hace más de una década que no te veo.

—¿En serio? Parece que fue ayer. Bueno, da igual. —La rodeó y miró con una mueca a los esqueletos—. ¿Qué sois? ¿Nenazas? Dadle con más caña. Joder, mi mujer podría pegarle con más fuerza que vosotros.

Dio un respingo cuando los esqueletos comenzaron a flagelar a Xypher con más fuerza y velocidad.

—¿Te importaría detener la paliza?

Hades resopló.

—Está siendo castigado. ¡Holaaaa, estás en el Tártaro! ¿Recuerdas el propósito de esta parte del Inframundo? No somos muy acogedores y amables por estos lares.

—Necesito que me haga un favor, y se niega a ayudarme mientras sigas azotándolo.

A Hades no le hizo mucha gracia.

—¿Qué favor necesitas de alguien como él?

—Información sobre un sueño.

Hades rechazó su petición.

—Consíguela de uno de los Óneiroi.

—Lo he intentado, pero me han mandado aquí. Me han dicho que Xypher es el único que puede ayudarme.

—Pues lo tienes crudo.

—No, Hades —lo contradijo, porque quería que supiera lo que se estaban jugando—. Lo tenemos crudo todos. Esos demonios sumerios tan monos, los gallu, están agrupándose para liberar a las Dimme. Ya nos hemos quedado sin recursos para detenerlos, así que necesitamos a alguien que pueda meterse en sus cabezas y nos diga cómo hacerlo.

Hades levantó la mano y los esqueletos se detuvieron de inmediato.

—¿Sabes lo que pasó la última vez que las Dimme se liberaron?

—No, pero visto lo visto con los gallu, me imagino que fue bastante chungo.

—No tienes ni idea. —Se acercó a Xypher. El único indicio del sufrimiento que acababa de padecer aparte de las heridas era su respiración alterada—. ¿Qué sabes de los gallu?

Xypher no respondió.

Hades le asestó un puñetazo brutal en el costado.

—¡Oye! —exclamó ella, que se acercó a los dos—. Que ya ha tenido bastante, ¿no?

—Ni de coña.

Xypher le escupió a Hades, pero la saliva no llegó al dios, sino que dio media vuelta en el aire y cayó sobre su propia cara.

Hades hizo una mueca burlona.

—Buen intento, capullo. ¿Crees que has sido el primero en hacerlo? Ahora contéstame.

La expresión furiosa de Xypher la desconcertó. Era como si quisiera hacer enfadar al dios.

—Y una mierda voy a contestarte.

—Vas a contestarme porque puedo hacer que tu estancia aquí sea aún peor de lo que ya lo es.

—Me muero de ganas.

Hades echó el brazo hacia atrás, pero ella se lo cogió.

—Por favor, ¿podemos intentarlo a mi manera?

—Eres idiota, Katra. Este tío solo respeta la violencia. Por eso está aquí. ¿Sabes que hicieron falta once Óneiroi para matarlo? Once. Y casi no sobrevivieron al encuentro.

—Sí —respondió ella en un susurro—, y la última skoti que mandé tras los gallu murió a sus manos.

A juzgar por la expresión del dios, supo que ya lo sabía.

—Kytara. Ahora mismo está en los Campos Elíseos.

Eso la consoló. No soportaba la idea de que torturaran a Kytara de esa forma.

—Necesito a alguien que pueda meterse en los sueños de los demonios sin que puedan matarlo.

Hades le lanzó una mirada a Xypher.

—Ya está muerto.

—Sí. —Kat rodeó al dios para poder hablar directamente con Xypher—. Si te devolvemos a la vida, ¿nos ayudarás?

—¡No! —gritó Hades—. No permitiré que semejante monstruo vuelva a campar a sus anchas.

—¿Qué hizo para que fuera tan espantoso?

—Torturaba a la gente, Katra. Los volvía locos con pesadillas y no le importaba a quién hacía sufrir. No tiene conciencia ni principios morales.

—No quiero recuperar mi vida —los interrumpió Xypher—. Podéis metérosla por el culo.

Una vez más su furia la desconcertó.

—¿Y qué quieres?

—Mi libertad.

Hades resopló.

—¿Que te dejemos libre? Nunca.

—Por favor, Hades —suplicó ella—. Sé que puedes negociar. ¿Voy a tener que llamar a Perséfone?

Al escuchar el nombre de su esposa, Hades se tensó. Dado que Perséfone y ella eran viejas amigas, la diosa siempre se ponía de su parte y Hades nunca salía bien parado. Por suerte, él lo sabía muy bien.

—Vale, ¿qué quieres?

Inspiró hondo, aliviada al darse cuenta de que iba a salirse con la suya. Miró al skoti. Era un riesgo que estaba dispuesta a correr, pero si tenían suerte, saldría bien.

—Xypher, si me ayudas, Hades te dejará libre y te convertirá en humano. —Siendo humano, siempre podrían matarlo si volvía al mal camino.

Vio la duda en los ojos del skoti, pero también un rayito de esperanza.

—¿Juras que me liberarás de este sitio?

Asintió con la cabeza.

—Lo juro por el Estigio.

—Trato hecho.

Con una sonrisa, se giró hacia el dios.

—¿Qué me dices?

Hades titubeó, indeciso. Cuando habló, lo hizo con voz seria.

—Si te ayuda, le concederé la libertad. Pero solo será humano durante un mes. Si al final del mes no ha demostrado que merece su humanidad, volverá aquí.

A juzgar por la expresión de Xypher, saltaba a la vista que quería mandar a Hades y a su trato a la mierda. Pero en el fondo sabía que no iban a ofrecerle nada mejor.

—Vale. Ahora soltadme para que os ayude.

Las raíces lo soltaron tan de repente que cayó al suelo. Se levantó muy despacio, y cuando por fin estuvo en pie, Kat se percató de que era mucho más alto que ella. Incluso herido era formidable.

—¿Qué necesitas?

—Necesito saber dónde está la Estela del Destino y también cualquier debilidad del demonio llamado Kessar… Y lo necesito para ayer.

Xypher asintió con la cabeza antes de mirar a Hades.

—Tienes que devolverme mis poderes.

El dios torció el gesto.

—Estás muerto.

—Pero necesito mis poderes de Óneiroi si voy a ayudarla.

Hades entrecerró los ojos.

—No creas que podrás huir de mí, con poderes o sin ellos. Has hecho un trato y tienes que cumplirlo.

—Y es lo que voy a hacer.

Hades chasqueó los dedos.

El rostro de Xypher reflejó su alivio mientras materializaba su ropa. Cuando la miró a los ojos, vio sinceridad y gratitud en su mirada.

—Estaremos en contacto —dijo antes de desvanecerse.

Kat sonrió satisfecha hasta que vio a Hades menear la cabeza.

—Espero que sepas lo que haces.

—Creo que sí.

—No, Kat, no lo sabes. ¿Te has molestado en preguntarle a alguien por qué lo condenaron a muerte?

—Ya me lo has dicho. Era un skoti que se negaba a acatar las órdenes.

—Sí, eso es verdad. Pero también perseguía a los humanos y los aterrorizaba hasta que se volvían locos. Y no a unos pocos, Kat. Estoy hablando de cientos. Su última víctima se prendió fuego intentando escapar de las pesadillas que Xypher había creado.

Horrorizada, se cubrió la boca con las manos.

—¿Por qué no me lo has dicho antes?

—Porque has dicho que sabías lo que hacías. Me alegra saber que eres capaz de mentir como el resto.

Eso le dolió más de lo que estaba dispuesta a admitir. No había sido su intención mentirle a nadie, y detestaba el hecho de que Hades supiera cómo atacar a la gente para hacer más daño.

Sin embargo, no le daría el gusto de saber que había dado en el clavo.

—Gracias por tu ayuda, Hades.

El dios la saludó con la cabeza antes de dejarla a solas con el miedo por lo que acababa de hacer. Tenía la sensación de que, al intentar arreglar las cosas, acababa de desatar otra amenaza para el mundo.

Al paso que iba, ¿para qué temer a los gallu? Ella parecía ser la peor amenaza para la Humanidad.

Abrumada por la culpa, se marchó para contarle a Sin las buenas nuevas…