9

Aquerón se alejó trastabillando de Artemisa, consumido por la ira. Apoyó un brazo en la pared y observó cómo su piel se volvía azul. Respiraba de forma acelerada y sus colmillos se habían alargado. Lo veía todo borroso.

Ansiaba tanto la sangre de Artemisa que podía paladear su sabor. Aunque lo que más ansiaba era degollarla.

—¡Joder, Artemisa! —masculló.

—Intenté decírtelo. Te la ofrecí y tú la rechazaste.

Sus palabras lo hicieron volverse con brusquedad para lanzarle una mirada furibunda.

—Textualmente dijiste: «Tengo un bebé para ti». Nada de: «He tenido un hijo tuyo». ¡La diferencia es para cagarse! Creía que era una niña que alguna de tus fieles te había dejado en ofrenda y que tú querías dármela para compensar la muerte de mi sobrino. Y lo sabías muy bien. —Todas sus doncellas llegaron a su servicio de esa manera. En aquella época era normal que la gente dejara a sus hijos como ofrenda a los dioses.

Se pasó las manos por el pelo a medida que los recuerdos cruzaban por su mente, desgarrándolo.

Se vio tumbado sobre la fría piedra cuando era solo un muchacho, encadenado e inmovilizado por los esclavos mientras el cirujano se acercaba con el escalpelo.

El recuerdo del dolor lo hizo sisear.

Se acercó a Artemisa con la respiración acelerada y los puños apretados para no estrangularla.

—Me esterilizaron. Es imposible que engendrara un hijo. Imposible.

La expresión de Artemisa se crispó.

—Fuiste estéril como humano. Pero cuando cumpliste los veintiuno…

Su condición de dios se manifestó.

Se pasó la mano por la cara al recordarlo. Todas las cicatrices de su cuerpo desaparecieron. Físicamente se recuperó por completo.

Era obvio que se habían curado todas las heridas, no solo las evidentes. Lo que incluía la cirugía que le practicaron. ¡Joder! ¿Cómo había podido ser tan idiota?

—¿Por qué no me dijiste que estabas embarazada?

Artemisa le lanzó una mirada furiosa.

—Lo intenté. Tú te negabas a escucharme y lo único que me decías era: «Te odio. Muérete». No dijiste nada más durante esos dos mil años.

Ash se echó a reír, asaltado por un amargo dolor. Artemisa tenía razón por primera vez en la vida. Se pasó dos mil años dándole la espalda. ¡Por los dioses! ¿Quién se habría imaginado que era «eso» lo que quería decirle?

Y lo peor era que la rechazó de plano cuando intentó mostrarle a su hija. Se maldijo por haber sido tan imbécil y haber estado tan ciego. ¿Por qué no se lo había imaginado siquiera? ¿Por qué había permitido que la rabia lo cegase en algo tan trascendental?

Le daban ganas de matarse por lo imbécil que había sido. Había rechazado a su propia hija. A saber lo que pensaba de él y de su rechazo.

—Han pasado once mil años, Artemisa. No sé, podrías haberme mencionado el tema antes, ¿no te parece?

Los ojos de la diosa estaban llenos de lágrimas.

—Cuando te la ofrecí y tú me insultaste y rechazaste lo más preciado para mí en todo el universo, quise hacerte daño. No tienes ni idea de lo que pasé mientras intentaba ocultarle mi embarazo a todo el mundo. Sufrí el parto a solas, sin nadie que me atendiera. Sin nadie que me ayudara. Podría haberme deshecho de ella, ¿sabes?

El último comentario estaba destinado a herirlo, pero no estaba dispuesto a permitírselo.

—¿Y por qué no lo hiciste?

—Porque era parte de ti y también era mía. Lo único que he tenido en la vida que es únicamente mío. Nunca se me habría ocurrido deshacerme de ella. Cuando comenzaste a hablarme de nuevo, ya era una mujer hecha y derecha. Decidí que sería absurdo perderte por algo que no tenía vuelta de hoja cuando lo había intentado todo para que me amaras.

Soltó una amarga risotada al escucharla.

—Me alegro por ti, Artie. Adoras a mi hija y yo solo soy un extraño para ella. Gracias.

—No seas tan rencoroso. En realidad, no tardó mucho en ir en busca de tu madre a mis espaldas. Es igualita que tú… Siempre encuentra la forma de castigarme cuando lo único que quiero es abrazarla.

Sus palabras lo dejaron de piedra. Tenía que estar de coña…

—¿Mi madre conoce su existencia?

—Claro que esa zorra lo sabe. Me vi obligada a cederle la protección de mi hija a cambio de tu vida la noche que Stryker estuvo a punto de matarte en Nueva Orleans.

Hervía de furia, aunque no sabía muy bien por qué. Entre su madre y Artemisa lo habían jodido tantas veces que ya había perdido la cuenta. No había habido ni una sola mujer en su vida que no lo hubiera traicionado.

Ni una.

Simi era la única criatura femenina pura que había conocido. E incluso ella lo había traicionado al seducir a su mejor amigo. Ella perdió su inocencia y él ganó un enemigo que no se detendría hasta verlo muerto.

O hasta que él lo matara.

Sí, las mujeres eran la cruz de su vida. Ojalá hubiera nacido gay, de esa forma habría evitado siglos de sufrimiento.

De todas maneras, no podía hacer nada para cambiar el pasado. Soltó un largo y furioso suspiro antes de mirar a Artemisa.

—¿Y dónde está mi hija ahora?

—Eso era lo que quería decirte. Le ordené que matara a Sin.

—¿¡Que has hecho qué!?

Artemisa chilló al tiempo que se alejaba de él.

—No te preocupes. Se parece tanto a ti que no fue capaz de hacerlo. Así que tuve que recurrir a Deimos.

La cosa mejoraba por momentos, pensó Ash.

—A ver si acierto. Deimos va ahora a por los dos, ¿verdad?

Artemisa asintió con la cabeza.

—Le he dicho que no le haga daño a Katra, pero no va a hacerme caso. Y no sé cómo se ha enterado de que es mi hija.

Por fin lo comprendía todo.

—Quieres que detenga a Deimos.

—Quiero que lo mates.

Ash soltó una carcajada.

—No me mires mientras meneas la cabeza —masculló Artemisa—. Sé que puedes hacerlo. Eres un exterminador de dioses. Sus poderes no son nada comparados con los tuyos.

Le lanzó una mirada asesina.

—No tienes ni idea, Artie. Ni idea. De hecho, tienes suerte de que no te haga pedazos ahí donde estás.

—No puedes. Has jurado que nunca lo harás.

—Sí, pero estoy pensando que merece la pena morir con tal de matarte.

—No te atreverías.

Gruñó, porque sabía que decía la verdad. Si él moría, su madre quedaría libre para campar a sus anchas por el mundo y la Humanidad quedaría reducida a cenizas. Y él era tan imbécil que le importaba.

Soltó el aire despacio antes de preguntarle lo más obvio a doña Obtusa.

—¿Cómo quieres que proteja a mi hija si me has hecho prometerte que seguiré aquí una semana más?

—Si Katra te necesita, podrás ir a ayudarla. Pero tiene que estar en peligro.

Guardó silencio un instante tras escuchar por primera vez el nombre de mi hija.

—¿Katra? En griego significa «pura».

Artemisa asintió con la cabeza.

—Se parece a ti. —Levantó una mano e invocó una imagen de la cara de Katra para que pudiera verla.

La belleza de su hija hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas, pero se negó a llorar. Mientras la contemplaba, cayó en la cuenta de que la conocía. Era la cara que veía en sueños. La rubia que no identificaba. De alguna manera su mente debía de saber de su existencia y estaba intentando transmitírselo.

—¿La he visto alguna vez? —preguntó con un hilo de voz.

—Una vez, que yo sepa. Estaba saliendo con las demás korai cuando tú apareciste de repente. La miraste antes de que yo consiguiera llamar tu atención.

Lo recordaba. Porque le sorprendió que una de sus doncellas fuera más alta que la propia diosa cuando sabía perfectamente que Artemisa no soportaba tener mujeres más altas que ella en su presencia.

—La rubia alta…

—Sí.

Reprimió el dolor que comenzaba a invadirlo. Pensar que había estado tan cerca… era casi insoportable.

—¿Ella sabe quién soy?

—Nunca le he ocultado la identidad de su padre. Por eso fue a ver a tu madre.

Un mal presentimiento se asentó en su estómago.

—¿Qué le dijiste, Artie? ¿Que yo la rechacé?

Los ojos de Artemisa lo miraron echando chispas.

—Estoy harta de que siempre me hagas daño, Aquerón. Muy harta. Si te hubieras comportado conmigo como tenías que haberlo hecho, habrías estado al tanto de su existencia. Así que no me vengas ahora con cabreos. Hice lo que tenía que hacer. Fuiste tú quien le dio la espalda. Yo estuve siempre ahí para ella, mientras tú seguías de morros.

De morros, pensó él. Sí. Era tan típico en él ponerse de morros… En realidad, estuvo aprendiendo a usar sus poderes e intentando controlar a una jovencísima Simi que nunca antes había estado en el plano humano. Los primeros años después de que Artemisa lo resucitara fueron duros y aterradores.

Y no contó con el apoyo de nadie. Su madre había reaccionado de forma desagradable e irracional cada vez que intentaba ponerse en contacto con ella. Artemisa no paraba de acosarlo. De no haber sido por Savitar, que apareció de repente para ayudarlo a controlar sus poderes, habría estado perdido.

Sin embargo, todo eso pertenecía al pasado y no podía cambiar nada. Lo único que podía hacer era asegurarse de que nadie le hiciera daño a su hija a partir de ese preciso momento.

—¡Simi!

Su demonio caronte apareció incluso antes de haber acabado de pronunciar su nombre.

—¡Akri! —exclamó ella con una sonrisa de alegría—. ¿Ya puedes venir a casa?

Ash miró a Artemisa con expresión malévola.

—Todavía no. Pero tengo un encargo para ti.

Simi pareció confundida.

—¿Ah, sí?

—Pues sí. Parece que hay alguien que necesito que protejas. Quiero que te asegures de que no le pasa nada. ¿Lo entiendes?

Simi se quedó blanca.

—No querrás que Simi vigile a esa zorra, ¿verdad? Porque, sin ánimo de ofender, akri, Simi te quiere, pero no tanto como para eso. No lo haría ni por las circonitas de la Teletienda.

Su sinceridad le arrancó una sonrisa.

—No me refería a Artemisa, Simi. Necesito que cuides de una mujer llamada Katra.

La aclaración hizo que Simi frunciera el ceño.

—¿De akra Kat?

La pregunta le provocó un mal presentimiento.

—La conoces.

Simi se puso nerviosa, una mala señal en ella.

Artemisa soltó un resoplido asqueado.

—Ya sabe que es su hija, idiota.

Simi se volvió hacia la diosa con una expresión incrédula.

—¿Idiota? ¿Has llamado idiota a Simi? La zorra se ha hecho un lío y se ha confundido. Ahora resulta que se cree Simi, aunque es normal, claro. Todas las mujeres quieren ser Simi porque es un bellezón, porque tiene un estilazo vistiendo y porque va siempre monísima con sus circonitas. Y porque no es una foca… como otras.

—Por favor, la estupidez de este demonio es increíble. Como si quisiera parecerme a ti…

Los ojos de Simi se volvieron negros con tal rapidez que Ash apenas tuvo tiempo de agarrarla antes de que se lanzara a por la zorra de Artemisa para comérsela.

—No, Simi. Déjala. —Y a Artemisa le dijo—: Un insulto más y Simi será el menor de tus problemas.

Artemisa hizo una mueca burlona.

—No puedes hacerme nada.

—Tienes razón. Yo no. Pero siempre puedo dejarte en manos de mi niña.

Simi soltó una alegre carcajada.

—¡Síii! ¿Dejarás que Simi se coma por fin a la zorra? ¡Bien!

Artemisa se desvaneció al instante.

Se habría sentido satisfecho de no estar tan enfadado. Soltó a Simi y la instó a volverse para poder mirarla a la cara.

—¿Sabías lo de mi hija?

Simi bajó la cabeza como una niña temerosa por la posibilidad de una bofetada, aunque nunca le había dado ninguna.

—¿Akri está enfadado con su Simi?

Tiró de ella para abrazarla.

—¿Cómo voy a enfadarme contigo? —Simi era lo único que había amado en su vida sin condiciones y sin avergonzarse de ello. Sin embargo, eso no evitaba que su secretismo resultara doloroso—. Aunque me habría gustado que me lo dijeras.

—Pero la diosa reina dijo que si te enterabas, llorarías. Dijo que sufrirías muchísimo. Tanto como ella porque no puede tenerte cerca. Simi no quería verte llorar como llora akra.

La abrazó con más fuerza.

—Lo sé, Simi. No pasa nada.

Ella se apartó para mirarlo a los ojos.

—¿Estás triste, akri?

—Un poco.

Simi le cogió una mano y le dio un apretón.

—Simi no quería hacerte daño, akri.

—Cariño, tú no me has hecho daño. Se me pasará.

—Vale —replicó ella en voz baja—, porque si no se pasa, Simi se comerá a la foca y lo arreglará todo.

Sonrió al escucharla.

—No puedes comértela.

—¿Ni un bocadito? —insistió con un mohín—. En un talón o en un dedo. No lo echará de menos… hasta que intente coger algo, aunque ¿a quién va a importarle? Bueno a ti, porque a los demás no.

—No, Simi. Tus bocaditos son como los de un tiburón. Necesito que encuentres a Katra y la protejas.

—Pero ¡Simi ya sabe dónde está! Acaba de estar con ella.

Sus palabras lo dejaron pasmado. Aunque, la verdad fuera dicha, no sabía por qué se sorprendía a esas alturas de la película.

—¿Cómo dices?

—Está con ese dios depuesto que odia a la foca tanto como la odia Simi. Quieren que Simi y Xirena los ayuden a luchar contra los demonios gallu que antes dejabas que Simi se comiera. Parece que hay un montón. —Metió la mano en el bolso y sacó un bote de salsa barbacoa—. Y Simi está preparada.

Ash meneó la cabeza mientras intentaba comprender lo que le estaba diciendo.

—¿Los gallu están libres?

Simi hizo un gesto afirmativo.

—Sin dice que están apareciendo como moscas, así que será como un tentempié.

Sí… y para la Humanidad sería la ruina.

—Simi, vete y cuida a Katra por mí.

—Vale, akri. Pero no estés triste. —Le mandó un beso antes de desaparecer.

Ash soltó un suspiro cansado mientras recorría la estancia con la mirada. Las cosas en la Tierra se estaban desmoronando y allí estaba él, atrapado por culpa de la insaciable libido de Artemisa. Era muy injusto.

—¿Qué coño está pasando?

Tenía derecho a saberlo.

Cerró los ojos e intentó localizar a Sin y a los gallu, aunque lo único que vio fue bruma sin forma ni sustancia. Cosa que no le sorprendió. Normalmente le costaba trabajo ver algo del mundo inferior cuando estaba en el templo de Artemisa. La diosa no quería que estuviera al tanto de lo que pasaba, porque eso acrecentaba su impaciencia por marcharse.

Sin embargo, había una persona que sí le diría lo que quería saber…

Volvió a la terraza del dormitorio de Artemisa y se apoyó en la balaustrada. Tras cerrar los ojos, dejó que su ensyneiditos lo abandonara y viajara por el cosmos hasta llegar al jardín de su madre. Era el único respiro que tenía cuando Artemisa lo obligaba a estar en el Olimpo. Como el ensyneiditos era la parte consciente de su persona, que no su cuerpo físico, podía utilizarla para desplazarse sin moverse de donde estaba.

Y era la única manera de visitar a su madre. Si alguna vez apareciera ante ella en persona, Apolimia quedaría libre y podría destruir el mundo… que era precisamente su único objetivo.

El suyo, en cambio, era el de impedírselo.

Flotó por Kalosis hasta dar con ella. Estaba cerca del estanque, en la parte trasera de su palacio. Las rocas de obsidiana relucían como la piel de su madre, que estaba utilizando el agua negra del estanque para formar una esfora. Apolimia había alzado una buena cantidad de agua, que flotaba en el aire en forma de esfera.

Sin embargo, lo que lo dejó sin palabras fue la mujer que estaba a su lado. Una cara que había visto antes, pero solo en sueños. Sus rasgos eran muy similares a los suyos, aunque lo poco que había heredado de Artemisa bastaba para dejar clara su identidad.

Era su hija.

—¿Katra?

La esfera explotó y las gotas negras regresaron al estanque mientras ambas se volvían para mirarlo. Cuando esos ojos verdes se clavaron en él, sintió deseos de echarse a llorar. Sin embargo, el dolor no era una experiencia nueva. Estaba tan acostumbrado a ocultar su sufrimiento que ni siquiera tenía que esforzarse para lograrlo.

—Apóstolos —dijo su madre con un hilo de voz mientras se ponía en pie y los miraba a ambos con recelo—. ¿Estás enfadado?

Kat era incapaz de moverse mientras aguardaba la respuesta. A juzgar por su forma de pronunciar su nombre, estaba claro que alguien le había hablado de ella. No podía creer que su padre estuviera ahí, con ellas. Aunque sabía que realmente no lo estaba. Solo era una aparición. No podía tener contacto físico con su madre sin liberarla de su prisión.

La estaba mirando con una expresión muy seria.

Había soñado millones de veces con ese momento, con el instante en que la viera por primera vez y la reconociera por lo que era. Sin embargo, en sus sueños era un momento de felicidad, no de aprensión. Nunca había imaginado que las cosas se desarrollaran así, y eso que había fantaseado con un sinfín de posibilidades.

Lo que quería hacer era correr hacia él para abrazarlo. Ojalá pudiera hacerlo. Sin embargo, su actitud era tan distante que le daba miedo hasta moverse.

—¿Papá? —lo llamó con aprensión.

Aquerón apartó la mirada mientras una lágrima resbalaba por su mejilla, justo antes de que desapareciera de su vista. La imagen hizo que a Kat se le llenaran los ojos de lágrimas y la emoción le provocó un nudo en la garganta que amenazó con asfixiarla.

Su abuela le puso una mano en el hombro.

—Ve con él, Katra. Te necesita.

Ella asintió con la cabeza antes de desaparecer de Kalosis camino del Olimpo. Se materializó en la terraza donde tantas veces había jugado siendo niña.

Allí estaba su padre, a unos metros de distancia.

No sabía muy bien qué hacer ni qué decir. Quería correr hacia él. No, se corrigió, quería decirle algo. Pero no se le ocurría nada mientras percibía su dolor y su tristeza.

Estaba tan quieto como una estatua, con la vista perdida en los jardines que se extendían a los pies del templo. De repente, jadeó al recobrar la consciencia.

Kat creyó que se le pararía el corazón cuando lo vio girarse hacia ella y sus miradas se encontraron.

Las lágrimas comenzaron a resbalar por las mejillas bajo el asalto de las emociones. Se las limpió con un gesto furioso.

—Normalmente no soy así. No soy tan sentimental.

Su padre seguía sin hablar. Se limitó a acercarse a ella como si no pudiera creerse lo que estaba viendo. Se detuvo frente a ella y la miró como si fuera un espectro. De cerca parecía mucho más grande. Mucho más poderoso. Supuso que era normal que una hija se sintiera un tanto intimidada por la presencia de su padre. En su caso, estaba muerta de miedo.

—¿Has tenido una buena vida? —lo escuchó preguntarle con ternura.

La sencilla pregunta logró que las lágrimas cayeran con más fuerza mientras asentía con la cabeza.

—Solo he echado algo en falta.

—¿El qué?

—A ti.

Ash era incapaz de respirar por culpa de las lágrimas. Y eso lo puso de muy mal humor. Él no lloraba. Nunca. Sin embargo, el hecho de haberse perdido tantísimos años de la vida de su hija y de saberse un extraño para ella lo estaba destrozando. ¿Cuántos niños había acunado y protegido a lo largo de los siglos? ¿Cuántos había abrazado mientras deseaba que fuesen suyos, convencido de que nunca podría tenerlos? Y saber que durante todos esos siglos había una hija suya en el mundo…

Era muy injusto.

Tragó saliva, asaltado por el deseo de tocarla, pero tenía miedo de que lo rechazara como todos los demás lo habían rechazado en el pasado. Seguro que lo odiaba por haberla abandonado. Y, de ser así, no podría culparla. Bien sabían los dioses que él había sentido lo mismo cuando supo quiénes eran sus verdaderos padres. Los odió por haberlo mantenido en la ignorancia, por no haber contado con su apoyo ni con su cariño.

El problema era que acababa de descubrir lo difícil que debió de ser el primer encuentro entre ellos para su madre.

—Ni siquiera sé qué decirte —susurró.

—Yo tampoco —admitió ella—. ¿Y si seguimos así, mirándonos mientras lloramos?

La pregunta y su inesperado sentido del humor le arrancaron una carcajada.

Kat se enjugó las lágrimas otra vez.

—¿Puedo abrazarte? —preguntó.

Ash extendió los brazos y antes de que pudiera hacer ningún otro movimiento, Katra corrió hacia él. La sensación de tenerla entre sus brazos lo conmovió hasta el fondo del alma. Esa era su hija. Carne de su carne y sangre de su sangre. Sintió una oleada de orgullo, un amor tan grande que estuvo a punto de ahogarlo.

Por fin comprendía a su madre, por fin entendía la cólera que la invadió la noche que descubrió su pasado. En ese momento supo que mataría a cualquiera que le hiciera daño a Kat.

No obstante, la culpa por no haber estado a su lado…

Nunca la había abrazado. Kat nunca había recibido su consuelo ni sus caricias cuando estaba triste. Había vivido su vida sin conocerlo realmente, ya que lo único que sabía de él era que había contribuido con su ADN para crearla. Su único consuelo era que le hubieran mantenido su existencia oculta hasta ese momento.

¿No habría sido infinitamente peor para Apolimia, que sabía de su existencia y no podía acudir en su ayuda?

—Lo siento mucho —murmuró contra el pelo de Kat mientras le acariciaba la cabeza—. No lo sabía.

—Lo sé.

Sin embargo, quería que comprendiera lo mucho que lo sentía.

—¿Por qué no has acudido nunca a mí?

—De pequeña tenía miedo de que te enfadaras conmigo. Siempre que aparecías por aquí estabas furioso. Odiabas a Artemisa y tenía miedo de que también me odiaras a mí por ser un nexo de unión con ella.

Se apartó un poco de ella y le colocó una mano en la mejilla.

—Nunca podría odiarte.

Kat había pasado toda la vida deseando escuchar esas palabras, así que notó que volvían a llenársele los ojos de lágrimas. Llevaba una eternidad esperando sentir las caricias de su padre. Y eran mucho más tiernas de lo que había imaginado.

—Te quiero, papá.

Ash sollozó, consumido por el dolor. Las palabras de su hija acababan de atravesarlo como una hoja afilada.

—Lo siento muchísimo, Katra.

—Yo también. Debería habértelo dicho. Lo sé. Pero no estaba segura de tu reacción. Tenía miedo de que mataras a mamá.

Eso le arrancó una amarga risotada.

—Posiblemente lo hubiera hecho. —Meneó la cabeza mientras la miraba de arriba abajo—. Eres preciosa. Ojalá te hubiera visto cuando eras pequeña.

Kat le regaló una sonrisa tímida.

—No te perdiste gran cosa. Tenía dientes de conejo y el pelo encrespado.

Se echó a reír al escuchar la descripción.

—Lo dudo muchísimo.

—Es verdad, y de adolescente era horrorosa. Alta y desgarbada. Siempre me daba en la cabeza con todo. Y todavía me sigue pasando.

—Eres mi hija, sí —dijo al tiempo que meneaba la cabeza.

—Sí, claro —protestó ella—. Como si tú fueras patoso…

—Te juro que me he dado un montón de golpes en la cabeza. Me extraña que no se me haya quedado marcada la palabra «Salida» en la frente.

La melódica risa de Katra inundó los oídos de Ash y le llegó al corazón.

Era increíble lo mucho que se veía reflejado en sus gestos. Era como mirarse en un espejo y verse con la cara de otra persona.

Sin embargo, la alegría le duró poco porque comprendió que si eran tan parecidos, Katra debía de haberlo pasado muy mal durante su infancia.

—¿Se ha portado tu madre bien contigo?

La vio esbozar una lenta sonrisa.

—Teniendo en cuenta cómo es ella, sí. Aparte de que nunca me ha dejado que la llamara matisera en público, siempre ha sido buena conmigo.

Debió de ser horrible para ella no poder dirigirse a su madre como tal en público. Él sabía muy bien lo que dolía, y le enfureció que Artemisa se lo hubiera hecho a su propia hija después de habérselo hecho a él.

¿Hasta dónde podía llegar el egoísmo de una persona?

—¿Es cariñosa contigo?

Kat tragó saliva al escuchar la pregunta porque sabía exactamente a lo que se refería. Ash tenía miedo de que Artemisa hubiera sido fría con ella. Sin embargo, a pesar de todos sus defectos, no había sido así.

Dispuesta a calmar sus temores, le cogió una mano y cerró los ojos para enseñárselo.

Ash dio un respingo al ver los recuerdos de Katra en su propia mente. Tendría unos siete años y estaba acurrucada en su cama, al lado de Artemisa.

Katra frunció el ceño y le colocó a su madre una mano en la mejilla. La tenía mojada.

—¿Por qué lloras, matisera?

—Eres muy pequeña para entenderlo, cariño.

—Pues dímelo, aunque no lo entienda. Así te sentirás mejor y volverás a estar contenta.

Artemisa sonrió a pesar de las lágrimas mientras la arropaba mejor.

—He cometido un terrible error.

El rostro infantil de Katra reflejó su extrañeza.

—Pero eres una diosa. No puedes cometer errores.

Artemisa cogió su diminuta mano y la besó con ternura.

—Hazme caso, pequeñina. Todos cometemos errores. Hasta los dioses. Y los nuestros son mucho peores que los de los humanos. Porque, a diferencia de los humanos, nosotros no sufrimos a solas. Compartimos el sufrimiento con miles de personas. Por eso tienes que aprender a ser como tu padre. A contener las lágrimas y la furia. A intentar no hacerle daño a tus seres queridos.

—Pero a mí no me haces daño, matisera.

Artemisa la besó en la frente.

—No, Katra, a ti no. Tú eres mi tesoro y te quiero mucho.

Katra seguía confundida por las lágrimas de su madre.

—¿Tu error soy yo?

—¡Por todos los dioses del Olimpo, no! ¿Cómo se te ocurre pensarlo siquiera, niña?

—Porque no quieres que nadie se entere de que soy tu hija. ¿No se supone que los errores hay que ocultarlos?

—No, cariño. Esa no es la razón por la que quiero ocultarte. Lo que pasa es que no quiero compartirte con nadie. Eres mía. Solo mía. Siempre serás mi niñita y no quiero compartirte con nadie más.

Kat se rascó la cabeza.

—¿Crees que mi padre me querría?

Artemisa frotó su nariz con la de Kat antes de contestar:

—Tu padre te querría mucho más de lo que te quiero yo. Te despertaría dándote besos y haciéndote cosquillas, y te daría un enorme abrazo antes de mandarte a la cama.

—Entonces, ¿por qué no vamos a por él?

La tristeza regresó al rostro de Artemisa.

—Porque me odia y no quiere tener nada que ver conmigo.

—¿Por qué iba a odiarte, matisera? Eres cariñosa y muy buena. Mucho. Todo el mundo debería verlo.

Artemisa le acarició los rizos rubios.

—Pero a él le hice daño, Katra. Mucho daño. —Suspiró con pesar—. Tenía el mundo en mis manos y ni siquiera me di cuenta. Lo perdí todo porque dejé que la estupidez me cegara.

—Pues dile que lo sientes.

—Tal como tu padre diría, hay ciertas cosas que no se solucionan con un «Lo siento». Algunas heridas son tan grandes que no pueden curarse solo con palabras, por muy sinceras que sean.

Katra se incorporó.

—Pero yo sí puedo curarlo todo. Le pondré la mano en el corazón y lo arreglaré todo. Y después volverá a quererte.

Artemisa la estrechó con fuerza entre sus brazos.

—Ay, tesoro… Ojalá pudiéramos hacerlo. Pero no pasa nada. Gracias a él te tengo a ti, y a ti puedo quererte sin ningún tipo de remordimiento.

Kat soltó la mano de Ash en ese momento y dejó reposar sus recuerdos.

—No siempre fue la madre perfecta, pero no puedo quejarme. Siempre he tenido claro que me quería, incluso cuando hacía las cosas mal.

Ash era incapaz de hablar por culpa de la imagen que acababa de ver. Era una faceta de Artemisa cuya existencia había olvidado. Desde el día que lo resucitó, se había empeñado en castigarlo por el simple hecho de amarlo.

Sí, lo llevaba obligado a su cama, pero en cuanto acababa con él le daba la patada. Su amor había sido egoísta incluso cuando él la quería.

Siempre le había echado la culpa de todo lo que pasaba.

Sin embargo, al principio era cariñosa con él. Lo abrazaba y se reía con él por las cosas más tontas. Ya ni siquiera se acordaba de la última vez que se rieron juntos por algo. De la última vez que lo tocó por la simple razón de que estaba cerca.

Todavía sufría por la pérdida de esa amistad.

Tomó a Kat de la mano.

—Me alegro de que nunca te haya hecho víctima de la ira que sentía hacia mí.

Ella lo miró con expresión burlona.

—Y yo. —Extendió el otro brazo y le apartó un mechón de pelo de la cara—. No acabo de creerme que esto esté sucediendo de verdad. Que estés aquí, conmigo.

Ni él. La escena le parecía irreal.

De no ser por un capricho del destino, no estarían allí en ese momento.

Cosa que le recordó algo.

—¿Qué hacías en el jardín de mi madre?

—Estaba intentando ayudar a Sin a luchar contra los gallu y las Dimme. El hermano de Sin…

—Zakar.

Kat no supo por qué, pero le sorprendió que supiera de la existencia de Zakar.

—¿Lo conoces?

Lo vio asentir con la cabeza.

—Me lo he encontrado unas cuantas veces. Es un buen tío.

Saberlo la alegró. Lo único que le hacía falta era liberar a otro enemigo.

—Bueno, pues ha desaparecido. Uno de los gallu dijo que lo tenían prisionero. Sin necesita saber si es cierto.

—¿Te ayudó mi madre a localizarlo?

—Vimos algo, pero no sé si se trataba de Zakar. La imagen era muy borrosa.

—Sí, la esfora no siempre funciona.

Ash se llevó las manos a la nuca y se quitó un colgante. Era una esfera de cristal de color rojo, pero Kat no comprendió que era una esfora diminuta hasta que la tuvo en torno al cuello.

—Es más poderosa que el estanque. Tiene parte de mí en su interior.

Kat la encerró en un puño con el corazón desbocado, incapaz de creer que le hubiera dado algo tan valioso. Puesto que contenía su ADN, además de usarla para ver lo que quisiera, podía destruirlo con ella. Y dado lo poco que Ash confiaba en los demás, era un regalo que decía más que mil palabras.

—Dile lo que necesitas localizar y te llevará hasta el lugar preciso —le dijo al tiempo que retrocedía un paso.

—Gracias.

Ash asintió con la cabeza, pero ella se puso de puntillas para darle un beso en la mejilla.

La ternura del gesto lo dejó sin aliento. Su hija lo había besado. Fue un momento tan tierno y cariñoso que lo invadió una oleada de amor semejante al que solo sentía cuando Simi estaba cerca. Ansiaba estrecharla con fuerza entre sus brazos, pero Kat era demasiado mayor como para tratarla como a una niña. Su hija era una mujer hecha y derecha y tenía que respetarla como tal.

—Ten cuidado —le susurró al oído.

—Tú también.

Retrocedió otro paso e hizo lo más duro que había hecho en la vida: soltar la mano de su hija.

—Llámame si me necesitas y acudiré, cueste lo que cueste.

—Lo sé. Gracias… papá.

La observó desvanecerse con los ojos llenos de lágrimas hasta que volvió a quedarse a solas en la terraza de Artemisa. Se las enjugó con el dorso de la mano.

Tenía una hija…

Era increíble.

¿Estás enfadado conmigo, Apóstolos?

Apretó los dientes al escuchar la pregunta de su madre en la cabeza.

—No, metera. Pero me duele que no me lo hayas dicho nunca.

Preferiría que estuvieras enfadado. No soporto verte sufrir.

—Lo siento.

¿Por qué te disculpas cuando soy yo la que ha cometido el error?

—Porque no me gustar hacerte daño.

Su madre apareció frente a él en forma de Sombra.

—Ven a casa, Apóstolos. Libérame y me aseguraré de que nunca vuelvas a sufrir.

Negó con la cabeza.

—No puedo, metera. Lo sabes.

Apolimia soltó un suspiro cansado.

—Algún día aceptarás el destino para el que naciste, hijo.

Y él esperaba no hacerlo. Porque si lo hacía, el fin del mundo habría llegado.

Kat se materializó de nuevo en el ático de Sin. Estaba justo donde lo había dejado, al lado del mueble bar, tan sexy como siempre.

Se levantó y recorrió la escasa distancia que los separaba.

—¿Lo has localizado? —le preguntó con una nota ansiosa en la voz.

Kat negó con la cabeza, sorprendida por la ironía de la situación. Había ido en busca de su hermano y había encontrado a su propio padre.

—No exactamente. Pero mi padre me ha dado esto. —Alzó la diminuta bola roja que llevaba al cuello para que la viera—. Me ha dicho que nos llevaría hasta Zakar.

Sin la miró con el ceño fruncido.

—¿Has hablado con tu padre?

Respondió a la pregunta con un gesto afirmativo de la cabeza.

—¿Estás bien?

La preocupación que demostraba Sin al hacerle esa pregunta la afectó mucho más de lo que debería. Le resultó enternecedor.

—Sí. En cierto modo, estoy bien.

Sin se acercó despacio a ella y le colocó las manos sobre los hombros.

—¿Estás segura?

—Sí, de verdad.

Había una ternura en su cara que no había esperado ver nunca. Sin embargo, solo duró lo que tardó en formular la siguiente pregunta:

—¿Y se ha cargado a Artemisa?

Sus palabras resultaron letales para la ternura del momento, y la expectación que destilaban no ayudó mucho a mejorarlo.

—¡Sin!

—¿Qué? —replicó él con cara de inocente—. Es una pregunta lógica. Espero que le haya cortado la cabeza y la haya clavado en una pica.

¡Hombre tenías que ser!, exclamó para sus adentros.

—Siento desilusionarte, pero sigue respirando.

—¡Joder! —masculló en voz baja—. A ver si alguna vez es capaz de darle su merecido a esa…

Enarcó una ceja a modo de advertencia antes de que Sin utilizara el calificativo que tanto odiaba.

—Mujer —concluyó él con una expresión que puso de manifiesto lo mucho que aborrecía el uso de esa palabra para referirse a Artemisa—. De darle a esa mujer lo que se merece.

—¿Tú le darías su merecido a la madre de tu hija?

Ni siquiera había acabado de hablar cuando comprendió que había tocado una fibra sensible. Percibió el dolor de Sin, que se clavó en ella como un cuchillo. En realidad, era él quien parecía haber recibido una puñalada.

—Sin… —Dio un paso hacia él, pero lo vio retroceder antes de que pudiera tocarlo.

—Tenemos que encontrar a Zakar —dijo entre dientes.

—Sin, no cambies de tema. Quiero saber qué te pasa. ¿Por qué te ha dolido tanto mi pregunta?

—Digamos que con esa pregunta me has aclarado ciertas cosas y ya está.

Sin embargo, no estaba dispuesta a dejar las cosas así. Quería entenderlo.

—Sé que tu mujer te fue infiel. Lo he visto.

—Pues ya sabes por qué no la maté. Era la madre de mis hijos. ¿Alguna otra herida que te apetezca hurgar? La primera vez que intenté usar mis poderes para volar cuando era pequeño, acabé humillado. En lugar de flotar sobre la montaña, caí de bruces y me di un buen golpe en la barbilla. ¿Por qué no me llamas incompetente? Te aseguro que fue menos bochornoso que ser un dios de la fertilidad incapaz de satisfacer a su mujer.

De modo que esa era la raíz del problema, concluyó Kat.

Verlo tan avergonzado le dio lástima. Tomó su cara entre las manos y lo miró a los ojos para que supiera que iba a hablar muy en serio.

—Después de haber estado juntos, te puedo asegurar que a tu mujer le pasaba algo si no era capaz de sentirse satisfecha contigo. A lo mejor tenía una tara de nacimiento o algo.

Sin la miró con los ojos entrecerrados. Pese a ello, supo que sus palabras le habían reportado cierto consuelo. Alzó las manos y las colocó sobre las suyas.

—No me puedo creer que seas la hija de esa… ¿cómo la llama Simi? ¿Foca?

Puso los ojos en blanco al escuchar el apelativo.

—Lo sé. Yo soy una copia descafeinada, así que ya puedes ir dando las gracias.

Sin se llevó su mano derecha a los labios y le besó con ternura los nudillos.

—Gracias, Kat.

—Siempre digo la verdad, que lo sepas. Es una maldición que he heredado de mi padre.

Sin sonrió.

—Yo no lo veo como una maldición, más bien me parece un cambio refrescante.

El brillo que reflejaban esos ojos dorados hizo que el corazón de Kat se acelerara. Tenía un mal presentimiento en lo que a Sin se refería. Había algo en él que le resultaba reconfortante y no sabía por qué. Algo que la atraía poderosamente. Quería aliviar el dolor que asomaba a su mirada y, al mismo tiempo, era consciente de que el simple hecho de contemplar esa mirada la llenaba por completo.

Le resultaba incómodo. Así que le acarició los dedos con el pulgar antes de apartarse de él. Inclinó la cabeza y cogió la diminuta esfora.

—No sé si esto funcionará, pero ¿estás preparado para intentarlo?

—Preparadísimo.

Kat cerró los ojos e invocó a Simi y a Xirena, que se materializaron en la estancia. Sin se tensó cuando las vio aparecer un pelín mosqueadas. Su reserva hizo que Kat sonriera.

—No sabemos dónde vamos a adentrarnos. Aunque sé que eres capaz de encargarte de cualquier demonio que se nos cruce en el camino y yo también puedo noquear a alguno, me gusta la idea de que la caballería nos cubra las espaldas. Sobre todo porque creo que tienen hambre.

Sin meneó la cabeza, pero no dijo nada.

—¿Dónde vamos, akra Kat? —preguntó Simi.

—¿Hay comida? —preguntó a su vez Xirena, esperanzada—. Ver todas esas circonitas me ha abierto el apetito.

Kat frunció la nariz antes de contestar la pregunta.

—Con la suerte que tengo, seguro que encontramos un montón de gallu para tu cena.

Xirena y Simi se frotaron las manos, encantadísimas con la idea.

Kat se echó a reír antes de aferrar la esfora con una mano.

—Vale, chicos. Abrochaos los cinturones. El viaje puede ser un poco accidentado. —Se concentró y esperó con la respiración entrecortada.

No sucedió nada.

—No lo estás haciendo bien —le advirtió Simi con retintín—. Tienes que quitártelo del cuello, sostenerlo en la palma de la mano y pensar en la persona a la que quieres localizar.

—¡Ah! —exclamó mirando a Sin—. ¿Tu hermano se parece a ti?

—Pues siendo gemelos, sí.

—Vale. Marchando un sumerio cañón.

Se quitó el colgante, sostuvo la esfera en la palma de la mano y cerró el puño. Cerró los ojos y se imaginó a Sin. En cuanto lo hizo, la esfera comenzó a brillar. Los rayos se filtraron entre sus dedos y se reflejaron en las paredes, moviéndose sin cesar.

Hasta que la luz roja los envolvió por completo. Al cabo de dos segundos aparecieron en una caverna húmeda. A juzgar por el fuerte olor a tierra mojada, estaban a gran profundidad. La luz de la esfora se desvaneció y los dejó sumidos en la oscuridad.

De hecho, estaba tan oscuro que lo único que veía de Simi y de Xirena era el brillo de sus ojos. El silencio solo se veía interrumpido por el sonido de una furiosa respiración. Kat intentó localizar el origen de dicha respiración, pero sus ojos no eran capaces de penetrar semejante oscuridad.

Extendió un brazo y palpó los bíceps de Sin, que en ese momento levantó una mano e hizo aparecer una llamita en la palma para iluminarlos.

Al principio Kat solo vio las paredes de tierra. La respiración dejó de escucharse.

Y ella se quedó sin aliento.

Allí, en el otro extremo de la caverna, yacía el cuerpo de un hombre sobre una losa de piedra. Pero eso no era lo horrible. Lo peor era cómo lo habían inmovilizado. Tenía el hombro izquierdo atravesado por una espada de la que solo se veía la empuñadura, una espada que lo mantenía unido a la piedra. En la muñeca derecha tenía otra espada de menor tamaño. Igual que en las piernas, que estaban un poco torcidas para que las hojas pudieran atravesarle los gemelos.

Notó la bilis en la garganta mientras se acercaban a él.

Sin guardaba silencio, pero la furia que lo invadía era patente. Cuando se acercaron, vio la sangre que manaba de las heridas, así como las numerosas cicatrices que le cubrían el cuerpo. Tenía el pelo largo, sucio y enredado como si hiciera años que no se lo lavara ni se lo peinara. Estaba afeitado, pero saltaba a la vista por qué le habían permitido ese mínimo gesto de higiene.

Tenía marcas de mordeduras en el cuello. Algunas alargadas e irregulares, como si se hubieran apartado de él con saña para provocarle el máximo dolor posible después de alimentarse.

Aunque lo peor eran sus ojos. Alguien o algo le había quemado los párpados para que no pudiera abrirlos.

Xirena le rozó una pierna de forma accidental.

El hombre giró la cabeza hacia ella.

—Vete a la puta mierda, gallu —masculló en sumerio antes de soltar un escupitajo y comenzar a forcejear.

Kat hizo una mueca de dolor al ver que las hojas de las espadas le cortaban aún más.

—Para, Zakar —dijo Sin, que se acercó a su hermano para inmovilizarlo.

Zakar intentó morderle.

Sin le cogió la cabeza con las dos manos.

—Para. Soy yo. Sin. He venido a liberarte.

—¡Vete a la puta mierda! —replicó Zakar antes de escupirle.

Sin se limpió la cara con el dorso de una mano.

—Deja de forcejear. Lo único que estás logrando es hacerte más daño.

Kat se estremeció cuando Zakar levantó la muñeca que tenía inmovilizada y la hoja chirrió al moverse contra la piedra. El dolor que tuvo que provocarle el movimiento debió de ser insoportable.

Sin le inmovilizó el brazo antes de arrancarle la espada. En lugar de agradecérselo, su hermano intentó asestarle un puñetazo. Como no lo consiguió, lo agarró del pelo y le estampó la cabeza contra la losa. Sin soltó un taco y se zafó de su mano.

—Joder, Zakar, tienes suerte de que te quiera mucho.

Su hermano siguió como si no lo escuchara.

Kat se acercó para echarle una mano.

—Le quitaré las de las piernas.

—Simi y Xirena lo harán —se ofreció Simi, que la apartó al instante—. Los carontes son fuertes. Saldrán con un tirón y así no le harán daño.

Kat les agradeció la ayuda. Cualquier cosa con tal de provocarle el menor dolor posible a ese pobre hombre. Se apartó para dejarles espacio a Simi y a Xirena. Entre los tres acabaron de liberarlo de la losa. Zakar comenzó a retorcerse de dolor al tiempo que soltaba un alarido que hizo que Kat se estremeciera hasta la médula de los huesos.

Tan pronto como se supo libre, rodó por la losa y cayó al suelo listo para atacar.

—¡Zakar! —masculló Sin, intentando hacerlo entender—. Soy Sin.

Zakar se abalanzó sobre él y lo agarró con fuerza, tirándolo de espaldas al suelo. Aunque ansiaba ayudar, Kat no sabía muy bien cuál podía ser la mejor estrategia. Además, no quería hacerle más daño a Zakar. La cara de Sin mientras intentaba eludir los golpes de su hermano ponía de manifiesto que estaba pensando lo mismo.

—¿Podemos comérnoslo? —preguntó Xirena.

—No —contestó Simi al instante—. Comerse a la gente está mal. —Hizo un puchero—. Simi habla como akri. Pero akri tiene razón. Además, si te lo comes, akra Kat se enfadará.

De repente, una luz brillante inundó la cueva. Sin y Kat se quedaron paralizados al comprender que ya no estaban a solas con Zakar.

—Bueno, bueno, bueno… parece que tenemos más comida.