8

Sin se apartó y el puñal de Kat le pasó rozando el cuello. Sonrió, muy impresionado, al ver su pericia con el arma. No todos los días se cruzaba con alguien capaz de devolverle los golpes y mucho menos con alguien que parecía estar hecha de cemento armado. Tal como Kish había dicho de Angelina, a él no le importaría que Kat le diera una tunda, siempre y cuando llevara un body de encaje o de cuero negro. Sí… imaginársela con tacones de aguja rojos le provocó una erección a pesar de lo cerca que había tenido el puñal.

Le cogió la muñeca justo cuando su brazo comenzaba a moverse de nuevo, pero no esperaba que lo atacara con la rodilla, que lo golpeó en el costado.

Soltó un gruñido antes de arrebatarle el puñal. Acababa de hacerlo cuando Kat le asestó un cabezazo en la cara.

El dolor le atravesó el cráneo al tiempo que la fuerza del golpe le echaba la cabeza hacia atrás y comenzaba a sangrarle la nariz.

¡Joder!, pensó. La tía pegaba fuerte, sí…

—¡Madre mía! —exclamó Kat al instante—. Lo siento mucho. No pretendía hacerte daño. Me dejé llevar.

Sacudió la cabeza para despejarse, aunque todavía le palpitaban la frente y la nariz, y le pitaban los oídos.

—¿Tienes por costumbre disculparte con tus enemigos cuando les das un buen golpe?

—No, pero sí me disculpo con mi compañero de entrenamiento cuando lo dejo fuera de combate.

Sonrió y se frotó la cabeza mientras observaba la marca rojiza que acababa de aparecer en la sudorosa frente de Kat. El color rosado de sus mejillas hacía que sus ojos prácticamente relucieran. Era guapísima, fuera o no hija de Artemisa.

—¿Qué? —preguntó ella al tiempo que retrocedía.

—Nada. Estaba mirando la marca que te ha salido en la frente por dejarme fuera de combate y me preguntaba si la mía es igual.

Kat soltó una carcajada mientras extendía un brazo para tocarle la frente, justo allí donde palpitaba.

—Un poco, Uni.

—¿Uni?

La sonrisa que apareció en sus labios se la puso dura al instante.

—Unicornio. Es como si alguien acabara de cortarte el cuerno de la frente. —Se acercó para darle un beso en el dolorido lugar.

Un beso que hizo bien poco por aliviar el dolor que sentía en otra parte de su cuerpo. Hacía mucho que una mujer no lo excitaba hasta ese punto sin estar desnuda en su cama. O de rodillas frente a él.

Claro que no tenía por costumbre hablar con sus amantes. Básicamente se limitaba a echarles el ojo en el casino, a soltarles un par de halagos estratégicos y, en un abrir y cerrar de ojos, las tenía desnudas y sudorosas en su habitación. En cuanto acababa con ellas, las despachaba.

Sí, era un cerdo y lo sabía. Aunque siempre se aseguraba de dejarles claro que lo único que le interesaba era el sexo sin compromisos. No se quedaba con sus números de teléfono y prometía llamarlas para después dejarlas colgadas. Todas sabían desde el principio lo que quería de ellas.

Los Cazadores Oscuros tenían prohibido mantener relaciones sentimentales con los humanos. Y aunque técnicamente no era uno de ellos, había aceptado esa regla. Su mujer ya lo había humillado bastante con sus infidelidades. No iba a permitir que ninguna otra tuviera control sobre sus emociones. No eran de fiar.

Sin embargo, Kat tenía algo distinto y no sabía muy bien qué era. Parte de sí mismo disfrutaba tomándole el pelo. ¡Joder, si hasta le gustaban sus pullas! Cosa que era toda una novedad.

La vio morderse el labio antes de hacer un mohín compasivo.

—Siento mucho haberte dado el cabezazo.

—No pasa nada. Ojalá tengas siempre la misma puntería. A diferencia de los daimons, la única manera de detener a los gallu es golpearlos entre ceja y ceja.

—O partirles la columna —añadió ella, para sorpresa de Sin—. Aunque no te lo creas, estaba prestándote atención.

—Bien. Esa información te salvará la vida.

Pese al intercambio de comentarios, en realidad no estaba pendiente de la conversación. Sus pensamientos estaban muy ocupados con el hilillo de sudor que le corría entre los pechos, claramente delineados bajo el top. El deseo de saborearlos le hacía la boca agua.

Era apenas unos centímetros más baja que él, así que si se pusiera unos tacones de diez centímetros tendría que echar la cabeza hacia atrás para mirarla a los ojos. No entendía por qué la idea le resultaba tan excitante.

Sí, ya se veía en la cama con ella encima y desnuda salvo por esos tacones, frotándose contra él. La idea lo estaba volviendo loco.

La fijación por los tacones era una novedad, pero no podía quitarse la imagen de la cabeza.

Gracias, Kish, se dijo.

Ya se encargaría de hacerle pagar la tortura que estaba sufriendo.

Kat tragó saliva al ver la expresión ardiente en los ojos dorados de Sin. Aunque muchos hombres la habían mirado con deseo, no estaba acostumbrada a que la afectara tanto. Por algún motivo que se le escapaba, no era inmune a Sin. La excitaba de una manera que jamás habría creído posible.

Si cerraba los ojos, podía sentir el roce de sus labios. El olor de su piel se le subió a la cabeza y sintió el deseo de enterrar la cabeza en su cuello para que la embriagara del todo. Quería sentir esos músculos en las palmas de las manos. Quería sentir el peso de su cuerpo sobre ella…

Ejercía un efecto hipnótico en ella. Ni siquiera escuchó el golpe del puñal contra el suelo cuando Sin lo soltó, tras lo cual le colocó la mano en la base de la espalda y la pegó a él.

Sin embargo, no la besó. Se quedó mirándola como si estuviera esperando que lo apartara de un empujón o que volviera la cabeza. Sus labios seguían a escasos centímetros mientras la observaba con expresión voraz.

Incapaz de soportarlo más tiempo, levantó una mano, enterró los dedos en esos suaves mechones negros y lo obligó a inclinar la cabeza. Soltó un gemido satisfecho en cuanto sus labios se tocaron. Nadie podría saber mejor que él. En ningún otro lugar podría estar mejor que entre sus brazos.

Sin sabía que debía alejarse de Kat. Era la digna hija de su madre…

A pesar de eso, sus caricias lo pusieron a cien. El sabor de sus labios y el roce de su cuerpo bastaron para que se olvidara de todo lo demás. El odio lo abandonaba cuando ella lo abrazaba. El pasado no atormentaba sus pensamientos. Solo existía ella. Su olor, su sabor, su presencia.

Y disfrutó de todo ello.

La mano con la que le acariciaba el pelo le produjo un escalofrío que le recorrió la espalda. Incapaz de soportarlo más, la alzó en brazos. Ella le rodeó la cintura con las piernas mientras la aprisionaba contra la pared.

—Te deseo, Katra —confesó con un gruñido apenas a un centímetro de sus labios mientras la miraba con pasión—. Ahora.

Kat no podía pensar con el cuerpo de Sin entre los muslos. El deseo que la embargaba era tan intenso como el que él sentía.

—Mi madre te matará.

Sin soltó una carcajada maliciosa.

—Por ti merecerá la pena morir.

Kat se mordió el labio al sentir el roce de su erección. Ningún hombre la había tocado… así. A decir verdad, nunca había estado tan cerca de un hombre a menos que estuvieran luchando. Era un poco aterrador. Su vida había carecido de la complicación que suponía un hombre.

Porque eran una complicación. En sí mismos. Su abuela estaría encerrada eternamente por culpa de un hombre. Su madre estaba unida a su padre eternamente por mucho que quisiera liberarlo. Ni siquiera Cassandra era libre. Wulf lo era todo para ella y se había convertido en su vida. Gery también había abandonado su búsqueda para poder quedarse con Arik…

No seas tonta, Kat. Solo es sexo, no tiene por qué ser un compromiso de por vida, se dijo.

Ojalá lo tuviera tan claro como la voz de su conciencia. ¿La cambiaría la experiencia de alguna forma?

Aunque claro, ¿cómo iba a hacerlo? Simi no había cambiado. Seguía siendo el mismo demonio de siempre.

Notó que Sin le levantaba el borde del top. Tenía que decidirse antes de que las cosas llegaran más lejos.

Sí o no.

Al final, ganó la curiosidad. Quería saber qué se sentía al estar con un hombre, y ningún otro la había excitado como él. Puesta a perder la virginidad, ¿con quién mejor que con un dios de la fertilidad? Si eran expertos en algo, era precisamente en complacer a las mujeres.

Y ella no era cobarde.

Inspiró hondo y utilizó sus poderes para desnudarse y desnudarlo a él.

Sin inspiró entre dientes al sentir el roce del cuerpo desnudo de Kat. No había ninguna barrera entre ellos. Nada. Estaban piel contra piel. Su mente tardó un segundo en asimilarlo.

La miró, impresionado por su belleza. Sus pechos eran perfectos y de piel muy clara. Sus pezones, rosados y endurecidos, le suplicaban que los besara. Inclinó la cabeza para llevarse uno de ellos a la boca.

Kat gimió por la extraña sensación que los lametones de Sin le estaban provocando en el estómago. Observarlo la puso a cien. Extendió un brazo y le acarició la espalda cubierta de cicatrices con un gemido. Apoyó una mejilla contra su cabeza mientras el corazón le latía desbocado. Su familia y ella le habían arrebatado tanto que le parecía justo entregarle lo que no le había dado a ningún otro.

Pero, sobre todo, quería conocerlo en esa faceta. Sentir su fuerza rodeándola, llenándola. Quería compartir su cuerpo con él.

Sin se apartó de su pecho y sopló sobre el pezón antes de volver a besarla.

Mmm, pensó. Era divino y estaba deseando continuar.

En ese momento la apartó de la pared y la dejó en el suelo muy despacio.

Sentir su peso fue un doloroso placer. Un placer exquisito. Porque, además, comenzó a deslizarse por su cuerpo lamiéndola y besándola por todos lados. Cada roce de su lengua le provocaba un escalofrío y dejaba sus nervios a flor de piel.

Sin sonrió al escuchar los murmullos y ver los respingos que sus caricias le provocaban. Era deliciosa y quería saborear cada centímetro de su cuerpo. Las caricias de sus dedos, que lo exploraban a su vez, también eran maravillosas, hasta que llegaron a su miembro y se detuvieron en torno a él, dejándolo al borde del orgasmo. Llevaba siglos sin estar con una mujer que supiera lo que era en realidad. Claro que, desde que su esposa murió, no había estado con una mujer que supiera lo más mínimo de él. Todas sus amantes habían sido aventuras de una noche. Rostros atractivos que aparecían y desaparecían cuando era incapaz de soportar más el celibato.

A diferencia de las demás, Kat seguiría ahí cuando acabaran. No iba a marcharse para no volver nunca. Eso la hacía especial, de ahí que quisiera asegurarse de que se lo pasara lo mejor posible en su cama.

Quería asegurarse de que, cuando acabaran, se sentiría totalmente satisfecha. La besó mientras deslizaba la mano por su muslo en dirección a los rizos de su entrepierna.

Kat jadeó al notar entre las piernas los dedos de Sin, que comenzaron a acariciarla en la parte más íntima de su cuerpo. El fuego la consumió a medida que la exploraba en busca de esa parte de su cuerpo que enloquecía con sus caricias. Cuando la penetró con un dedo, soltó un gemido.

Sin se quedó pasmado al descubrir algo insólito. Era imposible… Boquiabierto, se apartó de ella para mirarla.

—¿Eres virgen?

—Sí.

La respuesta lo confundió aún más.

—¿Cómo es posible?

Kat hizo un gesto con la cabeza al tiempo que respondía con evidente sarcasmo:

—Porque no he estado con ningún hombre.

Puso los ojos en blanco al escucharla.

—Ya sé por qué eres virgen, me refería a que cómo lo has logrado.

—Ya te he dicho que me vigilan constantemente.

Sí, pero ¿durante once mil años? Joder, pensó. Eso era pasarse tres pueblos.

—Ahora no te vigila nadie.

Kat siguió la forma de una de sus cejas con un dedo mientras esbozaba una sonrisilla.

—Solo tú.

Esa no era una respuesta que aclarara nada.

—¿Por qué has esperado todos estos años y de repente decides que ha llegado el momento así, sin más? Apenas me conoces.

La expresión de Kat tenía que ser la más tierna que había visto nunca en una mujer y lo derritió.

—Te conozco, Sin. He estado en tu interior… y te quiero en mi interior. ¿Tan difícil es de entender?

Una parte de sí mismo quería mandarla al cuerno. A ella y a los delicados sentimientos que despertaba en su interior. Quería decirle que no significaba nada para él y que no quería nada de ella.

Pero otra parte de su ser solo quería abrazarla. Arrastrarse hasta estar entre sus brazos y dejar que lo consolara más de lo que ya lo había consolado.

Al final, decidió escuchar a su parte furiosa. No podía permitirse el lujo de abrir su corazón a nada ni a nadie. Ya le habían hecho bastante daño a lo largo de su vida. No necesitaba sufrir más. Estaba harto de que lo utilizaran y lo manipularan.

—Con esto no conseguirás manejarme.

—No contaba con ello.

—Entonces, ¿qué esperas a cambio?

—Nada —contestó Kat con una expresión tan inocente y sincera que los remordimientos lo consumieron por mostrarse tan receloso con ella—. Solo será placer puro y duro. No quiero nada más de ti. Lo juro —concluyó, haciéndose una cruz sobre el corazón.

Sin meneó la cabeza. No podía ser tan sencillo. Era imposible que lo fuese.

—Me resulta difícil de creer. En este mundo no hay nada gratis. Nada.

—En ese caso, levántate y ponte la ropa —replicó ella—. Allí está la puerta. Estoy segura de que sabes usarla. Es un proceso muy simple: vas echando un pie delante del otro, hasta que llegas a la puerta, agarras el picaporte, lo giras y sales.

Debería hacerlo. Era lo que estaba a punto de hacer, pero cuando Kat le colocó una mano en la mejilla, su ternura lo desarmó. Solo quería que lo abrazaran…

Era un imbécil. Pero estaba cansado de estar solo. Cansado de llegar a una casa vacía donde curarse las heridas y de vivir con el único propósito de seguir luchando. Ya ni siquiera sabía por qué luchaba.

¿Por qué se preocupaba por un mundo que pasaba por completo de él? Sin embargo, si miraba a Kat, veía cosas que llevaba siglos sin ver. Compasión. Alegría. Belleza. Esta última era casi siempre letal.

Sintió el torbellino de sus emociones en su interior mientras Kat giraba sin soltarlo hasta dejarlo tendido de espaldas. Se tumbó sobre él y comenzó a torturarlo con la boca, mordisqueándole y besándole el mentón. Su pelo le hacía cosquillas cada vez que lo rozaba. Pero lo peor era el abrasador roce de su cuerpo. Lo había desarmado. Sus caricias y el consuelo que le ofrecía lo habían vencido. Con Kat abrazándolo de esa manera, no se habría levantado ni aunque la habitación estuviera en llamas.

Kat había visto miles de gloriosos desnudos masculinos en su vida. Hombres perfectos cuya perfección no había supuesto nada. Porque nada podía compararse a la belleza de Sin, por muchas cicatrices que lo desfiguraran. Su cuerpo dejaba bien clara la historia de un hombre que no contaba con nadie que lo protegiera. En ese sentido le recordaba un poco a su padre.

Pero Sin no se parecía en nada a Aquerón.

En él había una especie de frialdad espiritual. Era un hombre con unas heridas tan profundas que ya no creía en la bondad. Ni siquiera aceptaba su generosidad. Era una forma de vida demasiado gélida.

Y lo único que ella quería era ofrecerle un poco de calor. Hacerle saber que no todo el mundo pretendía hacerle daño. Que algunas personas eran de fiar. Que no todas iban por la vida buscando hacer daño. Que todavía había bondad y honradez en el mundo.

Sin embargo, no estaba segura de que lo entendiera. Desde luego que no iba a entenderlo si llegaba a descubrir la verdad de lo sucedido la noche que Artemisa le arrebató sus poderes divinos.

No, rectificó.

La noche que ella le arrebató sus poderes divinos para dárselos a su madre. Había estado mal, pero lo hizo para proteger a Artemisa. En esos momentos se daría de tortas por haber sido tan tonta, pero en aquel entonces se tragó todo lo que le dijo su madre.

Qué imbécil había sido.

Ojalá pudiera dar marcha atrás en el tiempo para cambiar las cosas. Por desgracia, no podía. Lo único que podía hacer era intentar consolarlo. Estar ahí cuando necesitara ayuda para luchar.

Y eso haría.

Sin observó a Kat con los ojos entrecerrados mientras ella descendía por su cuerpo, explorándolo centímetro a centímetro. Con una inocencia muy evidente. Y con curiosidad.

Al llegar al centro, se detuvo. Contuvo el aliento y la observó mientras le pasaba los dedos por el vello púbico y examinaba su miembro con detenimiento. Era doloroso sentirse observado sin que lo acariciara, sobre todo con la erección que tenía.

Ella levantó la vista y sus miradas se encontraron. La vio esbozar una sonrisa torcida antes de que lo tocara. La satisfacción fue tal que arqueó la espalda. Sus dedos se deslizaron desde los testículos hasta la punta de su miembro mientras lo observaba retorcerse de placer. La sonrisa se ensanchó justo antes de que inclinara la cabeza para sustituir los dedos por la boca.

Tuvo que golpearse la cabeza con el suelo para evitar correrse mientras ella lo lamía y lo chupaba.

¡Joder, joder!

Menudo talento estaba demostrando poseer en la lengua…

—¿Estás segura de que no has hecho esto antes?

Kat se rió, haciéndole cosquillas con el movimiento. Se apartó y meneó la cabeza.

—Nunca.

¡Joder!, repitió. Su mente no daba para más.

—No hacía falta que pararas.

Ella lo miró con una ceja enarcada.

—¿Ah, no?

—Joder, no.

Le dio un lametón en la punta y después sopló.

Bueno, vale, reconoció para sus adentros, era hora de que parara. Si no lo hacía, los dos iban a llevarse un buen chasco. Así que se incorporó y la acercó a él.

Kat soltó un sonido parecido a un ronroneo cuando Sin le acarició el cuello con la nariz. El roce áspero de su barba la excitó y la sensación le endureció los pezones. Con los sentidos saturados por el placer, le agarró la cabeza para acercarlo más a ella. En ese momento Sin le aferró las caderas y la instó a sentarse encima para poder penetrarla.

Sin embargo, se tensó en cuanto el dolor arruinó las placenteras sensaciones.

—Tranquila —le susurró Sin al oído.

Su aliento la abrasó y al instante notó las húmedas caricias de su lengua en el lóbulo de la oreja. Creyó estallar en llamas mientras su cuerpo se adaptaba a la penetración.

Sin notó que Kat por fin se relajaba. Le pasó las manos por la espalda y se detuvo en su trasero, para aferrárselo. La alzó un poco y le enseñó cómo debía moverse. Kat demostró ser una aprendiz diligente. En nada de tiempo impuso un ritmo suave y lento que lo estremeció de la cabeza a los pies.

Decidió tumbarse para observarla mientras lo montaba. Mientras lo acariciaba con descaro. Verla así, moviéndose sobre él… era una imagen letal. Menos mal que era inmortal.

Sonrió mientras extendía un brazo en busca de su clítoris, que procedió a acariciar mientras ella se movía. Nada más rozarlo, escuchó su chillido de placer.

—Te ha gustado, ¿verdad?

—Ajá —jadeó ella.

Era una tortura contenerse, pero merecía la pena. Al fin y al cabo, había sido un dios de la fertilidad. Ni de coña iba a acabar antes que ella. Aunque muriera en el intento.

Kat creyó derretirse por completo cuando miró a Sin. Nunca había pensado que tener a un hombre en su interior sería tan maravilloso. Había algo increíblemente satisfactorio y especial en la experiencia. Estaba compartiendo con él algo que no había compartido con nadie. Algo íntimo y especial. Observó esos ojos dorados un instante antes de cogerlo de la mano. Se la llevó a los labios y le besó la palma antes de hacer lo mismo con cada uno de sus nudillos.

¿Cómo habían podido hacerle daño? La idea la enfurecía y le provocaba un afán protector. Aunque también la entristecía. La gente podía ser muy cruel y los dioses, más.

De repente, perdió el hilo de sus pensamientos por culpa del extraño placer que notó.

Una sensación ardiente y deliciosa que fue extendiéndose por todo su cuerpo. Como si fuera una ola que crecía y avanzaba hasta resultar incontenible.

Al cabo de un segundo su cuerpo estalló y comenzó a estremecerse por las increíbles sensaciones.

Sin soltó una carcajada triunfal al ver sus espasmos de placer. La aferró con fuerza por las caderas y comenzó a penetrarla con mucha más rapidez, intensificando su orgasmo de modo que acabó inclinándose sobre él con un grito.

Él llegó al clímax en cuanto notó el roce de su pelo en el torso.

El placer fue increíblemente intenso. Kat era exquisita y lo dejó sin aliento y débil. Tanto que pensaba que jamás podría volver a moverse.

Kat se dejó caer y lo cubrió con su cuerpo. Se le escapó una risilla tonta, cosa poco habitual en ella, mientras lo abrazaba.

—¿Estás bien? —le preguntó, preocupado.

—Estupendamente —contestó ella con voz soñadora—. Tan contenta como un gatito que acaba de zamparse su comida.

La respuesta le arrancó una carcajada.

—Sí, conozco la sensación —le aseguró mientras la abrazaba y rodaba con ella hasta colocarse encima—. Yo tenía razón. Si tu madre me mata, habrá merecido la pena. —Inclinó la cabeza y la besó.

Kat suspiró al notar el movimiento de sus músculos en las manos. Sus besos eran tan sabrosos… no quería salir en la vida de ese ático. Ni hablar.

—¡Uf, qué asco! ¡Gente desnuda! ¡Voy a vomitar!

Sin se tensó al escuchar la voz femenina procedente de la puerta. Al volver la cabeza se encontró no con uno, sino con dos demonios carontes. O eso creyó que eran. Sin embargo, no tenían la piel veteada como era normal en su especie. Eran dos mujeres jóvenes, dos veinteañeras.

Una iba vestida de negro, como cualquier universitaria a la que le gustara el rollo gótico: vestido de terciopelo negro muy corto; botas altas de cordones; pelo negro con mechas rojas.

La otra era rubia y llevaba vaqueros y un top vaporoso de color rojo.

—Pues entonces no mires —dijo la morena dirigiéndose a la rubia, que se parecía sospechosamente a Artemisa—. ¿Por qué miras si no quieres ver? Mira para allá —siguió, señalando con el dedo el cuadro de Dalí que adornaba una de las paredes—. Una pared muy bonita con cuadros. Si miras los cuadros, no vomitarás. ¿A que funciona?

Kat tuvo que contener la sonrisa mientras salía de debajo de Sin y se vestía con la ayuda de sus poderes.

—Hola, Simi.

Sin se vistió en un abrir y cerrar de ojos, seguro de que los demonios lo atacarían en cuanto descubrieran lo que era.

No lo hicieron.

La morena sonrió, dejando a la vista unos colmillos afilados.

—¡Hola, akrita! Simi siente haber tardado tanto, pero alguien —dijo, enfatizando la última palabra mientras miraba furiosa a la rubia—… no la dejaba venir sin ella, porque dice que en Las Vegas hay muchas cositas brillantes que quiere ver. Simi le dijo que no, pero ya sabes quién ganó la pelea, ¿verdad? —Soltó un bufido—. Qué suerte tienes de ser hija única. Simi echa de menos la época en la que ¡alguien! —volvió a mirar a la rubia, que parecía pasar por completo del sermón—, y se refiere a Xirena, apareció y se mudó a casa de Simi. Menos mal que akri no la obligó a compartir su dormitorio.

Xirena soltó una especie de resoplido indignado.

—¡Ya vale, Xiamara! Te pasas todo el día quejándote por todo. ¡Venga quejas, venga quejas! Eres un demonio, ¡a ver si lo demuestras!

—¿Un demonio? —repitió Simi con voz burlona—. Por si no lo sabes, Simi es peor que un ejército de demonios. Simi hace lo que quiere porque akri dice que Simi es el mejor demonio del mundo. Lo que te pasa es que estás celosa porque tu akri no te quiere tanto como el akri de Simi la quiere a ella.

La conversación dejó a Sin alucinado. En la vida había visto a un par de carontes tan… cotorras. Simi parecía más una adolescente mimada que un demonio asesino y voraz.

—¿Es… bueno, son…? —preguntó, pero se detuvo porque era consciente de que no sabía qué decir mientras intentaba encontrarle sentido a la escena—. Confieso que no he visto nada parecido en la vida. ¿Se pasan el día así?

Kat se echó a reír.

—Simi todavía no se ha acostumbrado a su hermana. Tienen problemas de convivencia.

Xirena hizo un mohín de disgusto.

—Yo no tengo ningún problema con nadie, aparte del hecho de que el dios maldito ha hecho que mi hermana sea muy rara.

Sin frunció el ceño.

—¿Lo del dios maldito va por Aquerón?

—Simi es su demonio, sí —contestó Kat.

Aquello iba a acabar mal, pensó Sin.

Simi sonrió de oreja a oreja.

—Simi es la hija de akri.

Xirena jadeó.

—¿Cuántas veces tengo que decirte que no eres la hija del dios maldito? ¡Tus padres fueron dos demonios! Deja de llamar papá a tu akri. Se me caen las alas de la vergüenza.

Simi le sacó la lengua.

—El akri de Simi es su padre. Él se lo dijo, así que ya se te pueden caer las alas todo lo que quieras, porque así son las cosas.

Sin estaba pasmado por la conversación. ¿Cómo iban a ayudar esas dos en la lucha contra los gallu? Kessar las haría pedazos. Le lanzó una mirada incómoda a Kat mientras se frotaba la nuca.

—¿No crees que deberíamos buscar otra pareja de demonios? Después de ver esta discusión, no tengo muy claro que puedan ayudarnos mucho a luchar.

—Confía en mí —replicó Kat con una carcajada—, las discusiones acaban en cuanto hay comida a la vista.

—¿Comida? —preguntó Simi, que dejó de discutir al instante—. ¿Dónde hay comida?

—¿Comida de la buena? —preguntó a su vez Xirena con voz alegre.

Simi puso los ojos en blanco al escucharla.

—¿Es que hay comida mala?

—Bueno, sí, los daimons. Saben muy fuerte y además se me quedan pegados en los colmillos.

—Eso es verdad —reconoció Simi—. Pero Simi tiene una salsa barbacoa de Nueva Orleans que le quita ese sabor. Están buenísimos con ella. Los pone a altura de la carne humana y de la carne de zarigüeya.

Xirena parecía contentísima.

—¿Esa es la salsa que tiene la foto de una mujer con látigo en la etiqueta?

—Qué va. Esa es un poco más flojita, pero también está buena. La que Simi dice tiene un hombre en la etiqueta soltando una bocanada de fuego, como si fuera un dragón gordo, pero el tío no está gordo, está…

—Si me permitís un momento… —las interrumpió Sin.

Los demonios lo miraron como si estuvieran a punto de agregarlo al menú. Convertirse en el centro de su atención fue un gran error. Xirena lo reconoció nada más mirarlo, a juzgar por el brillo que asomó a sus ojos negros.

—Eres sumerio.

De repente, sus ojos se volvieron amarillos; su piel, roja con vetas negras; y le aparecieron unas enormes alas negras en la espalda.

Sin se preparó para la pelea; pero antes de que Xirena pudiera atacar, Kat se interpuso entre ellos.

—Tranquila, Xirena. Sin es de los nuestros.

Xirena escupió al suelo, gesto que lo puso de un humor de perros y que a Kish tampoco iba a hacerle gracia, supuso.

—Muerte a los sumerios —dijo el demonio.

—No todos son malos —puntualizó Simi, cruzando los brazos por delante del pecho—. Akri conoce a un sumerio que antes fue pescador durante muchos años. Es muy bueno con Simi. Le daba de comer bolitas de pescado con aceite de oliva envueltas en hoja de parra. Y croquetas de pescado, y los ojos. Los ojos son muy sabrosos, sobre todo si se fríen en aceite de oliva.

Xirena la corrigió con voz amenazadora:

—Todos los sumerios son enemigos de los carontes.

Simi puso un brazo en jarras y ladeó la cabeza.

—Eso es una tontería. No puedes odiar a todo un pueblo porque uno o dos de sus habitantes sean malos. ¿Qué te han hecho los sumerios?

—Crearon a los demonios gallu para matarnos.

—¡Oooh! —exclamó Simi con cara de alegría—. A Simi le gustan los gallu. A la brasa están muy crujientes. Akri dejaba que Simi se los comiera por docenas. Y le daba igual. No como cuando Simi se come a la gente. Pero después los gallu se fueron y Simi ya no podía comérselos. Se les echa de menos. Estaban para chuparse los dedos.

—Pues ahora han vuelto —comenzó Kat para llamar de nuevo su atención.

Xirena puso cara de estar descompuesta. Simi parecía encantada de la vida.

—¿Simi puede comérselos?

Sin asintió con la cabeza.

Bon appétit.

Kat lo recriminó con la mirada.

—Sí, Simi. Pero necesitamos que Xirena y tú nos ayudéis a luchar contra ellos.

Xirena señaló a Sin con un gesto de la cabeza.

—Creo que deberíamos dejarles que se coman al sumerio. Se lo merece.

Kat chasqueó la lengua.

—Xirena…

—¿Lo ves, Katra? —la interrumpió Simi—. Es malísima. Además, se come los pendientes cuando nadie la ve. ¡Y los buenos, encima! Los de diamantes… con lo que brillan…

Xirena miró furiosa a Simi.

—Tú también serías malísima si hubieras visto a los gallu matar a los carontes. Y comértelos no habría sido tan fácil si no hubieras tenido a tu akri para anular sus poderes. Son demonios malos capaces de matarnos. —Miró a Katra—. ¿Nos ayudará el dios maldito?

Kat titubeó. Ojalá pudiera ayudarlas, pero de momento era imposible.

—Vamos a intentar solucionarlo sin su ayuda.

Xirena la miró con los ojos como platos.

—¿Por qué?

—Porque akri no sabe que Katra existe —explicó Simi—. Si lo descubre, se pondrá muy triste y Simi no quiere ver triste a su akri, así que no puedes hablarle de ella. Bastante triste está ya porque tiene que vérselas con esa zorra pelirroja.

—Simi… —la reprendió Kat.

—¡Es que es una zorra! Simi sabe que la quieres, akra, pero las cosas como son. Es una foca asquerosa.

Xirena se relamió los labios.

—Hace un montón que no como foca. ¿Hay alguna por aquí?

Simi la miró de reojo.

—Simi sabe dónde hay una bien gorda: en el Olimpo.

Kat meneó la cabeza.

—¡Simi!

—¿¡Qué!? —preguntó el demonio, pestañeando con fingida inocencia—. Si Xirena se la come, ¿cómo van a echarle la culpa a Simi?

Sin resopló.

—Esto es como hablar con un par de crías. ¿Cómo lo aguantaban los atlantes?

Kat se llevó una mano a la sien, que comenzaba a palpitarle, mientras se hacía la misma pregunta.

—Normalmente no son tan parlanchines.

La respuesta no pareció convencerlo.

—¿De verdad?

—Apolimia los ata en corto.

Xirena siseó al escuchar el nombre de la diosa.

—¡Muerte a la zorra! ¡Ojalá muera abrasada en un charco achicharrante de saliva caronte!

El deseo asesino de Xirena hizo que Sin soltara una carcajada.

—Joder, Kat, lo tuyo no tiene remedio. Aparte de ti, ¿hay alguien a quien le caiga bien tu familia?

Ella soltó un suspiro resignado.

—Parece que no.

—Pues anda que quien ha ido a hablar… —soltó Xirena con muy mala leche—. La tuya tampoco le cae bien a nadie.

—¡Eso! —exclamó Simi, aunque luego se llevó una mano a la boca y le susurró a Xirena—: ¿Es verdad?

—Sí.

—¡Sí! —volvió a exclamar Simi, que alzó un puño para enfatizar la afirmación.

Sin meneó la cabeza.

—Me está dando una migraña…

—Tú no sufres de esas cosas —le recordó Kat.

—Entonces es un tumor… del tamaño de un par de demonios.

El deje sarcástico de su voz le arrancó una carcajada a Kat.

—Querías ayuda, bueno, pues aquí tienes a la caballería.

En fin, sí, Kat les había buscado ayuda. Sin embargo, no sabía si el remedio sería mil veces peor que la enfermedad.

—Es raro, pero tengo la sensación de que la caballería va a pasarnos por encima… antes de asarnos.

Kat lo miró nerviosa.

—¿Qué hacemos entonces?

Se pensó la respuesta. Dejar sueltas a ese par no le parecía una buena idea.

—¿Podemos dejarlas solas?

Ella se encogió de hombros.

—No creo que sean más peligrosas que los daimons que tienes abajo ojeando a los turistas en busca de su cena.

—Ellos no tienen alas ni cuernos.

Xirena recuperó la apariencia humana.

—Ni nosotras. A menos que lo queramos.

Simi levantó una mano, como si fuera una colegiala.

—Si los daimons comen turistas, ¿Simi puede?

—No —contestaron Kat y Sin a la vez.

—¡Bah! —exclamó Simi, haciendo un puchero—. ¿Por qué tienen preferencia los daimons?

Xirena puso cara de indignación.

—A lo mejor deberíamos volver a Katoteros. Allí por lo menos podemos comer dragones cuando tenemos hambre.

Simi se quedó blanca.

—¿Te comes a los dragones de akri? Xirena, eres mala. A akri no le gusta que sus dragones se vayan. ¡Uf, será mejor que te escondas cuando vuelva y vea que no están! Va a enfadarse mucho.

Kat carraspeó con la esperanza de que cambiaran de tema y volvieran al que necesitaban discutir. Miró a Sin.

—Si las dejas en una habitación sentaditas y viendo la Teletienda, se pondrán más contentas que unas pascuas.

—¿¡La Teletienda!? —preguntaron las dos al unísono.

Simi le echó un vistazo a su reloj.

—Es la hora de la venta de circonitas. ¿Dónde está la tele?

Sin se frotó la frente antes de llamar a Kish y ordenarle que preparara una suite para los demonios en ese mismo pasillo. Cuando su ayudante volvió para acompañarlas a la habitación, Simi y Xirena seguían hablando de lo riquísimas que estaban las circonitas.

Sin las observó alejarse desde la puerta.

—Menudo par de demonios.

—Sí —replicó Kat con una sonrisa mientras acortaba la distancia que los separaba—, menudo par. Tenemos que asegurarnos de que no le pase nada a Simi. Aquerón nos mataría.

La mirada de Sin se suavizó nada más mirarla.

—Dudo mucho que te matara. A mí, por otra parte, me dejaría un par de cabezas más bajo.

Kat frunció el ceño.

—¿Un par?

Sin señaló la cabeza que tenía sobre los hombros antes de bajar la mano hasta la entrepierna.

—¡Ah! —exclamó Kat entre carcajadas—. ¡Qué malo eres!

—Sí, pero aunque sé que me defiendo bien contra la mayoría de las criaturas, en el caso de Ash sé que me fulminaría en el acto. Por tanto, prefiero tenerlo contento en la medida de lo posible.

Kat no acababa de tragarse su explicación.

—No le tendrás miedo, ¿verdad?

—Miedo, no. Pero sí muchísimo respeto. Les doy las gracias a las Moiras por haberle dejado vivir como humano durante un tiempo. Si no lo hubieran hecho, ¿te imaginas cómo sería ahora mismo el universo? Piensa en el poder que ostentan Apolimia y él. Y ahora añádele a la mezcla el ego de un dios.

Sí… era para echarse a temblar.

Pero también planteaba la pregunta de si fue precisamente eso lo que hizo a Aquerón ser como era. Una pregunta que ella solía plantearse con frecuencia.

—Pero tú tienes principios morales. No te imagino pisoteando a nadie para conseguir lo que quieres.

—No soy el mismo que cuando era un dios. Me pasé la juventud resentido y amargado por lo que nos había hecho mi padre y, como dios, tenía muchas cosas que demostrar. Además, el hecho de vivir como un humano tiene la capacidad de alterar muchísimo la forma de ver ciertas cosas.

El tono de voz de Sin le produjo un nudo en el estómago. Clavó la mirada en la cicatriz que Sin tenía en el cuello y extendió un brazo para tocarla mientras se preguntaba lo mucho que habría sufrido a causa de la herida. Tuvo que morderse el labio inferior para no disculparse por haberle arrebatado sus poderes.

¡Qué imbécil e inocente había sido! Como cualquier otro niño, en aquella época no veía los defectos de su madre. Lo único que quería era agradar a Artemisa y hacerla feliz. ¿Cómo iba a saber que un solo error podía herir tanto a una persona y, además, alterar la historia del mundo?

Ojalá pudiera arrebatarle los poderes de Sin a su madre para devolvérselos, pero Artemisa nunca se lo permitiría. Si lo intentaba, perdería a su madre para siempre y, por muchos defectos que tuviera, la quería. Nunca haría nada que pudiera perjudicarla.

Sin le apartó la mano del cuello y le dio un beso en la palma. Pese a la ternura del gesto, había una expresión salvaje en su mirada. Sí, le había permitido acercarse a él, pero podía revolverse en cualquier momento. La idea era aterradora y emocionante a la vez.

—Todavía tenemos que encontrar a mi hermano —le recordó él.

Kat asintió con la cabeza.

—De acuerdo. Creo que es mejor que vaya sola. Veré si mi abuela puede ayudarnos con su esfora. —Y si está de humor para recibir visitas, añadió en silencio.

El tema que tenían que tratar requería que Apolimia estuviera contenta y con ganas de colaborar. De otro modo, la visita sería una pérdida de tiempo que solo le depararía una negativa tajante.

Se apartó de él, pero antes de que pudiera desaparecer de la suite Sin la detuvo colocándole una mano en el brazo.

—Gracias, Katra. Te agradezco mucho la ayuda.

No supo por qué, pero esas palabras la inundaron de alegría.

—De nada.

Sin asintió con la cabeza y le dio un afectuoso apretón en el brazo.

—Tampoco me he olvidado de tu regalo. Gracias de nuevo.

Ella se acercó y lo besó en la mejilla.

—Volveré pronto.

Artemisa titubeó a medida que se acercaba a su dormitorio. Se mordió el pulgar con indecisión. Quizá sería mejor ir al templo de Zeus un rato y tramar algún plan…

—¿Qué haces?

La voz de Aquerón la sobresaltó, sobre todo al darse cuenta de que lo tenía detrás.

—Creía que estabas acostado —le soltó con brusquedad—. Tenía que ir al baño.

—Vaya… —replicó él mientras sus turbulentos ojos plateados la miraban furiosos—. ¿Qué has hecho, Artie? Y no me digas «Nada». A juzgar por tu actitud sé que has hecho algo que va a ponerme de muy mala leche.

Esa capacidad para interpretar sus reacciones la sacaba de quicio. ¿Cómo lo hacía? Sin embargo, se negó a ponerse a la defensiva. De modo que hizo lo que siempre hacía: lanzarse al ataque.

—En fin, tú tienes la culpa.

Aquerón puso los ojos en blanco.

—¿Cómo no? Siempre me toca a mí. ¿Qué he hecho ahora?

Artemisa lo miró con los ojos entrecerrados; pero, por muy enfadada que estuviera, siempre había una parte de sí misma aterrada cuando se enfrentaba a él. Porque le aterrorizaba pensar en su reacción cuando le dijera lo que necesitaba decirle… y el motivo.

—Antes de contártelo tienes que prometerme dos cosas.

En la mandíbula de Aquerón apareció un tic nervioso.

—¿El qué?

Artemisa retrocedió un paso para aumentar la distancia que los separaba.

—Primero, que no me matarás. Nunca. Y segundo, que te quedarás aquí otra semana.

Ash titubeó. La cosa debía de ser más seria de lo que pensaba si le exigía una promesa semejante. La furia se apoderó de sus entrañas. Sabía que se le estaban poniendo los ojos rojos y notó el calor en las mejillas. Pero a ella le daba igual. Y la conocía tan bien que estaba seguro de que no le contaría el motivo de su nerviosismo a menos que le prometiera las dos cosas.

—Vale. De acuerdo.

—Dilo, Aquerón. Quiero saber que estás obligado a mantener tu palabra.

Ash soltó un taco antes de decir entre dientes:

—Vale. Te prometo que no te mataré y que…

—Nunca.

Ash respiró hondo antes de repetir:

—Nunca.

¡Joder, qué ganas tenía de estrangularla!

—Y que te quedarás aquí otra semana… a menos que tengas que hacerme algún favor.

Eso le heló la sangre en las venas.

—¿Qué favor?

—Dilo, Aquerón. Y después te lo contaré.

Sí, aquello iba a ponerlo de muy mala leche. Ojalá pudiera mantener su palabra. Si no, los dos acabarían muertos.

—De acuerdo. Me quedaré aquí otra semana a menos que tenga que hacerte algún favor.

Artemisa soltó un suspiro de alivio.

—Bien. Ahora, quédate aquí quietecito.

La obedeció mientras se preguntaba qué leches le pasaba… además de ser una diosa fría y egoísta, claro.

Artemisa, por su parte, se trasladó al otro extremo de la estancia, bien lejos de él.

—¿Qué estás haciendo?

—Es que tenía que haberte contado una cosa.

—Tienes que contarme una cosa —la corrigió él—. Sí, ya me lo has dicho. ¿Qué es?

—Te estás enfadando.

Verla prolongar el jueguecito le resultó muy desagradable.

—No me has exigido que te prometiera no hacerlo.

—Porque sabía que no podrías evitarlo y que morirías por no cumplir la promesa.

—¡Artemisa!

—Vale —accedió con un resoplido—. No me grites. No soporto que me grites.

—Estoy a punto de hacer algo más que gritarte.

—Vale, ponte como quieras. ¿Recuerdas cuando volviste de entre los muertos?

¿Que si lo recordaba? Todos los días. Había sido uno de los momentos más dolorosos en una vida plagada de sufrimientos.

—¿A qué viene eso ahora?

—Bueno… —Artemisa se mordió el labio inferior y comenzó a retorcerse el peplo con una mano—. Tardaste meses en venir a mi templo y eso que te llamé con insistencia.

—Sí. Estaba un poquito molesto por lo que tu hermano y tú me habíais hecho.

—Pero quiero que recuerdes que yo te llamé.

Parecía demasiado ansiosa para su gusto, pero decidió aliviar su inquietud pese a las ganas de estrangularla.

—Lo recuerdo, Artemisa. Estuviste a punto de volverme loco con tus gritos para que viniera a verte.

—Y cuando viniste, ¿recuerdas lo que pasó?

Frustrado, Ash soltó otro suspiro. Lo recordaba todo con claridad. Artemisa lo había recibido en el bosque, fuera del templo. Él la esperó en el centro del claro y la contempló furioso. Estaba hambriento y enfurecido, y ansiaba su sangre en el peor de los sentidos. La diosa se acercó como si su presencia la aterrara.

—Por favor, no te enfades conmigo, Aquerón —le había suplicado.

Sus palabras le arrancaron una amarga carcajada.

—Bueno, «enfadarse» se queda corto para lo que siento ahora mismo por ti. ¿Cómo te atreves a llamarme de nuevo?

Artemisa tragó saliva.

—No podía hacer otra cosa.

—Siempre se puede hacer otra cosa.

—No, Aquerón. En este caso, no.

No se lo tragó, claro. Siempre había sido egoísta y caprichosa, y tenía muy claro que esos habían sido los motivos que la habían impulsado a resucitarlo en lugar de dejarlo entre los muertos.

—¿Para esto me has estado llamando? ¿Para disculparte?

La vio negar con la cabeza.

—No me arrepiento de nada. Lo volvería a hacer en un parpadeo.

—En un abrir y cerrar de ojos —la corrigió él, furioso.

Ella le restó importancia al tema con un gesto de la mano.

—Quiero que hagamos las paces.

¿Las paces?, pensó. ¿Estaba loca o qué? Tenía suerte de que no la matara en ese mismo momento. Cosa que haría si no le asustara lo que pudiera pasarle a muchos inocentes.

—Entre nosotros nunca habrá paz. Nunca. Destruiste esa oportunidad el día que viste cómo me mataba tu hermano sin intervenir para defenderme.

—Estaba asustada.

—Más lo estaba yo, que me descuartizaron y me destriparon en el suelo como si fuera un animal. Disculpa si no me compadezco de tu dolor. El mío me tiene muy ocupado. —En aquel momento se volvió para marcharse, pero ella lo detuvo.

Fue entonces cuando escuchó el gimoteo de un bebé. Ceñudo, contempló con horror al bebé que Artemisa había mantenido oculto entre los pliegues del peplo.

—Tengo un bebé para ti, Aquerón.

Se zafó de su brazo con brusquedad, consumido por la ira.

—¡Zorra! ¿De verdad crees que así podrás reemplazar a mi sobrino, al que dejaste morir? Siempre te odiaré. Haz lo correcto por una vez en tu vida, y devuélveselo a su madre. Lo último que necesita esa criatura es criarse con una víbora desalmada como tú.

Artemisa lo abofeteó con tanta fuerza que le partió el labio superior.

—Vete al infierno, cabrón asqueroso.

Él se limpió la sangre del labio con el dorso de la mano mientras le lanzaba una mirada asesina.

—Yo seré un cabrón asqueroso, pero por lo menos no soy una puta frígida capaz de sacrificar al único hombre que la ha amado porque es demasiado egoísta como para salvarlo.

Artemisa lo fulminó con la mirada.

—Yo no soy la puta, Aquerón. Eres tú quien se vende por dinero. A cualquiera que pueda pagar el precio. ¿Cómo se te ocurrió creerte digno de una diosa?

Sus palabras lo hirieron de tal forma que dejaron un trocito de su corazón destrozado para siempre.

—Tenéis razón, milady. No soy digno de vuestra presencia ni de la de ningún otro. Solo soy una mierda que merece estar en la calle. Perdonadme por haberos mancillado.

Y con esas palabras desapareció de la presencia de Artemisa, y durante dos mil años evitó todo contacto con ella. Lo único que aceptaba eran los frascos con su sangre que ella le enviaba para que se alimentara y siguiera viviendo.

De haberse salido con la suya, no habría vuelto a verla en la vida. Pero Artemisa utilizó los poderes que le había robado para dar vida a los Cazadores Oscuros con la excusa de usarlos para proteger a la Humanidad de los daimons que Apolo había creado. En realidad, los usó para controlarlo eternamente y obligarlo a negociar con ella los términos de cada liberación.

Ellos eran el motivo de que siguiera lidiando con ella.

Ellos y el remordimiento que sentía por su creación.

Le daban ganas de mandarlos a todos a la mierda.

Sin embargo, eso era agua pasada, y sería mejor dejarlo estar.

—¿Por qué remueves unos recuerdos tan amargos, Artemisa?

Ni siquiera había acabado de hablar cuando lo comprendió todo. «Tengo un bebé para ti, Aquerón.»

Retrocedió mientras la incredulidad y el dolor lo golpeaban con saña.

—El bebé…

Artemisa asintió con la cabeza.

—Era tu hija.