7

Kat intercambió una mirada extrañada con Kish antes de salir en pos de Sin al pasillo donde se encontraba el ascensor. Sin los miró con cara de pocos amigos cuando entraron con él en el ornamentado interior del ascensor.

—¿Qué? —preguntó Kat, irritada, al tiempo que lo miraba.

Su respuesta fue un gruñido ronco.

—¿Eso quiere decir que conoces a este tío, jefe? —preguntó Kish.

Sin siguió con la boca cerrada.

A Kat no le hacían falta sus poderes para sentir la intensa furia que rugía en su interior, para sentir al asesino en que se había convertido nada más escuchar el nombre de Kessar. No sabía qué relación los unía, pero saltaba a la vista que no era una muy alegre. Al parecer, apreciaba a Kessar en la misma medida que apreciaba a su madre…

Sin tenía la espalda erguida y sujetaba el bastón con fuerza. Su expresión era tensa. Su mirada, fría. No entendía cómo podía parecerle atractivo, pero el aura que lo rodeaba sumada a la ira le revolucionaba las hormonas.

De repente, recordó la letra de «Get Stoned» de los Hinder. Muy inapropiado, sobre todo en ese preciso momento. De todas formas, se preguntó si la furia mejoraría el sexo.

Claro que ella no tenía experiencia con el sexo, ni siquiera con el relajado.

Tienen que dejarme salir un poco más, pensó.

Sin la miró como si pudiera leerle la mente.

Genial, pensó, lo que le hacía falta, que se metiera en su cabeza y escuchara que su furia la ponía a cien. Genial. Sencillamente genial. ¿Por qué no te pones a gritar como una quinceañera y le dices lo guapo que está cuando se mosquea?, se dijo. Dada la suerte que tenía, seguro que se pasaba el día cabreado.

Desvió la vista hacia la puerta y se quedó callada y sin hacer nada que pudiera delatar sus pensamientos. Eso sí que sería humillante. Sobre todo porque ese hombre odiaba a toda su familia materna, incluida su madre.

Había ciertas humillaciones que era mejor evitar. Y esa era definitivamente una de ellas. De modo que intentó desentenderse de su presencia. Cosa que habría sido mucho más fácil si su imagen no se hubiera reflejado en el acero de la puerta del ascensor. Joder, estaba buenísimo, sobre todo con esa expresión tensa y decidida. Era la viva imagen del depredador, de la virilidad.

Y era una combinación peligrosa para su salud mental.

En cuanto las puertas del ascensor se abrieron, Sin salió y se colocó delante. Gesto que la dejó de piedra porque no le gustaba tener a nadie a su espalda.

Supongo que confía en que Kish lo avise si intento atacarlo, pensó.

Qué idea más halagadora…

El casino estaba en penumbra, iluminado solo por las luces de las máquinas tragaperras y de las mesas de juego. Los pitidos y tonos musicales de las máquinas parecían enfrentarse entre sí para hacerse escuchar, acompañados por las risas de los ganadores, los gritos del resto de la clientela y la música. Era una escena de anarquía total, que sin embargo conseguía ser divertida e incitante al mismo tiempo. No sabía qué tenían esos sitios, pero resultaban hipnóticos.

Sin no le prestó atención a nada de eso y cruzó la zona con decisión hacia las mesas de juego, como si supiera de forma instintiva dónde encontrar a su enemigo.

Kat miró a derecha e izquierda en un intento por localizar a quienquiera que estuviese en contra de ellos o a quienquiera que pudiese ser una de las criaturas que la habían atacado en Nueva York. Vio a muchos humanos que no sabían siquiera que estaban en mitad de un campo de batalla. Algunas camareras muy altas y rubias, ataviadas con minivestidos negros, se detuvieron para mirarla con odio. Eran apolitas, salvo la que estaba repartiendo cambio, que era una daimon. Esa fue la que se atrevió a sisearle, e incluso llegó a enseñarle los colmillos.

Pasó de ella mientras continuaba la búsqueda del demonio gallu.

De repente, sintió algo extraño. Como si le hubieran echado un cubo de agua fría por la espalda. Su sexto sentido la avisó de una presencia maligna. Se paró al captar un movimiento a su izquierda.

Vio a cinco hombres, todos guapísimos y vestidos con trajes negros. Tenían la piel bronceada, algo normal dada su ascendencia persa. Su pelo era negro. Tres lo tenían rizado, corto y peinado al descuido. Otro lo tenía lacio y lo llevaba recogido en una pequeña coleta. Sus ojos eran tan negros como su pelo. Brillaban como la obsidiana.

Sin embargo, el que los lideraba…

Destacaba muchísimo más que los otros. Tenía el pelo castaño oscuro con mechones más claros, casi rubios. Tenía la nariz aguileña y rasgos patricios. A pesar de que el casino estaba en penumbra, llevaba unas gafas de sol que le ocultaban los ojos. Cuando se acercó más a él, comprendió el motivo.

Eran rojos como la sangre.

Esbozó una sonrisa torcida muy siniestra cuando Sin se plantó delante de él.

Kessar estaba rodeado por un aura malvada a pesar de que era muy guapo. De pequeño, seguro que era de los que le arrancaba las alas a los… Bueno, seguramente se las arrancaría a los carontes y luego se reiría a carcajadas mientras los demonios lloraban.

—Vaya, vaya, Nanna —dijo en un tono casi jovial—. ¿Cuánto hace que no nos vemos?

Sin pasó de responder y le preguntó a su vez:

—¿Quién coño te ha dejado salir?

Kessar soltó una carcajada siniestra y, al igual que Sin, decidió no responder.

—Las Dimme están despertando. Sé que lo sabes. —Cerró los ojos como si estuviera saboreando algo delicioso—. Escucho cómo se agitan sus alas mientras hablamos. Siento cómo comienza a correr la sangre por sus venas. Mis hermanas estarán hambrientas cuando se despierten. Tendremos que asegurarnos de que haya un banquete esperándolas.

Sin observó a los demonios que había detrás de Kessar antes de fulminarlo con la mirada.

—Sé muy bien qué darles de comer.

Kessar chasqueó la lengua.

—No somos caníbales, mala suerte para ti. Considera esta visita como la de un amigo que solo quiere decirte que no vas a encontrar lo que buscas… Así que no pierdas el tiempo. Hemos encontrado la Luna antes que tú, y ahora se encuentra en un lugar al que no tienes acceso. Cuando mis hermanas se despierten, compartirás con ella la peor de las desdichas.

Sin se quedó blanco antes de que su expresión se crispara. Kat sintió que el pánico y el miedo se abrían paso en su interior.

—¿Qué le has hecho a Zakar?

Kessar no le hizo caso y clavó su mirada letal en ella, antes de acercarse con el ceño ligeramente fruncido.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó el demonio con voz cantarina—. Una atlante. Creía que estabais todos muertos.

—Sorpresa —se burló ella.

El demonio pareció saborear su desdén. Levantó la mano para acariciarle el mentón con un nudillo.

Kat se apartó del frío roce de su mano. Quería escupirle a la cara, pero no pensaba caer tan bajo.

Sin los separó con el bastón, que utilizó para obligar a Kessar a apartarse de ella.

El demonio miró el bastón y se quedó blanco.

—No puedes utilizar eso delante de los humanos. ¿Qué van a pensar?

Sin se encogió de hombros.

—Lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas. No te olvides de que es mi ciudad, la ciudad del pecado[1].

—Mmm. —Kessar levantó la mano y chasqueó los dedos por encima del hombro. El demonio de la coleta se adelantó. Kessar abrió la mano y su subalterno le colocó una cajita en la palma que él le ofreció a Sin—. En ese caso, aquí tienes un regalito para que no te olvides de mí.

Sin abrió la cajita. Kat apartó la mirada al ver un dedo cortado con un anillo. Era repugnante.

Sin gruñó e hizo ademán de abalanzarse sobre Kessar, pero Damien lo detuvo.

—No es el lugar, Sin. Ni el momento.

—¡Cabrón! —masculló Sin entre dientes—. ¡No bajes la guardia! Porque voy a por ti.

—Es curioso que Zakar dijera lo mismo. Pero lleva un tiempo sin hablar. Ahora solo gime y lloriquea. —Esbozó una sonrisa fría—. Lo mismo que harás tú dentro de poco.

Damien sujetó a Sin con más fuerza, pero Kat ya estaba harta. Vale que no se rebajara a escupirle, pero era la digna hija de su padre. Sin previo aviso, se acercó a Kessar y le dio un rodillazo en la entrepierna con todas sus fuerzas.

El demonio se dobló al punto, gimoteando de dolor. Le alegró saber que los demonios también sucumbían a esa táctica humana. El de la coleta se abalanzó sobre ella, pero lo apartó de un puñetazo que lo hizo girar en el aire. Los demás ni se movieron.

Acto seguido, levantó a Kessar del pelo para susurrarle al oído:

—Nunca subestimes a un atlante. No somos como el resto de los dioses.

La cara del demonio se transformó al escucharla. Unas gruesas venas le aparecieron en la frente y al instante comenzaron a brillarle los ojos. Su boca se ensanchó para dejar espacio a la doble hilera de dientes. Estaba a punto de atacarla, pero Sin lo agarró por el cuello y lo lanzó a los brazos de Damien.

—Saca a esta basura. No quiero que me apeste el casino.

El rostro de Kessar recuperó el aspecto humano tan rápido que la dejó de piedra. El demonio apartó a Damien de un empujón.

—No me toques, daimon. No eres digno de mí.

Damien torció el gesto.

—Lo mismo digo, gilipollas. Además, no me apetece apestar a mierda sumeria. Coge a tus amiguitas y salid de nuestro casino.

Kessar se enderezó la chaqueta.

—Volveremos pronto. Ya lo creo que volveremos.

El rostro de Sin era una máscara pétrea.

—Lo estoy deseando.

—Ya somos dos. —Con eso, los demonios dieron media vuelta y se alejaron en una formación en V.

—¡Vaya! —murmuró Kat—. Así parecen gansos.

—Sí, también se cagan en el jardín, como los gansos. —Damien se sacó del bolsillo un frasquito de ambientador que procedió a pulverizar por todo el lugar—. Lástima que no tengamos insecticida para demonios.

—Mmm, a lo mejor sí… —Kat los miró—. ¿Qué es lo que más odian los gallu?

—Lo tienes delante —respondió Sin.

—Sí, pero lo siguiente sería un demonio caronte, ¿no?

Sin la miró con sorna.

—Por si no te has dado cuenta, no se puede decir que abunden en este plano. Creo que tu abuela se ha quedado con todo el stock.

Kat soltó una carcajada.

—No con todo. Sé de una en concreto a la que le gusta venir de vez en cuando y a la que le encantaría apuntarse a un banquete, sobre todo en Las Vegas, donde hay un montón de cositas brillantes para ver.

Damien y Sin se miraron sin comprender.

—¿De quién estás hablando? —preguntó Damien—. Y lo más importante, ¿es guapa?

—Ya lo creo que es guapa. Pero no te aconsejo que vayas a por ella. El último que lo hizo terminó muerto, por desgracia. —Kat cogió el móvil que Damien llevaba en el cinturón y marcó el número que haría sonar un brillante móvil Razr rosa cubierto por circonitas rosas y blancas.

—¿Diga?

Sonrió al escuchar la voz cantarina que tan bien conocía y a cuya dueña tanto quería.

—¿Simi? ¿Tienes tiempo libre?

Simi resopló, disgustada.

—Claro que sí. Akri está en el Olimpo con la foca a la que Simi quiere comerse, pero akri no la deja. ¿Por qué llamas, akrita?

—Estoy en Las Vegas y necesito con urgencia a un buen demonio. Y tráete tu salsa barbacoa, cariño. —Sonrió triunfalmente a Sin—. Mucha salsa barbacoa.

—¡Mmm! ¿Un bufet?

—Desde luego que sí. Podrás comer todo lo que quieras.

Simi soltó un chillido extasiado.

—Simi va de camino. Pero antes tiene que coger unas cositas. Dentro de un rato estará allí.

Colgó y le devolvió el móvil a Damien.

—Una caronte hambrienta viene de camino.

Sin asintió con la cabeza, pero su rostro seguía serio cuando miró la cajita que tenía en la mano.

—Encontraremos a tu hermano —le dijo ella al tiempo que le tocaba el brazo para darle ánimos.

La expresión de Sin la conmovió.

—Sí, pero ¿con qué nos vamos a encontrar?

Se le encogió el corazón por la idea mientras sentía cómo iba creciendo la furia en el interior de Sin. De no ser por su madre, él podría haber protegido a su hermano y haberlo mantenido a salvo. Seguro que en ese momento estaba planeando nuevas maneras de torturar a Artemisa, y no podía echárselo en cara ni mucho menos.

Damien carraspeó.

—Aún es de día, jefe. Pero esta noche podemos ayudarte a rastrearlo.

Sin meneó la cabeza.

—Manteneos al margen. Os harán papilla.

La expresión de Damien le indicó que no tenía miedo.

—¿Qué me dices de Savitar? —preguntó ella al recordar a la persona que podría inclinar la balanza a su favor—. ¿O de algún otro ctónico? Podrían ayudarnos…

—Hasta ahora se han mantenido al margen. Desde que libraron su propia guerra fratricida, solo protegen sus territorios y pasan de todo lo demás. —Sin apoyó el bastón en el suelo.

Kat ladeó la cabeza al recordar la reacción de Kessar al ver el objeto, que había conseguido intimidarlo.

—¿Qué es eso? ¿Criptonita para demonios?

—Algo así. —Sin giró la empuñadura y dejó al aire una hoja delgada, que era justo lo que ella pensaba que escondía—. Lo creó Anu, y es como las dagas atlantes que matan a los demonios carontes. Así es como mantenemos a raya a los gallu.

¡Sí, sí, sí! Le gustaba cómo sonaba eso.

—¿Tienes más?

—No —contestó él con un suspiro—. Después de tantos siglos, son frágiles. Es el último que me queda. Y como Anu no anda por aquí para hacer más…

Lo llevamos crudo, concluyó ella en silencio. No hacía falta que Sin acabara la frase.

—¿Serviría una daga atlante?

—No lo sé. ¿Tienes alguna?

—Pues no. Solo estaba pensando en voz alta. No tenías por qué descubrir mi farol.

—Perdona por haberte aguado la fiesta. —Sin se giró hacia Kish, que no había abierto el pico en todo ese tiempo—. Destapa los espejos que hay en el casino. Asegúrate de que haya espejos en todas las entradas.

Kat frunció el ceño.

—¿Para evitar que entren los Cazadores Oscuros?

—Para evitar que entren los gallu. Los espejos muestran su verdadera naturaleza. No se acercan a ellos.

Damien resopló.

—Me gusta más lo de mantener fuera a los Cazadores Oscuros.

—No me extraña —replicó ella con sorna—. Me sorprende que no se haya pasado ninguno por aquí para hacer limpieza…

—No nos queremos mucho —explicó Sin—. Los que hay por la zona saben que yo regento este sitio y pasan de largo. Al fin y al cabo no tengo prohibido matarlos porque no soy un verdadero Cazador Oscuro. Y lo tienen muy presente.

Kat lo miró con ojitos de cordero degollado e incluso se colocó las manos entrelazadas bajo la barbilla, tras lo cual soltó con voz almibarada:

—Eres tan dulce… No entiendo por qué los Cazadores Oscuros no te dejan jugar a las casitas con ellos. Son muy malos.

La única respuesta de Sin fue poner los ojos en blanco.

—Damien, vigila que no entren más demonios hasta que Kish tenga listos los espejos.

—Hecho.

Kish se dirigió a la pared más cercana.

Sin levantó el bastón, dio media vuelta y regresó a los ascensores tan rápido que Kat prácticamente tuvo que correr para alcanzarlo.

No habló mientras aguantaba la puerta para que ella pasara. De hecho, ese gesto tan caballeroso la dejó pasmada.

—Gracias.

Lo vio inclinar la cabeza antes de alejarse de la puerta y soltar un largo suspiro. Presentía que quería decirle algo y que al mismo tiempo preferiría no tener que hacerlo. Ni siquiera era capaz de mirarla a los ojos. Sus actos tenían algo increíblemente infantil. No era propio de él mostrarse inseguro, y ese rasgo le resultó enternecedor.

Aunque el Sin autoritario era una revolución hormonal, el Sin que tenía delante era encantador. Adorable y dulce. Una extraña dicotomía en el hombre que comenzaba a conocer.

Al cabo de unos segundos, se atrevió a mirarla con timidez.

—¿Tienes el poder de localizar a mi hermano?

Así que eso era lo que había estado rumiando. Tenía que pedirle ayuda. Algo que seguro que no hacía muy a menudo. ¡Por favor, por lo que había visto, seguro que era la primera vez!

—Ojalá… Lo siento.

Lo escuchó soltar un taco.

—Pero… —añadió con la esperanza de animarlo—, mi abuela tiene la esfora. Tal vez pueda localizarlo.

Sin frunció el ceño.

—¿La esfora?

—Es como una bola de cristal. Le pides que te enseñe algo y lo hace. Casi siempre.

El alivio que vio en sus ojos dorados fue inconfundible.

—¿Lo intentarías por mí? Por favor.

El modo en el que añadió ese «por favor» puso de manifiesto que tal vez también fuera una novedad para él. Y tenía que admitir que le gustaba ver ese lado de su personalidad. Podría llegar a ser amiga de ese hombre.

—Sí.

Sin le sonrió, aunque no estaba de humor. Solo podía pensar en Zakar, totalmente solo y sufriendo sabrían los dioses cuánto a manos de sus enemigos.

Era imposible saber el tiempo que llevaba a su merced. La mera idea le revolvió el estómago.

¿Cómo lo habían capturado?, se preguntó.

¿Seguiría vivo? Sin embargo y nada más pensar en eso, supo la respuesta. Claro que Zakar estaba vivo. Los gallu vivían para torturar y para derramar sangre. Tener a un antiguo dios en su poder sería un subidón de adrenalina.

¡A la mierda con todos!, exclamó para sus adentros.

La idea lo enfurecía tanto que casi no podía respirar.

Cuando Artemisa lo dejó tirado en el desierto, Zakar fue quien lo encontró y lo ayudó a recobrarse. En un momento en el que nadie le habría prestado auxilio, Zakar le dio de comer hasta que se curó y lo llevó a un lugar seguro.

Y ¿cómo le había devuelto el favor a su hermano?

Dejando que los gallu lo atraparan.

Se merecía morir por esa traición. Si al menos pudiera reparar el daño que Zakar había sufrido… Pero sabía que era imposible. Nada podría borrar la tortura y el dolor.

Asqueado de sí mismo, salió del ascensor en cuanto se abrió la puerta y regresó a su ático. Dejó el bastón apoyado en el mueble bar y soltó la caja encima, tras lo cual se pasó las manos por el pelo. Quería gritar de frustración.

—No te preocupes, Sin. Ya los pillaremos. —Kat le colocó una mano en el hombro para consolarlo.

No sabía por qué, pero de algún modo la caricia lo consoló. Y lo excitó, además, porque sintió una descarga que le recorrió todo el cuerpo.

Sin embargo, aunque su cuerpo reaccionó al contacto, su mente no se dejó engañar. Pese a su ternura, solo había un motivo por el que Kat estaba con él en ese momento.

—Tu madre te envió anoche para matarme, ¿verdad?

Kat se quedó de piedra por la inesperada pregunta. ¿Cómo lo habría averiguado?, se preguntó.

—¿Cómo dices?

Sin la miró con expresión amenazadora.

—No me mientas, Kat. Artemisa quería que me mataras. Reconócelo.

No había necesidad de mentir. Sin ya había sufrido bastantes mentiras y no necesitaba que ella también lo engañara.

—Sí, es cierto.

Lo escuchó soltar una amarga carcajada antes de que sacara una daga de la funda oculta que llevaba en la cintura.

Contuvo el aliento a la espera de que se abalanzara sobre ella, pero no lo hizo. En cambio, le tendió el arma.

—Si esa es tu intención… Vamos, adelante. No voy a quedarme sentado esperando a que me ataques por la espalda. Échale huevos y vamos a acabar con la farsa.

No supo por qué, pero le hizo gracia su exigencia de que le echara huevos al asunto. Sin embargo, tenía muy claro que no pensaba matarlo en ese momento.

Cogió la daga y la dejó sobre el mueble bar.

—No soy mi madre, Sin. No me controla.

Eso pareció tranquilizarlo. Al menos durante unos segundos.

—¿Y cuando me enfrente a ella? ¿Dónde estarás? ¿Detrás de mí o enfrente?

Lo miró con una media sonrisa.

—No creo que te enfrentes a ella.

La expresión de Sin era tensa y letal.

—¿Quieres apostar su vida?

—Sí. Porque sabes que su muerte causaría una grave perturbación en este plano y, a diferencia de ella, tú no eres tan egoísta.

Cada vez que un dios mayor moría asesinado, sus poderes regresaban al universo. Si nadie absorbía dichos poderes, podrían estallar como una bomba nuclear. Sobre todo cuando el dios en cuestión era hijo del sol y de la luna. A esos dioses en concreto había que protegerlos por encima de todo.

Y dado que Artemisa había absorbido los poderes de Sin además de los suyos propios, su destrucción sería el doble de peligrosa que la de cualquier otro dios.

Sin la miró con los ojos entrecerrados.

—A lo mejor absorbo sus poderes y ocupo su lugar como ella hizo conmigo.

Por mucho que insistiera, no se lo tragaba.

—Si supieras cómo hacerlo, ya lo habrías hecho.

Sin apartó la vista y meneó la cabeza.

—Eres demasiado confiada.

—Y tú demasiado desconfiado.

Sin se apartó de ella con semblante inescrutable.

—Tienes toda la razón.

Muy bien. Ya sabía cómo buscarle las cosquillas al dios depuesto. El tema de la confianza le escocía. Ese tema era tabú.

Como quería recuperar la camaradería que casi habían alcanzado antes de desviarse del camino y acabar en una zanja, cambió de tema.

—Bueno, ¿vas a enseñarme a luchar contra esas criaturas para que la próxima vez que a Kessar se le ocurra poner un pie en tu casa pueda dejarlo hecho papilla además de lisiado?

Sus palabras casi le arrancaron a Sin una sonrisa.

Casi.

—¿Qué me dices de la esfora y de encontrar a mi hermano?

—Espera un momento.

Kat cerró los ojos y dejó que su mente vagara. Vio a su abuela en el jardín y, aunque no lloraba, sintió su tristeza. No estaba de humor para recibir visitas, ni siquiera la suya. Todavía estaba molesta por la aparición de Sin y por lo que le había sucedido a Aquerón.

Abrió los ojos y miró a Sin con decisión.

—¿Podemos esperar un poco? No creo que mi abuela quiera verte en este momento. Dale un poco más de tiempo. Un par de horas o así… Con un poco de suerte, cuando vayamos a verla, se le habrán pasado las ganas de dejarte en manos de sus demonios. ¿Te parece?

—Pues no. Pero como sé que nunca viene bien meterle prisas a una diosa enfadada, creo que echaré mano de mi paciencia.

Tenía razón en eso.

—Además —añadió ella—, Simi viene de camino y creo que es mejor que estemos aquí cuando llegue.

—Sí —convino Sin con una carcajada ronca—. No quiero que un caronte hambriento ande suelto entre mis trabajadores y mis clientes.

También tenía razón en eso. Simi podía ser un pelín revoltosa cuando estaba sola.

—¿Eso quiere decir que volvemos a lo de los entrenamientos?

Sin le miró la ropa.

—Vas a tener que cambiarte. No creo que estés vestida para entrenar.

En fin, pues para pelear sí me ha servido, reflexionó, pero no pensaba decírselo. De esa forma se arriesgaba a que se encerrara en sí mismo cuando necesitaba que le dijera cómo matar a esas criaturas tan repugnantes.

Chasqueó los dedos y sus vaqueros y su camisa se transformaron en unos pantalones de deporte negros y en una camiseta del mismo color, además de unas zapatillas deportivas.

—¿Vale así?

—Puede valer.

Sin repitió su gesto y su ropa se transformó en unos pantalones de deporte negros y en una camiseta blanca que resaltaba los definidos contornos de sus músculos.

¡Uf, sí…!, se dijo. A punto estuvo de suspirar cuando la invadió el deseo. Por todos los dioses, con tan poca ropa estaba para comérselo. Y eso la llevó a preguntarse cómo estaría desnudo por completo.

Para colmo, su forma de moverse ponía de manifiesto que era mucho más poderoso que un Cazador Oscuro normal. Tal vez no contara con todos sus poderes divinos, pero sí con los bastantes como para ser un oponente formidable.

Mientras se preguntaba qué le iba a enseñar, lo siguió por el pasillo hasta un enorme gimnasio.

Ash gimió mientras dormía a medida que sus sueños se convertían en una neblina borrosa. Odiaba soñar. Siempre lo había odiado. Sus sueños nunca tenían sentido, y ese en concreto no era más útil ni más claro que los demás.

Dos mujeres a quienes no conocía lo atormentaban. Una era alta y rubia. Por raro que pareciera, le recordaba a Artemisa. Pero no era ella. Esa mujer tenía compasión y una mirada amable. Estaba junto a él con una expresión triste.

—Algún día nos conoceremos… —le dijo.

En ese momento se acercó otra mujer, pero la bruma ocultaba su rostro. A pesar de eso, sabía que estaba furiosa con él. Porque sus ojos lo fulminaban tras la bruma.

—¿Quién te crees que eres? ¡Te odio! Lárgate. No quiero volver a verte nunca. Espero que te atropelle un coche. Si tengo suerte, a lo mejor hasta da marcha atrás para pillarte de nuevo. ¡Largo!

El veneno de su voz lo destrozó. ¿Qué le he hecho? ¿Por qué me odia?, se preguntó. Todas las mujeres lo querían. Deseaban su compañía.

Sin embargo, esa no.

Quería cortarle la cabeza.

Se despertó empapado en sudor frío. Tardó un minuto en darse cuenta de que estaba en la cama de Artemisa, a salvo de la lengua viperina de su torturadora. Se secó la frente y se sentó muy despacio mientras las blancas sábanas de seda caían hasta su cintura.

¡Cómo aborrecía dormir! No había tenido un buen sueño desde que nació. Pero al menos ese no estaba relacionado con su pasado. Era algo totalmente distinto…

—¡Despreciable!

Frunció el ceño al escuchar el grito de Artemisa, procedente de la otra estancia. Y que fue seguido del ruido de algo al romperse.

—He hecho todo lo que he podido.

—¡Eres despreciable!

Ash no escuchó nada más, pero se sentía como si alguien lo hubiera tirado al suelo. Le dolía todo el cuerpo, y tenía que averiguar por qué. Salió de la cama, se vistió con un gesto de la mano y cruzó el dormitorio para abrir la puerta de oro utilizando sus poderes.

Deimos tenía a Artemisa contra el suelo, agarrada por el cuello.

—Si vuelves a…

No le dio la oportunidad de terminar la amenaza, porque lo levantó de golpe y lo lanzó al otro extremo de la habitación. Deimos se estampó contra la pared antes de caer al suelo. Sin embargo, se puso en pie de un salto y se preparó para la batalla, pero después se dio cuenta de la identidad de su oponente. El Dolofoni se limpió la sangre que manaba de su nariz y del labio partido.

—Deberías marcharte ahora mismo —le dijo Ash con una mirada gélida.

Deimos escupió sangre en el mármol blanco. Miró a Artemisa, que estaba sentada donde la había dejado. Por una vez no parecía arrogante.

—Artemisa, si quieres que ese cabrón muera —dijo—, manda a tu mascota.

En circunstancias normales Ash habría dejado correr el comentario sin más. Pero ese día no estaba de humor. Extendió los brazos y Deimos voló hasta sus manos.

—Hoy tengo ganas de patearle el culo a alguien. No sabes cómo me alegra que te hayas ofrecido voluntario. —Le clavó la rodilla en el estómago, pero cuando estaba a punto de darle un puñetazo, Deimos se desvaneció—. ¡Vamos! —exclamó en voz alta—. ¿Te ha molestado algún comentario?

Como era de esperar, Deimos no contestó. Una palabra habría bastado para que localizara su escondite y fuera a por él.

Cabrón, pensó.

Como seguía de mala leche, se acercó a Artemisa, que no se había movido del sitio. Muy raro en ella. Apretó los dientes al ver las marcas rojas que el ataque del Dolofoni le había dejado en el cuello. También tenía las mejillas encendidas por la rabia.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Como si te importara… —masculló ella con desdén—. Tú también me harías daño si pudieras.

La expresión herida de sus ojos hizo que se tragara el comentario sarcástico y que no le diera la razón. Aunque su relación distaba mucho de ser idílica, no tenía lo que había que tener para patearla cuando estaba en el suelo. Le habían hecho demasiado daño a lo largo de su vida como para querer provocárselo a los demás.

Se sentó junto a ella y dobló las rodillas.

—¿Qué ha pasado?

El mohín enfurruñado de Artemisa era digno de cualquier niña.

—Nada.

Inspiró hondo para calmarse al comprender lo que estaba tramando. Artemisa quería hablar, pero iba a obligarlo a sacarle las palabras con pinzas. Estupendo. Ese era el mejor de los entretenimientos. Claro que teniendo en cuenta las preferencias de Artemisa para matar el tiempo con él, era una mejora notable.

—Vamos, Artie. Ya lo sé. Enviaste a Deimos a por Sin, ¿no es cierto?

Artemisa hizo otro mohín antes de sorberse la nariz.

—¿Qué otra alternativa me quedaba? Tú no vas a hacer nada.

¿Es que no va a crecer nunca?, se preguntó. Por una sola vez en la vida le gustaría tratar con una persona adulta…

—No puedo hacer nada mientras esté aquí. Lo sabes muy bien. Te negaste a concederme un poco de tiempo libre para ir a hablar con él.

—Tampoco harías nada aunque te fueras de aquí.

Seguramente es verdad, reconoció para sus adentros.

Artemisa se sorbió de nuevo la nariz antes de mirarlo de reojo.

—A nadie le importa lo que me pase.

—No empieces, Artemisa —replicó él entre dientes—. No me trago ese numerito lastimero y lo sabes muy bien. Si quieres que papá te cure las heridas, lo tienes en la colina más alta.

La furia regresó a los ojos de la diosa.

—¿Por qué sigues conmigo si eso es lo que sientes?

Curiosamente, era la misma pregunta que él se hacía todos los días.

—Ya sabes por qué.

Artemisa pasó del comentario.

—Me odias, ¿verdad?

En ocasiones. No, casi siempre, pensó. Sin embargo, percibía la vulnerabilidad que la aquejaba y por una razón que no entendía, sentía la necesidad de consolarla. Sí, era un gilipollas masoquista.

—No, Artie, no te odio.

—Mentira —lo contradijo ella—. ¿Crees que no conozco la diferencia? —Una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla mientras lo miraba—. Antes me abrazabas como si te importara.

Tenía razón, y lo más triste de todo era que en aquel entonces ella le importaba más que su propia vida. Sin embargo, eso había sido once mil años antes y habían cambiado muchísimas cosas entre ellos.

—Tú no me dabas palizas. ¿Te acuerdas?

Artemisa meneó la cabeza.

—Ya habías cambiado antes de eso. Estabas enfadado conmigo antes de morir.

No quería hablar del tema ni de coña. Su pasado ya había sido doloroso cuando le tocó vivirlo. Lo último que le apetecía era rememorarlo.

Se levantó y regresó al dormitorio, pero Artemisa lo siguió.

—¿Qué te pasó? —preguntó ella.

Soltó una carcajada al escuchar la pregunta tan tonta antes de darse la vuelta para mirarla a la cara. Artemisa parecía ignorar la respuesta.

—¿Cómo has podido olvidarlo? Me dijiste que solo te servía para darte un revolcón. No, espera… ¿Qué me dijiste exactamente? «Si alguna vez le hablas a alguien de lo nuestro, haré que te flagelen en mi templo hasta que pongas el suelo perdido con tu sangre». Eso le baja la libido a cualquiera, ¿no crees? Y después, cuando cumpliste tu promesa a pesar de que nunca le hablé a nadie de nosotros, destruiste esa parte de mí a la que le importabas.

—Ya te pedí perdón por la paliza.

Sus palabras hicieron que diera un respingo. Palabras. Meras palabras con las que creía poder borrar el dolor y la humillación que había sufrido por su culpa. Todavía sentía los azotes del látigo en la piel.

Todavía escuchaba los gritos de su hermana aquella tarde, cuando su padre humano le pidió explicaciones por su ausencia.

«¡No lo hagas, padre! Es inocente. Estaba con Artemisa. ¡Díselo, Aquerón! Por todos los dioses, dile la verdad para que no te pegue más.»

Su padre humano lo tiró al suelo, le pateó la espalda y le pisó el cuello hasta que la bilis estuvo a punto de ahogarlo.

«¿Qué mentiras le has contado, cerdo?»

Ash intentó apartarle el pie, pero su padre ejerció más presión contra su cuello de forma que ni siquiera podía respirar.

«—Nada, por favor…»

«¡Blasfemo!» Su padre se apartó mientras él intentaba respirar a pesar de tener el esófago casi aplastado. «Desnudadlo y llevadlo al templo de Artemisa. Que la diosa presencie su castigo. Y si de verdad ha estado con ella, seguro que saldrá en su defensa.» Miró a Ryssa con expresión ufana. «Azotadlo en el altar hasta que la propia diosa aparezca.»

La humillación de aquel día seguía atormentando su alma. La gente que había jaleado al verdugo para que lo golpeara con más fuerza. Los sacerdotes que lo habían abofeteado mientras el verdugo lo azotaba. El agua que le habían tirado a la cara para despertarlo cada vez que perdía el conocimiento por el dolor…

Todo seguía fresco en su memoria.

Y Artemisa había aparecido, sí. Pero nadie salvo él la había visto. Había observado con regocijo cómo lo azotaban.

«Ya te dije lo que te pasaría si me traicionabas.»

Acto seguido, Artemisa se acercó al corpulento verdugo que le estaba azotando para susurrarle al oído que lo golpeara más fuerte, con más saña.

Solo tenía veintiún años.

Cuando por fin terminó (y solo porque el verdugo estaba exhausto), lo dejaron colgado en el templo durante tres días. Sin comida ni agua. Sin consuelo. Desnudo y sangrando. Dolorido. Solo. Y mientras estuvo colgado allí, la gente se acercó para escupirle e insultarlo. Para tirarle del pelo y golpearlo.

Para decirle que no era nada y que se merecía lo que había recibido.

Cuando los sacerdotes por fin lo desataron, le afeitaron la cabeza y le marcaron a fuego en la coronilla el doble arco y la flecha de Artemisa.

Después lo ataron a un caballo y lo arrastraron de vuelta al palacio. El trayecto le reabrió las heridas y le provocó otras nuevas. Cuando por fin estuvo en su habitación, fue incapaz de hablar por el dolor. Se quedó tirado en el frío suelo durante días, llorando porque la mujer a la que amaba con todo su corazón lo había condenado cuando no había hecho nada malo. Había guardado en secreto su nombre en todo momento, cargando con las consecuencias.

Y Artemisa creía que bastaba una disculpa para borrar todo eso… La muy zorra estaba loca.

Ni siquiera en la actualidad Artemisa le había hablado a nadie de su relación. Aunque cualquiera con dos dedos de frente lo habría averiguado a esas alturas. Al fin y al cabo, iban ya… ¿cuántos? Once mil años. Once mil años metiéndolo a hurtadillas en su templo. Once mil años de abusos.

Todos lo sabían, pero nadie hablaba de ello. Le seguían el juego a Artemisa y ¿para qué? Para salvaguardar su vanidad.

—Abrázame, Aquerón —le suplicó con voz temblorosa—. Abrázame como lo hacías antes.

Le costó la misma vida no apartarla de un empujón. Pero eso habría sido cruel y, a pesar de que le habría encantado hacerlo, no era tan despiadado como ella.

De modo que la acercó a su cuerpo, pasando por alto lo mucho que la despreciaba.

Artemisa soltó un suspiro de felicidad antes de abrazarlo por la cintura y pegarse a él.

Su ternura era lo que más odiaba de ella. Le recordaba demasiado al sueño que una vez albergó. Un sueño en el que ella lo cogía de la mano en público. En el que le sonreía sin esconderse.

Cuando era humano, fue lo bastante tonto como para pensar que llegaría a quererlo. Que al menos reconocería su presencia.

Sin embargo, siempre fue y lo seguía siendo, su sucio secretillo. Antes de morir a manos de Apolo, su propio hermano, ni siquiera le concedió el permiso de pronunciar su nombre en público. De tocarla, de mirarla o de pasar junto a su templo. Solo reconocía su presencia en privado.

Sin embargo, estaba tan desesperado por las migajas de ternura que le lanzaba que lo aceptó todo sin rechistar.

—Te quiero, Aquerón.

Apretó los dientes al escuchar unas palabras que Artemisa ni siquiera entendía.

Amor… Claro. Si eso era amor, prefería pasar sin él.

Artemisa lo besó en los labios antes de apartarse con una sonrisa.

—Siempre has sabido a luz del sol.

Y ella siempre había sabido a fría oscuridad. Soltó el aire con cansancio.

—¿Estás mejor?

—Pareces cansado, Aquerón mío —dijo ella, que asintió con la cabeza para responder a su pregunta mientras le acariciaba el pecho—. Vuelve a la cama. Enseguida estoy contigo.

La impaciencia me está matando, pensó. Se moría por meterse en la cama con ella. Lo deseaba tanto como que le pusieran un enema con ácido.

—¿Adónde vas?

Artemisa se levantó.

—Tengo que ocuparme de una cosilla. Pero volveré enseguida. Confía en mí.

No me queda otra, se dijo.

—Tómate el tiempo que necesites. —Si tenía suerte, conseguiría una hora sin magreos.

Era muy triste que esa fuera la mayor aspiración de un dios todopoderoso e inmortal.

Artemisa le sonrió antes de desaparecer y se teletransportó hasta el Inframundo, donde los Dolofoni moraban, en la parte más impenetrable del dominio de Hades.

No tardó mucho en encontrar a Deimos. Estaba delante de un enorme armero, examinando un hacha de hoja pequeña.

—¿Qué haces? —le preguntó mientras intentaba adivinar en qué pensaba el Dolofoni.

Deimos levantó la cabeza al escuchar la pregunta.

—Comprobando la resistencia de la hoja.

—¿No deberías estar buscando a Sin?

Deimos dejó el hacha, pero en vez de mirarla, pasó la mano por el resto de las armas.

—Eso depende. ¿Tu hija va a seguir interponiéndose en mi camino?

La pregunta hizo que a Artemisa se le cayera el alma a los pies.

—¿Cómo dices?

Deimos se giró hacia ella con una expresión malévola.

—Tu hija. Ya sabes, la rubia alta con un cuerpazo de vértigo, que tiene tus mismos ojos y los poderes de su padre. No me creerías tan tonto como para no darme cuenta, ¿verdad?

Se había quedado sin habla. Menos mal que Aquerón no estaba presente. Si se enterase, la mataría.

Deimos la miró con los ojos entrecerrados.

—Por eso me llamaste para que matara a Sin, ¿no? Porque se ha enterado de la verdad y ahora debe morir.

Se negaba a proporcionarle algo que usar en su contra.

—No sé de qué me hablas.

—Claro que no —replicó Deimos con tono burlón mientras acortaba la distancia que los separaba.

Retrocedió hasta que quedó pegada a la pared.

Deimos hizo una mueca desdeñosa.

—¿Eso quiere decir que tengo tu permiso para matar a Katra si se interpone en mi camino?